sábado, 31 de julio de 2021

CIENTO VEINTIDÓS

Todos tenemos alguna que otra obsesión. Están los que escuchan sus discos según el orden que les han asignado en una caja de zapatos y respetan el turno de cada uno de ellos para evitar reproducir más uno que otro. Están los que escuchan discografías completas siguiendo el orden de aparición de cada álbum. Están los que compran distintas versiones de un mismo disco solo porque una trae un póster y otra una postal. Están los que compran las versiones japonesas de los discos a pesar de saber que los bonus tracks exclusivos para el mercado japonés generalmente son el desecho de las sesiones de grabación del álbum. Estamos los que compramos un disco por la imagen de la portada apostando al buen gusto y a la experiencia. Están los que solo compran un disco siempre y cuando no sea la edición nacional. Están los que aseguran no poder disfrutar de la música grabada si no la escuchan en vinilo. Están los que compran vinilos porque se han vuelto chic y se sienten atraídos por la onda retro-vintage que emana de ese objeto inútil si no tenés bandeja giradiscos en tu casa. Están los que saben que querés comprarles un disco que ellos tienen, te lo muestran y cuando le preguntás por el precio, finalmente, te dicen que decidieron no venderlo. Están los que compran CDs, compran vinilos, compran DVDs, compran casetes, compran lo que venga, y no tienen ni puta idea, ni de lo que han acumulado, ni de dónde han apilado el nuevo material que, evidentemente, nunca escucharán. Están los que compran y venden, vuelven a comprar para volver a vender el mismo disco por segunda vez, para finalmente confirmar que les sigue interesando tenerlo en su colección y que son unos pelotudos que perdieron tanto guita en las operaciones de compra-venta como un álbum que les gustaba y del cual nunca deberían haberse desprendido. Están los que atesoran discos por duplicado sin esgrimir ningún tipo de argumento. Están los que van tachando los títulos de los álbumes que consiguen en el catálogo del sello que coleccionan. Estamos los que hacemos listas interminables con todos los discos que desearíamos incluir en nuestra colección. Están los que aseguran que nunca comprarán otro disco mientras revisan las bateas desbordantes de alguna disquería que nunca antes habían visitado. Están los que han sido beneficiados por la tecnología y cada vez que visitan una disquería comprueban en un listado de Excel que llevan en su tablet que el disco que están a punto de comprar no lo tienen repetido. Están los que solo conocen la carrera discográfica de sus artistas preferidos a través de compilados o greatest hits. Están los que entran a una disquería decididos a salir del local con algún disquito que no exceda el presupuesto miserable que se han fijado de antemano, sin importarles ni el intérprete ni el género. Están los que compran cualquier cosa que tenga impreso el nombre de su artista de predilección. Están los que nunca han desarrollado un gusto personal y son llevados de las narices por alguna moda o por algún individuo carismático que les sirva de referente. Están los supuestos melómanos rockeros que en su vida solo han escuchado cuatro discos de los Beatles o, quizás, de los Ricotitas, tres de Soda o, quizás, de los Stones, dos de Floyd o, quizás, de Divididos y uno de Serú o, quizás, de Nirvana. Están los supuestos audiófilos que solo bucean nuevos sonidos a través de Spotify, pues ofrece los MP3 en alta calidad. Estamos los sonívoros que buscamos nutrirnos con todos los ruidos y todos los sonidos que andan dando vueltas por ahí, donde sea, como sea. Están los monofanáticos que le brindan fascinación exclusiva a un único artista. Están los que cuando te ven comprar un disco te advierten que la primera época de ese grupo era muchísimo más copada, pretendiendo hacerte sentir que tiraste tu plata a la basura. Están los que conocen y escucharon algún disco más que vos de tu artista preferido y te lo restriegan por la cara. Están los que sabiendo que hacés música y que coleccionás los discos de algún fulano inmediatamente te etiquetan como imitador del artista en cuestión. Está el que pensando que algún artista top está en franca decadencia sostiene que él logrará ocupar el lugar vacío que deja esa estrella caída. Están los que cuando compran un disco nuevo cortan el celofán con extrema prolijidad usando una trincheta para poder reutilizarlo. Están los que conservan cada uno de los stickers promocionales que acompañan a los discos, en los que los sellos discográficos suelen brindar, sea alguna información relevante para seducir al potencial comprador, sea algún comentario o crítica favorable de la prensa que estiman atrayente para cautivar nuevo público para sus artistas. Están los que al comprar un disco cuya tapa está impresa en negro pleno sufren como condenados al anticipar las marcas de sus huellas dactilares y saber que nunca lograrán removerlas. Están los que al comprar discos usados los someten a una limpieza profunda utilizando diversos productos – alcohol, bencina, detergente, jabón líquido, pasta de dientes – como si de esa manera fueran a lograr borrarles su pasado en manos de otro y pudieran recuperar su estado original, rebobinar el tiempo hasta el momento justo en el que el disco salió del celofán. Están los que usan guantes de cirujano para sacar los discos del empaque y ponerlos en el equipo. Están los que no logran conciliar el sueño y sufren de insomnio cuando prestan algún disco de su colección. Están los que escriben su nombre en los discos esperando que, si los pierden, de esa manera, podrían llegar a recuperarlos. Están los que escriben música para películas imaginarias, inexistentes. Estoy yo que adoro los simples y los EPs y sigo comprándolos a pesar de que muchos de mis amigos insistan sobre su inutilidad por su breve duración y por la poca cantidad de canciones que ofrecen.

