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miércoles, 24 de marzo de 2021

CIEN

Algún sábado por la noche en el que estaba al pedo en mi casa y no tenía nada mejor que hacer que mirar la televisión, me enganché con un programa que presentaba Boy Olmi en ATC que según Wikipedia se llamaba “El otro cine”. En otras épocas, en el canal 7, más o menos en el mismo horario, pasaban “Función Privada”, programa que también veía con frecuencia. No solo por las películas, que solían ser interesantes, sino también porque muchas otras opciones nunca hubo en la televisión por aire. Finalmente, aquel sábado en cuestión pasaron una película de un director griego llamada “Eternity and a Day”, que de alguna manera me movilizó. Trabajaba el actor alemán Bruno Ganz, al que ya conocía por su participación en “Las alas del deseo” de Win Wenders. La propuesta era diferente. El ambiente, el clima, de la película eran marcadamente europeos, aunque con un aire de ensoñación o fantasía que cautivaba. Elementos que me gustan, que me caen bien. Mientras la película avanzaba, la música me hipnotizaba. Ofrecía sonoridades a las que no había sido expuesto hasta ese momento. Aunque se tratara de instrumentos clásicos reconocibles y se percibiera un aire de música contemporánea, esta música poseía la capacidad de avivar emociones en lugar de proponer exploraciones metafísicas de esas que intentan relacionar forzadamente sonidos e intelecto. Era una música exquisita que más tarde supe que había sido escrita por una pianista griega que se llama Eleni Karaindrou. Encontré el disco por casualidad en el Tower de la calle Florida. Lo reconocí por la foto de la tapa porque no se me había ocurrido tomar nota del nombre de la película mientras la miraba. Craso error, aunque subsanado por el azar. ¡Gracias! Lo interesante de esta compra no es solo que este fue el primer CD del sello alemán ECM que incluí en mi colección, sino que entre los diez discos que decidí llevar a Montréal cuando viajé para instalarme allí, estaba esta banda de sonido. En relativamente poco tiempo, esta música se hizo indispensable para mí. Hoy, siento que esta mujer escribe una música exquisita. Además, cuando la interpreta, acaricia el piano como nadie para que ese bellísimo sonido nos deleite acompañando melodías que podrían haber sido escritas ayer, hoy o mañana. Se trata de una música eterna que perdurará, que conservará todo su valor aún cuando con algún antiguo piano oxidado, destartalado y desvencijado se intentara recuperar, reproducir, su cadencia para hacer vibrar sus cuerdas y nuestro espíritu. 



domingo, 28 de febrero de 2021

NOVENTA Y NUEVE

Me gusta revisar las bateas de las ofertas. Siento que allí puede esconderse alguna gema. No sé si es para tanto pero casi siempre veo algo que llama mi atención y termino comprándolo. Me pregunto si será por el precio o por un interés genuino. Finalmente, no puedo asegurar que los discos que he conseguido en esas búsquedas sin rumbo hayan cambiado definitivamente ni mi vida ni mi percepción sobre la música, pero me resulta entretenido el momento. Se asemeja a la cacería de algún tesoro escondido, olvidado, abandonado, que espera ser descubierto. 

