domingo, 13 de septiembre de 2020

SESENTA

No me gustan los discos en vivo. Me molestan los aplausos. Me molestan los interminables solos de batería. Me molesta que se escuchen los coros del público. Generalmente suenan mal y me hacen dudar sobre mis gustos musicales. A veces, cuando escucho una grabación en vivo de un grupo que aprecio, ese álbum me hace sentir que ese artista al que tenía en alta estima cae estrepitosamente en mi valoración y, luego, me lleva mucho tiempo reconciliarme con él. Decidir volver a escuchar nuevamente alguno de sus otros álbumes se me hace difícil y, obviamente, la grabación en vivo la desecho y nunca más vuelvo a escucharla. Es cierto que muchos de esos álbumes duermen en mis repisas para completar mi colección, porque las portadas me parecen lindas, porque el disco contiene alguna canción que no aparece en ningún otro álbum o simplemente porque les guardo cierto cariño. Sin embargo, conservarlos no implica volver a escucharlos.

Con el tiempo, de la mano de mis descubrimientos musicales, me fui dando cuenta de que muchos artistas solo publican grabaciones de sus shows, sobre todo muchos músicos de jazz y de músicas improvisadas. Lo que me hizo comprender que no todas las grabaciones en vivo son prescindibles. 

Hurgando en mi inconsciente, llego a una conclusión: tengo que confesar algo. No es nada grave, sin embargo, temo que haya mentido. Uno de mis discos favoritos, al que he escuchado incansablemente, es “Nighthawks at the Diner” de Tom Waits. Se trata de una grabación en vivo, con muchísimos aplausos.


sábado, 12 de septiembre de 2020

CINCUENTA Y NUEVE

Nunca tuve cable. Miento. Al regresar de Canadá, creo que era el año 2009, cuando pedí la instalación de internet, le pregunté inocentemente al técnico si en un futuro sería muy complicada la instalación de la televisión por cable además del servicio de internet, si esto requeriría un recableado, por ende, hacer más agujeros en las paredes de mi departamento; a lo que el flaco respondió: me das unos pesos y te lo instalo hoy. En resumen, si bien es cierto que alguna vez tuve cable, también es cierto que nunca pagué – al menos no formalmente – por ese servicio. Ya lo he dicho anteriormente: no disfruto demasiado del cine, de las series, de la televisión. A pesar de ello, entre los años 1994 y 1996, miré dos series que produjeron cierta influencia sobre mi música: “Twin Peaks” y “The X Files”, de las que trataba de no perderme ningún episodio. La verdad es que David Lynch ha sabido elegir, para sus distintas películas, músicas y sonidos irremplazables en el contexto de cada una de sus historias. Tanto en la serie “Twin Peaks” como en la película “El fuego camina conmigo”, la banda de sonido no está de relleno. Actúa tanto como cualquiera de los personajes. Narra tanto como cualquiera de los textos del guión. Define el decorado tanto como cualquiera de las tomas fotográficas que nos muestran el escenario. Puedo decir que los discos de “Twin Peaks” me gustan tanto como cualquiera de los capítulos de la serie o la película. Lamentablemente, no me pasa lo mismo con la música de “The X Files”. La serie me gustó y me marcó. Me ayudó a descubrir pequeñas ideas para inventar un mundo de ciencia ficción en el que pudieron existir mis MUTANTES MELANCÓLICOS. Sin embargo, la música, aunque la encuentro simpática, tuvo una mínima influencia en una sola canción. Claro, usé el famoso y recurrente cliché de las bandas de sonido de infinidad de películas de este género: una melodía con pocas notas que se repiten intermitentemente por haber conectado la fuente de sonido a varios procesadores de echo o delay programados con alternativos tiempos de repetición. Una fija para sonar como en el espacio, parece.



viernes, 11 de septiembre de 2020

CINCUENTA Y OCHO

Estimo que la mayoría de los buceadores de las disquerías under de Buenos Aires han debido toparse con la jeta del dueño de una famosa y duradera tienda de discos, al solicitarle alguno de los títulos en exhibición en el afán de escucharlo para confirmar que se trataba de una música que cumplía con los requisitos necesarios y suficientes como para desembolsar la faraónica suma de billetes que uno debía estar dispuesto a dilapidar para obtener ese placer fugaz, efímero y pasajero que significa comprar un disco nuevo. El problema real se desvelaba cuando finalmente uno se decidía por la negativa y se veía en la inconfortable situación de anunciarle al susodicho que el disco que acababa de escuchar no era de su agrado o interés. En ese instante, a este disquero, al que conocí cuando tenía entre catorce o quince años, se le transfiguraba la expresión y se notaba que debajo de esa cara de orto hacía un esfuerzo sobrehumano para ocultar al asesino serial que quería descuartizarte por no haberle comprado el disquito que le habías pedido de escuchar. Algo muy diferente sucedía cuando el disco era de tu interés y le anunciabas, sacando la billetera, que aunque habías tenido que vender un riñón, estabas dispuesto a pagarle esa suma que sacudiría la economía de cualquier humilde coleccionista. Teniendo conocimiento de las cualidades de este tipejo, rara vez le pedía un disco para escuchar. Sin embargo, un día tomé valor, pues en el anaquel relucía un álbum del que había escuchado hablar, o del que había leído algún comentario, y al ver la foto de la portada estaba casi seguro de que se trataba de un grupo que superaría mis expectativas. Solo necesitaba exponer mis oídos a unos pocos segundos de alguna canción para obtener una confirmación completa. Simplemente, porque en aquella época no me sobraba el dinero y comprar un disco que no me gustara representaba una doble frustración: malgastar el dinero en un álbum no fundamental era perder la posibilidad de acceder a otro que, quizás, lo fuera. Así fue que con mi mejor cara de póker le pedí el segundo álbum de Tindersticks, el de la foto en blanco y negro en la que los flacos están en una sastrería esperando para confeccionarse unos trajes a medida, el que dice el nombre del grupo en celeste. Ese día, como muy pocas otras veces, tuve la dicha de poder ver el rostro de este disquero bipolar brillar por el reflejo de las monedas con las que le pagué un disco que nunca me he arrepentido de haber comprado.