Tengo que admitir que cuando se me pone algo en la cabeza, no paro hasta lograrlo. Yo quería tener la discografía completa de un negrito que había tocado el bajo en un par de bandas que me resultaban más que interesantes. Creo que ya te he hablado de él. En Buenos Aires había logrado conseguir algunos de sus álbumes, cada uno en una tienda distinta. “Moss Side Story” en Tabú. “Soul Murder” en Rock’n Freud. “The Negro Inside Me” en Abraxas. “Oedipus Schmoedipus” en El Oasis. “As Above So Below” en Oíd Mortales. “The King of Nothing Hill” en Bonus Track. También estaba decidido a conseguir sus simples, que eran unos cuantos. En Buenos Aires, imposible. Por suerte, al llegar a Montréal conocí rápidamente la existencia de La Subalterne donde pude encontrar al menos tres de ellos. Luego, conocí Beatnik, L’Oblique, L’Échange y Cheap Thrills, donde fui consiguiendo los que me faltaban. Cuando para completar su discografía solamente tenía que sumar “Delusion”, la única banda de sonido que Barry Adamson había compuesto hasta ese momento – sin contar la de “Gas Food Lodging” en la que su participación era más que breve, álbum que ya había conseguido en una disquería de mala muerte que en algún momento operaba en la avenida Corrientes a metros de la avenida Callao, supe que no me quedaba otra opción que encargársela a los muchachos de Atom Heart que en unos pocos días me hicieron tan feliz al entregarme el CD como debe haber estado el viejo Barry cuando por fin le comisionaron la música para una película. A él que desde hacía rato venía demostrando que era un grandísimo maestro en la composición de bandas de sonido, aunque les faltara la película. 

Estamos los que en la pesquisa de los discos que queremos para nuestra colección abrimos el abanico y nos damos la posibilidad de conocer todas y cada una de las tiendas que estén a nuestro alcance, sin atarnos a ninguna de ellas.

