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miércoles, 27 de marzo de 2024

CIENTO SETENTA

La primera vez que escuché un disco de ellos fue gracias a mi amigo Nacho. Recuerdo que me prestó un compilado de las codiciadas Peel Sessions. Nostalgia mediante, al tenerlo entre mis manos, instantáneamente, me hizo recordar mi charlas con Juan Carlos en la disquería del gordo Charly, allá, a finales de los años ’80. ¡Cómo venerábamos a esas sesiones sin siquiera saber quién mierda era ese tal John Peel! Loco, ¿no? Pensábamos que acceder a grabar con ese tipo daba a los artistas una certificación de calidad. Con el correr de los años fui descubriendo que en el Reino Unido, en las esferas de la música independiente, era todavía más respetado y apreciado de lo que me hubiera podido imaginar. Además, aparentemente, muchos artistas se desvivían por ser incluidos en su colección de discos y le regalaban cada uno de los álbumes que publicaban. El tipo era un freak, padecía de glotonería musical. Uno de los míos, aunque dudo de que algún día llegue a alcanzarlo. Difícil, muy difícil. Parece que en vida llegó a amarrocar toneladas de vinilos: más de veintiséis mil LPs, más cuarenta mil singles; además de miles de CDs, de los que no era devoto, aunque, sin embargo, los compraba cuando no existía una versión en vinilo del álbum en cuestión. Cassettes, VHS, DVD y otros formatos menos convencionales tampoco se privaría de tener, me imagino. 

Hablar de pluralidad frente a tanta singularidad parece extraño, raro. Vuelvo… Todo es poco comparado con las estadísticas que rodean a esta banda de Manchester. Si se la puede llamar así, claro. Tuvieron solo un miembro estable desde el primer ensayo hasta el último concierto. Cuando ese tipo crepó, luego de haber existido durante cuarenta y dos años, la banda también murió sin siquiera haber agonizado. Sigamos con los números. A lo largo de los años en los que el proyecto estuvo en actividad, circularon más de sesenta músicos en unas treinta formaciones diferentes, los que entre idas y vueltas lograron grabar unos treinta y pico álbumes en estudio, una enorme cantidad de singles y EPs – más de sesenta entre ambos formatos; además de innumerables álbumes en vivo, tanto oficiales como piratas o bootlegs, si preferís. Sin olvidarnos de que también fueron prolíficos a la hora de publicar recopilaciones de la más variada índole – contándose más de cincuenta; a la hora de grabar sesiones con el antes mencionado John Peel – llegándose a contabilizar unas veinticuatro, entre junio de 1978 y agosto de 2004. ¡Un montón! Me imagino que para los fans debe ser bastante difícil coleccionar los discos de este grupo, pobrecitos. Tienen demasiados. Rozan lo inaccesible, lo inabordable. Además, me pregunto si todos valdrán la pena. Quizás el fanático número uno de la banda, John Peel – sí, otra vez él, nos haya dado la respuesta cuando afirmó: “They are always different; they are always the same”. Y nos cagó: dijo de todo sin decir absolutamente nada, connard. Parece que todo el mundo estaba al tanto de que este DJ británico había escuchado cada uno de los álbumes, singles y EPs que este grupo publicaba y de que todos esos discos formaban parte de su vasta colección, entonces, la pregunta obligada era cuál de todos ellos podría recomendar como punto de partida para adentrarse en semejante masa de discos, en semejante masa de plástico redondo, negro o plateado. El tipo estoicamente respondía con un profunda capacidad de síntesis: “all of them.” 

Tengo que ser totalmente honesto. Aquella primera vez que los escuché no disfruté demasiado de esta propuesta musical. El grupo me llamaba la atención, sobre todo por una nota que había leído en mi adolescencia en la revista española Rockdelux en la que recorrían la discografía de la banda hasta ese momento, intensa aunque todavía en expansión. Creo que lo que me interesó fue la sensación de hecho a mano que se reflejaba en las portadas de sus álbumes. Se veía algo elemental, primario, primitivo, sin agregados superfluos. Finalmente, lo mismo que me cautivó en un primer momento fue lo que me fastidió cuando pude escuchar uno de sus discos. Tosco, destartalado, repetitivo, quizás, vulgar. Recién en Montréal, comprendí que tenía que darles una nueva oportunidad. Me informé un poquito más para descubrir que debía comenzar por escuchar sus álbumes de mediados de los años ’80 para no salir espantado por su enfático quilombo. El primero que encargué a los muchachos de Atom Heart fue “This Nation’s Saving Grace”. Cuando lo fui a buscar, Raymond me contó que cada vez que salía algo nuevo de The Fall, él lo compraba, que no lo podía evitar, que acumulaba los discos de los británicos religiosamente en su habitación de la primera planta de la casa de sus padres, la que gracias al descomunal peso de su gigantesca colección de vinilos mostraba una notoria deformación e inclinación en el piso de madera. ¡Otro loco lindo! Hoy, después de muchos años de mi bautismo de fuego, sin considerarme fanático, me arrepiento de no haber acumulado unos cuantos discos más de estos tipos en mi colección. Tristemente, tengo apenas ocho. Si bien es cierto que escuchar al áspero Mark E. Smith es una ardua tarea que puede provocar sensaciones encontradas, hay que admitir que no existe ningún grupo, de ningún género, que le llegue a los talones a este coloso sin rival, que es imposible que no queden como unos nenes de pecho al intentar medir su dureza, su consistencia, su furia, con la de los poderosos, los “Mighty Fall”. También lo ha dicho John Peel: “The Fall are the group against which all others must measure themselves.” Hay que darle pelota. Él lo supo comprender antes que cualquiera de nosotros. No nos resistamos más.



sábado, 11 de febrero de 2023

CIENTO SESENTA Y TRES

Lo prometido, siempre es deuda. De lo contrario, la venganza será terrible, obvio. Debo admitir que no me lo esperaba. Que había perdido la confianza. Que lo sentía blandengue y falto de combustión. Lo percibía muy alejado de sus antiguas proezas, muy alejado de la voluntad de demoler los pilares de los estereotipos contaminados del rock. Claramente, devenido condescendiente y previsible. Un tipo que tan solo exagerando su pose de músico marginal había creado algo personal e irrepetible, digno de adoración. No en vano, hacía rato que había empezado a buscar nutrirme de otros sonidos, a interesarme por otras músicas. Sentía que muchos de los grupos que venía siguiendo desde mi adolescencia ya no tenían más nada para ofrecer, que habían agotado su fuente de inspiración, que su llama estaba definitivamente extinta, que se repetían hasta el hartazgo, que habían dejado de producir sonidos memorables. 

Voy al grano. Después del espantoso “Nocturama” – todavía hoy me sigo preguntando qué es lo peor de aquel álbum: ¿la música?, ¿la portada?, ¿el título? – no quise saber más nada con el viejo y querido Nick. Sentí que había sido demasiado mal gusto todo junto. ¿Existirá el término anaestético para definir que este trabajo va en contra de todo lo estéticamente valorable? Caer tan bajo es penoso. ¡Qué disco de mierda! Derrapó mal, pensé la primera vez que lo escuché. ¿Qué le habrá picado? El flaco se olvidó de defender su dignidad, su historia, su legado. Después de escuchar aquella música lavada e insulsa, muy a mi pesar, decidí que debía dejar de considerarlo un cantautor de interés con el que podría continuar enriqueciendo mis oídos. Me dio muchísima pena comprender que tenía que dar vuelta la página, que no me quedaba otra que conservar su música como un muy buen recuerdo de mi adolescencia y seguir mi camino sin mirar atrás. Atención con la nostalgia, te puede llevar a cometer estupideces. Ojo, tené cuidado con la sobrevaloración de los recuerdos de las experiencias pasadas.  

Habían pasado un par de años desde que me había instalado en Montréal. Como de costumbre, estaba a la pesca de discos para sumar a mi colección. Me enteré por casualidad que estaba por salir a la venta un box-set triple, convenientemente titulado “B-Sides & Rarities”, con infinidad de temas de los albores de la carrera de los Bad Seeds que estarían disponibles en CD por primera vez. En mis épocas de acérrimo fan, había soñado más de mil veces con conseguir cada uno de esos simples, cada una de esas rarezas. No había dudas. Los quería escuchar. Quería tener esa cajita, por aquellos buenos viejos tiempos, para preservar y nutrir aquellos buenos recuerdos. No sé si fue un error, pero… 

Cuando pasé por Atom Heart para encargarlo, Francis me advirtió que también estaba por salir un nuevo album doble del grupo que se llamaría “Abattoir Blues / The Lyre Of Orpheus”. Me mostró la imagen de la portada en su computadora. Sudé frío. Me dio mucho miedo. Una vez más, la imagen era un espanto. Rara, rarísima. Flores rosaditas, fondo beige. Demasiado cercano a un empapelado que tenía mi abuela en el living de su casa. ¡Un horror! Acto seguido, tuve un flashback y se me clavó sin anestesia en el cerebro la horrible foto de la tapa de “Nocturama”. Me hizo mal, muy mal. Tuve un momentáneo ataque de pánico. Como pude, respiré profundamente. Seguramente estaba pálido como la imagen de esa maldita portada. Una dosis tan elevada de mal gusto desestabiliza los sentidos de cualquiera. Recuperé levemente el aliento. Enfilé hacia la puerta de salida para tomar una bocanada de aire fresco. En ese momento, no le pude responder a Francis. Solo logré balbucear que necesitaba pensar bien antes de encargarlo porque los Bad Seeds habían dejado de interesarme. Aclaré que había decidido no seguir comprando sus discos después de la profunda decepción que me había provocado su disco anterior. A buen entendedor, pocas palabras. Con su sonrisa cómplice me dejó comprender que habíamos sido varios los desilusionados por aquel terrible fiasco. Un abuso de confianza, quizás. ¿Acaso piensan que el fan es capaz de resistir a todo, a cualquier cosa? 

