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jueves, 30 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y SIETE

Todo lo que no sé de música; todo lo que nunca quise ni saber, ni aprender, de la música; todo lo que me alejé de la música “culta”; toda mi aversión a la educación musical; todo, se lo debo a la excelsa profesora de Música de la escuela secundaria Nora Anahí López Forte. Admirable pedagoga que me zampó un 0 (cero) en un examen y me hizo padecer esa pesada mochila todo el puto año. Mea culpa: cuando uno es joven e idealista comete algunos errores irreparables. Hasta ese momento, mi vida académica no había tenido demasiados sobresaltos. Materias aprobadas con dedicación aunque sin demasiado esfuerzo. Primer bochazo de mi carrera. No tuve mejor idea que reclamar sobre mis derechos de estudiante, argumentando que mi sola presencia al momento de rendir dicha evaluación escrita, por más que mis conocimientos sobre los contenidos a evaluar hubieran sido nulos, acreditaba, según el reglamento escolar de la institución, que la nota mínima debía ser 1 (uno). ¡Cómo se puso! Loca, desquiciada. Una enferma. Para que logres comprender con qué bueyes arábamos, te cuento que a esta profesora, a la escuela, la acompañaba su mamá. La vieja la esperaba, todos los días, sentadita en el hall de entrada. Vergonzoso que un establecimiento de renombre como la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini haya admitido que en su nómina de docentes de altísimo nivel académico se sumara semejante cachivache. En resumen, casi me llevo a diciembre la asignatura Música de segundo año. Al final, me debe haber aprobado para no tener que asistir a la mesa de examen, para no tener que clavarse. Seguro que se lo debo a su madre que querría comenzar los preparativos para las fiestas con suficiente antelación. Creo que este evento despreciable – todo lo que esta guacha me hizo sufrir en sus clases – puede explicar el desinterés que tuve durante muchos años por las músicas de conservatorio, por las músicas eruditas. Creo que esto puede explicar mi interés por destripar la música, por verla agonizar y desangrarse, por torturarla, por destrozarla. Hasta el día de hoy, sigo prefiriendo las anomalías en la música, lo que resulta difícil de reproducir con precisión, lo que no aparece en los libros. Una fobia o una vendetta, decidí vos. 

En mi búsqueda laboral en Montréal, tenía la fantasía de poder dedicarme a diseñar tapas de discos. Es verdad que durante todo el tiempo que residí en Canadá, viví de mis ingresos como Diseñador Gráfico. Sin embargo, tuve la posibilidad de diseñar la tapa de un solo disco, “Canevas «+»” del Ensemble SuperMusique, un combo local de música improvisada liderado por Joane Hétu, a quien conocí un día en el que toqué a la puerta de la oficina de su sello Ambiances Magnétiques. Creo que a esta mujer tan asentada en la escena de la “Musique actuelle” québécoise, mi “naïveté” con respecto al mundo de la música, le cayó en simpatía. Me invitó a unos cuantos recitales, de ella, de su marido, de algunos grupos del sello, y luego me pidió que le hiciera una propuesta para la tapa de este disco que estaba por publicar. Fue mi primer contacto con este género musical y me gustó. Sobre todo los shows, que eran muy entretenidos, coloridos y, a veces, disparatados, desacartonados, inesperados. ¿Qué cara habría puesto mi profe de Música si los hubiera escuchado? ¿Qué les habría dicho? Seguro que los bochaba a ellos también.

¿Música escrita, arreglada, armonizada? ¿Música improvisada? ¿Cuál de las dos grandes vertientes de la música ofrece un mayor valor? Una es pulcra, coherente, reflexionada. La otra puede ser desprolija, espontánea, imprevista, intuitiva, quizás brutal. Tironeos y argumentos que aparecen en la lucha eterna en la que los sonívoros tratamos de estimar las bondades de cada una de ellas. Algunos valoran la destreza de los intérpretes. Otros, las armonías logradas, estudiadas. Otros, la calidad de los arreglos. Otros, la cantidad de arreglos por compás. Otros, el sentimiento que expresan los artistas. Otros, lo inusual, lo creativo de la creación musical. Otros, el carisma de los músicos, devenidos showmen. Otros, el mensaje que supuestamente transmiten al ofrecernos una secuencia de sonoridades. Otros, la labor del productor que aparentemente logra rescatar a tal o cual artista del karma del anonimato gracias a haber sabido pulir su sonido y despojarlo de todo brote innecesario. Otros, se maravillan de las cualidades técnicas de las últimas grabaciones y anhelan que las más antiguas pudieran retransformarse aprovechando las tecnologías de punta. Otros, escuchamos, solo escuchamos. Con voracidad. Quizás para entender algo que en realidad hay que simplemente disfrutar. A mí, me gusta tanto una como la otra, depende del momento del día, del estado de ánimo, de lo que esté haciendo mientras escucho música. Considero que ambas vertientes tienen su valor. Sin embargo, a veces me pregunto: ¿serán capaces los que hacen música improvisada de escribir una canción – su melodía, sus arreglos, sus armonías – o se dedican a hacer este tipo de música porque no lograrían movilizar ni un pelo de la audiencia si se dedicaran a crear su música con lo que se consideran ideas "convencionales", "tradicionales", "de la vieja escuela"? A veces los melómanos, audiófilos, sonívoros, pecamos de excéntricos, lo sé.