viernes, 30 de julio de 2021

CIENTO VEINTIUNO

Allá por agosto de 2003, cuando comencé a recorrer el barrio donde me había instalado en Montréal, encontré todo lo que necesitaba en las proximidades del departamento que había alquilado. Incluso una disquería de usados muy bien provista que ofrecía precios más que acomodados. Estaba en un sótano – sous-sol, le dicen ellos – sobre la calle Saint-Denis, a la vuelta de la estación de metro Sherbrooke. Era bastante grande, por lo que era imposible recorrerla entera en una sola visita. Encontrar una excusa para entrar a revisar las bateas me resultaba muy sencillo pues me quedaba de paso cuando salía a hacer los mandados. Cada vez que iba, algún disquito me sorprendía y no podía dejarlo pasar. En síntesis, rara vez salía con las manos vacías. Fue uno de mis más recurrentes proveedores de discos, hasta que al dueño se le ocurrió cerrar el negocio y desaparecer. El flaco era un tipo de pocas palabras, no del todo simpático, pero como yo no iba a su local en busca de amistades entrañables sino que lo que me interesaba era encontrar todos y cada uno de los CDs de los que había tenido que privarme durante mi vida en la República Argentina, su sequedad no me afectaba en lo más mínimo. A las dos o tres semanas de haber conocido esta tienda, ya había encontrado cerca de veinte discos de mi interés. Lo que se te ocurra. Simples, EPs, ediciones limitadas, ediciones japonesas, álbumes remasterizados, CDs dobles, recopilaciones. De todo un poco. Al entrar al local, meditaba sobre mi extensa wantlist, de la que nunca he tenido copia en papel, y fijaba un rumbo para mi pesquisa. A veces apuntaba a la sección de “Franco”, otras a las de “Electro”, “Alternative” o “Punk”. Evidentemente, según el estado de ánimo del momento o el disparador que me motivara. Un día se me cruzó la imagen de una hoja de papel, que creo que aún conservo, que había impreso años antes durante las tediosas tardes de domingo mientras esperaba la aprobación del envío de los archivos del diario PubliMetro a la imprenta. Alguna ventaja tenía que ofrecerme trabajar con una computadora todo el día y tener acceso ilimitado a internet sin cargo. Era una herramienta nueva y había que recurrir a todas las cualidades detectivescas que uno pudiera tener a mano pues todavía no se habían popularizado los sitios de internet de música. Recordá que en aquella época Discogs.com aún no existía y que rastrear información sobre mis artistas de predilección no era tarea sencilla. Muchos de ellos under, indies o simplemente ignotos o ignorados por los medios. Por esa razón, todo lo que encontraba, lo imprimía. En aquella hojita que recordé la tarde en cuestión, había conseguido una lista con los títulos de cada uno de los discos de un cantautor que parece entender al blues como una expresión cósmica de dimensiones mántricas de anticipación. Un tipo del que una sola vez había visto material en Oíd Mortales, un millón de años atrás. Lamentablemente, en aquel entonces no llegué a tiempo a juntar el dinero para comprarlo. En consecuencia, su mística y mis deseos de escucharlo no solo permanecieron intactos durante varios lustros sino que aumentaron en intensidad con el paso del tiempo. Hoy, puedo decir que no solo la espera valió la pena sino que, además, fui recompensado con creces. Todo empezó cuando encontré en esta valiosa tienda de discos de mi querido barrio de Ville-Marie, que llevaba el nombre de La Subalterne, el compilado doble “Long Time Ago” de Hugo Race + True Spirit. Como te imaginarás, el disco giró en mi bandeja por más de una semana, non stop. Además, recuerdo haberlo llevado de aquí para allá en mi discman Sony. No quería que dejara de sonar ni un segundo. Esa música, esos ritmos, me hechizaban. Escucharlo era casi como entrar en trance. Era brutal y tranquilizante a la vez. Si bien es cierto que llegué a interesarme por escuchar a Hugo Race y su banda al enterarme de sus vínculos y de pasado con los Bad Seeds, cuando finalmente tuve la posibilidad de sentarme a escuchar uno de sus propios discos comprendí que el muchacho contaba con atributos personales mucho más valiosos que el simple hecho de que su nombre aparezca citado en algunos de los álbumes de Nick Cave. Un guitarrista interesado por el blues que se inclina por ciertos aspectos de la música electrónica es prometedor. El resultado: una música que ofrece un punto de vista bastante diferente al que se le ha intentado atribuir desde algunos giros publicitarios. Ardides con forma de guiño que no buscan otra cosa que levantar las migajas, las sobras, los restos, del séquito de fans que sigue incondicionalmente a su antiguo jefe. Este muchacho debería buscar definitivamente la forma de liberarse del yugo de su herencia. Independizarse sin dudar ni un miserable segundo y dejar de mirar hacia atrás en su propio pasado pues no le debe nada a nadie. Debería abandonar ese traje negro, viejo y usado que ya le queda chico. Debería olvidar quién fue y recordar en quién ha evolucionado. Debería confiar ciegamente en todas aquellas cualidades que lo hacen único y dejarse de joder. Hipnótico, constante, embriagador, estimulante. Áspero, antes que seductor. Intimidante, aunque sin ningún tipo de agresión. Intensamente serio en su laburo. Irrefutable, incuestionable. ¡Aguante Hugo! Me gustó tanto su propuesta que con un solo disquito no me alcanzaba. No solo busqué por cielo y tierra cada uno de los álbumes que había publicado antes de que yo lo escuchara por primera vez sino que no he dejado de seguir su carrera discográfica desde entonces. Aunque las tapas de sus discos sean espantosas, muchas veces impresentables y que no logren realzar el verdadero valor de su obra, no puedo resistir al impulso de comprarlos a penas veo que están disponibles. Logró cautivarme una vez que empecé a escuchar más atentamente su música, una vez que logré callar algunos de los comentarios que circulan por el ciberespacio que lo vinculan a cuevas o cavernas de las que ha logrado salir con éxito hace mucho tiempo. You’ve come a long way, man.

jueves, 29 de julio de 2021

CIENTO VEINTE

Tengo que confesar que me encuentro en una encrucijada. Nunca termino de decidirme. Una dualidad carcome mis pensamientos. Los cimientos de mis ideales se resquebrajan y afrontan grave peligro de derrumbe. A veces, hasta no logro conciliar el sueño. Tengo pesadillas y retortijones. Migrañas y punzantes dolores de cabeza de tanto pensar y pensar sobre este tema.

