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domingo, 12 de febrero de 2023

CIENTO SESENTA Y CUATRO

Todas las las grandes historias tienen algo de verdad y algo de mentira. Algo inventado, si preferís. Esas mentiritas piadosas, las que no le hacen mal a nadie, muchas veces alimentan mitos, crean nuevos universos, hacen la vida más interesante, más entretenida. 

Lamentablemente, no conocía la mística que rodeaba al disco que te voy a presentar, a este artista, antes de encontrar el CD en La Bouquinerie du Plateau, sobre la avenue Mont-Royal est. Nunca sabré si haber sido expuesto a comentarios previos sobre los méritos de este álbum habría dirigido mis decisiones de una manera diferente. Lo único que puedo asegurar es que cuando vi el disco en la batea, inmediatamente me cautivó. Aunque no reconocía el nombre impreso sobre la portada, me aferré a él para que nadie osara sacármelo de las manos. El aura que emanaban las fotografías monocromáticas y fuera de foco del arte de tapa me incitaban a no dejar pasar a este disco. Invitaban a comprarlo sin cuestionárselo. Estaba claro que no era uno más del montón. Sin embargo, el acto reflejo de leer los créditos es inevitable. Es lo que sirve para confirmar la corazonada, el impulso. Entre los nombres citados, reconocí a John Medeski y a Billy Martin, del genial trío Medeski Martin & Wood; a Evan Lurie, a Steven Bernstein y a Erik Sanko, de mis adorados Lounge Lizards; a Marc Ribot, el camaleónico guitarrista, también asociado en algún que otro proyecto con los anteriormente mencionados. Suficiente como para asegurar la tentación. Pling, caja. 

Como el efecto sorpresa muchas veces se queda corto, la vida te reserva un shock de asombro complementario para que todo siga teniendo sentido. Al insertar el CD en mi equipo, cuando empezaron a sonar los primeros acordes de la música, quedé pegado al parlante hasta que terminó la última canción. Aunque hubiera querido hacer otra cosa, no habría podido. Cautivado, hechizado, embelesado, fascinado, hipnotizado… Podría seguir con la lista de adjetivos para describirme en ese momento, pero estimo que quedó claro. Canciones de puta madre interpretadas por músicos de la san puta que se amoldan a la perfección al espíritu de una música entre tribal, primitiva, salvaje y sensual que no les exige virtuosismo alguno. Solo les pide el climax sónico grupal. No hace falta ser negro para tener soul. No hace falta que los músicos sean descendientes de alguna tribu perdida en medio de la nada para hacerte mover la patita. No hace falta firmar ningún contrato con el diablo ni ofrecerle el alma para que a cambio le otorgue a los músicos un fuego interior que los habilite para hacer una música endiablada. No hace falta organizar ningún rito satánico. No hacen falta ni mantras, ni sectas, ni médicos brujos, ni gurúes. No hace falta un chamán para engualicharlos a todos, hacerlos bailar alrededor de una fogata en la que sacrifican a una joven virgen mientras entran en trance y nos ofrecen una música endemoniada. Me fui al carajo. Vuelvo. Mientras escuchaba el disco presentía algo familiar. El timbre de la voz de este ignoto aunque ya legendario cantante me remitía a algo reconocible. Lo tenía en la punta de la lengua pero no lograba dejarlo salir. Como en el departamento no tenía internet, tuve que esperar al día siguiente para buscar más información desde la computadora del trabajo para intentar completar mi laguna – si esa máquina hubiera hablado… 

La oreja no me fallaba. Mi intuición no era equivocada, en ningún sentido. Primero, cuando vi el disco por primera vez en la tienda, supe que me iba a gustar. Segundo, cuando lo escuché por primera vez reconocí a un artista que, mágicamente, me interesaba escuchar desde antes de enterarme de su extravagante nombre, de su marginal existencia. Mi búsqueda por internet me confirmó que The Legendary Marvin Pontiac no era otro que el mismísimo John Lurie, alma mater de mis adorados Lounge Lizards, ocultando su identidad bajo un seudónimo que le permitiera expresarse libremente dándole rienda suelta a su creatividad, que le permitiera dedicarse a componer canciones que no habrían cuadrado en ninguno de sus otros proyectos musicales. Se había decidido a dejar sus saxos por un rato para agarrar el micrófono y ponerse a cantar. Desde la primera referencia que encontré en internet adiviné el humor de este grande que solía decir que el estilo de música que tocaba con los Lounge Lizards era “fake-jazz”. ¿A quién se le puede ocurrir decir que de su propia música que es falsa? ¿A quién se le puede ocurrir que Leonard Cohen dijera que Marvin Pontiac era “Una Revelación, con mayúscula”? ¿Revelación? ¿A quién se le puede ocurrir que David Bowie dijera que Marvin Pontiac “es tan inconteniblemente adelantado a su época que sus canciones parecen compuestas ayer nomás”? ¿Inconteniblemente adelantado a su época? ¿A quién se le puede ocurrir que Beck dijera que “todas las innovaciones posibles en la música está ahí”? ¿Todas las innovaciones posibles en la música? ¿A quién se le puede ocurrir que Michael Stipe de R.E.M. dijera que su “guardaespaldas no escucha otra cosa”? ¿A quién? ¡A este zarpado!