Inexplicablemente, a pesar de haberme prometido no caer nuevamente en la tentación, un par de días más tarde, decidí encargar también el flamante nuevo álbum. Quizás, como un voto de confianza para un artista que me había acompañado durante tantos años, casi desde que empecé a elegir la música que escucho. Un tropezón no es caída, pensé. Veamos qué nos ofrece ahora, a lo mejor ya se le pasó el delirio místico, las ínfulas de predicador. El excesivo amor propio, la elevada autoestima. La lacerante egolatría que no le permite ver que ha provocado el menosprecio de sus colaboradores más preciados. De aquellos que también son responsables de la creación de esa criatura, de ese “yo mismo” del que él tanto se vanagloria, del que él continúa a sacar provecho. Craso error. Prefiere ir quedando solo como perro malo y continuar su peregrinación sin rumbo.

Algo de razón sigo sintiendo que tenía. Los años me han enseñado que cuando dudo demasiado sobre algo, seguro que no vale tanto la pena hacerlo. La carrera del australiano había comenzado a mostrar la hilacha hacía rato – incluso mucho antes del olvidable “Nocturama” – y cada nuevo álbum que publicaba perdía en consistencia. Sin embargo, este nuevo disco doble que me animé a comprar a pesar de que la voz de mi conciencia insistía para que no lo hiciera – con esa tapa tan penosa – me gustó. Sobre todo el más rockero de los dos, claro. No puedo asegurar que me haya reconquistado, pero al menos, me dio ganas de seguir escuchándolo. Sin embargo, aún hoy, sigo haciendo la vista gorda con la tapa. My God!

Pasaron otro par de añitos. La misma historia. Esta vez con “Grinderman”. Este Cave es un “enfant terrible” que no podría haber actuado de otra manera: tratando de molernos a palos, de cagarnos a trompadas. Pasemos a lo concreto. Otra tapa para el olvido, falta de creatividad, horrenda. Música, decente, aunque cada vez más lejos de la sorpresa, de la propuesta única e irrepetible con la que solían sorprendernos, deleitarnos, Cave y sus colaboradores. Cada vez más lejos de lograr confirmar que se lo puede seguir considerando como un artista de alta gama dotado de una creatividad inagotable. Sorry Nick, me encantaba tu música. Tiempo pasado. Hoy, solo pasa sin pena ni gloria. ¿Te habrá pegado el viejazo?  Quizás deberías darte cuenta de que cada vez te queda menos gente lúcida a tu alrededor, que te vas encerrando en vos mismo, que esta realidad opera en detrimento de tu propuesta musical. Se me cayó un ídolo. R.I.P.

lunes, 5 de diciembre de 2022

CIENTO SESENTA Y UNO

Cupones vienen, cupones van, nuevos discos sonarán… Gracias a esta iniciativa de los muchachos de Atom Heart fui enriqueciendo mi colección. Ya te había contado que esta disquería de música alternativa situada sobre la rue Sherbrooke est, a metros de la rue Saint-Denis, en el Quartier Latin de la ciudad de Montréal, con cada compra te reconoce el 10% del importe de la factura transformándolo en cupones con puntos. Una vez que juntás suficientes cupones, si al sumar sus puntos te acercás al precio de un disco que te interesa, te lo llevás sin más trámite que darle los papelitos que fuiste guardando celosamente en tu billetera tanto a Francis, a Raymond, como al empleado de turno. ¡Un éxito! De esta manera, multipliqué la cantidad de los discos de mi colección sin prisa, pero sin pausa. Cada tanto me hacía de algún título nuevo que no conocía más que de vista. Con los cupones siempre elegía algo que me llamaba la atención pero que no habría comprado naturalmente, que de otra manera no habría llegado a mis manos. Así fue que empecé a conocer nuevas propuestas musicales a las que el saldo de mi cuenta de banco no me habría permitido acceder. Finalmente, gracias a Atom Heart, logré expandir mis gustos. Pensá que en una época, cuando sacaba un billete, como el dinero siempre ha sido un bien medianamente escaso en mi realidad, iba a lo seguro. Con el tiempo me volví un poco más osado, más impulsivo. Lamentablemente, terminé comprando muchos discos a los que hoy no les encuentro el sentido en mi colección. Ocupan lugar, juntan mugre y polvo. Algún día los venderé, no te preocupes. 

Todos los sonívoros – algunos más, otros menos – nos obsesionamos con los árboles genealógicos de los grupos y de los artistas que nos apasionan. Seguimos sus ramificaciones considerando proyectos paralelos, colaboraciones y apariciones varias para degustar las trayectorias de esos músicos que muchas veces se convierten en una insignificante agujita en el pajar cuando barajamos los nombres de aquellos que han hecho su aporte a nuestra cultura musical. Nos preguntamos qué le hace una manchita más al tigre y compramos otro disco, y otro, y otro más… Aunque el tipo solo haya estado respirando en el estudio mientras se grababa una canción, lo consideramos un aporte inestimable e imprescindible para su discografía. Somos bastante pelotudos. Nadie lo puede negar.

El rock nunca ha sido mi fuerte. El rock de garage, menos. Sin embargo, unos cuantos exponentes del género me han permitido descubrir algo digno de apreciar en esta música tan primitiva como visceral. Creo que lo que más me atrae es el componente tribal, hipnótico, que obliga al oyente a entrar en un trance brutal que lo abstrae de su realidad cotidiana, que lo hace moverse y saltar impulsivamente como una bestia irracional con ánimos de romper todo lo que se cruce por su camino. Además, el cántico simple y directo de estas canciones suele ser altamente recordable. No se puede decir que las melodías o las armonías que se escuchan en los discos de este género sean de una gran sofisticación, pero cumplen con su cometido: instalarse en la memoria colectiva del rebaño que las usará como himno hasta el hartazgo y les extirpará de raíz el sentido – siempre y cuando hubiera existido alguno, que las tarareará desvergonzadamente, que agitará tanto la cabeza como los pies al recordarlas, que se verá obligado a mover gran parte de su esqueleto sin lograr contener los impulsos espasmódicos provocados en su cuerpo al confrontarse con el incesante pulso del ritmo de esta música. Creo que los que me iniciaron en el género fueron The Birthday Party y, más tarde, The Stooges. Para muchos sería más que suficiente conformarse con esos dos pesos pesados. No para mí. Seguí indagando. 

Gracias a una remera amarilla con la ilustración de un zombi medio punk que parecía salir de una película de terror de clase B con la leyenda “Bad Music for Bad People” que llevaba un compañero de la escuela secundaria, conocí el nombre de los Cramps. Ni él, ni yo los escuchábamos por aquel entonces. Pero, al menos, el nombre me quedó picando. Cuando pude, compré algunos de sus álbumes. La intriga había quedado intacta a pesar de todo el tiempo que había pasado. Finalmente, al escuchar la música de estos exacerbados yanquis, la promesa de aquella imagen con mirada torcida que parecía exigirte sin derecho a réplica que prestaras atención a este grupo de deformes fue cumplida con creces, lo que me hizo sentir que la larga espera había valido la pena. 

Muchos años más tarde, en la casa de mi amigo Cristian, pude escuchar por primera vez “The Modern Dance” de Pere Ubu. Grupo raro, cautivante. Todavía hoy sigo buscando sus discos para completar mi colección. Tranquillement, pas vite.

Creo que también gracias a Cristian me introduje en el extraño mundo de Captain Beefheart & His Magic Band. Todos sus discos me han dejado sin palabras y me han hecho mover la patita sin parar. ¿Ocultismo, hechicería, encantamiento o brujería? Simplemente magia, pura magia.  

La revista Esculpiendo Milagros, allá por 1992 ó 1993, me llevó a descubrir a Gallon Drunk, de los que pude conseguir los dos primeros álbumes casi de inmediato gracias a mi amigo Leo que por aquel entonces importaba discos para vender en el Parque Rivadavia. Quedé pegado a la primera escucha. Desprolijos, rotosos, gritones. Con la mejor de las ondas. Encima, las tapas eran geniales. Me hice fan instantáneamente y fui consiguiendo cada uno de sus álbumes, simples y todo disco que incluyera alguna de sus canciones que no estuviera disponible en otro lado. Como dicen, me hice completista. Tal fue mi interés que seguí la trayectoria de sus integrantes. Por suerte mis magra economía, era breve y sin demasiados meandros. Algún que otro disco solista del cantante. Alguna colaboración con otros grupos. Efímeros proyectos. Efímeras participaciones. El único que montó un verdadero proyecto paralelo, fue Max Décharné, el primer baterista de este combo londinense. Desarmó los tachos, se las tomó y agarró el micrófono. Se hizo cantante, che. Lamentablemente, demoré en percatarme de sus talentos vocales. Pasaron muchísimos años hasta que gracias a los famosos cuponcitos de la disquería Atom Heart, me decidí a llevarme de las bateas “A Walk on the Wired Side”, cuarto álbum de su banda The Flaming Stars. Había logrado sobrevivir sin esa música durante largos lustros y no me parecía reveladora. Sin embargo, tenían algo que me enganchó y me hizo seguirles la carrera hasta el último de sus alientos, en 2006. Si no los ubicás, fijate en el arte de las tapas de sus discos, seguro que te terminás tentando con alguno.

martes, 25 de octubre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y NUEVE