Ya te he contado antes que soy un devoto fan de un difunto guitarrista único en su especie, con un sonido que ha despeinado a más de uno y que, además, escribía canciones con mayúsculas. Tanto me fascinan sus canciones, su forma de tocar que, como más de uno, soñé con comprarme una guitarra igualita a la que él usaba. Como si eso me fuera a brindar alguna habilidad complementaria. Como si al usar esa guitarra, él, desde donde esté, pudiera guiarme. Quizás iluminarme un poquito. ¡Patrañas! Muchos han usado ese mismo modelo, sin embargo, casi ninguno de los que se han atrevido a mostrarse en público luciéndola logra hacerla sonar como corresponde. Lo cierto es que casi ninguno le llega a los talones a aquel esmirriado flacucho. Están a miles de años luz de la magia que ofrece este instrumento y no logran aprovecharlo en todo su esplendor. Por lo que a esta altura resulta cansador verla colgada del cogote de cualquier sátrapa sin talento que solo la usa para rasguear tímidamente algún que otro acordecito. Esa es una guitarra para hacerle sacar chispas, mierda. Sin temor a que se te estallen los transistores de los pedales, a que se te desconen los parlantes, a que se te quemen las válvulas del amplificador.

Cuando visité las tiendas de música de Tokyo, la tuve en mis manos. El mismo color de la que tenía mi ídolo. Idéntica. Calcadita. En ese momento contaba con una tarjeta que podría haber respaldado la locura de llevármela para casita que fugazmente atravesó mis pensamientos. Lamentablemente, la voz de la conciencia me hizo poner los pies sobre la tierra y me recordó que ya tenía varias guitarras eléctricas además de la criolla de la Antigua Casa Nuñez heredada de mi madrina y que mucha falta no me hacía. Conclusión, me gasté la guita en otros aparatos que me han sido igualmente útiles para la creación musical. No me arrepiento. Pero, ¡qué lindo sería tener una Fender Jaguar!

Ya te he dicho que me gusta mucho el grupo Crime & the City Solution. Tengo todos sus álbumes. Obviamente tengo mis preferencias dentro de su discografía, como cualquiera. Mi dilema es que después de haber escuchado infinidad de veces cada uno de esos discos, siempre llego a la misma conclusión: mi preferido no es “Room of Lights” sino “Shine”. Me dirás que es una pelotudez. Pero a mí, me afecta mucho. Esta realidad se me presenta como una gran disyuntiva porque no logro admitir que sea posible que un álbum en el que participa Rowland S. Howard, el gran ícono de las seis cuerdas al que le debo gran cantidad lecciones de guitarra desde mi adolescencia, me guste menos que otro para el que no fue ni siquiera convocado. Sufro, che. Sufro al estar convencido de que este grupo, que nació en Sydney, transitó por Melbourne, marcó terreno en Londres, se popularizó en Berlin y trató de resucitar en Detroit, grabó su mejor álbum sin que mi estimadísimo músico y compositor haya aportado una triste nota, un triste acorde. Todavía hoy, después de tantos años de conocer casi de memoria estos discos, me cuesta creerlo. Como no me resigno a aceptarlo, vuelvo a escuchar ambos discos para tratar de revertir mi opinión. No me convenzo. Sigo pensando lo mismo, que mi preferido no es “Room of Lights” sino “Shine”. Todo vuelve a empezar. Estoy en el mismo lugar que antes. Me entristezco. No logro quitarme esta idea de la cabeza. Sigo pensando a pesar de saber que nada va a cambiar, que mi decisión va a seguir siendo la misma, que las luces pueden llegar a iluminar pero que difícilmente lleguen a brillar.

