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sábado, 30 de julio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y CINCO

Actuar, de alguna manera, implica engañar, estafar. Para los maestros del engaño que se autodefinen como actores es moneda corriente poner en escena farsas que, a veces, hasta ellos mismos llegan a creer. Vender humo, ilusiones vanas, es su especialidad. Sabemos que solo podemos creer en ellas durante un período de tiempo limitado. Cuando el actor finalmente se saca la careta, la ilusión se desvanece, solo le queda un mísero instante de vida. Cuando se encienden las luces y todo se ilumina, se vuelve a la realidad, se descubren los artificios, las artimañas. La veracidad de lo vivido se pone en tela de juicio. Al bajar el telón, al actor no le queda otra que sacarse el maquillaje y asumir que se ha quedado solo. Que no es a él al que quieren. Que el público fue seducido por su personaje. Que al volver a su hogar para compartir su vida con sus seres queridos, el espectador ya ha despertado de la ensoñación y se ha olvidado de él.

Mudanza va, mudanza viene… Organizar el desplazamiento de las pertenencias personales siempre es un dolor de cabeza – o de bolas. Cajas, cajitas, valijas, bolsos, mochilas, ropa, calzado, vajilla, trastos, papelerío, quizás muebles y electrodomésticos. En mi caso, además, guitarras, teclados, computadoras, micrófonos, cables de todo tipo, más instrumentos, muchos libros, discos y más discos. De todo. Cuando la movida implica un simple cambio de domicilio, de un departamento a otro, de un barrio a otro dentro de la misma ciudad, el nivel de dificultad de la operación puede ser negociable. Cuando el cambio de domicilio incluye trámites consulares, pasaportes al día, documentación, visados internacionales, repatriación de bienes, vuelos con escalas y transbordos, la cosa se pone peluda, se complejiza exponencialmente. Tanta declaración y papeleo te hacen sentir interrogado, cuestionado, como un delincuente. Es así que uno comienza a elucubrar planes siniestros cual traficante o contrabandista; empieza a rebuscárselas de las maneras más inverosímiles para lograr mudar sus pertenencias tratando de gastar la mínima cantidad de dinero y tratando de extraviar la menor cantidad de cosas posibles en el intento. 

Cuando supe que, a pesar de los encantos y beneficios de ser ciudadano del primer mundo, no soportaría vivir de por vida en Montréal, aunque no tenía fecha de retorno a la madre patria, comencé a planificar mi fuga teniendo en cuenta un par de criterios simples y sencillos de aplicar. Diferenciar entre: aquello que necesitaba y quería conservar hasta el final de mi estadía, aquello que quería conservar y podía enviar a Buenos Aires  porque no lo usaba con tanta frecuencia, aquello de lo que podía prescindir y que no me interesaba conservar bajo ningún punto de vista, aquello que necesitaba conservar hasta último momento y que descartaría cuando partiera.

Toda la movida tuvo un laburo de logística impresionante. Estaba atento y cada vez que me enteraba de que algún amigo o conocido estaba por viajar a Buenos Aires le pedía el inmenso favor de llevarme alguna que otra cosita. A veces alguna pilcha, otras, muestras de mis laburos como Diseñador Gráfico. Una vez, una guitarra. Pero, sobre todo, libros y discos. Siempre cuidando de no exagerar con la cantidad de bultos que enviaba para no sobrecargar ni sobreexigir a mis “mulas”. La operación, generalmente, salía a pedir de boca. Sin embargo, como era de esperar, alguna vez tenía que salir para el culo. Entonces, el diablo metió la cola. 