Como todo sonívoro que se precie, he comprado discos por correo en todo el mundo, provenientes desde los cuatro puntos cardinales. Desde Alemania, Argentina, Australia, Bélgica, Brasil, Canadá, China, Dinamarca, Escocia, España, Estados Unidos, Francia, Gales, Grecia, Holanda, Inglaterra, Irlanda, Israel, Italia, Japón, México, Noruega, Polonia, Portugal, Rusia, Suecia, Suiza, Venezuela; y andá a saber si no me olvidé de alguno… 

Tuve la suerte de no tener demasiados disgustos con esas compras a distancia, aunque si algo tenía que salir mal, salió mal. Mi nombre mal escrito. Mi dirección con errores. Algún disco partido, algún otro rayadito. Tapas deterioradas, ajadas, perforadas, plagadas de huellas digitales, con etiquetas de precios, con el nombre de su antiguo propietario, con incisiones profundas provocadas por algún elemento cortante o punzante, pegadas con cinta de embalaje. Paquetes rotos o desarmados de los que podría haberse escapado el contenido. Recuerdo uno, todo mojado, que conservaba algunas gotitas de agua dentro de la cajita del CD, además del librito húmedo y totalmente dañado. Algún título equivocado – que afortunadamente resultó contener una música genial obligándome a conseguir más material del grupo en cuestión. Algún otro, decepcionante – una de cal, una de arena. A veces, algún disco de menos, otras, alguno de más. Paquetes por duplicado. Incluso, diferentes formatos del disco pedido en cada paquete. Pero el más llamativo de todos fue uno que estaba impecablemente embalado, con todos los cuidados, para que el digipack no se estropeara, pero, al abrirlo, sorpresa: el disquito plateado no estaba… brillaba por su ausencia.

Como siempre, cuando me obsesiono con algún artista, muevo cielo y tierra para conseguir todos o, por lo menos, la mayoría de sus discos. Algunos se autodefinen como completistas. Yo me defino como insistente y obstinado. No puedo parar hasta encontrar el material que quiero escuchar y coleccionar. Aclaro, si no lo voy a escuchar, no lo colecciono. Por esa razón, solo compro CDs, porque como no tengo bandeja para escuchar vinilos, no tiene ningún sentido para mí acumularlos para no poder disfrutar de los sonidos que contienen. Tampoco soy tan obsesivo, che. Me los pierdo, mala leche.

Una tarde de sábado en la que había salido a dar una vuelta en bicicleta, iba paseando por la rue Saint-Hubert a una altura a la que nunca había llegado antes. De repente, dejó de ser una calle residencial y coqueta para transformarse en una especie de galería a cielo abierto, con un negocio al lado de otro durante unas cuatro ó cinco cuadras hasta llegar a la rue Jean-Talon est. Entre tanta tienda de pilchas o de otras boludeces, no podía faltar una disquería. ¡Menos mal! Como no la conocía, clavé los frenos, encadené mi vehículo de dos ruedas al poste más cercano y me precipité a revolver las bateas. Tengo que admitir que al empezar a revisar los discos, sentí un leve disgusto. Estaba todo desordenado, mal catalogado. Como si estuvieran los Parchís en el mismo estante que Metallica. Vergonzoso. No encontraba nada que me gustara y seguía pasando los discos por inercia, casi sin mirarlos, sin prestarles demasiada atención, cuando una foto sepia de una escena cuasi teatral se destacó entre la mediocridad reinante. Para leer el título tuve que hacer un esfuerzo importante porque nunca salgo a pasear con mis anteojos y la letra era demasiado pequeñita. Finalmente, pude descifrar “Each Man Kills the Thing He Loves”, un título quizás no tan estimulante pero, al menos, movilizante. Un poquito más abajo, escondido en el ángulo inferior derecho de la portada, estaba escrito el nombre del artista, también casi ilegible. Sin embargo, lo reconocí de inmediato. Era uno de los tres vocalistas de los salvajes irlandeses Virgin Prunes. Subversivo y escandaloso grupo que había conocido gracias a Juan Carlos en algún momento de los años ‘80. Interesante hallazgo. Inmediatamente, saqué el librito del CD y traté de leer los nombres de los músicos que participaban. Reconocí, además, a Fernando Saunders – en bajo, a Bill Frisell y a Marc Ribot – en guitarras. Hasta ese momento nunca había encontrado la excusa para seguir la carrera de este explosivo cantante. Aunque había disfrutado intensamente del álbum “The Moon Looked Down and Laughed” y del video “Sons Find Devils” – ambas producciones de su primera banda, estimo que la dificultad para conseguir este tipo de material en Buenos Aires y la falta de dinero para comprarlo me llevaron a desistir de su búsqueda. Ésta fue la primera ocasión en la que me topé con uno de sus discos en una tienda, a un precio accesible y razonable. Por suerte, no lo dejé pasar. A pesar de la alegría que me dio, a esta disquería no volví a visitarla nunca más. No cubrió mis expectativas, era un bordel, una pena.

Este disco, como tantos otros, fue la punta del ovillo gracias a la que tuve acceso a la discografía de un artista genial. Buscando y buscando, en otras de las tiendas de la avenue Mont-Royal est, encontré “Shag Tobacco”, casi regalado, en un cajón de ofertas. Un golazo. Como no conseguía ninguno más en Montréal, empecé a rastrearlos por Ebay y luego por Discogs. Encargué “Adam ´n´ Eve” – el álbum que me faltaba, alguna de las bandas de sonido en las que el cantante había trabajado con Maurice Seezer – compositor y arreglador con el que grabó su primer álbum donde firmaba The Man Seezer – y algunos de sus simples. Uno de ellos, “You Me and World War Three”, recuerdo haberlo encargado a un flaco de Irlanda, tierra natal de mi objetivo de turno: Gavin Friday. Estaba barato, el paquete llegó rapidísimo y súper bien embalado. El digipack estaba impecable a pesar de ser usado. Había resistido estoicamente a la travesía transatlántica, al arduo clima canadiense y a la brutalidad de los agentes aduaneros. Me puse contento. Aunque la alegría me duró bastante poco. Dispuesto a escuchar nueva música, al abrir la portada para sacar el CD e insertarlo en el equipo, me desayuné con la peor noticia: el disquito plateado no estaba en la bandeja. Una patada en las bolas. Inmediatamente, reflexioné sobre los pasos a seguir. El importe que había pagado por el envío por correo era mayor que el precio de venta que había pagado por el disco. Devolverlo al remitente, también me costaría más que ese valor. Conclusión, luego de explicar lo sucedido al vendedor, le propuse que en lugar de reenviarle el digipack vacío y que él reembolsara mi pago – considerando que en ese caso el único que seguiría ganando dinero sería el servicio de correos, que solo me devolviera el valor del disco sin sumarle el costo del envío. De esa manera, yo me quedaría con el envase sin el contenido y él no habría gastado dinero sin sentido al enviarlo. Aceptó. Nunca sabré si era verdad que el tipo no se había dado cuenta de que el disco no estaba en su lugar o si lo sabía muy bien, se hizo el boludo, y me quiso cagar. Who knows? Como te imaginarás, no podía quedarme con los brazos cruzados, ni dejar de buscar esa pieza para mi colección. Inconcebible dejarla chueca. Al tiempo lo conseguí nuevamente, esta vez completito. Sin embargo, nunca pude deshacerme del digipack vacío. Lo conservo como un trofeo más de la lucha contra un sistema que tiende a usar y defraudar al coleccionista. Un sistema para el que muchos de nosotros solemos ser el hazmerreír de los traficantes de discos. Un sistema que en algún momento nos perderá y se extinguirá sin derecho a réplica. No les queda mucho tiempo de vida, lo saben. Su ambición desmedida los ha perdido muchachos y su fracaso es irreversible. Chau, chau, adiós. 


lunes, 27 de junio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y DOS

Para todo existe una primera vez. En el día que me viene a la memoria, estrené dos experiencias musicales de diferente índole. Una fue mi presencia en un concierto, la otra fue la compra de un CD. Dirás que desvarío, que, conociéndome, no tiene nada de extraño que un sonívoro avezado como yo asista a un concierto o que compre un CD, que se trata de una obviedad que no altera en nada la habitual evolución de los hechos para mi estilo de vida, que no es un suceso aislado que pueda llamar la atención en el cotidiano de un amante de la música que colecciona discos, que se trata casi de una rutina, que no tiene nada de especial, de raro. Es cierto. Sin embargo, un par de detalles comprueban la sutileza de la diferencia. 

Primero, el concierto en cuestión no era un concierto cualquiera, sino una ópera. Tampoco se trataba de una ópera cualquiera, sino de una en la que tocaban con instrumentos de época: laúd, clavecín, viola da gamba… Además, el concierto en cuestión no tuvo lugar en un teatro cualquiera, sino en una universidad. Tampoco era una universidad cualquiera, sino la mismísima Université McGill sobre la rue Sherbrooke Ouest. Desde la vereda, antes de entrar, te das cuenta de que se trata de un edificio de lujo.

Por otro lado, el CD en cuestión no era un disco cualquiera sino la obra de un venerado chanteur de charme devenido artista de culto. No se trataba de un artista de culto cualquiera, sino de uno que se merecía el honor de ocupar tal lugar, aunque para mí, al momento de comprar su disco, se tratara de un auténtico desconocido. Miento. Su nombre, lo conocía por los típicos rumores que te incitan a acercarte a uno u otro artista, por el boca en boca. Su obra, era un misterio. Finalmente, el CD en cuestión no lo compré en un lugar cualquiera, sino en la mismísima Cheap Thrills, la icónica disquería de Montréal que tantas alegrías le ha dado al melómano empedernido que llevo dentro – aunque en algún momento el pútrido aire espeso que se respiraba al comenzar a subir las escaleras que llevan al local haya comenzado a parecerme repulsivo. Desde la vereda, antes de entrar, te das cuenta de que se trata de un edificio en decadencia.