En la época en la que trabajaba en el diario PubliMetro, como estaba en el centro y cerca de todo, muchas veces durante la hora del almuerzo iba al local de Tower Records que estaba sobre la calle Florida, en una especie de sótano o subsuelo. Era un local enorme, en el que tenían mucho material. A pesar de ser un lugar en el que uno podría expresar el máximo nivel de júbilo al estar rodeado de tanta música, de tantos discos, el espacio me parecía un poco frío, quizás demasiado iluminado. Claro, de no ser por los tubos fluorescentes que daban un ambiente de heladera de supermercado, seguramente hubiera terminando asemejándose a una covacha, a una cueva o a una catacumba; lo que habría espantado a más de un potencial cliente. Como en esa época la gente compraba CDs como pan caliente, no me extraña que hayan optado por darle el look de las góndolas de un hipermercado. De última, la gente reconoce ese tipo de espacios, le son familiares y para enchufarle todos los discos que habían importado sin cuestionarse si coincidían con el gusto del público argento, necesitaban lograr que la clientela no se sintiera ajena, que se reconociera de alguna manera como perteneciente a ese sitio, aunque no entendiera ni jota de lo que se le presentaba ante los ojos o a través de los oídos. Como estaba medio de onda comprar discos en Tower, y la gente parecía sentir que había entrado en un micro-cosmos que la transportaba andá a saber a qué tienda de New York o de Los Angeles o de Chicago, muchos compraban cualquier cosa, sin cuestionarse si sería de su interés o de su gusto. Quizás, a mi podría haberme pasado lo mismo cuando tomé “Fuse” de Joe Henry del cajón de los saldos, pues debo admitir que lo compré porque estaba barato y me gustó la foto de la tapa, no porque tuviera referencia alguna sobre el tipo. Pero no. El disco, al final, me gustó. Aunque no era genial, me abrió el apetito para ir comprando otros álbumes de este cantante yanqui. La gran mayoría de ellos usados, por ende, también a bajo precio. Un beneficio que extraño de las disquerías de Montréal. Los usados, allá, los venden a la mitad de precio de los nuevos; a veces, aún menos. Un deleite. No sucede lo mismo con muchos de los disqueros porteños que con la muletilla “está fuera de catálogo” intentan desplumarte sin anestesia. Lamentablemente, ellos mismos se han ido cavando la fosa y nos arrastran con ellos. El argentino promedio no perdió interés en comprar discos. Siente y sabe que está siendo estafado y, como para la gran mayoría de los mortales comprar un disco no es esencial, dejan de hacerlo y se consiguen unos MP3 en algún torrent rumano que les llena las computadoras de virus. Al menos, los navegadores de sus máquinas se la pasan abriendo y mostrando sitios de pornografía. Todos contentos. Salvo los verdaderos amantes de la música, de los discos, porque cada vez se consiguen menos cosas interesantes en los barrios porteños.


jueves, 25 de febrero de 2021

NOVENTA Y SEIS

Una tarde en la que pasé a visitar a mi amigo Cristian por su departamento en una pensión de San Telmo, donde luego instalaría la primera versión de su disquería 33 1/3 RPM, en el equipo sonaba una música instrumental que me cautivó al instante. Caí rendido ante la dosis exacta de jazz, sonidos electrónicos, indie, ritmos que te llevan hasta donde quieren, minimalismo y otras tantos ardides sonoros que desplegaban esos tipos de Chicago. Se trataba de una música embriagadora. Creo que no debo haber escuchado ni dos temas y ya quería tener toda la discografía del grupo. La que ya habían publicado y la que publicarían en el futuro. El disco que estaba escuchando mi amigo se llamaba “TNT”. La imagen de la tapa no conmovió, aunque aprendí a apreciarla. Sabía que tenía que comprar ese disco. Empecé a buscarlo. A los pocos días, lo conseguí en el Tower Records de Recoleta. Por suerte, no estaba solo en las bateas. También tenían “Tortoise”, su primer álbum, e “In The Fishtank - 5”, un disco compartido con el grupo holandés The Ex. Esa gente producía una música que coincidía a la perfección con mis sueños sobre cómo debía sonar una banda. La mezcla de estilos, la mezcla de sonidos. Todo sin perder ni su personalidad ni su impronta. Es cierto que quizás en mis sueños aparecía algún que otro cantante. Sin embargo, Tortoise no necesitaba uno. Ellos solitos bastaban. No pasó mucho hasta que me enteré de la publicación un nuevo álbum de mis nuevos ídolos. Lo vi en la vidriera de Oíd Mortales y lo compré. En ese momento me enteré de que me faltaba el segundo disco que habían publicado, “Millions Now Living Will Never Die”, además de un par de discos de rarezas y remixes que parecían imposibles de conseguir. Resumiendo, al poco tiempo, también tenía ese disco de tapa celeste. Otra obra maestra. 

Ha pasado mucho tiempo desde que escuché por primera vez a este grupo. Han pasado muchas cosas. Viví durante unos cuantos años en Montréal. Tuve la suerte de verlos en vivo dos veces. En uno de los conciertos pude conseguir el disco de los remixes, en el otro un disco de un proyecto paralelo. Tanto en la disquería Atom Heart, como en Cheap Thrills o L´échange, pude conseguir, tanto nuevos como usados, el box-set, el disco de las rarezas, algún simple, alguna edición japonesa. El resto, lo rastreé por internet, tanto en Ebay como en Discogs, y finalmente puedo asegurar que he logrado conseguir, comprar y escuchar la mayoría de sus discos, incluidos los de sus proyectos paralelos y los de sus diversas participaciones. He disfrutado de mucha música genial durante toda mi vida y debo admitir, sin dudarlo, que uno de mi discos preferidos es “Standards”, el cuarto álbum oficial de mis estimadísimos Tortoise.


