sábado, 18 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTISIETE

Todos tienen que ver con todos. Los entramados de las relaciones entre los músicos del universo del dilecto Nick Cave, para desgracia del bolsillo del coleccionista fiel, aumentan exponencialmente. En algún momento me interesé por escuchar la producción discográfica de los distintos proyectos de esta gente, hasta que me parecieron demasiados. Al enterarme de la existencia de un álbum en el que uno de los percusionistas de los Bad Seeds cantaba sus propias canciones engrosando un extenso currículum vitæ que lo avalaba como percusionista de culto, lo rastreé por internet y lo encargué, creo que al sello que lo había publicado. Colaboraban una gran cantidad de personajes, también vinculados al adorado australiano, como era de esperar. Me gustaron las canciones de ese álbum debut, por lo que decidí arriesgarme con la segunda producción del grupo que vio la luz tres años más tarde. El proyecto llevaba el mismo nombre, The Vanity Set. Sin embargo, desafortunadamente, no conservaba ninguno de los músicos que habían participado en el primer álbum. El cantante se había quedado solo como perro malo. Dicen las malas lenguas que Jim Sclavonus, percusionista devenido vocalista, habría reclutado a los nuevos miembros de su banda en alguna fiesta de la colectividad griega de New Jersey. No hay forma de probarlo. Fue suficiente. Quizás demasiado. Supongo que no publicaron otros discos. Por el bien de la reputación del otrora respetado baterista, espero que no hayan osado hacerlo. No me dediqué a informarme. Hasta aquí llegó mi amor, macho.



viernes, 17 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTISÉIS

Conocer artistas nuevos no es tarea sencilla cuando lo que se busca va más allá del mero entretenimiento. Estar atento a las recomendaciones es una de las posibilidades. Sin embargo, no hay que fiarse demasiado ni del gusto ni de la percepción ajenos. Dejarse llevar de las narices o de las orejas, si preferís, suele no ser la mejor opción. Te exponés a resultar decepcionado. Cuando estoy a la pesquisa de material nuevo, lo que avala mi decisión al incursionar en la obra de algún artista que desconozco se justifica en los entramados de relaciones entre las obras de diferentes músicos. Por ejemplo, me topé por primera vez con un tema de esta banda oriunda de New York cuando compré el compilado “New Coat Of Paint” con reversiones de canciones de Tom Waits en la disquería Beatnick sobre la rue Saint-Denis, en Montréal. Lo cierto es que en un primer momento, el nombre de la bandita de estos muchachos me pasó completamente desapercibido. Me detuve en otros detalles. Siendo gran fan de la obra del viejo Tom, escuchar las versiones que ofrecía este álbum se auguraba prometedor. Sobre todo porque años antes había conseguido “Step Right Up”, el primer volumen de este homenaje, también publicado por el sello Manifesto, el que me había cautivado. No se repetía ningún artista. ¡Gran noticia! Al leer la contratapa, vi que participaba Lydia Lunch, lo que garantizaba que al menos una de las canciones tendría sentido en mi colección. También aparecían los Knoxville Girls, grupete reventado de mi estimado Kid Congo Powers, y, finalmente, Sally Norvell, una cantante que junto a Kid Congo me había ofrecido un par de lindos discos bajo el nombre de Congo Norvell. Un entramado que puede llegar a marear. A veces, a aclarar las cosas. Otras, a darle cierto sentido a las decisiones que uno toma. Resumiendo, de entrada, conocía solo a tres de los artistas que participaban. Un tiempo más tarde, investigando un poco más, descubrí que Kid Congo había participado con su ronco graznido en un disco que se llamaba “With All Seven Fingers”. Lo encargué por correo al sello en Alemania. Para mi sorpresa, recién cuando recibí el paquete me di cuenta de que se trataba de aquella banda oriunda de New York que participaba en el homenaje a Tom Waits a la que no le había dado ni un poquito de pelota. A fin de cuentas, todo tuvo sentido. Porque ese disco de Botanica me pareció genial. Aunque sigo sin comprender cómo se les puede haber ocurrido ponerle un nombre tan poco sugerente a su banda, tan poco pregnante. De esos que pueden pasar inadvertidos, sin pena ni gloria, sin llamar tu atención a pesar de tenerlo justo enfrente de tus ojos. Eso sí que no tiene sentido.

