lunes, 21 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA Y CUATRO

Es una pena que a la mayoría de los artistas que considero dignos de ser escuchados, no los conozca ni la madre. ¿Qué es lo que hace que un grupo o un artista logre llamar la atención, que logre cierta repercusión? Después de tantos años de escuchar música, estoy convencido de que no es suficiente que los artistas creen una música de la  hostia para ganarse un lugarcito en el salón de la fama o en el corazón de la gente. Necesitan varios ingredientes más para lograr brillar a los ojos de un mundo que ya está bastante iluminado. Todos nosotros sabemos demasiadas cosas. Conocemos casi todas las respuestas. Vivimos en una época plagada de información. Hemos perdido buena parte de nuestra capacidad de asombro. 

Buena música, lindas melodías – pegadizas, buenos instrumentistas – a veces virtuosos, buen cantante – con pinta y buen look, mucha publicidad, buen marketing, buenas fotos, buenas críticas, mucho boca en boca, caer en el momento justo, aprovechar ese momento y las relaciones cosechadas,  tocar mucho, mostrarse mucho, lograr ser mencionados, ser recomendados, en algunos casos, ponerse de moda, tener onda, convertirse en referente para toda una generación, crear una fantasía – una gran fantasía, soportar el peso de la fama, pero por sobre todas las cosas, elegir un nombre pregnante, recordable, que no deje lugar a dudas sobre el valor del grupo o del artista. 

Lamentablemente muchos artistas eligen mal. Optan por un nombre que invisibiliza su potencial simplemente porque se trata de un nombre sin ningún valor, sin fuerza,  porque se trata de un nombre para el olvido. Se sabe que lo que se busca es que el nombre ayude a recordar. Que sirva para que el público los recuerde. Si el nombre no colabora, es como si ese artista cayera en un agujero negro, como si la gente hubiera sido sometida a una hipnosis masiva para borrarlo de su memoria. 

De no ser así, grupos como Jack – o Jacques, según el humor con el que se despertara su cantante – o The Wisdom of Harry, grupos británicos de altísimo nivel no habrían pasado sin pena ni gloria por este mundo tan injusto y cruel. 


domingo, 20 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA Y TRES

Debo admitir que durante mucho tiempo tuve cierta aversión por la música yanqui. A pesar de conocer y apreciar a artistas de la talla de Lou Reed, Bruce Springsteen, R.E.M. o Sonic Youth – todos norteamericanos, asociaba a la música producida en ese país más a una creación comercial que a una creación artística. Contrariamente a los artistas europeos que me ofrecían tanto canciones que encontraba altamente creativas como una producción artística minuciosa, impecable, que me cautivaba, me costaba encontrar en la oferta de la música estadounidense algún artista que despertara pasiones en mí como lo hacían algunos exponentes del viejo mundo. Me siguen gustando más las mezclas, las masterizaciones, de los grupos europeos, donde los graves tienen su lugar para golpearme y hacer mover los pelos de mi pecho, además de erizar los músculos de mi corazón. No tengo dudas sobre mis preferencias. Sin embargo, creo que vivir en Montréal, justito al lado del coloso del norte, me hizo conocer nuevas opciones y ampliar mi abanico de posibilidades.

Si vieras los trazos de las ilustraciones, el grafismo, de las portadas de sus discos, ¿no te darían ganas de escucharlos? Eso me pasó a mí. Acababan de publicar “Amore del Tropico” – el primero de sus álbumes que no llevaba por título el número de orden en su discografía. Escuché los cuatro álbumes que habían publicado hasta ese momento el mismo día, lo que fue un certero flechazo me hizo buscar, rastrear, acumular, los pocos discos que conformaban su magra discografía – algunos álbumes y un par de EPs. Sin dudas, lo que terminó de confirmar mi interés por esta banda fue el concierto que dieron en la Sala Rossa sobre el boulevard Saint-Laurent. Ver a Pall Jenkins cantar con dos chicas delante mío que no paraban de hablar habría sido imposible si mi acompañante no las hubiera amedrentado con su paraguas para que cerraran el pico. Finalmente, pude disfrutar de un gran recital. Seguí coleccionando sus discos, de a poco, hasta que colgaron los guantes. The Black Heart Procession ofrecía una música alternativa diferente, melancólica, imprevista, casi culta. Quizás por esa razón, a pesar de tener varios de los ingredientes necesarios para destacarse, simplemente cayeron en el anonimato, fueron ignorados, pasaron desapercibidos. No me queda claro si se convirtieron en una banda de culto o si solo quedaron ocultos, marginados. ¿Será por el lamento del serrucho que solían incluir en sus temas? Aquellas dos chicas charlando durante el show ejemplifican con claridad la falta de atención que obtuvo esta banda. Una pena. Estos pibes de San Diego ofrecían muy buena música.

