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lunes, 2 de noviembre de 2020

SETENTA Y TRES

Es muy raro que compre revistas de música. Sin embargo, cuando veo algún tipo de publicación de esas que ofrecen gratuitamente en los comercios, las agarro a todas. No sé si sea por ciruja o por curioso. Lo cierto es que pocas veces, después de hojear estas revistitas, folletines o periódicos, mi curiosidad se ve movilizada y estimulada por algún comentario, alguna imagen. A pesar de eso, insisto y sigo recolectándolas, aunque al poco rato terminen en el tacho de reciclaje. 

Como a todo el mundo le pasa, los hábitos me acompañan a donde quiera que vaya: cuando estuve en New York me hice un festín y recolecté cuanto pasquín se me cruzaba. En uno de ellos, me sedujo el comentario de un disco que estaba por salir. Desafortunadamente, la fecha de publicación anunciada coincidía con la fecha de mi vuelo de regreso a Buenos Aires, evidentemente, no iba a posponer mi viaje para comprarme un disquito. La opción más viable fue la de arrancar la página de la revista para no olvidar ni el nombre del artista ni el título de su disco.

Cuando llegué a casa, pasé por la galería Bond Street y en una de esas disquerías del subsuelo les mostré el recorte que había guardado celosamente y les pregunté si ellos traían discos por encargo. ¡Lo que tuve que sufrir! ¡Cómo se burló de mí ese disquero cuando se dio cuenta de que le estaba pidiendo un disco de country! Claro, a mediados de los años 90 todavía se sentían los coletazos del podrido indie grunge – o como se llame – y mucha gente no lograba salir de su hipnotismo pensando que se trataba de un regreso ansiado y definitivo, de la resurrección del rock. Nada más errado. El rock de verdad permanece sepultado desde que se convirtió en una moda masiva que aprovecha las nuevas tecnologías para pulir sus asperezas.

Volviendo al fantástico “The Mysterious Tale of How I Shouted Wrong-Eyed Jesus” de Jim White – ese es el álbum que buscaba, quizás se deba admitir que se trata un disco de música country, aunque un poquito bizarra y trastocada. Aunque el disco es genial, no es el tema de mi historia. Lo que quiero destacar es que este disquero, que tanto se rió de mí, tuvo a disposición de su clientela, exhibido en su anaquel mejor ubicado, un ejemplar del álbum del señor White hasta que bajó definitivamente la persiana de su mugrosa disquería. Además, le había pegado una etiquetita en la que alababa las bondades de esta obra maestra y la recomendaba con devoción. Vaya paradoja. Al final, este tipejo nunca me agradeció ni el consejo ni la visión que le deben haber permitido lucrar con la venta de varios ejemplares de este álbum. ¿Quién había visto la luz?




miércoles, 12 de agosto de 2020

CINCUENTA Y DOS

Cuando empecé a escuchar música, en ningún momento se me pasó por la cabeza que iba a terminar escuchando sobre todo música instrumental. Hoy, a la distancia, analizando la evolución de mis gustos, veo que no existían muchas más posibilidades. Si bien es cierto que me gustan los cantautores, también me queda claro que las condiciones y cualidades que debe tener un cantante para que me guste, aunque no sean demasiadas, son precisas y no negociables. Primero, la pasión con la que el vocalista interprete las canciones, la onda que le ponga, que deje todo al cantar una canción, en una palabra, que movilice. Segundo, el toque personal que lo haga único e irremplazable, que no quede duda de quién es él. Tercero, que aunque cante pelotudeces, que uno no se de por aludido porque, sorprendentemente, cante lo que cante, cualquier cosa queda bien en el contexto de sus canciones ya que sus dotes de intérprete le permiten hacer maravillas de una canción que en boca de otro sería olvidable, pésima y hasta vergonzosa. Finalmente, son pocos los cantantes que han logrado entrar en mi rango de aceptación, de manera que he ido inclinándome por los sonidos de los instrumentos más que por los de las voces. Quizás ese giro no sea enteramente la responsabilidad de los cantantes que no lograron cautivarme. Es muy probable que me haya topado con algunos álbumes que sirvieron para introducirme en este mundo infinito que se abre cuando uno descubre las posibilidades de la música instrumental, de la música que no está al servicio de un texto, de una letra, de un boludo que canta. Esa música que se libera y vuela sin límites. Recuerdo que de chico disfrutaba de la música de jazz que acompañaba a los dibujitos animados. De las bandas de sonido de los spaghetti westerns, las de “James Bond”, “El agente de C.I.P.O.L.”, “Los vengadores”, “Misión imposible” o “Los invasores”. También recuerdo un casete de Glenn Miller, que mi viejo solía poner en el auto. Todas músicas instrumentales que me gustaban. Años más tarde, el primer tema instrumental de una música cercana al rock que me impactó en un álbum que compré por mi propia voluntad fue “No Motion” de Dif Juz que apareció en el compilado “Lonely Is An Eyesore” del sello 4AD. No puedo decir que por esa razón haya sentido que algo iba a cambiar en mis preferencias musicales, sin embargo, fue un comienzo sólido. En fin, en algún momento comencé a explorar las bateas de bandas de sonido, lo que fue revelador. Creo que allá por 1994, la primera que compré, aunque no tenía ni idea de qué película se trataba, fue “Alta Marea & Vaterland”. Sí, ya sé que el autor no era un total desconocido para mí, que era uno de los pilares de uno de mis grupos preferidos. Sin embargo, en este caso, Mick Harvey dejó de lado tanto el sonido de Birthday Party como el de los Bad Seeds o el de Crime and the City Solution y creó una música distinta, atemporal y desgarradora que no me canso de escuchar.