jueves, 16 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTICINCO

¿Qué le dirías a un tipo que se cuelga una guitarra y que, a pesar de no demostrar habilidad alguna, insiste y consigue tocar en unos cuantos grupos junto a varios pesos pesados de la música independiente? Chapeau ! ¿Qué le dirías a un tipo que tiene una voz espantosa y que a pesar de eso se anima a cantar y, encima, logra codearse con varios pesos pesados de la música alternativa, tanto en Europa como en los Estados Unidos? Chapeau ! ¿Qué le dirías a un tipo que escribe y compone canciones intelectualmente básicas que te hacen mover la patita y mientras las escuchás se te va dibujando una sonrisa? Chapeau ! ¿Qué le dirías a un tipo muy pero muy fulero que tiene toda la onda? Chapeau ! 

La primera vez que vi una foto de la trucha de este flaco que aparentaba ser un proxeneta chicano de alguna película de los años ´70 fue en el librito del álbum “The Good Son” de los Bad Seeds. En los créditos lo citaban como guitarrista. Sin embargo, no puedo asegurar que haya distinguido sus aportes en ese disco. No fue sino hasta años más tarde que sus infortunadas cualidades musicales me sorprendieron y me desestabilizaron. No logro comprender cómo un tipo con una voz tan horrible, ronca, áspera, logró caerme tan simpático. ¿Será por su entrañable sonrisa? Cuando lo escuché cantar en “Headless Body in Topless Bar” de Die Haut comprendí que sus habilidades como vocalista eran expresivas, aunque muy limitadas. Quizás tan limitadas como sus habilidades como instrumentista. Dicen las malas lenguas que lo echaron de los Cramps por ser poco diestro con la guitarra, por no llegar a cumplir con las expectativas del grupo. Sin eufemismos, porque pensaban que era de madera. La guitarrista líder del grupo asegura que para uno de sus álbumes en el que participó Kid Congo, ella tuvo que hacerse cargo de regrabar todas las partes que él había interpretado porque no servían para nada, porque el tipo no le había puesto ni un poquito de onda al grabarlas. La verdad, no le creo demasiado. Considero que este muchacho, que no puede ni cantar ni tocar la guitarra como Dios manda, debe poseer algún encanto. Debe desplegar alguna que otra herramienta de seducción. Considero que en la música la sangre, el sudor y las lágrimas, combinados con cierto carisma pueden ofrecer sensaciones que desequilibren las bases de los teóricos y compositores más detallistas, más perfeccionistas, más avezados. También las de los instrumentistas más instruidos, más virtuosos, más abnegados. Muchos estudiosos se preguntarán ¿qué diantres le habrán visito a este tipejo falto de toda cultura musical? Les respondo: salve Kid Congo Powers, el cautivador serial. 





miércoles, 15 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTICUATRO

Pasaron varios años desde la primera vez que vi la tapa de aquel disco en el que dominaban tintes azules de pinceladas gruesas para delinear la silueta de una sirena. Pasaron varios años hasta que tuve unos mangos disponibles para comprarlo en La Subalterne, en Montréal. Recuerdo haberlo visto infinidad de veces colgado en la pared de una de las disquerías del subsuelo de la galería Bond Street. Recuerdo haberme interesado tanto por el nombre del grupo como para preservar la imagen de esta portada grabada en mi retina. Recuerdo no haber logrado encontrar excusas válidas para pedir escucharlo. Recuerdo haber intentado comprender sin éxito las dos o tres palabras que el disquero anotaba en una microscópica etiquetita con la que intentaba seducir a su clientela. Recuerdo que mencionaba algo sobre Nick Cave, lo que seguramente debería haber garantizado algo. Recuerdo mis ilusiones sobre Australia. Creo que aún las conservo.