jueves, 17 de diciembre de 2020

OCHENTA Y SIETE

Conocí a esta banda irlandesa gracias a mi amigo Omar. Recuerdo haber visto un VHS con la grabación de un concierto en el que festejaban el Saint Patrick´s Day junto a Joe Strummer y a algunos otros invitados. Creo que se trataba de “Live at the Town and Country”, aunque me es imposible asegurarlo porque se trataba de una copia sin ningún tipo de portada ni mayor información que el nombre del grupo escrito de puño y letra de mi amigo sobre la etiqueta del videocasete. El grupo me produjo algo profundo, intenso. Tocaban con la naturalidad, la destreza y la poca necesidad de esfuerzo que solo aquellos que han nacido con un instrumento musical bajo el brazo pueden lograr. Las canciones me parecieron emotivas, vibrantes. Quizás haya sido su costado rockero y aguerrido el que hizo reflotar mi adolescencia rebelde. Quizás hayan sido sus melodías gancheras, pegadizas, anticipables y encantadoras. Quizás haya sido su ritmo festivo y entrador que me invitaba a mover la patita. Quizás, simplemente, hayan caído en el momento justo porque como estaba muy enganchado con los Têtes Raides, que también usaban acordeón, me encontraron permeable a su sonido celtic-punk-folk. Debo admitir que unos cuantos años antes había conseguido un simple en el que Nick Cave interpretaba a dúo con el cantante de este grupo la canción “What a Wonderful World”. Aunque la versión me gustó y me parecía bastante sobria, a pesar de la eterna borrachera de sendos intérpretes, no busqué conocer la procedencia de este tipo tan bizarro. 

Nada de lo anteriormente citado puede asegurarse total y completamente sin incurrir en una afirmación desatinada. Lo único que me es posible afirmar sin temor a equivocarme es que un día que estaba paseando por el barrio más cheto y chic de la ciudad de Buenos Aires, descubrí que en el shopping de la calle Vicente López, que otrora se llamara Village Recoleta, también había un Tower Records y, para mi sorpresa, bastante grande y bien surtido. En las bateas encontré tres discos del grupo del que había visto el recital en la casa de Omar. El hallazgo me agarró desprevenido porque no tenía idea ni de la envergadura de la discografía de la banda ni de cuál sería la mejor opción entre sus discos de estudio para iniciarme en su mundo. Luego de meditar unos breves instantes, al no encontrar respuestas a mis interrogantes, tomé una decisión desfachatada y desenfrenada. Compré: “If I Should Fall from Grace with God”, “Rum Sodomy & the Lash” y “Red Roses for Me”. Sí, contás bien, los tres de los Pogues que tenían en stock en ese momento. Si ese día también hubiera encontrado algún otro título, seguro que habría formado parte de mi colección un tiempito antes. Como siempre, todo es cuestión de tiempo. 


martes, 8 de septiembre de 2020

CINCUENTA Y CINCO

Nunca me imaginé que alguna música bailable pudiera seducirme. Para mi, nunca fue una prioridad que la música permitiera mover el esqueleto. Las pistas de baile me aburrían, me aburren y me aburrirán. Alguna vez escuché por ahí: el que toca no baila. Creo que es cierto, sin embargo, en el mismo catálogo en el que había leído un comentario que me llevó a sucumbir ante la magia de Lounge Lizards, leí algo sobre otro artista que me sedujo. Recuerdo que en una época había una disquería de unos muchachos muy simpáticos, en Suipacha y Avenida Santa Fe. Se llamaba Stone Crazy. Traían discos por encargo. Nada demasiado extraordinario, muchos otros disqueros lo hacían. Lo extraordinario era que en un mundo donde la avaricia y la codicia opacan el don de gente, pudieras encontrar unos disqueros con la sonrisa franca y sin dobleces. Duraron poco, pero les compré unos cuantos discos. Entre ellos, los dos de James Chance and the Contortions de los que había leído en aquel catálogo del sello Roir: “Live in New York” y “Soul Exorcism”. Dos increíbles discazos que me iniciaron en el jazz-funk. Aunque a decir verdad, lo más profundo que indagué en este género fue tratar de completar la discografía de este esquivo saxofonista que a veces firma como James Chance y otras como James White. Como si fuera poco, embarra un poco más la cancha cambiando el nombre de su grupo en cada nuevo álbum: “The Contortions”, “The Blacks”, “Flaming Demonics”, “Terminal City”... Por suerte, un tiempo después de haber conseguido estos dos discos, hurgando en el Tower Records de Santa Fe y Riobamba, encontré los cuatro discos en estudio con sus variados alias. Un tesoro que me transporta y hasta me hace soñar con poner una bola de espejos y una máquina de humo rosa en el living de mi casa.