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lunes, 5 de diciembre de 2022

CIENTO SESENTA Y UNO

Cupones vienen, cupones van, nuevos discos sonarán… Gracias a esta iniciativa de los muchachos de Atom Heart fui enriqueciendo mi colección. Ya te había contado que esta disquería de música alternativa situada sobre la rue Sherbrooke est, a metros de la rue Saint-Denis, en el Quartier Latin de la ciudad de Montréal, con cada compra te reconoce el 10% del importe de la factura transformándolo en cupones con puntos. Una vez que juntás suficientes cupones, si al sumar sus puntos te acercás al precio de un disco que te interesa, te lo llevás sin más trámite que darle los papelitos que fuiste guardando celosamente en tu billetera tanto a Francis, a Raymond, como al empleado de turno. ¡Un éxito! De esta manera, multipliqué la cantidad de los discos de mi colección sin prisa, pero sin pausa. Cada tanto me hacía de algún título nuevo que no conocía más que de vista. Con los cupones siempre elegía algo que me llamaba la atención pero que no habría comprado naturalmente, que de otra manera no habría llegado a mis manos. Así fue que empecé a conocer nuevas propuestas musicales a las que el saldo de mi cuenta de banco no me habría permitido acceder. Finalmente, gracias a Atom Heart, logré expandir mis gustos. Pensá que en una época, cuando sacaba un billete, como el dinero siempre ha sido un bien medianamente escaso en mi realidad, iba a lo seguro. Con el tiempo me volví un poco más osado, más impulsivo. Lamentablemente, terminé comprando muchos discos a los que hoy no les encuentro el sentido en mi colección. Ocupan lugar, juntan mugre y polvo. Algún día los venderé, no te preocupes. 

Todos los sonívoros – algunos más, otros menos – nos obsesionamos con los árboles genealógicos de los grupos y de los artistas que nos apasionan. Seguimos sus ramificaciones considerando proyectos paralelos, colaboraciones y apariciones varias para degustar las trayectorias de esos músicos que muchas veces se convierten en una insignificante agujita en el pajar cuando barajamos los nombres de aquellos que han hecho su aporte a nuestra cultura musical. Nos preguntamos qué le hace una manchita más al tigre y compramos otro disco, y otro, y otro más… Aunque el tipo solo haya estado respirando en el estudio mientras se grababa una canción, lo consideramos un aporte inestimable e imprescindible para su discografía. Somos bastante pelotudos. Nadie lo puede negar.

El rock nunca ha sido mi fuerte. El rock de garage, menos. Sin embargo, unos cuantos exponentes del género me han permitido descubrir algo digno de apreciar en esta música tan primitiva como visceral. Creo que lo que más me atrae es el componente tribal, hipnótico, que obliga al oyente a entrar en un trance brutal que lo abstrae de su realidad cotidiana, que lo hace moverse y saltar impulsivamente como una bestia irracional con ánimos de romper todo lo que se cruce por su camino. Además, el cántico simple y directo de estas canciones suele ser altamente recordable. No se puede decir que las melodías o las armonías que se escuchan en los discos de este género sean de una gran sofisticación, pero cumplen con su cometido: instalarse en la memoria colectiva del rebaño que las usará como himno hasta el hartazgo y les extirpará de raíz el sentido – siempre y cuando hubiera existido alguno, que las tarareará desvergonzadamente, que agitará tanto la cabeza como los pies al recordarlas, que se verá obligado a mover gran parte de su esqueleto sin lograr contener los impulsos espasmódicos provocados en su cuerpo al confrontarse con el incesante pulso del ritmo de esta música. Creo que los que me iniciaron en el género fueron The Birthday Party y, más tarde, The Stooges. Para muchos sería más que suficiente conformarse con esos dos pesos pesados. No para mí. Seguí indagando. 

Gracias a una remera amarilla con la ilustración de un zombi medio punk que parecía salir de una película de terror de clase B con la leyenda “Bad Music for Bad People” que llevaba un compañero de la escuela secundaria, conocí el nombre de los Cramps. Ni él, ni yo los escuchábamos por aquel entonces. Pero, al menos, el nombre me quedó picando. Cuando pude, compré algunos de sus álbumes. La intriga había quedado intacta a pesar de todo el tiempo que había pasado. Finalmente, al escuchar la música de estos exacerbados yanquis, la promesa de aquella imagen con mirada torcida que parecía exigirte sin derecho a réplica que prestaras atención a este grupo de deformes fue cumplida con creces, lo que me hizo sentir que la larga espera había valido la pena. 

Muchos años más tarde, en la casa de mi amigo Cristian, pude escuchar por primera vez “The Modern Dance” de Pere Ubu. Grupo raro, cautivante. Todavía hoy sigo buscando sus discos para completar mi colección. Tranquillement, pas vite.

Creo que también gracias a Cristian me introduje en el extraño mundo de Captain Beefheart & His Magic Band. Todos sus discos me han dejado sin palabras y me han hecho mover la patita sin parar. ¿Ocultismo, hechicería, encantamiento o brujería? Simplemente magia, pura magia.  

