Mostrando entradas con la etiqueta Thomas Wydler. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Thomas Wydler. Mostrar todas las entradas

martes, 14 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTITRÉS

Durante la infancia, durante la adolescencia, nos vemos forzados a padecer las inquisidoras demandas de cuanto adulto nos rodea. La envidia de aquel al que el tiempo le ha ganado la partida no hace más que revelar una ansiedad devastadora que se traduce en la voluntad de sabotear lo poco de niñez que aún le quede a ese ser en desarrollo al que se suele interrogar sin piedad para luego pisotear sus sueños como a un miserable insecto. La jugada más vil a la que más de uno se ha visto expuesto viene de la mano de un inocente salto temporal que invita a definir qué es lo que ese pibe sin experiencias piensa que va a querer ser cuando sea grande, en qué sitio va a querer trabajar, cómo pretende ganarse la vida... ¿Para qué mierda le sirve a un purrete exponerse a un futuro impreciso, vago, indefinido, cuando en ese momento de su vida seguramente no le interese pensar en lo que le están preguntando ni mucho menos ponerse a planificar a largo plazo? No jodan. No recuerdo qué profesiones pasaron por mi imaginario cuando niño. No recuerdo ninguna afirmación contundente con la que podría haber definido mi camino. Algunos querrían ser bomberos, otros como Martín Karadagian o Mister Moto. Otros seguir el camino de Charly o de León. De Vilas o de Kempes. Yo quería seguir siendo niño y seguir jugando con mis muñequitos de Star Wars, con mis Playmobil o con mis Matchbox. Hoy, la música me subyuga. Sin embargo, debo admitir que de chico la música estaba muy lejos de mis prioridades o de mis intereses. No tocaba ningún instrumento, no me interesaba hacerlo tampoco. Tenía una guitarra criolla arrumbada, llena de polvo y humedad, desvencijada, olvidada sobre un ropero en la casa de mis abuelos. También tuve un par de flautas dulces Melos que pasaron fugazmente, sin pena ni gloria, entre mis manos para luego ser rematadas en alguna venta de artículos usados en la que me deshice de esos objetos que consideraba de una enorme inutilidad. Nunca definí qué quería hacer de mi vida con demasiada firmeza. Sin embargo, desde una tierna edad tuve muy claro que haría lo posible por no trabajar en una oficina. Además, como desde primer grado estuve obligado a vestirme de saco y corbata para ir a la escuela, siempre supe que trataría de evitar cualquier trabajo en el que el código vestimentario exigiera el uso de corbata. Por otro lado, como cualquier pibe con rulos, odiaba peinarme. Te tira, te duele. En resumen, siempre estaba despeinado. Jamás me he vestido a la moda. La ropa de marca me chupa un huevo. Usé jeans gastados y agujereados desde muy chico. Recuerdo cuando iba a la casa de mi amigo Jorge, su mamá, con ternura, me preguntaba si no tenía algún otro pantalón sanito. A lo que le respondía que me gustaban así porque eran fresquitos. Te darás cuenta que ni la prolijidad, ni la etiqueta, ni mi apariencia, han sido mi fuerte.

Conforme pasaban los años y me adentraba en el mundo del coleccionismo discográfico, me sorprendí apreciando las fotos de un tal Thomas Wydler en las portadas de los discos de los Bad Seeds. Un baterista que suele sostener el ritmo, imperturbable, sin que se le escape un solo pelo de su peinado engominado, digno de un oficinista de los años ´50. Siempre trajeado, impecable con su corbata al tono. Prolijísimo. Una imagen diametralmente opuesta a la que anticipaba para mí mismo. También me resulta raro admitir que disfruto de su estilo al ejecutar la percusión. Difícil de creer, lo sé. He confesado en varias oportunidades no tolerar demasiado los arranques de los bateristas ni de los percusionistas. Esta debe ser la excepción que confirma la regla, obvio. No solo disfruto de su estilo cuando toca con los Bad Seeds. También disfruto de su estilo en sus grabaciones con Die Haut, su banda de rock instrumental. Sin embargo, disfruto muchísimo más de cualquiera de sus cuatro discos solistas. Los atesoro celosamente pues considero que incrementan el valor de mi colección de discos, mucho más que otros álbumes de los satélites de Nick el icónico acaparador. Piezas difíciles de ver, opacadas, eclipsadas, por el brillo de la obra de los otros proyectos en los que este suizo de bajo perfil participa. Si pudieras elegir entre distintas obras de su vasta carrera, no te dejes obnubilar por los títulos más difundidos. Osá, animate a lo desconocido. Vas a desear que la historia sea diferente, que de una puta vez los que cantan bajito logren ser escuchados. Vas terminar de comprender lo que querían decir los pibes cuando gritaban desde el fondo del micro de la escuela: “canto que es el mejor, infinito punto rojo”.