Si leyeras una entrevista de un grupo en el que se autodefinieran como  “the most fucked-up country band in Nashville”, ¿no te darían ganas de escucharlo? Eso me pasó a mí. Acababan de publicar “Aw C’mon” y “No, You C’mon” – un disco doble encubierto. Fueron los dos primeros álbumes de Lambchop que escuché y un certero flechazo que me hizo buscar, rastrear, acumular, todos y cada uno de sus discos – desde álbumes, EPs, singles y compilados hasta ediciones europeas, norteamericanas o japonesas con distintas listas de temas, reediciones dobles con material inédito en el segundo disco y álbumes publicados para la venta exclusiva durante las giras. Todo. Sin dudas, lo que terminó de confirmar mi interés por esta banda fue el concierto al que asistimos con mi amigo Philippe, en la sala de espectáculos Le National sobre la rue Sainte-Catherine est. Ver a Kurt Wagner, bastante quieto, en el centro del escenario, cantando con su guitarra gastada canciones que lograban movilizar la fibra más íntima de cada uno de los presentes terminó de convencerme. La audiencia, inmóvil, se limitaba a dejarse empapar de acordes y pulsos esporádicos que lograron hipnotizar hasta al más reticente, al más reacio a disfrutar de un sonido sin tiempo que no buscaba ni completar ni rellenar ninguna de las dimensiones del espacio. Todo lo contrario. Invitaba a descubrir un poco de aquí, un poco de allá, y daba rienda suelta a la imaginación para que cada uno completara su propia historia y disfrutara de ese sonido a su antojo. Lambchop ofrece tanto como reclama y eso es lo que lo hace inigualable, inmejorable.

Si te cruzaras con algún otro grupo yanqui que saliera del molde, que no calzara en el estereotipo del American Way of Life, ¿no te darían ganas de escucharlo? Eso me pasaría a mí, sin dudas.

sábado, 19 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA Y DOS

En Montréal, en los primeros tiempos, trabajé para tres agencias que quedaban cerca del boulevard Saint-Laurent: Associés Libres Design, Enigma Communications Inc. y Agence Code. Si no iba a pata al laburo, iba en bicicleta. Lo que me daba tiempo para recorrer y descubrir los más ignotos rincones del Mile End. Tiempo para ver carteles, placas conmemorativas, monumentos y homenajes a antiguos vecinos célebres del barrio que se cruzaban por mi camino. Sabía que uno de mis mayores ídolos musicales había nacido en esta ciudad pero nunca habría imaginado que algún día iba a pasear, a caminar, a andar, a deambular, por las calles del barrio que vio nacer al enorme Leonard Cohen. Enterarme de esta realidad me hizo sentir la necesidad de escuchar su música. Oportunamente, fue la excusa que necesitaba para impulsarme, para decidirme, a comprar los dos álbumes de estudio que me faltaban, a pesar de que las tapas me parecieran repulsivas. “Ten New Songs” y “Dear Heather”, como la mayoría de los discos de este monstruo, no se destacan gracias a la imagen de sus portadas. Sin embargo, como alguna vez dijo mi amigo Nacho, cuando uno no sabe qué escuchar, cuando uno no se decide sobre qué disco poner en el equipo, no queda otra que recurrir a alguno de los de Cohen, ya que su magnífica voz dorada nunca te defraudará.



viernes, 18 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA Y UNO

Me gustan los botones, me gusta presionarlos. Me gustan los cables, me gusta conectarlos. Me gustan las teclas, me gusta tocarlas. Me gustan los aparatos electrónicos, me gusta programarlos. Me gustan los instrumentos musicales, me gusta comprarlos. 