A la ópera, me invitó mi amigo Daniel, especialista en la materia. Al salir del recinto, hablando de algún que otro libro, quizás estimulado por los aires británicos del “quartier anglophone” en el que nos encontrábamos, me preguntó si conocía alguna librería de usados que ofreciera sobre todo títulos en la lengua de Shakespeare. Sin dudarlo, lo invité a cruzar la calle y a caminar una o dos cuadritas hasta la rue Metcalfe. Era viernes y la tienda que le quería hacer visitar solía estar abierta hasta las 22:00 horas. Teníamos tiempo de visitarla. Delante de la puerta, Daniel constató al leer el cartel que también se trataba de una disquería. ¿Cuando no?, habrá pensado. Finalmente, le interesó. Mientras él miraba los estantes de los libros, no pude hacer otra cosa que mirar los de los discos. Como cada una de las tantas veces que visité esta disquería, este templo, este antro, no logré salir con las manos vacías. La verdad es que Cheap Thrills es una tienda de discos ideal para arriesgarse a comprar álbumes de artistas desconocidos. No solo porque tienen discos que jamás encontrarás en otro lado, sino porque, además, los precios suelen ser accesibles. Imposible resistirse a la tentación.

Recuerdos de la ópera no conservo muchos más de los que acabo de mencionar. Sin embargo, de la visita de aquella noche a la disquería, aún conservo celosamente el álbum “Tilt” del emérito Scott Walker, retirado del foco de los flashes y de las cámaras de las revistas consagradas a adolescentes perturbadas por la belleza y la vida íntima de sus ídolos para dedicarse a diseñar, pergeñar, álbumes de una perfección atípica que lo han alejado de la efímera frivolidad de la juventud para instalarlo en el trono de lo imperecedero al que solo unos pocos artistas extraordinarios logran acceder. Pero sobre todo, conservo una sensación que no logro definir en palabras. Una sensación que creo entender como la certeza de la existencia de un antes y un después de esta experiencia sonora sin igual. Como si la música de este benemérito señor me hubiera abierto una puerta, una brecha, para presentarme con anticipación el futuro lejano, distante, remoto, improbable, de la canción popular, después de haberme despertado sin piedad con un baldazo de agua fría. Con un lenguaje musical singular, particular, me ofreció su punto de vista de cómo sería una canción: procesada, desmenuzada, amalgamada, hecha añicos, hecha trizas, para luego transformarla en algo único e irrepetible, impensable. Un lenguaje propio, nunca antes imaginado, visionario. Un lenguaje que hasta el momento ningún otro artista ha sido capaz de descifrar, de comprender. O, simplemente, nadie se ha animado ni a retomar, ni a continuar.

Quizás la respuesta se encuentre en el título del documental “Scott Walker - 30th Century Man”, donde se lo puede ver a Walker en el estudio, escondido detrás de la visera de su gorrita y de sus gafas oscuras, mientras graba su álbum de “The Drift”. Cuando una persona, un artista, posee cualidades fuera de lo común, fuera de serie, se suele decir que proviene de otro planeta. En este caso, a dichos atributos extraordinarios se los carga con la facultad de la anticipación. Lo que presenta a Scott Walker – Noel Scott Engel de nacimiento – como un genio incomprendido en su época por valerse de un lenguaje musical visionario, de avanzada, aún inexistente en el momento en el que produjo su obra. Sin lugar a dudas, se trata de un auténtico rebelde que transita su propio tiempo, que se niega a respetar las exigencias del mercado – desinteresado por el éxito comercial, que esquiva la popularidad, que pareciera aspirar al anonimato, a la invisibilidad, en un mundo donde la imagen es tan valorada, que da rienda suelta a sus obsesiones personales sin pedir permiso para hacerlo, que se anima a exponer sus pesadillas y a confrontarlas. Razones por las que, lamentablemente, mucha gente ha quedado excluida del beneficio de disfrutar de una genuina e incomparable obra de arte sonoro que influenciará a las futuras generaciones que osen aventurarse en una experiencia musical desestabilizante.      

martes, 31 de mayo de 2022

CIENTO CINCUENTA Y UNO

Hay gente que prefiere escuchar la música en vivo. Ir a recitales. Calculo que por lo sanguíneo del evento, por ver sudar a sus ídolos para confirmar que se trata de seres humanos, como cualquier hijo de vecino. Andá a saber cuántas otras razones esgrima la muchachada: conocer minitas rockeras porque se dice que suelen ser más que generosas en su hábitat; constatar que los sonidos que se escuchan en un álbum pueden ser reproducidos por un mono con un instrumento colgado, de lo contrario, se trataría de una ofensa mayor contra todo fan que confía en las habilidades de esos titanes que agitan sus melenas al viento cual semidioses ofreciendo su toque divino; sentir que la música revela todas sus dimensiones, todo su esplendor, gracias a un sistema de sonido de alta potencia – inalcanzable para los pobres mortales que habitualmente se conforman con escuchar sus canciones favoritas a través de los auriculares “bluetooth” de su “smartphone”; dejarse encandilar por los spots de un escenario para sentir que el que brilla no es otro que aquel que brinda parte de su alma con cada nota que produce su instrumento; dejarse llevar por la ingesta de alcohol, substancias o ambas porque resulta ser un lugar más que apropiado para hacerse los loquitos. 

Yo prefiero escuchar música grabada en estudio. Me gusta la situación de laboratorio. La posibilidad de la manipulación de los sonidos en un contexto cuidado, pulcro, pulido. La posibilidad de la acumulación de sonidos para buscar descubrir una nueva combinación original y distinta, creativa. Además, siempre fui un poco bacán. Yo prefiero escuchar música en el living de mi casa, en un ámbito libre de humo, tomando un tecito. Quedarme en casa al resguardo de todo el bullicio, del olor a chivo, de los golpes, de los saltos, de los vómitos, de los aplausos o las palmas que enturbian, opacan, silencian, la música. No toda “performance” requiere de aplausos. No toda “performance” requiere del acompañamiento de las palmas de un público sobreexcitado, sin habilidades para respetar tempo o métrica. 

En contra de todo pronóstico, debo admitir que he asistido a unos cuantos recitales y que, además, los he disfrutado. A Peter Hammill lo vi en vivo cuatro ó cinco veces – perdí la cuenta; a Divididos, por lo menos tres; a Tortoise, también tres; a los Têtes Raides, dos; a los Ricotita, también dos; a Four Tet, creo que dos, quizás tres; y a tantos otros solamente una, dejándome con las ganas de alguna más. 

Mientras vivía en Montréal, tenía a mano una gran cantidad de festivales y conciertos de verano gratuitos en distintos espacios, sea en la calle o en algún parque, sea en algún café o en alguna sala de espectáculos. La verdad es que los aprovechaba. Así como montaban escenarios gigantes en medio de la calle en el centro de la ciudad, también organizaban eventos pagos en salas y teatros. Sí, pagué un par de veces y no me arrepiento. En el Festival international de jazz de Montréal tuve la suerte de ver a un grupo de jazz noruego – mi primera incursión en el vasto mundo del jazz nórdico – que resultó ser más que interesante. Recuerdo que los fui a ver al Club Soda, sobre el boulevard Saint-Laurent, cerquita de la esquina de la rue Sainte-Catherine est. Recuerdo que por la entrada pagué solo veinte dólares canadienses. Recuerdo que los promocionaban haciendo alarde de la cantidad de músicos que estarían en escena. ¡Eran como diez! Como para no vanagloriarse. También anunciaban que su líder había fundado la banda con tan solo catorce añitos. Cuando yo los vi, en el 2004, el pibe ya tendría unos veintitrés o veinticuatro. Sin embargo, para el mundo del jazz, no dejaba de ser un pendejo. Esa realidad no le quitaba ningún mérito a su talento. Su música era gloriosa: creativa, novedosa, de avanzada, sin dejar de respetar ciertas tradiciones del género. Los medios especializados no se olvidaban de subrayar que este muchachito llamado Lars Horntveth nunca había consumado estudios académicos que lo orientaran para poner a punto su brillante lenguaje musical para el que abrevaba de una multitud ecléctica de fuentes, revisando hábilmente la enorme mayoría de sus variantes para sacarles bien el jugo. Desde rock, jazz moderno, electrónica, hip hop, minimalismo americano, música contemporánea, ambient, músicas étnicas hasta dub; todo sin olvidar las ventajas de las que disfruta un autodidacta que logra evadir los filtros, las ataduras institucionales. 