martes, 20 de julio de 2021

CIENTO DIECINUEVE

Es cierto que he ido coleccionando discos de Nick Cave. Tanto con los Boys Next Door y Birthday Party como con los Bad Seeds. Admito que me han gustado mucho y que siguen complaciéndome, sobre todo los más corrosivos. La única diferencia entre la primera vez que escuché uno de sus álbumes y hoy es que se ha ido gestando una sensación irreversible en mí. Antes pensaba que el viejo Nicholas era genial. Ahora pienso que es muy bueno, sobre todo, eligiendo compañeros de banda, músicos o musas inspiradoras que al colaborar con él en sus proyectos los enriquecen y los hacen brillar más intensamente. Lamentablemente, el talento de todos estos colaboradores, tarde o temprano, se ve eclipsado por el carisma de Cave, o por alguna otra de sus cualidades. Al final, el cantante se lleva todo el crédito por una obra que no habría alcanzado tales dimensiones de no haber sido por la mano, el consejo, el arreglo o la letra de esos que siempre están allí pero que nunca logran que la cámara haga foco sobre ellos pues el dominio escénico del querido Nick logra que nadie pueda quitarle los ojos de encima. Opacados, invisibilizados, ocultos, velados. Muchos han transitado por su lado, por la derecha o por la izquierda, esperando recibir alguna migaja de popularidad de un supuesto amigote que se traga la hogaza de un solo bocado. Los ejemplos son muchos y el aporte al sonido de la música del australiano poquito a poco se va reconociendo más allá de su propia discografía, lo que nos permite disfrutar de esos grandes artistas a sus anchas y con todas las de la ley. Se lo merecen, el reconocimiento, obvio. Aunque nunca vayan a seducir y conquistar estadios repletos de gente con palmas y movimientos premeditados simulando espontaneidad.

Rowland S. Howard, guitarrista único con un sonido que ha despeinado a más de uno que, además, escribía canciones con mayúsculas. Mick Harvey, el responsable de la composición y de los arreglos de gran cantidad de las canciones del repertorio del estimado Cave, además de multiinstrumentista comodín que se ha sabido adaptar a todas y cada una de las necesidades del grupo ocupándose de las guitarras, los bajos, los pianos, los órganos, las baterías y andá a saber de cuántos instrumentos más con tal de que el grupo no se quedara rengo y permaneciera en la ruta. Blixa Bargeld, cuya sola presencia debe ser tanto intimidante como inspiradora pues pareciera que la creatividad emana de sus poros y que su férrea voluntad es fulminante. Evidentemente, la lista continúa. Barry Adamson, quien ha demostrado ser un grandísimo maestro en la composición de bandas de sonido sin película. Conway Savage, el de la voz angelical y el piano celestial. Hugo Race, un cantautor que parece entender al blues como una expresión cósmica de dimensiones mántricas de anticipación. Thomas Wydler, el que sostiene el ritmo, imperturbable, sin que se le escape un solo pelo de su peinado engominado, digno de un oficinista de los años ’50. Martyn P. Casey, al que a primera vista pareciera que el bajo le queda un par de talles más grande. No obstante, se las ingenia para taparnos la boca con sus bases monumentalmente sólidas y precisas. No sé si Tracy Pew hubiera logrado la misma destreza musical con el correr de los años y la práctica, pero no creo que le hiciera falta. El flaco tenía una estampa que muy pocos han igualado en la ardua tarea de compartir escenario con el histriónico Nick. James Johnston, un guitarrista demoledor al que mandaron a tocar el organito. Kid Congo Powers, con su espantosa voz y su entrañable sonrisa que oculta una boca más que sucia que se anima a vocalizar con más onda que justeza. Un vomitador serial de esos que tan simpáticos nos caen. Jim Sclavunos, con un extenso currículum vitæ que lo avala como percusionista de culto, que ha sabido demostrar que también escribe buenas canciones. Warren Ellis, casi el único que le ha seguido el tren hasta nuestros días. Andá a saber, ¿será porque es tan colgado como sus solos de violín y todavía no se dio cuenta de que el resto de los integrantes del grupo ya se fueron a la mierda? 

Creo que me olvido de mencionar a unos cuantos de los que han acompañado a Nick Cave en sus proyectos y ambiciones. Sin embargo, a la que más me apena haber pasado por alto es a Anita Lane. Queda claro que ella no solo ha asistido al que fuera su pareja con la inspiración, con el estímulo necesario que favoreciera la creatividad del muchacho, con la escritura de sus textos, sino que también ha sabido grabar unos cuantos discos exquisitos que atesoro celosamente en mi repisa. Finalmente, queda claro que nadie puede jactarse de existir solo por mérito propio. Las relaciones, la interacción con el medio, contribuyen enormemente en el flujo de las ideas. No sos una ostra, aunque pretendas vivir en una cueva. Quieras aceptarlo o no. Solo solo, no se hace casi nada. Una paja, quizás.