Un día, me enteré de que el padre de una chica argentina que conocí en la casa de uno de mis tantos jefes viajaría a Montréal para conocer a su nieto recién nacido. No dudé en solicitarle un pequeñísimo favor: que le llevara a mi vieja un libro que me había regalado mi amigo Cristian para un cumpleaños, que ya había leído, que no quería perder; además de unos discos que, aunque no los escuchaba asiduamente, quería conservar pues se trataba de un lindo box-set de cuatro CDs que había salido con el matutino Página 12. La chica en cuestión recibió mi paquete y el número de teléfono de mi vieja para que la contactaran y que ella pudiera acercarse a retirar mis cosas donde se lo indicaran. El padre de la piba viajó a Canadá y regresó a la Argentina apenas una semana más tarde. Mi devota madre aguardó pacientemente. Pasaban los días y su teléfono seguía sin sonar ni dar noticias sobre mi paquetito. Pasaron unas cuantas semanas, quizás más de un mes, y el que recibió el llamado telefónico fui yo. Era raro, muy raro. Casi nadie tenía mi número. Mi forma de ser no suele convocar a la gente para que me llame. Estoy lejísimos del millón de amigos de Roberto Carlos, lejísimos, enterate. Del otro lado de la línea, escuché una voz de mujer. Mucho más raro todavía. Rápidamente, reconocí a Marina, la chica argentina cuyo padre se suponía que debería haber llamado a mi madre hacía largo rato. Para ese entonces, había pasado bastante tiempo desde la culminación de su viaje y era la primera vez que daban señales de vida. La piba me llamaba para hacerme una confesión. Daba vueltas y lloraba. Lloraba y daba vueltas. Su balbuceo ininteligible carecía de sentido. Hasta que al final, habrá tomado coraje y se animó a decirme que creía que era muy, pero muy difícil que recuperara mi box-set “Revolucionario” de Astor Piazzolla. ¿Qué? ¿Cómo? Sí, sí… Resulta que su padre, al bajar del avión en Ezeiza, al presentarse para hacer los trámites aduaneros, como tenía pedido de captura por una estafa millonaria perpetrada en el ANSES, gracias a la cual él y sus secuaces – todos empleados de la entidad – habían cobrado durante varios años las jubilaciones de todo pobre difunto al que pudieron hacer salir de la tumba virtualmente para usurparle la identidad y así embolsillar parvas de dinero malhabido. El tránfuga quedó detenido y todas las maletas con las que regresaba de su viaje fueron confiscadas por el personal policial, o el de la Prefectura – vaya uno a saber a quién pertenezca esa jurisdicción.

Rápidamente, al analizar mentalmente el discurso de esta señorita que parecía bastante perturbada, entre sollozo y sollozo pude comprobar que jamás había mencionado el título de mi libro de Juan Filloy. Interrumpiendo en seco sus lágrimas de cocodrilo y sus bien calculados lamentos, pregunté por “La potra”. ¿La qué?, retrucó. No había terminado de explicarle que se trataba del libro que había incluido en el famoso paquetito que estaba en manos de la cana, que confesó un segundo delito de su familia. ¿Qué esperabas? Descendientes de tanos, son. Claro, de tal palo, tal astilla. La muy turra se lo tenía bien guardadito, había metido mano y, sin pedírmelo, se había alzado con mi libro, el que nunca había tomado el avión con su padre y que reposaba en la biblioteca de su casa en Montréal, casi como si buscara nuevo dueño. No encontraba la forma de excusarse. Como te imaginarás, no dejé enfriar las cosas y recuperé mi libro con presteza. Además, dejé de hablar con esa gentuza sin escrúpulos sin ningún tipo de pena. ¡Con amigos así, quién necesita enemigos!

Para mi sorpresa, a pesar de que el vínculo se había extinguido desde hacía ya mucho tiempo, al año siguiente, la hija del estafador volvió a contactarse conmigo para darme el número de teléfono de la segunda esposa de su padre. La mujer había logrado recuperar todos los bártulos del tipo – de su cómplice. ¡Qué tarro! ¡Hay gente con suerte! Además, la mina había encontrado mis discos de Piazzolla entre las pilchas del delincuente. En síntesis, tuve más culo que cabeza y, a pesar de los malos tragos y de los malos augurios, recuperé todas mis pertenencias. No sin antes gastar mucha saliva en insultos. No sin antes gastar mucha saliva en charlas telefónicas vanas que me convirtieron en el espectador de siniestros ardides y estratagemas, de una gran hipocresía, de hábiles puestas en escena en las que esta gran actriz y farsante mostró la hilacha, la herencia genética de su padre, una gran habilidad en el verso para engatusar a un pobre desprevenido. Tené cuidado.