Salí del recital con la boca abierta. Creo solo poder comparar la experiencia con el primer recital de Peter Hammill en el que lo vi tocar totalmente solo, en Doctor Jekyll, sobre la calle Monroe, en el barrio porteño de Belgrano, allá por el año 1994. Al terminar el show de los noruegos, en el hall de entrada a la sala donde había tenido lugar el espectáculo, habían montado una mesa para vender merchandising relacionado con la banda: alguna que otra remera pero, sobretodo, discos. En el estado en el que estaba no podía dejar de pensar en incluir toda la discografía de este grupo que acababa de descubrir lo antes posible en mi colección. Me abalancé sobre la mesa. Mi vista se vio atraída inmediatamente por los tres discos que ofrecían. No me pude resistir y agarré firmemente un ejemplar de cada uno, marcando el terreno para que nadie se atreviera a arrebatármelos. Pregunté el precio: quince dólares canadienses por cada CD. La excitación no me impidió recurrir a mis conocimientos de álgebra para saber rápidamente que necesitaba sacar de mi billetera cuarenta y cinco mangos. En ese contexto, era una ganga. Metí la mano en el bolsillo y, para mi sorpresa, solo contaba con dos billetes de veinte. Por un instante no supe qué hacer. Cavilé. Tenía una única posibilidad. En el grupo había una chica. Tocaba la tuba. Era gordita y sonriente. Parecía simpática. Por suerte, estaba ahí, vendiendo sus discos. Esperé al momento apropiado y me acerqué a ella. Antes que nada, la felicité por el concierto – no tuve que exagerar pues me habían sacudido. Luego, le pedí disculpas porque no me gustaba nada la idea de regatear el precio de los discos – mucho menos cuando el que los vendía era el artista en carne y hueso. Sin embargo, como no me quedaba otra opción, pues el recital de Jaga Jazzist me había fascinado y no quería perder la posibilidad de llevarme a casa sus tres álbumes, le mostré mis dos billetes de veinte. La piba sonrió y me dijo que me los llevara con un cálido “no problem”, a lo que agregó: enjoy!

lunes, 30 de mayo de 2022

CIENTO CINCUENTA

Si hubiera cruzado fronteras ilegalmente a lomo de burro. Si me hubiera llamado Pipo, o Pepo. Si hubiera sido un coleccionista empedernido que termina comprando siempre los mismos cuatro ó cinco álbumes en distintos formatos, en distintas ediciones, de distintas procedencias. Si hubiera sido un cazador de autógrafos compulsivo, sin temor al ridículo. Si me hubiera desvivido por aparecer a toda costa en cada foto que se disparara colgándome de las tetas de alguna seudo celebridad, opacando el destello de los flashes. Si mi reputación hubiera trascendido mundialmente gracias a los reproches de un acosado cantautor australiano – y de más de uno de los miembros de su banda – que al dar entrevistas para hablar sobre su experiencia en los recitales que acababa de dar en el tercer mundo, no podía evitar citar la presencia nefasta de un hostigador serial que no los dejaba tranquilos ni cuando iban a mear. Si hubiera aprovechado toda posibilidad que se me presentara para respirar una bocanada del aire de la exhalación de algún músico que aprecio al acercarme más allá de los límites que convenimos tácitamente para respetar el espacio personal de los que nos rodean. Si así hubiera sido, al llegar a la Sala Rossa para disfrutar del concierto del cantante de los Tindersticks, en el que presentó su primer disco solista “Lucky Dog Recordings 03-04”, al ver a Luc – propietario de L´Oblique, una de las mejores disquerías de Montréal, que para esa época ya me conocía de memoria, como cliente y como coleccionista de discos – no habría pasado a su lado saludándolo sutilmente con un magro y distante “salut” mientras charlaba acodado en el umbral de la puerta de entrada con Stuart A. Staples, el artista en cuestión. Evidentemente, habría aprovechado la volada para pegarme como mosca al dulce de leche y no habría dejado escapar a ese ser humano – al que le tocó ser un cantante apreciable – de mis garras hasta lograr que derramara algo de tinta sobre una servilleta, o sobre la portada de algún disco que casualmente llevara en la mochila o en el bolsillo de la campera, escribiéndome alguna dedicatoria pelotuda para que me dejara de romper las pelotas; que se parara a mi lado a pesar de su voluntad para aparecer en una foto que le robaría el alma y lo escracharía con su mejor cara de ojete; que intercambiara unas pocas palabras forzadas, sin ningún tipo de valor o sentido, con un auténtico desconocido que, de no prestarle atención, lo perseguiría como su propia sombra, acechándolo hasta el hartazgo. 

Soy un fan que opera desde las sombras, simplemente disfrutando de la obra del artista, de su música, de sus discos, a veces, de sus conciertos. No necesito más. No me interesan ni las intimidades, ni los chanchullos. Ni su vida personal, ni su amistad. Lo único que apreciaría sería que me regalara algún disco que todavía no he conseguido para mi colección. Sería la única manera de lograr que le dijera: “sos mi ídolo”.

domingo, 20 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA Y TRES

Debo admitir que durante mucho tiempo tuve cierta aversión por la música yanqui. A pesar de conocer y apreciar a artistas de la talla de Lou Reed, Bruce Springsteen, R.E.M. o Sonic Youth – todos norteamericanos, asociaba a la música producida en ese país más a una creación comercial que a una creación artística. Contrariamente a los artistas europeos que me ofrecían tanto canciones que encontraba altamente creativas como una producción artística minuciosa, impecable, que me cautivaba, me costaba encontrar en la oferta de la música estadounidense algún artista que despertara pasiones en mí como lo hacían algunos exponentes del viejo mundo. Me siguen gustando más las mezclas, las masterizaciones, de los grupos europeos, donde los graves tienen su lugar para golpearme y hacer mover los pelos de mi pecho, además de erizar los músculos de mi corazón. No tengo dudas sobre mis preferencias. Sin embargo, creo que vivir en Montréal, justito al lado del coloso del norte, me hizo conocer nuevas opciones y ampliar mi abanico de posibilidades.

Si vieras los trazos de las ilustraciones, el grafismo, de las portadas de sus discos, ¿no te darían ganas de escucharlos? Eso me pasó a mí. Acababan de publicar “Amore del Tropico” – el primero de sus álbumes que no llevaba por título el número de orden en su discografía. Escuché los cuatro álbumes que habían publicado hasta ese momento el mismo día, lo que fue un certero flechazo me hizo buscar, rastrear, acumular, los pocos discos que conformaban su magra discografía – algunos álbumes y un par de EPs. Sin dudas, lo que terminó de confirmar mi interés por esta banda fue el concierto que dieron en la Sala Rossa sobre el boulevard Saint-Laurent. Ver a Pall Jenkins cantar con dos chicas delante mío que no paraban de hablar habría sido imposible si mi acompañante no las hubiera amedrentado con su paraguas para que cerraran el pico. Finalmente, pude disfrutar de un gran recital. Seguí coleccionando sus discos, de a poco, hasta que colgaron los guantes. The Black Heart Procession ofrecía una música alternativa diferente, melancólica, imprevista, casi culta. Quizás por esa razón, a pesar de tener varios de los ingredientes necesarios para destacarse, simplemente cayeron en el anonimato, fueron ignorados, pasaron desapercibidos. No me queda claro si se convirtieron en una banda de culto o si solo quedaron ocultos, marginados. ¿Será por el lamento del serrucho que solían incluir en sus temas? Aquellas dos chicas charlando durante el show ejemplifican con claridad la falta de atención que obtuvo esta banda. Una pena. Estos pibes de San Diego ofrecían muy buena música.

Si leyeras una entrevista de un grupo en el que se autodefinieran como  “the most fucked-up country band in Nashville”, ¿no te darían ganas de escucharlo? Eso me pasó a mí. Acababan de publicar “Aw C’mon” y “No, You C’mon” – un disco doble encubierto. Fueron los dos primeros álbumes de Lambchop que escuché y un certero flechazo que me hizo buscar, rastrear, acumular, todos y cada uno de sus discos – desde álbumes, EPs, singles y compilados hasta ediciones europeas, norteamericanas o japonesas con distintas listas de temas, reediciones dobles con material inédito en el segundo disco y álbumes publicados para la venta exclusiva durante las giras. Todo. Sin dudas, lo que terminó de confirmar mi interés por esta banda fue el concierto al que asistimos con mi amigo Philippe, en la sala de espectáculos Le National sobre la rue Sainte-Catherine est. Ver a Kurt Wagner, bastante quieto, en el centro del escenario, cantando con su guitarra gastada canciones que lograban movilizar la fibra más íntima de cada uno de los presentes terminó de convencerme. La audiencia, inmóvil, se limitaba a dejarse empapar de acordes y pulsos esporádicos que lograron hipnotizar hasta al más reticente, al más reacio a disfrutar de un sonido sin tiempo que no buscaba ni completar ni rellenar ninguna de las dimensiones del espacio. Todo lo contrario. Invitaba a descubrir un poco de aquí, un poco de allá, y daba rienda suelta a la imaginación para que cada uno completara su propia historia y disfrutara de ese sonido a su antojo. Lambchop ofrece tanto como reclama y eso es lo que lo hace inigualable, inmejorable.

Si te cruzaras con algún otro grupo yanqui que saliera del molde, que no calzara en el estereotipo del American Way of Life, ¿no te darían ganas de escucharlo? Eso me pasaría a mí, sin dudas.

sábado, 19 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA Y DOS

En Montréal, en los primeros tiempos, trabajé para tres agencias que quedaban cerca del boulevard Saint-Laurent: Associés Libres Design, Enigma Communications Inc. y Agence Code. Si no iba a pata al laburo, iba en bicicleta. Lo que me daba tiempo para recorrer y descubrir los más ignotos rincones del Mile End. Tiempo para ver carteles, placas conmemorativas, monumentos y homenajes a antiguos vecinos célebres del barrio que se cruzaban por mi camino. Sabía que uno de mis mayores ídolos musicales había nacido en esta ciudad pero nunca habría imaginado que algún día iba a pasear, a caminar, a andar, a deambular, por las calles del barrio que vio nacer al enorme Leonard Cohen. Enterarme de esta realidad me hizo sentir la necesidad de escuchar su música. Oportunamente, fue la excusa que necesitaba para impulsarme, para decidirme, a comprar los dos álbumes de estudio que me faltaban, a pesar de que las tapas me parecieran repulsivas. “Ten New Songs” y “Dear Heather”, como la mayoría de los discos de este monstruo, no se destacan gracias a la imagen de sus portadas. Sin embargo, como alguna vez dijo mi amigo Nacho, cuando uno no sabe qué escuchar, cuando uno no se decide sobre qué disco poner en el equipo, no queda otra que recurrir a alguno de los de Cohen, ya que su magnífica voz dorada nunca te defraudará.



viernes, 18 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA Y UNO

Me gustan los botones, me gusta presionarlos. Me gustan los cables, me gusta conectarlos. Me gustan las teclas, me gusta tocarlas. Me gustan los aparatos electrónicos, me gusta programarlos. Me gustan los instrumentos musicales, me gusta comprarlos. 