lunes, 19 de julio de 2021

CIENTO DIECIOCHO

Llegué para instalarme en Montréal por tiempo indeterminado el día lunes 11 de agosto de 2003. Para mi disgusto, hojeando un diario de espectáculos que ofrecían gratuitamente en una mega disquería-librería-casa-de-instrumentos-musicales que se llama Archambault, justito enfrente de la estación Berri-UQAM, en la esquina de Sainte-Catherine est y Berri, me enteré de que Tindersticks, uno de mis grupos favoritos, había dado un recital la semana previa a mi arribo. Generalmente no me muero por ir a conciertos, sin embargo, esta noticia me pareció una gastada. Es cierto que prefiero los discos en estudio a los recitales en vivo pero seguro que lo habría disfrutado. Era mi primera semana en la ciudad y este golpe apuntaba demasiado bajo. Devastado por el sinsabor de semejante noticia, me dediqué a recorrer cada uno de los cuatro pisos de la tienda responsable de mi malestar. Había de todo lo que se te pudiera ocurrir. Resultó ser un ambiente propicio donde ahogar mis penas. En el subsuelo, películas y discos de jazz. En la planta baja, música pop, música en francés, libros e historietas. En el primer piso, música clásica, partituras y libros de música. En el segundo, instrumentos musicales. Creo que debo haber estado más dos horas dando vueltas esa primera vez en la que entré. Total, estaba al repedo. Todavía no tenía laburo. No tenía ninguna obligación, ninguna entrevista, ninguna cita. No tenía que rendirle cuentas a nadie sobre dónde había perdido mi tiempo. Sobre porqué llegaba tarde a cenar. Aprovechando esa completa libertad, me dejé llevar por los pasillos dándome el tiempo de observar cada detalle de ese lugar que, a pesar de haberse presentado con la pata izquierda, empezaba a tornarse en un espacio mágico en el que parecía que las horas pasaban apenas, en el que uno podía perderse sin remordimientos entre tanta cantidad de objetos de deseo. Lo único que te devolvía de un cachetazo a la realidad era la etiquetita con un número expresado en dólares canadienses y la leyenda “plus tax”. Archambault ofrece artículos de primera mano, nuevos, encelofanados para minimizar los efectos de todo manoseo y vírgenes del tan temido toqueteo. Evidentemente, eso tiene un precio. Obnubilado por las cantidades de artistas que comenzaban a despertar mi interés, decidí focalizarme en los viejos conocidos para tener un punto de apoyo, un punto de referencia, dentro de esa tormenta de información. En esa época estaba interesado en la canción. Tanto en francés como en inglés. Había de lo que te imagines. Aunque seguro que te quedás corto. Opté por comenzar desde la letra A de la sección “musique anglophone” para hacer las cosas ordenadamente. Como te imaginarás, pasé por infinidad de nombres de artistas que me hacían subir el ritmo cardíaco. Cuando llegué a la letra T, ya no daba más. Demasiadas emociones para una sola tarde. Casi tiro la toalla porque tanta data comenzaba a alterar mis neuronas. ¡Menos mal que continué! A partir de ese día, empecé a pensar que en la vida todo lo que nos sucede termina siendo “una de cal una de arena”. La mano casi me temblaba mientras la acercaba para agarrar este disco, casualmente con mucho blanco en su portada. Deduje que se me ofrecía como una venganza por el sufrimiento que este mismo local me había hecho padecer un rato antes. No me importó nada. Ni siquiera miré la etiquetita del precio y fui directo a la caja agarrándolo firmemente, quizás temiendo que alguien se me acercara para tratar de arrancármelo de las garras o para decirme que ese artículo debía ser retirado de la venta. Se trataba del álbum “Waiting for the Moon” de los mismísimos Tindersticks que acababa de salir uno o dos meses antes. Nuevito, recién salidito del horno. Como sabrás, la venganza en realidad se come fría. Como no era suficiente felicidad la que sentía, cuando llegué al departamento y abrí el celofán, para mi sorpresa, el disco incluía como regalo por ser la primera edición un segundo CD. El EP “Don’t Even Go There”. Casi un dos por uno. Tomá mate. En ese instante supe que mi vida en Canada iba a ser todo un éxito.