En Montréal, encontré unas cuantas tiendas de empeño donde vendían de todo y barato. Si hubiera comprado todos los aparatos e instrumentos por los que babeé en esas vidrieras y vitrinas, tendría que haber contratado un avión para mí solo cuando regresé a Buenos Aires. Las cosas más interesantes que finalmente compré son un sequencer YAMAHA QY-300, que me permitió componer cinco ó seis canciones, y un sampler AKAI S2000, que al conectarlo a una POWER MACINTOSH G3 me permitió grabar una.

Por aquel entonces, había empezado a escuchar un montón de artistas que usaban y abusaban del sampler en sus composiciones y sentí que siendo un instrumento que no había utilizado hasta ese momento en mis producciones discográficas, era hora de incluirlo en mi arsenal. Cuando lo vi en el Comptant.com del boulevard Saint-Laurent, me lo llevé sin dudar.

El resultado de mi trabajo con estas máquinas quedó plasmado en la canción “Reflejo”. Única canción que grabé íntegramente en el departamento del décimo piso en el que vivía en la rue Sherbrooke est, H2L 1L8, Ville-Marie, Montréal, Québec, Canada. Me encanta el resultado, sin embargo, la necesidad de programar minuciosamente estos aparatos me hizo descubrir su falta de espontaneidad y al poco tiempo de llegar a Buenos Aires, decidí deshacerme del sampler y de la POWER MACINTOSH G3. Una pena.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/track/reflejo




jueves, 17 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA

¿Rock o electrónica? ¿Jazz o ambient? ¿Blues o world music? ¿Soundtrack o field recording? ¿Pulso humano o pulso artificial? Acordes de guitarras brutales que quizás ni siquiera hayan sido ejecutados por instrumentos de cuerdas. Instrumentos de viento con estática. Brasses con surface noise, para los entendidos. Loops y samples. Samples y loops. Poca gente, muchos cables, mucha cinta, muchos bits. Sonidos sintéticos, sonidos expansivos. Ensoñación, brutalidad. Sonido exponencial. Hostil, jodido. Mucho sentimiento. Ritmos desgarradores, ensordecedores, hipnóticos. ¿Tribales o esotéricos? ¿Pared de sonido o paredón de fusilamiento?

La Subalterne me proveyó de los primeros tres discos que escuché de este hombre orquesta que no deja de renacer con un nuevo seudónimo cada vez que nos entrega composiciones nuevas, sin embargo, lo esencial de su música siempre está allí. Raymond, de Atom Heart, me dijo un día que todos los discos de Foetus eran iguales. Quizás sea cierto que los elementos sonoros con los que J.G. Thirlwell trabaja siempre sean los mismos. Quizás sea cierto que las obsesiones de este australiano expatriado sean las mismas que aterran a sus fans desde su primer álbum. Quizás sea cierto que a pesar de ser uno de los más originales exponentes de la música industrial haya sido ignorado por la escena del palo por ofrecer un sonido indomable que se escapa, que evade con destreza, las categorizaciones. Quizás sea más fácil decir que es único y que por esa razón haya que dejarlo ser. Te guste o no, más de uno le debe algo a este tipo. Su influencia nos atraviesa. Quizás por esa razón, a pesar de que escuché el primer disco firmado por Foetus en 2003, ciertos periodistas avezados, de anticipación, reconocieron elementos de la música de este muchacho en mi álbum “Voom Voom Va Hell La”, grabado y publicado en 1993 – escasos diez años antes de que conociera la música del australiano. Ahora me van a acusar de practicar magias oscuras y de tener una bola de cristal. ¡Dale!