Pasaron varios años desde la primera vez que vi la tapa de aquel disco en la que dominaba una ilustración central que se asemejaba a un rostro humano visto de perfil al que parecían haberle arrancado la piel para dejar a la vista solo músculos y tendones faciales sobre un fondo negro pleno. Pasaron varios años hasta que Francis de Atom Heart, gran disquería alternativa de Montréal, me aseguró que podría conseguirme un ejemplar. Recuerdo haberlo visto infinidad de veces en los escasos sitios de internet que ofrecían cierta información sobre su existencia mientras estaba al pedo en el diario PubliMetro. Recuerdo haber anotado con éxito el título de este álbum que me cautivó desde el momento en el que lo descubrí. Recuerdo no haber logrado escuchar ni una sola nota para justificar mi interés. Recuerdo que su veracidad rondaba el campo de lo hipotético y que su tangibilidad fue cuestionada. Recuerdo que se mencionaba algo sobre Rowland S Howard, lo que para mí resultaba una garantía. Recuerdo mis pasiones sobre Australia. Creo que aún las conservo. 

Robert Forster, sutil e ingenioso australiano, cantante, guitarrista, compositor y cofundador de una banda genial que se hacía llamar Go-Betweens, escribió en sus “Diez reglas para el Rock and Roll” que el trío es la forma más pura en la expresión del rock and roll. Es cierto. Hubo más de un trío rockero famoso por su contundencia, con lo justo y necesario para incitarnos a dejar salir al primitivo que todos llevamos dentro. Finalmente, es un estilo musical que justifica su fama en un clamor visceral que provoca, en un pulso tribal que unifica, en una insistencia mántrica que hipnotiza. Resulta interesante que todo esto sirva también para definir a la perfección a otras formas de la expresión musical bastante alejadas de este género, no obstante, igualmente intensas. Sin alejarnos demasiado, en su Australia natal, encontramos dos ejemplos concretos: Dirty Three y Hungry Ghosts. Se trata de dos tríos, en apariencia similares, aunque de naturaleza diferente. En el primero, Warren Ellis, más conocido por ser casi el único que continúa siguiéndole el tren a Nick Cave, parece tan colgado como sus solos de violín, parece que todavía no se dio cuenta de que el resto de los integrantes de los Bad Seeds ya se fueron a la mierda, sigue tocando su instrumento endemoniado en un vórtice de feedback que lo envuelve y lo aísla del mundo. Tiene cierto encanto, obvio. Sin embargo, en el segundo grupo, alejado de la popularidad, abrazando el concepto “obscurity is the new fame” que conocí gracias al artista y escritor irlando-canadiense Andrew Forster, amigo de uno de mis tantos jefes en Montréal, el violín de J.P. Shilo me resulta aún más punzante y desgarrador. Más económico en lo que a decibeles se refiere, los abundantes silencios que acompañan a las melodías resultan más perturbadores que las toneladas de acoples, distorsiones y disonancias que hacen que los vúmetros permanezcan clavados al rojo vivo. Ambos tríos, instrumentales, me transportan, logran hipnotizarme. Sin embargo, como desde muy joven abrazo la máxima “menos es más”, me quedo con la magra e ignota discografía de los Hungry Ghosts y espero que nunca se junten a grabar otro disco. Sería demasiado.