domingo, 18 de julio de 2021

CIENTO DIECISIETE

Cuando llegué a Montréal, rápidamente encontré una tienda que se llama Dollarama. Algo muy similar a las tiendas de “Todo por 2 pesos” que invadieron la ciudad de Buenos Aires en algún momento de los años ’90, aunque con mayor variedad de productos y mercadería de una calidad sutilmente superior. También encontré tiendas de discos que ofrecían precios inmejorables, aunque muchas veces había que revisar durante un largo rato para descubrir la razón del esfuerzo de tanto tiempo dedicado a lo que muchas veces se acercaba peligrosamente a la búsqueda de una aguja en un pajar. Un día, mágicamente, encontré dos títulos que llamaron mi atención. El primero, al verlo, me transportó inmediatamente a mi adolescencia rockera. Si bien es cierto que ya hacía mucho tiempo que había dejado de consumir música de grandes estadios, al ver el disco, recordé haber asistido al concierto que este grupo dio en el estadio de River Plate. Aunque la verdad, no me trajo más que malos recuerdos. Tuve un flashback del momento en el que entré al campo para acercarme al escenario. Se me vino a la cabeza el hedor de las penetrantes emanaciones de césped húmedo cubierto por lonas vinílicas para evitar que los asistentes al concierto pisotearan y dañaran el campo de juego del monumental. Sistema que no hacía más que dejar macerar la hierba y concentrar ciertos gases que instantáneamente comenzaron a revolverme el estómago. Luego, el segundo golpe bajo de la noche tuvo lugar cuando apareció en escena el grupo rockero rompe-tutti al que había ido a ver con grandes ilusiones y expectativas. Empezaron a tocar e inmediatamente quedó claro que como sistema de sonido, los productores del evento habían elegido unos magros parlantitos para walkman que no lograron capturar ni el esplendor de los riffs del violero, ni los mazazos del batero, ni los aullidos del vocalista. Penoso. Bastante desilusionado, volví a mi casa con la cabeza gacha, agotado y demasiado tarde porque volver del barrio de Núñez al barrio de Flores por la noche era prácticamente una odisea. Además, el estómago vacío me pedía a gritos algo para satisfacerlo. Cuando llegué a casa, afortunadamente, sobre la mesa de la cocina había una bolsita con unos exquisitos polvorones que no dudé en deglutir. Quizás, devorar defina mejor la situación, pues en un instante, no quedaba ni una triste miguita. Luego de una duchita vigorizante me fui a la cama. Error. Como no hay dos sin tres, un tercer golpe bajo fue la cereza del postre que me dejó doblado en el living de mi casa. Luego de comer semejante cantidad de masitas con abundante tenor graso, debería haber esperado a comenzar la digestión antes de decidir irme a dormir. Al rato de estar en posición horizontal, el estómago se me sacudía como el Samba del Italpark y la cabeza me giraba como el Kohinoor. Como pude, me levanté, me acerqué al balcón para tomar aire y al abrir la ventana vomité hasta el apellido. Lo sé, este recuerdo no es del todo grato y te preguntás cómo mierda se me cruzó por la cabeza comprar este disco. Con el CD en la mano, recordé que había tenido los vinilos “Dreamtime” y “Love”, primer y segundo álbum de The Cult, claro, y sabiendo que “Electric”, a pesar de poseer un arte de tapa extremadamente kitsch, era un muy buen disco y lo compré. 

Al enfrentarme al segundo título del que hice referencia al comienzo de mi texto, ya estaba casi inmunizado contra las tapas para el espanto y me dejé seducir por un disco del que la gráfica nunca llamaría la atención de nadie en su sano juicio. La fotito, aunque quizás al artista le haya gustado, es para el olvido. Deslucida, poco pregnante, apagada, sin nada que llame la atención más que su fealdad. Nunca habría comprado este CD si no se tratara de un álbum de Adrian Belew en el que participa David Bowie. Finalmente, ese mismo día, regresé a mi departamento también con el quinto álbum solista del que hasta ese momento conocía como el cantante de King Crimson. Se titula “Young Lions” y a pesar de los malos presagios que inspiraba la imagen de la tapa, fue una grata sorpresa que me abrió el apetito para seguir profundizando en la discografía de este exquisito guitarrista.