La revista Esculpiendo Milagros, allá por 1992 ó 1993, me llevó a descubrir a Gallon Drunk, de los que pude conseguir los dos primeros álbumes casi de inmediato gracias a mi amigo Leo que por aquel entonces importaba discos para vender en el Parque Rivadavia. Quedé pegado a la primera escucha. Desprolijos, rotosos, gritones. Con la mejor de las ondas. Encima, las tapas eran geniales. Me hice fan instantáneamente y fui consiguiendo cada uno de sus álbumes, simples y todo disco que incluyera alguna de sus canciones que no estuviera disponible en otro lado. Como dicen, me hice completista. Tal fue mi interés que seguí la trayectoria de sus integrantes. Por suerte mis magra economía, era breve y sin demasiados meandros. Algún que otro disco solista del cantante. Alguna colaboración con otros grupos. Efímeros proyectos. Efímeras participaciones. El único que montó un verdadero proyecto paralelo, fue Max Décharné, el primer baterista de este combo londinense. Desarmó los tachos, se las tomó y agarró el micrófono. Se hizo cantante, che. Lamentablemente, demoré en percatarme de sus talentos vocales. Pasaron muchísimos años hasta que gracias a los famosos cuponcitos de la disquería Atom Heart, me decidí a llevarme de las bateas “A Walk on the Wired Side”, cuarto álbum de su banda The Flaming Stars. Había logrado sobrevivir sin esa música durante largos lustros y no me parecía reveladora. Sin embargo, tenían algo que me enganchó y me hizo seguirles la carrera hasta el último de sus alientos, en 2006. Si no los ubicás, fijate en el arte de las tapas de sus discos, seguro que te terminás tentando con alguno.

jueves, 8 de octubre de 2020

SESENTA Y TRES

Ya había escuchado “The Stooges”, “Fun House” y “Raw Power” de los Stooges, en vinilo, gracias a Juan Carlos. “Lust for Life” de Iggy Pop solista, en CD, en la disquería de Charly, también mientras iba a la escuela secundaria. “Fun House” lo compré en el parque Rivadavia, un par de años más tarde. “Lust for Life” lo compré un tiempo después en Musimundo. (Seguro que un poco más barato de lo que pedía Charly, porque la verdad es que aunque la pasaba bien yendo a charlar a esa disquería, no había que tener un sexto sentido para darse cuenta de que el gordo inflaba tanto los precios como se le fue inflando su panza con el correr de los años. Argumentos sobre la dificultad de conseguir el material, la dificultad de encontrar uno en tan buen estado – aunque estuviera bastante maltratado. Argumentos sobre las diversas cotizaciones, del dólar, de la libra esterlina y hasta del yen para intentar vacunarte. Argumentos sin fin para desvalijarte. Lamentablemente, solo algunas de las malas costumbres de muchísimos de estos tipejos que operan en el mundillo de la compra-venta de discos – estos viles sujetos – que a pesar de los años no pasan de moda. Por lo general, se trata de gente infame que opera sobre la necesidad de todo sonívoro, o simplemente de todo fanático de algún grupo de música, de conocer alguna nueva obra, algún nuevo disco, alguna nueva expresión musical que lo ha cautivado.) Me enojé y me fui de tema. Estaba hablando de Iggy Pop e iba a mencionar que revisando los discos que ofrecían en una pequeña disquería sin nombre que estaba a media cuadra de la plaza Flores, en la misma en la que compré varios de los discos de Tom Waits de la primera época a precios más que razonables, también compré “The Idiot”. Apenas lo vi, recordé que Juan Carlos me lo había recomendado. No dudé y me lo llevé. Aunque este álbum lo disfruté solo, extrañando aquellos memorables encuentros musicales en los que intercambiábamos información, anécdotas y nombres de discos que no podíamos dejar de escuchar, mientras sonaba en mi equipo, no podía evitar recordar a Juan Carlos asegurando que este álbum había servido de inspiración a muchos de los grupetes “dark” que apreciábamos. Otro clásico.   



miércoles, 13 de mayo de 2020

ONCE

Mientras cursaba cuarto año de la escuela secundaria conocí a Juan Carlos en la disquería de Charly, en la galería Boulevard, en la avenida Rivadavia y Gavilán. Él era un poco más grande que yo y me presentó muchos discos que me sorprendieron. Su colección era envidiable y, además, venía escuchando música hacía más tiempo que yo. De manera que él se convirtió en mi referente de confianza para intercambiar información sobre álbumes que valía la pena escuchar y otros a los que era imprescindible prestarles toda la atención. De esta última categoría, hoy me vienen a la memoria cuatro discos que Juan Carlos trajo a mi casa para que escuchara y que, en cuanto pude, compré. No sabría en qué orden mencionarlos porque son todos geniales. Los escribo en orden alfabético: Public Image Ltd. “Second Edition”, The Stooges “The Stooges” y “Funhouse”, Virgin Prunes “The Moon Looked Down and Laughed”.

Un sábado, durante las vacaciones, mi amigo se apareció en mi casa con el VHS original de “Sons Find Devils - A Live Retrospective 1981-1983” de Virgin Prunes. También trajo a Leo Leos, otro amigo en común que nunca salía a la calle sin su bicicleta, aunque fuera caminando, y a un belga del que no recuerdo el nombre que aseguraba haber presenciado un recital de Birthday Party en Bruselas, lo que fue suficiente para que ganara nuestro respeto y admiración. Los cuatro quedamos estupefactos al ver de lo que eran capaces aquellos irlandeses. Juan Carlos decía que Gavin Friday, uno de los dos cantantes, el que en ese video usaba a veces un vestido rojo y otras uno negro, era íntimo amigo de la adolescencia de Bono (el de U2) y que era él quien le había enseñado a cantar antes de que fuera famoso. Yo le creí. Claro, nunca me pareció que Bono cantara demasiado bien, de manera que cualquiera podría haberle enseñado a hacerlo. Muchos años más tarde, cuando conseguí “Shag Tobacco”, tercer disco solista de Gavin Friday, entendí que mi amigo tenía toda la razón: Bono había aprendido todo lo que sabía de Gavin. Sin embargo, creo que nunca logró imitar apropiadamente a su maestro.