viernes, 7 de abril de 2023

CIENTO SESENTA Y CINCO

Debo admitir que bajo alguna excusa sin sentido, durante largos años, censuré la posibilidad de deleitarme con una música sin tiempo. Una de esas músicas que no se desgastan, que perduran intachables, incuestionables. Una música de barrio, de sótano o de alcantarilla. Desfachatada, irreverente. ¿Oculta o culta? Sobre todo oculta, solapada. Un secreto muy bien guardado. Una música con tan poca repercusión masiva que lo primero que me pregunto es cómo mierda llegué a conocerla en una época tan primitiva que no teníamos las herramientas necesarias ni siquiera para sospechar que en algún momento iba existir algo que se llamaría World Wide Web que pondría toneladas de información al alcance de nuestra imaginación. Seguramente, mi primer contacto fue de rebote, de pedo. Gracias a alguna nota que habré leído en la Rock de Lux, en El Musiquero o en la Cerdos & Peces. Quizás en el suplemento Sí, en el No o en el Sur; los que caían en mis manos siempre por casualidad. Mucho más que esas fuentes no tenía a mi alcance. 

En algún momento de mi adolescencia, conocí un par de las canciones de este grupo yanki gracias a las reinterpretaciones propuestas por otros artistas. Recuerdo la de Siouxsie & the Banshees y la Echo & the Bunnymen; menos la de The Church. Poder escuchar las versiones originales, me llevó más tiempo. Mucho más tiempo. Antes de decidirme a comprar los escasísimos discos de este grupo neoyorquino en sus versiones remasterizadas que incluyen bonus tracks, recuerdo haber asegurado con firmeza a Francis de Atom Heart que no disfrutaba demasiado de la voz del flaco que cantaba. Lo cual tiene algo de verdad. Honestamente, su voz no es el punto álgido de la música de esta banda. Interpretan canciones, sí. Muy buenas, obvio. Con letras trabajadas, con intención, claro. Pero podrían haber decidido ofrecernos un rock instrumental que habríamos disfrutado sin chistar. De la misma manera que nos regocijamos con los álbumes de música instrumental que ha publicado el vocalista principal del cuarteto, cuando decidió cortarse solito.

Abro paréntesis. A pesar de que aprecio a una buena cantidad de cantautores, de cantantes, de canciones, hace rato que me deleito mucho más escuchando música instrumental que tratando de descubrir el sentido de las palabras que conforman la letra de una canción. Disfruto de alguna que otra frase, cuando sacude. Disfruto del sonido de determinadas palabras, cuando desestabilizan. Aunque, finalmente, me cago en la semántica. Me cago en el sentido – literal o encubierto – que se le da a las palabras cuando están relacionadas con la música. Mientras la combinación, la fusión, entre los sonidos de los instrumentos y los sonidos de las voces humanas suene interesante, me conformo. Solo eso es lo que valoro de la intervención literaria en la música. Creo que para la música, la poesía es simplemente un instrumento más dentro del abanico de timbres, dentro de la paleta de sonidos disponibles para la composición. Un aporte, una colaboración. No un requisito para que la música tenga su razón de ser. Cierro paréntesis. 

Sin embargo, a pesar de mi opinión, seguramente este muchacho debe haber estado más que interesado en la poesía, en el sentido que ha decidido encontrar en las palabras que ha elegido para sus textos. No en vano tomó prestado el apellido de un poeta simbolista francés que ha ofrecido a través de su obra un mundo lleno de misterios por descifrar, repleto de recursos literarios por interpretar; poeta que, además, se esforzó por dar a conocer la obra literaria de otros pesos pesados del género, también franceses, conocidos en el ambiente como los “poetas malditos”. No hay más que aceptar que la poesía de Paul Verlaine y, seguramente, la de sus protegidos han sido una influencia decisiva para que el joven Thomas Joseph Miller comenzara a delinear el rumbo que tomarían las canciones que escribiría tanto para sus proyectos solistas como para su grupo Television. ¿Para qué me enrosco? ¿Para qué buscarle el pelo al huevo?, si el resultado es impecable.  

Nota bene: ¡Atención! Lamentablemente, las imágenes de las portadas de los álbumes de estos tipos dejan bastante que desear. Las gráficas parecen poco estudiadas, para salir del paso. Si sos uno de esos coleccionistas a los que además de la música, le interesa el aspecto decorativo de los discos, de sus tapas, es el único punto negativo que le podés reprochar a la discografía de estos muchachos. Aunque va a depender un poco del gusto y de la exigencia de cada uno, claro.