Una vez más, recurro a la literatura para profundizar en el sentido que me proponen mis ideas. Una vez más, te dejo un extracto de la novela “Mont-Oriol”, del escritor y poeta naturalista francés Guy de Maupassant, que cae como anillo al dedo. Enjoy! 

En apercevant Paul et Gontran, Saint-Landri s’élança vers eux. Il avait eu, pendant l’hiver, un tout petit acte en musique joué dans un tout petit théâtre excentrique ; mais les journaux avaient parlé de lui avec une certaine faveur et il traitait de haut, maintenant, MM. Massenet, Reyer et Gounod.

Il tendit ses deux mains avec un élan bienveillant et raconta aussitôt sa discussion avec ces messieurs de l’orchestre qu’il dirigeait.

« – Oui, mon cher, c’est fini, fini, fini, des rengainards de la vieille école. Les mélodistes ont fait leur temps. Voilà ce qu’on ne veut pas comprendre.

» La musique est un art neuf. La mélodie en est le bégaiement. L’oreille ignorante a aimé les ritournelles. Elle y prenait un plaisir d’enfant, un plaisir de sauvage. J’ajoute que les oreilles du peuple ou du public naïf, les oreilles simples aimeront toujours les petites chansons, les airs enfin. C’est un amusement assimilable à celui que prennent les habitués des cafés-concerts.

» Je vais me servir d’une comparaison pour me faire bien comprendre. L’œil du rustre aime les couleurs brutales et les tableaux éclatants, l’œil du bourgeois lettré mais non artiste aime les nuances aimablement prétentieuses et les sujets attendrissants ; mais l’œil artiste, l’œil raffiné, aime, comprend, distingue les insaisissables modulations d’un même ton, les accords mystérieux des nuances, invisibles pour tout le monde.

» De même en littérature : les concierges aiment les romans d’aventures, les bourgeois aiment les romans qui les émeuvent, et les vrais lettrés n’aiment que les livres artistes incompréhensibles pour les autres.

» Quand un bourgeois me parle musique, j’ai envie de le tuer. Et quand c’est à l’Opéra, je lui demande : “Êtes-vous capable de me dire si le troisième violon a fait une fausse note à l’ouverture du troisième acte ? – Non. – Alors taisez-vous. Vous n’avez pas d’oreille.” L’homme qui, dans un orchestre, n’entend pas en même temps l’ensemble, et séparément tous les instruments, n’a pas d’oreille et n’est pas musicien. Voilà ! Bonsoir ! Il pivota sur un talon, et reprit : « Pour un artiste toute la musique est dans un accord. Ah ! mon cher, certains accords m’affolent, me font entrer dans toute la chair un flot de bonheur inexprimable. J’ai aujourd’hui l’oreille tellement exercée, tellement faite, tellement mûre, que je finis par aimer même certains accords faux, comme un amateur dont la maturité de goût arrive à la dépravation. Je commence à être un corrompu qui cherche les extrêmes sensations d’ouïe. Oui, mes amis, certaines fausses notes ! Quelles délices ! Quelles délices perverses et profondes ! Comme ça remue, comme ça ébranle les nerfs, comme ça gratte l’oreille, comme ça gratte... ! comme ça gratte... ! »

Il se frottait les mains avec ravissement, et il chantonna : « Vous entendrez mon opéra, – mon opéra, – mon opéra. – Vous entendrez mon opéra. » 

Gontran dit :

« – Vous faites un opéra ? » 

« – Oui, je l’achève. » 

Para lograr deleitarse plenamente con el texto de este grande de la literatura universal, sería bueno organizar una sesión espiritista para poder preguntarle al autor en persona sobre la última réplica de mi cita. ¿Usa el verbo “achever” en su acepción de “completar” o “terminar”? ¿Recurrió al uso coloquial de dicho verbo para que este personaje, enojado y a disgusto con la vieja escuela de música, con los creadores de simples melodías, manifieste que quiere darle un golpe de gracia a la ópera, a la música “culta”, que quiere matarla, exterminarla? 