sábado, 17 de julio de 2021

CIENTO DIECISÉIS

He visitado tantas tiendas de discos usados de mala muerte que he perdido la cuenta. Muchas de ellas no podrían ser consideradas disquerías porque vendían otros artículos de variadas naturalezas. Desde libros hasta electrodomésticos, pasando por amoblamientos, bazar o vestimenta. Generalmente, sin respetar ningún tipo de orden a la hora de exhibir la mercadería. El famoso popurrí. En francés, pot-pourri. Término utilizado corrientemente en el mundo de la decoración que incluye el sema “pourri” que significa ni más ni menos que “podrido”. Así que imaginate con lo que te podés encontrar. Durante mucho tiempo, pensé que en esos lugares llegaría a descubrir algún tesoro escondido, alguna perla olvidada, alguna gema oculta, alguna joya desestimada. Hoy, pienso que con suerte, en la mayoría de esos antros, solamente me toparé con bastante polvo, mucha mugre y abundante humedad – acompañados de sus hedores correspondientes. Además, lo más probable es que haya pulgas, cucarachas o algún que otro bicho adaptado al biosistema de dicho medio putrefacto. Cualquiera sea el bicharraco que encuentres, seguro que nadie se ha animado a desalojarlo por temor a las represalias de las organizaciones de ecologistas defensores del medio ambiente y de la vida de los insectos. Diciendo “una mugre”, me quedo corto. Ya no me dan ganas de entrar a revisar las bateas, las estanterías o los cajones de esos sucuchos. Tocar los discos, sentir el hollín, la grasa, el pegote de cerveza derramada o de alguna otra substancia más desagradable aún al intentar pispear desde cierta distancia para que el olor a humedad y cosa vieja estancada no afecte demasiado mi sistema respiratorio demanda un entrenamiento de gimnasta olímpico. Ya no estoy para esos trotes. Me aburguesé. Ahora quiero los discos limpitos y, de ser posible, con bolsita o celofán. Uno, cuando tiene plata, hace lo que quiere. Es cierto que cuando no tenía un mango frecuentaba esos tugurios sin chistar. Hasta disfrutaba de la experiencia. Admito que buena parte de mi educación musical se la debo agradecer a estos comercios que me ofrecían material “bon marché”, “pas cher”, “d’occasion”, de enésima mano. Allí encontré donde abrevar otros sonidos, diferentes ritmos, diversas músicas, sin demasiados lujos. Hasta no hace mucho tiempo, existían este tipo de locales repletos de discos de dudosa estirpe entre los que era realmente muy difícil encontrar algo que valiera la pena. Era realmente muy difícil volver a encontrar algo una vez que había dejado de estar en contacto con tus manos. Era muy difícil comprender ese quilombo. Entiendo que estos negocios fenecieron, se fueron al tacho, fueron bajando sus persianas sin pena ni gloria y muy poca gente los recuerda. Quién sabe, quizás alguno haya sobrevivido. Por mi parte, no tengo referencias ciertas. Tampoco estoy interesado en conseguirlas. Sin embargo, si son útiles para que alguien tiente a la suerte e intente descubrir algún tesoro escondido, alguna perla olvidada, alguna gema oculta, alguna joya desestimada, bienvenidos sean estos locales de compra-venta de dudosa calaña. Lo cierto es que aún conservo, desde hace muchísimo tiempo, algunos discos por los que no debo haber pagado ni siquiera un par de pesos. Al momento de comprarlos, la seducción operaba siempre de manera diferente, heterogénea. Me viene a la memoria “Solo Boys” de Charlélie Couture. Un cantante francés con cierta gracia del que había escuchado alguno de sus álbumes en la Alianza Francesa. También, “Sacred Cow” de Geggy Tah. Un disco que me conquistó por la foto del perrito de la tapa. Cute. También me arriesgué con la banda de sonido de la película “Sling Blade”, solo porque había sido compuesta e interpretada por el canadiense Daniel Lanois. Debo admitir, ahora que entré en confianza, que no he visto casi ninguna de las películas de las que he comprado las bandas de sonido. Ésta, no es la excepción. 

No pienses que esos comercios se encuentran exclusivamente en nuestra querida Buenos Aires. Incluso en Canada, país del primer mundo, son moneda corriente. Es más, cuando vivía en Montréal, también los frecuentaba con asiduidad. Recuerdo que en un local enorme en el que ofrecían muchísimos libros de descarte y CDs para el olvido, encontré “Lost In Space - Volume One (1993 - 2002)”, el primer álbum de Laika que tuve, a un precio irrisorio. Ahí también conseguí la banda de sonido de la película “Le Cœur Au Poing” en la que participaba Lhasa De Sela. Une découverte. Como no podía traicionar al azar, cuando vi entre las pilas de discos “Into The Oh”, otro título de Geggy Tah, temiendo algún gualicho que me impidiera seguir encontrando discos de mi interés en ese bordel, lo compré. Total, valía dos mangos. Solo una moneda. Lamentablemente, se ha ido perdiendo la sana costumbre de reutilizar los CDs porque, simplemente, ya casi nadie compra discos que puedan aspirar a una nueva vida en las manos de un segundo dueño. Primero, porque la oferta de CDs nuevos está en franca decadencia. Segundo, porque los discos salen tanta guita que cuando te decidís a comprar algún título tratás de elegir a conciencia para que jamás se te cruce por la cabeza desprenderte de ese objeto que roza lo suntuario. Para el que no haya conocido la bonanza de las épocas doradas del CD, cuando los encontrabas hasta en los kioscos, debe saber que hoy, “l’occase” ha quedado relegada a los puestitos, tanto del parque Rivadavia como del parque Centenario. Donde, con suerte, podés encontrar algún que otro disco que no esté decorado por una cagadita de paloma o por un mordisquito de rata.