martes, 14 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTITRÉS

Durante la infancia, durante la adolescencia, nos vemos forzados a padecer las inquisidoras demandas de cuanto adulto nos rodea. La envidia de aquel al que el tiempo le ha ganado la partida no hace más que revelar una ansiedad devastadora que se traduce en la voluntad de sabotear lo poco de niñez que aún le quede a ese ser en desarrollo al que se suele interrogar sin piedad para luego pisotear sus sueños como a un miserable insecto. La jugada más vil a la que más de uno se ha visto expuesto viene de la mano de un inocente salto temporal que invita a definir qué es lo que ese pibe sin experiencias piensa que va a querer ser cuando sea grande, en qué sitio va a querer trabajar, cómo pretende ganarse la vida... ¿Para qué mierda le sirve a un purrete exponerse a un futuro impreciso, vago, indefinido, cuando en ese momento de su vida seguramente no le interese pensar en lo que le están preguntando ni mucho menos ponerse a planificar a largo plazo? No jodan. No recuerdo qué profesiones pasaron por mi imaginario cuando niño. No recuerdo ninguna afirmación contundente con la que podría haber definido mi camino. Algunos querrían ser bomberos, otros como Martín Karadagian o Mister Moto. Otros seguir el camino de Charly o de León. De Vilas o de Kempes. Yo quería seguir siendo niño y seguir jugando con mis muñequitos de Star Wars, con mis Playmobil o con mis Matchbox. Hoy, la música me subyuga. Sin embargo, debo admitir que de chico la música estaba muy lejos de mis prioridades o de mis intereses. No tocaba ningún instrumento, no me interesaba hacerlo tampoco. Tenía una guitarra criolla arrumbada, llena de polvo y humedad, desvencijada, olvidada sobre un ropero en la casa de mis abuelos. También tuve un par de flautas dulces Melos que pasaron fugazmente, sin pena ni gloria, entre mis manos para luego ser rematadas en alguna venta de artículos usados en la que me deshice de esos objetos que consideraba de una enorme inutilidad. Nunca definí qué quería hacer de mi vida con demasiada firmeza. Sin embargo, desde una tierna edad tuve muy claro que haría lo posible por no trabajar en una oficina. Además, como desde primer grado estuve obligado a vestirme de saco y corbata para ir a la escuela, siempre supe que trataría de evitar cualquier trabajo en el que el código vestimentario exigiera el uso de corbata. Por otro lado, como cualquier pibe con rulos, odiaba peinarme. Te tira, te duele. En resumen, siempre estaba despeinado. Jamás me he vestido a la moda. La ropa de marca me chupa un huevo. Usé jeans gastados y agujereados desde muy chico. Recuerdo cuando iba a la casa de mi amigo Jorge, su mamá, con ternura, me preguntaba si no tenía algún otro pantalón sanito. A lo que le respondía que me gustaban así porque eran fresquitos. Te darás cuenta que ni la prolijidad, ni la etiqueta, ni mi apariencia, han sido mi fuerte.

Conforme pasaban los años y me adentraba en el mundo del coleccionismo discográfico, me sorprendí apreciando las fotos de un tal Thomas Wydler en las portadas de los discos de los Bad Seeds. Un baterista que suele sostener el ritmo, imperturbable, sin que se le escape un solo pelo de su peinado engominado, digno de un oficinista de los años ´50. Siempre trajeado, impecable con su corbata al tono. Prolijísimo. Una imagen diametralmente opuesta a la que anticipaba para mí mismo. También me resulta raro admitir que disfruto de su estilo al ejecutar la percusión. Difícil de creer, lo sé. He confesado en varias oportunidades no tolerar demasiado los arranques de los bateristas ni de los percusionistas. Esta debe ser la excepción que confirma la regla, obvio. No solo disfruto de su estilo cuando toca con los Bad Seeds. También disfruto de su estilo en sus grabaciones con Die Haut, su banda de rock instrumental. Sin embargo, disfruto muchísimo más de cualquiera de sus cuatro discos solistas. Los atesoro celosamente pues considero que incrementan el valor de mi colección de discos, mucho más que otros álbumes de los satélites de Nick el icónico acaparador. Piezas difíciles de ver, opacadas, eclipsadas, por el brillo de la obra de los otros proyectos en los que este suizo de bajo perfil participa. Si pudieras elegir entre distintas obras de su vasta carrera, no te dejes obnubilar por los títulos más difundidos. Osá, animate a lo desconocido. Vas a desear que la historia sea diferente, que de una puta vez los que cantan bajito logren ser escuchados. Vas terminar de comprender lo que querían decir los pibes cuando gritaban desde el fondo del micro de la escuela: “canto que es el mejor, infinito punto rojo”.