En Montréal, encontré unas cuantas tiendas de empeño donde vendían de todo y barato. Si hubiera comprado todos los aparatos e instrumentos por los que babeé en esas vidrieras y vitrinas, tendría que haber contratado un avión para mí solo cuando regresé a Buenos Aires. Las cosas más interesantes que finalmente compré son un sequencer YAMAHA QY-300, que me permitió componer cinco ó seis canciones, y un sampler AKAI S2000, que al conectarlo a una POWER MACINTOSH G3 me permitió grabar una.

Por aquel entonces, había empezado a escuchar un montón de artistas que usaban y abusaban del sampler en sus composiciones y sentí que siendo un instrumento que no había utilizado hasta ese momento en mis producciones discográficas, era hora de incluirlo en mi arsenal. Cuando lo vi en el Comptant.com del boulevard Saint-Laurent, me lo llevé sin dudar.

El resultado de mi trabajo con estas máquinas quedó plasmado en la canción “Reflejo”. Única canción que grabé íntegramente en el departamento del décimo piso en el que vivía en la rue Sherbrooke est, H2L 1L8, Ville-Marie, Montréal, Québec, Canada. Me encanta el resultado, sin embargo, la necesidad de programar minuciosamente estos aparatos me hizo descubrir su falta de espontaneidad y al poco tiempo de llegar a Buenos Aires, decidí deshacerme del sampler y de la POWER MACINTOSH G3. Una pena.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/track/reflejo




miércoles, 16 de febrero de 2022

CIENTO TREINTA Y NUEVE

Ninguno de nosotros, ninguno de los sonívoros coleccionistas de discos, puede asegurar que nunca ha dicho que tal o cual disco sería el último que compraría, que hasta allí había llegado la pasión ilimitada, la acumulación incontenible de pilas y pilas de discos por escuchar, la desenfrenada voracidad por exponerse a nuevos sonidos, ritmos o melodías. Se lo hemos dicho a nuestros padres cuando ellos nos proveían del dinero necesario para una nueva dosis de música. Se lo hemos dicho a algún amigo cuyo gesto de desaprobación nos habrá hecho sentir que habíamos malgastado nuestro dinero en algún disco innecesario para nuestra colección o para cualquier ser humano. Se lo hemos dicho a nuestras mujeres – esposa, novia, filito – cuando han expresado su descontento por la falta de orden en el hogar, por la falta de atención a su presencia mientras degustamos algún nuevo título, por la falta de guita para invitarlas a salir porque dilapidamos nuestros últimos pesitos en pos de engrosar “La colección”.

“Es el último que compro”. Palabras que he pronunciado más de una vez. Enunciado que pierde completamente su valor semántico literal, que pierde su valor de excusa o disculpa – cuando el enunciador es cualquier tipo de coleccionista – para renacer con un nuevo valor y asemejarse al gesto de hombros que los niños usan para expresar, para hacernos saber rápidamente, que algo no les importa, que algo no les interesa, que lo que se les está diciendo los tiene sin cuidado. Levantar los hombros para decir “y a mí, ¿qué?” y el enunciado “es el último que compro” se han transformado en un sutil “no me jodan, déjenme tranquilo, en mi mundo”.

También es posible que alguno de nosotros haya alterado levemente dicho enunciado para que posea un sentido aparente y que encubra, que oculte, nuestras verdaderas intenciones gracias a la riqueza de nuestra lengua castellana. En mi caso, creo haber pronunciado un claro “éste va a ser el último que compre” cuando le pedía dinero a mis padres durante mi adolescencia para adquirir algún disquito. El sentido del enunciado aparenta ser el mismo. Sin embargo, el uso – deliberado o no – del subjuntivo en el verbo “comprar” marca una clara diferencia en el valor del mensaje. Este tiempo verbal nos introduce en el terreno de la duda, de lo posible, no de lo probable. Cuando usamos el subjuntivo, sabemos que existen dos posibilidades: tanto que suceda lo que decimos como que no. Ésto, sumado al futuro camuflado en el presente del indicativo del verbo “ir”, da un resultado incierto. Finalmente, esta segunda versión del enunciado no hace más que sembrar la duda y la imprecisión. Sacá tus propias conclusiones.

En Montréal, salir a pasear durante el invierno significa elegir alguna tienda bien calefaccionada donde el frío intenso no te carcoma los huesos, no te congele los huevos transformándote en un banco de esperma ambulante, para que puedas pasar un grato momento al abrigo de las tempestades boreales. No es joda pasearse por ahí con 30°C bajo cero. No es joda. Cuando mi vieja me fue a visitar en plena temporada invernal, con las calles totalmente cubiertas por una espesa capa de nieve, en el mes de febrero para que no pasara solo mi cumpleaños, la llevé a conocer varias tiendas de las que me había convertido en un asiduo visitante: Renaud-Bray, L’Échange, Archambault. En la sucursal de Archambault de Berri-UQAM, que quedaba cerca del departamento donde vivía, pasamos varias tardes. Era enorme. Varios pisos, uno para DVDs, otro para CDs, otro para libros – sobre todo en francés, otro para instrumentos musicales. Distracción asegurada. En uno de esos paseos, vi en la batea de ofertas “Mad for Sadness” de Arab Strap. Si le dije a mi vieja al momento de agarrar ese disco y dirigirme a la caja que ese era el último disco que compraría, jamás estuve más alejado de la realidad. Es cierto que nunca antes había escuchado a estos escoceses, aunque me había cruzado con sus discos varias veces antes. Con el tiempo, fui incluyendo todos sus singles, todos sus EPs y todos sus álbumes, en mi colección. Todos.

jueves, 9 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y CINCO

Un antiguo jefe de mi vieja, que había sido marino y había viajado durante largo tiempo de acá para allá recorriendo el mundo y viviendo lejos de su hogar en la vasta provincia de Buenos Aires, cuando se enteró de que había decidido mudarme a Montréal, me dio un consejo que aún hoy, casi veinte años más tarde, resuena en mi cabeza y lo considero uno de los mejores que recibí al tomar esa decisión. Evidentemente, sabiendo de lo que hablaba luego de muchos años de reflexión, me dijo: “Gustavo, cuando estés en el extranjero, evitá las reuniones de mate y dulce de leche”. Creo haber comprendido hacia dónde iban sus palabras y, en Montréal, cuna de uno de los grupos más emblemáticos del post-rock, no pude hacer otra cosa que dedicarme a explorar un género que había empezado a degustar tímidamente unos cuantos años antes de mi viaje cuando compré de un plumazo todos los discos de Tortoise que encontré en uno de los Tower Records de la ciudad de Buenos Aires. Ya sabrás que me refiero a los muchachos de Godspeed You Black Emperor!, con cada una de las variantes con las que suelen denominar a su grupo. Con el tiempo, fui comprando muchos de sus CDs. Sin embargo, no fue gracias a esta banda que comencé a engrosar mi colección con álbumes del sello Constellation.

Creo que ya te había contado que Francis y Raymond, los muchachos de la disquería Atom Heart, ofrecen un sistema de puntos. Cuando comprás, el 10% del monto de tu factura se transforma en un cupón. Cuando acumulás suficientes cupones con suficientes puntos que sumen el precio sin impuestos de un disco de tu agrado, te lo llevás sin más trámite que entregarles los cuponcitos. De esta manera obtuve el primer CD del sello montréalais que ingresó en mi colección. Al tenerlo en mis manos, no pude sentir más que admiración. El empaque era impecable. Era impecable desde la bolsita que es reutilizable. Pasando por la etiquetita que anuncia tanto el nombre del grupo como el título del álbum. Hasta que al abrirlo, te das cuenta de que la elección de los materiales está perfectamente cuidada. La impresión, las tintas, el sobrecito interno que contiene al disco. Todo. ¡Así da gusto comprar un disco! Como si no fuera suficiente, supe de buena fuente que todos los CDs y vinilos de este sello están empacados a mano. No tengo más que agradecer a estos dos amigos a pesar de las distancias, también melómanos y de exquisito gusto, por haberme recomendado comenzar mi colección de post-rock con “Winter Hymn Country Hymn Secret Hymn”, el que era en ese entonces el último álbum de unos pibes de Toronto que se hacen llamar Do Make Say Think. Es cierto, no eran vecinos del barrio en el que hacía poco tiempo me había instalado. Sin embargo, al momento de elegir un álbum de un grupo canadiense, publicado por un sello canadiense, vendido por una tienda de discos canadiense, comprendí que no había vuelta atrás y que sin prisa y sin pausa había comenzado a insertarme en la sociedad del país que me había recibido. Lo único que me faltaba era visitar una “Cabane à sucre”, degustar una “Poutine” y “Aller aux pommes” pues “Jésus de Montréal” ya la había visto.