miércoles, 16 de febrero de 2022

CIENTO TREINTA Y NUEVE

Ninguno de nosotros, ninguno de los sonívoros coleccionistas de discos, puede asegurar que nunca ha dicho que tal o cual disco sería el último que compraría, que hasta allí había llegado la pasión ilimitada, la acumulación incontenible de pilas y pilas de discos por escuchar, la desenfrenada voracidad por exponerse a nuevos sonidos, ritmos o melodías. Se lo hemos dicho a nuestros padres cuando ellos nos proveían del dinero necesario para una nueva dosis de música. Se lo hemos dicho a algún amigo cuyo gesto de desaprobación nos habrá hecho sentir que habíamos malgastado nuestro dinero en algún disco innecesario para nuestra colección o para cualquier ser humano. Se lo hemos dicho a nuestras mujeres – esposa, novia, filito – cuando han expresado su descontento por la falta de orden en el hogar, por la falta de atención a su presencia mientras degustamos algún nuevo título, por la falta de guita para invitarlas a salir porque dilapidamos nuestros últimos pesitos en pos de engrosar “La colección”.

“Es el último que compro”. Palabras que he pronunciado más de una vez. Enunciado que pierde completamente su valor semántico literal, que pierde su valor de excusa o disculpa – cuando el enunciador es cualquier tipo de coleccionista – para renacer con un nuevo valor y asemejarse al gesto de hombros que los niños usan para expresar, para hacernos saber rápidamente, que algo no les importa, que algo no les interesa, que lo que se les está diciendo los tiene sin cuidado. Levantar los hombros para decir “y a mí, ¿qué?” y el enunciado “es el último que compro” se han transformado en un sutil “no me jodan, déjenme tranquilo, en mi mundo”.

También es posible que alguno de nosotros haya alterado levemente dicho enunciado para que posea un sentido aparente y que encubra, que oculte, nuestras verdaderas intenciones gracias a la riqueza de nuestra lengua castellana. En mi caso, creo haber pronunciado un claro “éste va a ser el último que compre” cuando le pedía dinero a mis padres durante mi adolescencia para adquirir algún disquito. El sentido del enunciado aparenta ser el mismo. Sin embargo, el uso – deliberado o no – del subjuntivo en el verbo “comprar” marca una clara diferencia en el valor del mensaje. Este tiempo verbal nos introduce en el terreno de la duda, de lo posible, no de lo probable. Cuando usamos el subjuntivo, sabemos que existen dos posibilidades: tanto que suceda lo que decimos como que no. Ésto, sumado al futuro camuflado en el presente del indicativo del verbo “ir”, da un resultado incierto. Finalmente, esta segunda versión del enunciado no hace más que sembrar la duda y la imprecisión. Sacá tus propias conclusiones.

En Montréal, salir a pasear durante el invierno significa elegir alguna tienda bien calefaccionada donde el frío intenso no te carcoma los huesos, no te congele los huevos transformándote en un banco de esperma ambulante, para que puedas pasar un grato momento al abrigo de las tempestades boreales. No es joda pasearse por ahí con 30°C bajo cero. No es joda. Cuando mi vieja me fue a visitar en plena temporada invernal, con las calles totalmente cubiertas por una espesa capa de nieve, en el mes de febrero para que no pasara solo mi cumpleaños, la llevé a conocer varias tiendas de las que me había convertido en un asiduo visitante: Renaud-Bray, L’Échange, Archambault. En la sucursal de Archambault de Berri-UQAM, que quedaba cerca del departamento donde vivía, pasamos varias tardes. Era enorme. Varios pisos, uno para DVDs, otro para CDs, otro para libros – sobre todo en francés, otro para instrumentos musicales. Distracción asegurada. En uno de esos paseos, vi en la batea de ofertas “Mad for Sadness” de Arab Strap. Si le dije a mi vieja al momento de agarrar ese disco y dirigirme a la caja que ese era el último disco que compraría, jamás estuve más alejado de la realidad. Es cierto que nunca antes había escuchado a estos escoceses, aunque me había cruzado con sus discos varias veces antes. Con el tiempo, fui incluyendo todos sus singles, todos sus EPs y todos sus álbumes, en mi colección. Todos.