Finalmente, este va y viene entre la música escrita y la música improvisada se justifica en una dialéctica, en una complementariedad entre ambas expresiones musicales – que terminan siendo una sola – ya que se interrelacionan, se nutren entre ellas, se enriquecen; ya que se necesitan la una a la otra para existir, conformando una dualidad, el yin y el yang, del arte sonoro. 

lunes, 25 de octubre de 2021

CIENTO VEINTIOCHO

Un órgano burdo, desvencijado, destartalado, avejentado, aletargado, que se arrastra, que suena desfalleciente, debilucho, enfermo. Si me dicen que los muchachos del grupo británico ...Bender leyeron en algún momento de sus vidas la novela “Mont-Oriol”, del escritor y poeta naturalista francés Guy de Maupassant, no me atrevería a ponerlo en duda. Aunque el cuento más conocido de este autor, “Le Horla”, es genial, tenés que profundizar. No te quedes solo con la lectura de su obra más famosa. Hacé como estos pibes que le prestaron especial atención a las preciosas descripciones con las que el autor nos presenta a la banda que tocaba en el casino, y le sacaron provecho. Cuando el francés definía el sonido de aquella orquesta que se percibía a la distancia como “un orgue de Barbarie aux sons fluets, un orgue de Barbarie usé, poussif, malade,” seguramente les vino como anillo al dedo, les sirvió como inspiración para precisar los sonidos que buscaban para decidirse a grabar su primer álbum. Este grupito suena a roto pero sin estridencias. Ofrece una música que da la sensación de no avanzar, de necesitar un empujoncito, de estar agonizando por falta de vitaminas. ¡Tiene su encanto! Pareciera que a James Johnston – otrora guitarrista furibundo – cuando lo condenaron a tocar el organito en los Bad Seeds, le hicieron un favor. Le abrieron la puerta para que desempolvara sus viejos y gastados teclados para sacarles el jugo en este proyecto que conocí casi por casualidad. Cuando descubrí E-Bay, hacía rato que coleccionaba sus discos con Gallon Drunk. Gracias a este sitio de internet por fin conseguí los que me faltaban. En una de tantas transacciones, un tipo que vendía un par de EPs que me interesaban, ofrecía incluir en el paquete el mini-álbum “Run Aground” y el álbum homónimo “...Bender”. Anunciaba al grupo como un proyecto paralelo de Johnston. Hasta ese momento, desconocía su existencia. Me picó el bichito. Le compré todo. Finalmente, un hallazgo. 

Con cuatro, es suficiente. No se necesitan muchos más para que el barullo sea considerable. Años más tarde, cuando me enteré de una colaboración entre Lydia Lunch y las tres cuartas partes de Gallon Drunk que llevaba el nombre de Big Sexy Noise, no pude resistirme y encargué el álbum sin preámbulos, creo que en la difunta disquería Parklife del barrio porteño de Belgrano. Se trata de artistas que valoro y de los que colecciono discos, no necesitaba ningún otro estímulo para pelar la billetera. Si me dicen que los muchachos de Big Sexy Noise se han inspirado en la obra de Guy de Maupassant para concebir su proyecto musical, no me atrevería a ponerlo en duda. Si bien es cierto que Gallon Drunk siempre desplegó un fastuoso batifondo a altos decibeles, este nuevo grupo anunciaba desde su nombre que el ruido sería enorme. Por ende, “ils sont quatre à faire ce bruit-là,” podría haber sido el comentario del álbum en la edición original de Les Inrockuptibles en francés. Lástima, Maupassant les ganó de mano. Este enunciado proviene directamente de su pluma. Interesante, sincera, divertida, perspicaz; calificativos que a la revistita quizás le queden un poco grandes. Una vez más, una cita de la novela “Mont-Oriol”, en la que el autor continúa con la descripción de la banda que toca en el casino, parece servir de puntapié inicial para dar vida a un proyecto del guitarrista devenido tecladista devenido guitarrista, para dar vida a un nuevo cuarteto rompe tutti, aunque esta vez, menos tradicional: voz, guitarra, saxo, batería. Sí, leíste bien, sin bajo. Es cierto que el grupo al que hace mención Guy de Maupassant en su novela ejecuta, tortura, masacra, otros instrumentos. Es cierto que nunca podría haber descripto grupos similares a los que nos propone el líder de Gallon Drunk, simplemente por haber vivido en una época diferente. Además, lo habrían tildado de anacrónico, contrario al Naturalismo, movimiento literario que buscaba reproducir en sus obras la realidad con objetividad documental. Sin embargo, debemos darle crédito al francés por haberse animado a la anticipación, a la concepción teórica de sonidos, de músicas, que vieron la luz más de cien años después de su muerte. Para mí, Maupassant era un melómano empedernido. Quizás, hasta un sonívoro. Como prueba, te ofrezco otro pasaje de la novela que ya he citado en dos oportunidades. Estoy seguro de que para lograr expresar de esta manera lo que la música, el sonido de los instrumentos, provocan a su personaje, él debe haber experimentado lo mismo en carne propia. Enjoy! 

« – Aimez-vous la musique, Madame ?

– Beaucoup.

– Moi, elle me ravage. Quand j’écoute une œuvre que j’aime, il me semble d’abord que les premiers sons détachent ma peau de ma chair, la fondent, la dissolvent, la font disparaître et me laissent, comme un écorché vif, sous toutes les attaques des instruments. Et c’est en effet sur mes nerfs que joue l’orchestre, sur mes nerfs à nu, frémissants, qui tressaillent à chaque note. Je l’entends, la musique, non pas seulement avec mes oreilles, mais avec toute la sensibilité de mon corps, vibrant des pieds à la tête. Rien ne me procure un pareil plaisir, ou plutôt un pareil bonheur. »