jueves, 10 de septiembre de 2020

CINCUENTA Y SIETE

“Songs for Drella” fue uno de los primeros álbumes que compré en CD, en 1990 ó 1991, en un Musimundo chiquito que había en Rivadavia y Acoyte. No tengo mucho para decir de este disco, salvo que nadie debería dejar de escucharlo. A pesar de haberlo reproducido infinidad de veces, creo que la influencia de estas canciones recién se empezó a sentir en mi música a partir de 1994 ó 1995 cuando comencé a trabajar en mi álbum “Ojalá pudiera”. En esa época, después de haber ido a ver en vivo a Peter Hammill en el Auditorio del Colegio Misericordia de Belgrano gracias a la insistencia de Roberto, compré “Room Temperature Live”. Un disco que proponía un sonido despojado, esquelético y aterrador que me hizo recuperar mi interés por aquel álbum de Lou Reed y John Cale. Instrumentos, los justos. Arreglos, los necesarios. Nada de malabares ni demostraciones fanfarronas. Solo lo esencial. Solo el calor de un par de amplificadores para encender la llama de un sinnúmero de emociones. Ambas obras, fundamentales, irremplazables, primordiales. Lo que para vos sirva para calificar aquello que es más que necesario.  

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/ojal-pudiera



miércoles, 9 de septiembre de 2020

CINCUENTA Y SEIS

En algún momento difuso y esquivo de mi pasado y de alguna manera que no recuerdo con claridad, tuve a mi disposición el primer álbum de Garbage. No puedo decir ¡qué banda!, porque creo que presentan severos altos y bajos durante su carrera innecesariamente larga. Muy a pesar de su futuro cansadoramente reiterativo, ese primer disco, el de las plumitas rosaditas, me cautivó. Es cierto, tiene lindas canciones. Es cierto, me interesó que un grupo de música recontra pop pudiera incluir ciertos sonidos no tan obvios en su paleta. Creo que gracias a este disco me animé a procesar las baterías electrónicas de ASUSTADOS UNIDOS con varias modulaciones. Sea phaser, flanger o chorus. Sin embargo, no seguí usando esas ideas durante mucho tiempo. Supongo que no tuvieron lugar en mi forma de componer o directamente me aburrí del sonido gomoso que se logra con esos efectos de modulación y preferí buscar deformidades sónicas desde otros ángulos. Pese a todo, mientras vivía en Montréal, me dejé cautivar por las bondades de Ebay para conseguir discos y recuerdo que en una oportunidad, algún fanático de la primera hora puso en venta todos y cada uno de los simples relacionados con este disco y se los compré, bastante devaluados pues no hubo otros contendientes en la famosa puja que proponía este sitio que he dejado de frecuentar hace ya largo tiempo.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/aauu



martes, 8 de septiembre de 2020

CINCUENTA Y CINCO

Nunca me imaginé que alguna música bailable pudiera seducirme. Para mi, nunca fue una prioridad que la música permitiera mover el esqueleto. Las pistas de baile me aburrían, me aburren y me aburrirán. Alguna vez escuché por ahí: el que toca no baila. Creo que es cierto, sin embargo, en el mismo catálogo en el que había leído un comentario que me llevó a sucumbir ante la magia de Lounge Lizards, leí algo sobre otro artista que me sedujo. Recuerdo que en una época había una disquería de unos muchachos muy simpáticos, en Suipacha y Avenida Santa Fe. Se llamaba Stone Crazy. Traían discos por encargo. Nada demasiado extraordinario, muchos otros disqueros lo hacían. Lo extraordinario era que en un mundo donde la avaricia y la codicia opacan el don de gente, pudieras encontrar unos disqueros con la sonrisa franca y sin dobleces. Duraron poco, pero les compré unos cuantos discos. Entre ellos, los dos de James Chance and the Contortions de los que había leído en aquel catálogo del sello Roir: “Live in New York” y “Soul Exorcism”. Dos increíbles discazos que me iniciaron en el jazz-funk. Aunque a decir verdad, lo más profundo que indagué en este género fue tratar de completar la discografía de este esquivo saxofonista que a veces firma como James Chance y otras como James White. Como si fuera poco, embarra un poco más la cancha cambiando el nombre de su grupo en cada nuevo álbum: “The Contortions”, “The Blacks”, “Flaming Demonics”, “Terminal City”... Por suerte, un tiempo después de haber conseguido estos dos discos, hurgando en el Tower Records de Santa Fe y Riobamba, encontré los cuatro discos en estudio con sus variados alias. Un tesoro que me transporta y hasta me hace soñar con poner una bola de espejos y una máquina de humo rosa en el living de mi casa.