En resumen, tuve más culo que cabeza al encontrar un disco de uno de los artistas que más aprecio del que, además, desconocía la existencia. Creo que de tanto comprar discos, de tanto observarlos, de tanto apreciarlos, de tanto tocarlos, de tanto escucharlos, uno va desarrollando una especie de sexto sentido que colabora inmensamente a la hora de la elección. No hace falta recordar cada uno de los nombres de los músicos que nos gustan, ni encontrarlos escritos en los créditos de un álbum. Solo hace falta estar entrenado para captar, para percibir, extra sensorialmente su presencia en los discos que desfilan ante nosotros cada vez que visitamos una tienda. 

viernes, 30 de octubre de 2020

SETENTA

¡Qué nombre artístico se fue a inventar este flaco! Lo conocí cuando compré el primer álbum de These Immortal Souls y me gustó su estilo al tocar y el sonido de su batería. Un día, vi en la vidriera de Oíd Mortales su álbum “Change My Life”. Lo cambié por algo o lo compré, no recuerdo. Lo cierto es que me gustaron sus canciones simples y su música despojada y todavía lo tengo. Luego, intenté comprar a través de Amazon sus otros dos álbumes: “Sleeping Star” y “Rise Above”, porque me había enterado de que Rowland S. Howard tocaba la guitarra en algunos temas. Como podía fallar, falló y los discos nunca me llegaron. La verdad es que no tuve mucho tiempo para lamentarme porque el primero lo conseguí en Abraxas, unos meses más tarde, mientras miraba la batea de las ofertas, y el otro, un par de años más tarde, cuando vivía en Montréal, se lo encargué a los muchachos de Atom Heart y me lo consiguieron sin mucho trámite. 

Aquí no terminan mis aventuras (o desventuras) para conseguir los álbumes del difunto Epic Soundtracks. De alguna manera, en Canadá, me enteré de la existencia de un compilado llamado “Everything Is Temporary”. Lamentablemente, no aparecía en ninguno de los catálogos que Raymond y Francis consultaban por lo que era imposible encargarlo a través de la disquería de la calle Sherbrooke Est. Una auténtica rareza. 

Como te podrás imaginar, nunca he limitado mis compras de discos a una sola disquería. Me atrevo a asegurar que mientras viví en Montréal compré al menos un disco en cada una de las disquerías que existían en la ciudad. Además, nunca me rendí ante los malos presagios a la hora de preguntar por la disponibilidad de un disco. Si me dicen: está descatalogado, es de importación, es una edición limitada, nunca lo reeditaron; para mí no significa que no se pueda conseguir, e insisto en la búsqueda. Quizás eso sea lo más divertido, lo que le asigna un verdadero y auténtico valor a cada disco: el tiempo que uno le dedica a revolver entre pilas de discos y más discos para obtener como recompensa aquél que uno pensaba inconseguible.

Un día que visitaba La Bouquinerie du Plateau sobre la calle Mont-Royal Est, encontré este compilado fantasma de este muchachito. Para ese entonces, también me había enterado de que era el hermanito menor de Nikki Sudden, lo que acrecentaba un poco más mi respeto por su música y mi alegría al ver ese álbum por primera vez en vivo y en directo. No te apresures, no festejes tanto... Para alimentar aún más la mística de este CD, cuando llegué a mi departamento y lo puse en el reproductor. El único sonido que logré extraerle fue el de la bandeja girando. Subí el volumen. Toqué los cables. Los de los parlantes y los RCA. Nada. Mutis por el foro. No se me ocurrió otra idea mejor que la de insertarlo en el equipo de DVD para confirmar que la causa del inconveniente no era el reproductor de discos. Instantáneamente, al prender la televisión, no solo confirmé que el equipo de audio funcionaba a la perfección sino que también confirmé que sería imposible que pudiera reproducir ese disco porque no se trataba de un disco de música sino de una película: en la pantalla pude ver las imágenes de algún ignoto largometraje asiático que al no haber estado traducido ni subtitulado nunca pude identificar. Miré el disco por delante y por detrás. Las láminas no mostraban signos de falsificación. El estampado del CD era perfecto y coincidía con el álbum que yo esperaba escuchar. Pero nada. El contenido era otro. Si todo esto te parece difícil de creer, dame un poquito más de crédito y creeme un poquito más porque en el negocio me devolvieron la guita sin chistar cuando les expliqué lo que había sucedido. Se reían, claro, pero recuperé mi dinero.

Años más tarde, en alguna de mis salidas en bicicleta de los fines de semana, pasé por Cheap Thrills en la calle Metcalfe y a que no sabés qué encontré. Sí, por segunda vez, me topaba con un ejemplar de “Everything Is Temporary”. Para asegurarme de su contenido, le pedí permiso al vendedor para escucharlo un poco con la excusa de confirmar que esa música podría gustarme. Después de tantas peripecias di con el bueno. No hay duda, este álbum tenía que estar en mi colección.