viernes, 17 de julio de 2020

CUARENTA Y TRES

Si te pareció exagerado que hubiera podido comprar un sequencer vendiendo libros de contrabando, chupate esta mandarina, también me compré una guitarra. Podrán juzgarme eternamente por haber participado en esta actividad ilícita, sin embargo, la sigo justificando ya que la compra de estos instrumentos, que aún utilizo desde hace más de veinticinco años, ha sido una causa noble. Desconozco qué giros hubiera tenido mi expresión musical de no haber tenido la posibilidad de acceder a estos equipos. 

Recuerdo que un día fui a la galería Bond Street y, para mi sorpresa, en el subsuelo, al lado de la disquería a la que usualmente iba a mirar discos – los precios eran prohibitivos para mi magra billetera, de manera que me contentaba con anotar los títulos que soñaba con escuchar y solo me llevaba alguno que otro – habían instalado un local de venta de instrumentos de música que se llamaba, si mal no recuerdo, “El Coleccionista”. Me puse a mirar la vidriera y quedé extasiado con una guitarra que tenían en exhibición. Era un modelo que nunca antes había visto y de inmediato me enamoré. Tenía la forma de una Stratocaster con sobrepeso. Cuando la toqué, me sedujo aún más. Desde el mismo instrumento, podían crearse los sonidos de la madera gruesa de una Les Paul y a la vez los sonidos cortantes de una Fender. Tenía que ser mía, y lo es. Gracias a ese imprentero delincuente que murió de un bobazo porque le debía guita a medio mundo y encima intentaba salir con cuanta mina se le cruzaba. No resistió. Pero mi guitarra PEAVEY T-60 de madera de fresno macizo y mástil de arce, sí lo hizo. La tengo desde 1993 y no solo la he usado para grabar cada uno de los álbumes de todos mis proyectos, sino que la he usado en todos los recitales de NO:ID. Recuerdo también haberla llevado a Bahía Blanca donde me presenté como MUTANTES MELANCÓLICOS – aunque toqué solo – y, además, me ha acompañado durante mi estadía en Canadá, por más de cinco años. Somos inseparables.



domingo, 17 de mayo de 2020

QUINCE

No recuerdo qué fue lo que me motivó para que comprara un disco de Hendrix. En vinilo tuve dos, “Smash Hits” y “Crash Landing”. Los compré en alguna de las tiendas de usados de la avenida Corrientes. Había empezado a valorar otros sonidos y a abordar otros estilos musicales: mis proveedores de discos habían dejado de ser con exclusividad Tabú de la Bond Street o Abraxas. 

Recuerdo que para comprarlos tuve que pedirle plata a mi viejo, pues aún era un adolescente. Como siempre, en lugar de recibir una palabra de aliento o un consejo sabio, él me dijo: “Para qué querés otro disco si son todos iguales, son todos redondos y negros”. Su respuesta, en lugar de desmoralizarme, me motivó y en ese momento decidí que para comprar más discos tenía que rebuscármela y conseguir el dinero de alguna otra manera: empecé a colarme en el colectivo cada vez que podía; lo que me aseguraba un vinilo al mes si lograba hacerlo todos los días. Claro, alguna vez me agarraron. Creo que fue así que perdí la vergüenza.

Muchísimos años más tarde, en la época en la que vivía en Montréal, en uno de mis cumpleaños, mi vieja me llamó para saludarme y me dijo: “Comprate un par de discos, yo te doy la plata cuando nos veamos”. Me fui al HMV de la calle Sainte-Catherine Ouest y compré los tres primeros de The Jimi Hendrix Experience. Aunque no recuerdo si finalmente me dio el dinero o no, conservo esos tres CDs como un gran regalo de cumpleaños.