martes, 7 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y TRES

En épocas de vacas flacas, conocí muchos nombres de artistas que me llamaban la atención, otros que me recomendaban, unos cuantos con los que me cruzaba por ahí cuando visitaba las tiendas de discos. En suma, eran muchísimos más los artistas de los que tenía que privarme la compra de discos que aquellos a los que accedía a escuchar e incluir en mi colección. Acumulaba largas listas con nombres de álbumes o canciones, nombres de grupos o solistas, nombres de sellos o compañías discográficas, nombres de estilos o géneros musicales, con la esperanza, con la ilusión, de que algún día pudiera encontrar, conseguir, alguno de esos álbumes a un precio que me permitiera confirmar que la espera había valido realmente la pena. Debo admitir que el final no siempre fue feliz, que muchos de esos artistas se quedaron en la promesa, que la música que ofrecían no había resistido al paso de los años y que habría sido mejor quedarse con la ilusión. Afortunadamente, con otros el deleite fue tan inmenso que me atrevo a decir que sirvió para compensar las desilusiones, el trago amargo al reconocer las expectativas como vanas e inútiles. No todo lo que brilla es oro. No todos los discos, no todos los artistas, que te recomiendan valen la pena ser escuchados. No todos los discos que ofrecen las tiendas valen la pena ser comprados para hacerles un lugarcito en nuestra colección, para atesorarlos. No toda la música que ha sido grabada vale la pena. Mucha de esa música solo sirve para ilustrar cómo se puede perder el tiempo en un estudio de grabación al registrar sonidos reiterados, imitados, hasta el hartazgo. Sonidos que no proponen nuevas ideas, nuevas sensaciones, nuevas combinaciones, nuevos rumbos. Sonidos a los que les digo basta, les digo que es suficiente, que me cansaron, que me resultan aburridos, sin vida. Hace muchos años, el cantante de un grupo con el que solíamos hacer recitales me preguntó a qué artista imitaba para concebir mi música. Me descolocó. No podía creer su pensamiento. Me parece inútil andar ofreciendo música afanada sin un toque personal. Si bien es cierto que las influencias son necesarias, imprescindibles, para definir el rumbo que se comenzará a transitar, también es cierto que cuando se escucha mucha música las referencias se vuelven difusas, se entrelazan, se entremezclan, se enriquecen. Por otro lado se espera que los distintos grupos que ofrecen músicas que encasillamos en el mismo género, en el mismo estilo, tengan algo diferente, algo singular, para ofrecer que justifique su existencia. 

Conocí al trip-hop gracias a Portishead. Grupo que me impactó por su profunda melancolía y su cadencia eterna. Luego, conseguí algo de Massive Attack, cuya condescendencia a la hora de producir hits tan memorables como cuestionables al navegar por aguas un tanto turbias me pareció digna de admiración. Más tarde, pude escuchar a Tricky, el chico malo. Feo, feísimo, mezcla de asesino serial, violador, pedófilo, proxeneta, dealer, mafioso, o simplemente sociópata. Tan pero tan feo que un día en el que lo vi tomando un café, por la tarde, en una terraza en las calles de París, a plena luz del día, salí corriendo cuando me devolvió la mirada. Una mirada penetrante, de esas que meten miedo, que te dice: me reconociste, pero no te atrevas ni a acercarte ni a dirigirme la palabra o sos boleta. Su música me había causado un efecto similar, casi salgo corriendo, espantado. Entre esquiva y desagradable, con cierto gustito amargo, autodestructivo, que llamaba la atención, a pesar de todo, como para intentar dedicarle un tiempito y enriquecer mis oídos con sus ritmos fracturados, sus voces quebradas, roncas, de noctámbulo crónico que parece no dormir desde que nació. Desafortunadamente, muy a pesar de las recomendaciones de mi amigo Cristian no logré escuchar ni a Laika ni a Moonshake sino hasta varios más tarde. En Montréal, en menos de una semana de hurgar en varias de las disquerías que frecuentaba, en la de Sainte-Catherine est que conocí el día que llegué a la ciudad, en La Subalterne que quedaba a pocas cuadras del departamento donde vivía, en L’échange que me sorprendía cada vez que la visitaba, en la de la esquina de Mont-Royal Est y Saint-Hubert que desapareció sin dejar rastros, en L’oblique que me dio tantas alegrías, en Cheap Thrills en la que a medida que subía las escaleras, el machimbre vencido por la humedad, los años o las polillas, exhalaba el hedor de la decadencia. Cada vez que visitaba esta tienda pensaba que podría ser la última. No me habría extrañado que un día esa casa vieja se derrumbara o que sus cimientos terminaran por hundirse definitivamente. En todas ellas conseguí algún disco sea de Laika, sea de Moonshake, que como sabrás tienen un pasado común, una historia que los emparienta. Sin embargo, el abordaje estético de cada uno de ellos ofrece tintes que los alejan al punto de parecer aguas turbulentas y aceite en ebullición. Ninguno de los dos grupos detenta una basta discografía. Algunos LPs, algunos EPs, algunos singles. Me impactaron, me sorprendieron tanto que no pude resistirme a rastrear todos y cada uno de los CDs que me faltaban por internet. En poco tiempo, había conseguido todos los discos disponibles de estas dos bandas que supieron abusar del sampler y de los loops para crear una música basada en el plagio creativo, en el afano honesto, en la toma de referencias para la deformación, en la influencia sin recurrir a la imitación, al calco. En síntesis, dos bandas que supieron como ninguna crear, cada una de ellas a su manera, su sonido, totalmente nuevo y reconocible – uno femenino y sensual, el otro masculino y desbocado – tomando prestados elementos sonoros de las más diversas fuentes para manipularlos y apropiárselos logrando reinventar un género para el que se suponía que otros pesos pesados ya habían sentado las bases, ya habían creado la receta. Un chispazo, un fogonazo. Sangre nueva que enriquece a este género musical con el que lamentablemente cada uno de sus exponente más interesantes sólo han sabido deleitarnos publicando un puñado de LPs, algunos EPs y unos cuantos singles. Lo bueno, si breve, dos veces bueno, decía una profesora de historia de mi escuela secundaria a la que seguramente le molestaba leer las interminables tareas mal escritas de sus estudiantes. Lo transpolo al mundo de la música en el que algunos artistas no hacen más que acrecentar, abultar – innecesariamente – su carrera discográfica sumando grabaciones en las que no dejan de repetir, de imitar a otros músicos. No dejan de repetirse ofreciendo una y otra vez la misma canción con distinto título. Valoro la honestidad de grupos como Laika, Moonshake o Portishead que quizás sintieron que no tenían nada nuevo para ofrecer y prefirieron guardarse antes que continuar refritando ideas de antaño hasta el infinito. 

lunes, 19 de julio de 2021

CIENTO DIECIOCHO

Llegué para instalarme en Montréal por tiempo indeterminado el día lunes 11 de agosto de 2003. Para mi disgusto, hojeando un diario de espectáculos que ofrecían gratuitamente en una mega disquería-librería-casa-de-instrumentos-musicales que se llama Archambault, justito enfrente de la estación Berri-UQAM, en la esquina de Sainte-Catherine est y Berri, me enteré de que Tindersticks, uno de mis grupos favoritos, había dado un recital la semana previa a mi arribo. Generalmente no me muero por ir a conciertos, sin embargo, esta noticia me pareció una gastada. Es cierto que prefiero los discos en estudio a los recitales en vivo pero seguro que lo habría disfrutado. Era mi primera semana en la ciudad y este golpe apuntaba demasiado bajo. Devastado por el sinsabor de semejante noticia, me dediqué a recorrer cada uno de los cuatro pisos de la tienda responsable de mi malestar. Había de todo lo que se te pudiera ocurrir. Resultó ser un ambiente propicio donde ahogar mis penas. En el subsuelo, películas y discos de jazz. En la planta baja, música pop, música en francés, libros e historietas. En el primer piso, música clásica, partituras y libros de música. En el segundo, instrumentos musicales. Creo que debo haber estado más dos horas dando vueltas esa primera vez en la que entré. Total, estaba al repedo. Todavía no tenía laburo. No tenía ninguna obligación, ninguna entrevista, ninguna cita. No tenía que rendirle cuentas a nadie sobre dónde había perdido mi tiempo. Sobre porqué llegaba tarde a cenar. Aprovechando esa completa libertad, me dejé llevar por los pasillos dándome el tiempo de observar cada detalle de ese lugar que, a pesar de haberse presentado con la pata izquierda, empezaba a tornarse en un espacio mágico en el que parecía que las horas pasaban apenas, en el que uno podía perderse sin remordimientos entre tanta cantidad de objetos de deseo. Lo único que te devolvía de un cachetazo a la realidad era la etiquetita con un número expresado en dólares canadienses y la leyenda “plus tax”. Archambault ofrece artículos de primera mano, nuevos, encelofanados para minimizar los efectos de todo manoseo y vírgenes del tan temido toqueteo. Evidentemente, eso tiene un precio. Obnubilado por las cantidades de artistas que comenzaban a despertar mi interés, decidí focalizarme en los viejos conocidos para tener un punto de apoyo, un punto de referencia, dentro de esa tormenta de información. En esa época estaba interesado en la canción. Tanto en francés como en inglés. Había de lo que te imagines. Aunque seguro que te quedás corto. Opté por comenzar desde la letra A de la sección “musique anglophone” para hacer las cosas ordenadamente. Como te imaginarás, pasé por infinidad de nombres de artistas que me hacían subir el ritmo cardíaco. Cuando llegué a la letra T, ya no daba más. Demasiadas emociones para una sola tarde. Casi tiro la toalla porque tanta data comenzaba a alterar mis neuronas. ¡Menos mal que continué! A partir de ese día, empecé a pensar que en la vida todo lo que nos sucede termina siendo “una de cal una de arena”. La mano casi me temblaba mientras la acercaba para agarrar este disco, casualmente con mucho blanco en su portada. Deduje que se me ofrecía como una venganza por el sufrimiento que este mismo local me había hecho padecer un rato antes. No me importó nada. Ni siquiera miré la etiquetita del precio y fui directo a la caja agarrándolo firmemente, quizás temiendo que alguien se me acercara para tratar de arrancármelo de las garras o para decirme que ese artículo debía ser retirado de la venta. Se trataba del álbum “Waiting for the Moon” de los mismísimos Tindersticks que acababa de salir uno o dos meses antes. Nuevito, recién salidito del horno. Como sabrás, la venganza en realidad se come fría. Como no era suficiente felicidad la que sentía, cuando llegué al departamento y abrí el celofán, para mi sorpresa, el disco incluía como regalo por ser la primera edición un segundo CD. El EP “Don’t Even Go There”. Casi un dos por uno. Tomá mate. En ese instante supe que mi vida en Canada iba a ser todo un éxito.

