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viernes, 22 de septiembre de 2023

CIENTO SESENTA Y OCHO

Lamentablemente, a veces uno llega tarde – a destiempo – a familiarizarse con un artista imperdible. Las razones para justificar el retraso son variadas: falta de presupuesto, falta de interés, falta de experiencia, momento inapropiado de la vida, prejuicios, caprichos, mala percepción de la propuesta musical, punto de partida equivocado para abordar la obra del tipo en cuestión. Mea culpa. Por suerte, sigue habiendo formas de empaparse de la música que uno no supo ni pudo apreciar en su debido momento. Tarde pero seguro. 

¡Me tengo que defender, che! En este caso, tan tarde no fue. Algunos ejemplos lo comprueban. Hacia el final de los años ’80, mi amigo Juan Carlos se apareció una tarde en mi casa con un vinilo devastador de Iggy and the Stooges, mezclado por el gran artista británico que me ocupa en este texto. Lo escuchamos un par de veces a todo volumen, obvio. Luego, en 1990, compré un cassette importado del proyecto rockero más reciente de aquel momento de este legendario e innovador cantante británico sobre la calle Florida. ¡Un lujo! Además, recuerdo que ese mismo año, cuando compré mi primer equipo para escuchar CDs, el gordo Charly me prestó uno de los primeros discos que escuché en este formato: el álbum más popular de Iggy Pop donde el mítico e inquieto británico colaboró componiendo la música de la mayoría de las canciones y, además, tocó piano, teclados e hizo coros. Lindo disco, fea tapa, colores impresentables, foto espantosa. Fácil de adivinar cuál es. 

Lástima que a pesar de haber tenido un buen comienzo, una introducción bastante atinada, ahí me quedé. Lástima que demoré en retomar el interés por este prócer de la música pop veintipico de años. Todo llega a su debido momento, parece. Cuando en Montréal encontré una versión japonesa – de esas que vienen con la tapita que imita la versión original en vinilo – de uno de los discos más emblemáticos del británico, supe que no debía resistirme a la tentación. Calle Sainte-Catherine Est, disquería Volume Inc., pilas y pilas de discos, anaqueles sobre la caja registradora que exhibían sus tesoros más preciados, sus perlitas más onerosas, que invitaban a gastar dinero. Un sonívoro ávido de nuevos – o de viejos – sonidos con la billetera con buena salud, un peligro. Resultado, compra de un discazo del que me había privado durante largo tiempo sin saber de lo que me estaba perdiendo.

Al poco tiempo, visité el país del sol naciente, más precisamente Tokyo, su capital. No te podés imaginar las disquerías. La inmensa cantidad de material disponible. La imposibilidad de salir con las manos vacías de esos emporios de la música. La dificultad de decidir qué comprar. Porque tenés todo al alcance de la mano, a pedir de boca. Ahí lo ves, lo olés, lo palpás, lo podés agarrar. No como en las disquerías virtuales que siempre te dejan con la duda, que te hacen pensar que es difícil de creer en la existencia de lo que te están mostrando, que es demasiado bueno para ser verdad. En ese contexto, no podía hacer otra cosa que buscar completar una famosa trilogía de discos de la que me había privado durante largo tiempo sin saber de lo que me estaba perdiendo. Aunque ya había comenzado a subsanar mi error aceptando que el primero de estos tres discos entrara en mi colección, me cuesta admitir que demoré tanto tiempo en decidirme a escuchar la trilogía de Berlin de David Bowie con Brian Eno. Lo siento como una mancha negra para un melómano como yo que se jacta de la apertura de espíritu y del vasto conocimiento de las músicas y de los artistas que revisten cierto interés para la historia de la música. Corregí mi error. No solo volví a Montréal con “Low” y “Lodger” para que acompañaran a “Heroes”; sino que también me llevé los dos de Tin Machine y una versión doble de “1. Outside (The Nathan Adler Diaries: A Hyper Cycle)” a la que le sumaron pilas de lados B y de rarezas, a la que le cambiaron el título a “Excerpts From Outside”. Como si fuera poco, también me tenté con las versiones japonesas de varios otros artistas que aprecio. Te dije, imposible privarse de salir con la mochila bien llena.

domingo, 31 de mayo de 2020

VEINTICUATRO

El primer álbum de David Bowie que compré fue el casete importado del primer disco de Tin Machine. Lo conseguí en alguna de las disquerías que había sobre las calles Lavalle o Florida. Guardo el recuerdo de una peatonal. De un negocio pequeño, a la calle, como un pasillo. La foto de la tapa, aunque en aquel entonces solo la pude apreciar en el diminuto formato de la versión en casete, me sedujo. Era muy sobria, distinta de lo que estaba acostumbrado a ver en las tapas de los discos que solía comprar en esa época. Claro, yo, por lo general, salía vestido con unos jeans extremadamente viejos, desgastados y deshilachados y lo que buscaba habitualmente como influencia estaba lejos de ser un grupo cuyo disco presentara la imagen de cuatro tipos trajeados en la portada.

El tiempo pasó, escuché muchísima música, a veces nueva, otras no tanto, y, finalmente, me reencontré con aquel álbum de tapa blanca. En 2007, viajé a Tokyo. Por si no queda claro, Japón es el paraíso de los coleccionistas de discos. No solo por los famosos “bonus track” exclusivos de las versiones japonesas de los CDs, sino por la infinidad de títulos que están publicados solamente en ese país. Obviamente, visité unas cuantas disquerías y casas de instrumentos musicales, sin embargo, nunca olvidaré Disk Union: ¡tenían un local por cada género musical! Resumiendo, en ese viaje compré unos cuantos CDs y algunos instrumentos de música. Entre los discos, traje la versión “mini LP replica” de los dos álbumes de Tin Machine. ¡Imperdibles!