domingo, 18 de julio de 2021

CIENTO DIECISIETE

Cuando llegué a Montréal, rápidamente encontré una tienda que se llama Dollarama. Algo muy similar a las tiendas de “Todo por 2 pesos” que invadieron la ciudad de Buenos Aires en algún momento de los años ’90, aunque con mayor variedad de productos y mercadería de una calidad sutilmente superior. También encontré tiendas de discos que ofrecían precios inmejorables, aunque muchas veces había que revisar durante un largo rato para descubrir la razón del esfuerzo de tanto tiempo dedicado a lo que muchas veces se acercaba peligrosamente a la búsqueda de una aguja en un pajar. Un día, mágicamente, encontré dos títulos que llamaron mi atención. El primero, al verlo, me transportó inmediatamente a mi adolescencia rockera. Si bien es cierto que ya hacía mucho tiempo que había dejado de consumir música de grandes estadios, al ver el disco, recordé haber asistido al concierto que este grupo dio en el estadio de River Plate. Aunque la verdad, no me trajo más que malos recuerdos. Tuve un flashback del momento en el que entré al campo para acercarme al escenario. Se me vino a la cabeza el hedor de las penetrantes emanaciones de césped húmedo cubierto por lonas vinílicas para evitar que los asistentes al concierto pisotearan y dañaran el campo de juego del monumental. Sistema que no hacía más que dejar macerar la hierba y concentrar ciertos gases que instantáneamente comenzaron a revolverme el estómago. Luego, el segundo golpe bajo de la noche tuvo lugar cuando apareció en escena el grupo rockero rompe-tutti al que había ido a ver con grandes ilusiones y expectativas. Empezaron a tocar e inmediatamente quedó claro que como sistema de sonido, los productores del evento habían elegido unos magros parlantitos para walkman que no lograron capturar ni el esplendor de los riffs del violero, ni los mazazos del batero, ni los aullidos del vocalista. Penoso. Bastante desilusionado, volví a mi casa con la cabeza gacha, agotado y demasiado tarde porque volver del barrio de Núñez al barrio de Flores por la noche era prácticamente una odisea. Además, el estómago vacío me pedía a gritos algo para satisfacerlo. Cuando llegué a casa, afortunadamente, sobre la mesa de la cocina había una bolsita con unos exquisitos polvorones que no dudé en deglutir. Quizás, devorar defina mejor la situación, pues en un instante, no quedaba ni una triste miguita. Luego de una duchita vigorizante me fui a la cama. Error. Como no hay dos sin tres, un tercer golpe bajo fue la cereza del postre que me dejó doblado en el living de mi casa. Luego de comer semejante cantidad de masitas con abundante tenor graso, debería haber esperado a comenzar la digestión antes de decidir irme a dormir. Al rato de estar en posición horizontal, el estómago se me sacudía como el Samba del Italpark y la cabeza me giraba como el Kohinoor. Como pude, me levanté, me acerqué al balcón para tomar aire y al abrir la ventana vomité hasta el apellido. Lo sé, este recuerdo no es del todo grato y te preguntás cómo mierda se me cruzó por la cabeza comprar este disco. Con el CD en la mano, recordé que había tenido los vinilos “Dreamtime” y “Love”, primer y segundo álbum de The Cult, claro, y sabiendo que “Electric”, a pesar de poseer un arte de tapa extremadamente kitsch, era un muy buen disco y lo compré. 

Al enfrentarme al segundo título del que hice referencia al comienzo de mi texto, ya estaba casi inmunizado contra las tapas para el espanto y me dejé seducir por un disco del que la gráfica nunca llamaría la atención de nadie en su sano juicio. La fotito, aunque quizás al artista le haya gustado, es para el olvido. Deslucida, poco pregnante, apagada, sin nada que llame la atención más que su fealdad. Nunca habría comprado este CD si no se tratara de un álbum de Adrian Belew en el que participa David Bowie. Finalmente, ese mismo día, regresé a mi departamento también con el quinto álbum solista del que hasta ese momento conocía como el cantante de King Crimson. Se titula “Young Lions” y a pesar de los malos presagios que inspiraba la imagen de la tapa, fue una grata sorpresa que me abrió el apetito para seguir profundizando en la discografía de este exquisito guitarrista.

martes, 11 de agosto de 2020

CINCUENTA Y UNO

Entre tantas bandas que a uno le recomiendan, siempre hay que filtrar la lista para no llevarse ningún chasco. En la época en la que surgió el sobreestimado grunge empezaron a salir grupos que enarbolaban la bandera del despreciable “sonido de Seattle” mismo si vivían en Villa Tesei. Si bien es cierto que los muchachos de Nirvana grabaron una gran canción gran en “Nevermind” que se convirtió en el mantra espiritual de la olorosa adolescencia de la época, apuesto a que el pobrecito del cantante se pegó un tiro cuando se dio cuenta de que nunca alcanzaría a brillar en la posteridad si no lo lograba gracias al estallido pólvora que le voló la cabeza. 

Rebobinando. En los años 90, no perdí ni tiempo ni dinero comprando discos del niño mimado del grunge, sino de algunos de aquellos grupos que él admiraba. Ya te conté que había conseguido algunos de los Pixies, cuyo sonido y espíritu conserva todos sus ingredientes para que sentirse joven y revoltoso no sea cosa del pasado. También compré algo de R.E.M., grupo que el venerado Kurt estimaba con pasión – mucha razón tenía – pues han compuesto una gran cantidad de canciones memorables e imposibles de olvidar. Tuve un par de discos de Dinosaur Jr., también simpáticos, aunque un tanto más marginales. Pero por sobre todas las cosas, me dejé seducir por Sonic Youth. Lamentablemente, no he tenido la posibilidad de escuchar toda su discografía, pero recuerdo cuando compré “Sister” y “Evol” en el parque Rivadavia. Gracias a esos álbumes, dejé de lado mi aversión por la música norteamericana. Gracias a este grupo se me abrieron nuevas puertas que habían permanecido cerradas por un prejuicio que había ido alimentando durante largos años. Yo pensaba que la música yanqui era comercial, que el único objetivo al que apuntaba esa gente era a la venta exponencial de música concebida como un producto, como salida de moldecitos. Me equivocaba. Entre todos aquellos que olvidan sus principios ante el brillo de la primera moneda, hay otros que bregan incansablemente frente a las adversidades de un sistema que nunca dejará de marginalizarlos. 

Mmmm... Pobre pibe ese Cobain. ¡Cómo lo inflaron! Debe haber hecho bastante guita con ese álbum, con ese single. Dicen que lo que sube rápido, baja igual de deprisa. Se le vino la noche... Se le cortó la inspiración... De todas maneras, tengo que admitir que después de más de veinte años, finalmente, por cierta curiosidad, me compré ese famoso disco. Una vez más, gracias a mis prejuicios, no le había dado la posibilidad y tan solo me había contentado con prestarle atención a los temas de difusión. Es cierto que no están mal, sin embargo, agradezco haberlo encontrado de oferta, por no decir de regalo, en una “vente de garage” en Montréal. Lo pagué a un dólar canadiense y después de haber terminado de escucharlo, pensé que, aún a ese precio, me habían estafado.




miércoles, 20 de mayo de 2020

DIECIOCHO

Cuando compré el primer álbum de Modern English, “Mesh & Lace”, lo hice por dos razones: lo había publicado el sello 4AD y me encantó la foto de la portada. Nunca había escuchado a ese grupo antes. Más tarde, leyendo los créditos de “It’ll End in Tears” de This Mortal Coil, me di cuenta de que el cantante participaba en uno de los temas. 

En algún momento, mientras vivía en Montréal, como conseguía CDs a un precio bastante razonable, me dio ganas de volver a comprar algunos discos que había tenido en vinilo y nunca había podido volver a escuchar desde que se me rompió la bandeja. Cerca del departamento donde vivía había una disquería de música alternativa: Atom Heart. Con frecuencia iba a charlar un rato sea con Raymond, sea con Francis. Hablábamos de música, obvio, y de muchas otras cosas. La pasaba muy bien. Un día le comenté a Francis que tenía ganas de volver a tener algún disco de los que escuchaba en mi adolescencia, sobre todo algunos de 4AD, a los que les había perdido el rastro hacía mucho tiempo. Con su usual sonrisa, él me anunció que los discos de ese sello se conseguían, nuevos, a un precio asombrosamente económico: acostumbrado a que en Buenos Aires, por un disco “Made in UK” me fajaran treinta dólares, cuando me dijo que cada uno salía 12,99 dólares canadienses (cerca de un 20% más barato que el yanqui), inmediatamente le encargué los tres de Modern English. Cuando los fui a retirar, como sabía que él estudiaba español de vez en cuando le enseñaba alguna expresión porteña. Ese día le dije: Francis, me agarró el viejazo, ahora encargame todos los de Joy Division (que también se conseguían a ese irrisorio precio). Cuando comprendió lo que quería decirle, aunque no paraba de reír, me hizo entender que si se trataba de buena música y que además me gustaba, no tenía por qué sentirme viejo al volver a escucharla. Lo cierto es que con el tiempo me he dado cuenta que la mayoría de la música que más me gusta, la que decido que forme parte de mi colección, tiene como factor común la atemporalidad o simplemente que no envejece patéticamente.