domingo, 31 de mayo de 2020

VEINTICUATRO

El primer álbum de David Bowie que compré fue el casete importado del primer disco de Tin Machine. Lo conseguí en alguna de las disquerías que había sobre las calles Lavalle o Florida. Guardo el recuerdo de una peatonal. De un negocio pequeño, a la calle, como un pasillo. La foto de la tapa, aunque en aquel entonces solo la pude apreciar en el diminuto formato de la versión en casete, me sedujo. Era muy sobria, distinta de lo que estaba acostumbrado a ver en las tapas de los discos que solía comprar en esa época. Claro, yo, por lo general, salía vestido con unos jeans extremadamente viejos, desgastados y deshilachados y lo que buscaba habitualmente como influencia estaba lejos de ser un grupo cuyo disco presentara la imagen de cuatro tipos trajeados en la portada.

El tiempo pasó, escuché muchísima música, a veces nueva, otras no tanto, y, finalmente, me reencontré con aquel álbum de tapa blanca. En 2007, viajé a Tokyo. Por si no queda claro, Japón es el paraíso de los coleccionistas de discos. No solo por los famosos “bonus track” exclusivos de las versiones japonesas de los CDs, sino por la infinidad de títulos que están publicados solamente en ese país. Obviamente, visité unas cuantas disquerías y casas de instrumentos musicales, sin embargo, nunca olvidaré Disk Union: ¡tenían un local por cada género musical! Resumiendo, en ese viaje compré unos cuantos CDs y algunos instrumentos de música. Entre los discos, traje la versión “mini LP replica” de los dos álbumes de Tin Machine. ¡Imperdibles! 


sábado, 30 de mayo de 2020

VEINTITRÉS

Cada vez que charlaba un poco más con Christian, alias Fabio, me enteraba de que ya había escuchado alguno de los álbumes que yo tenía en mi colección. Otro amigo con el que habíamos intercambiado información musical, Iván, no solo me había prestado “Llegando los monos” de Sumo sino que, además, me había hecho conocer a los Beastie Boys y, gracias a él, luego compré “Licensed to Ill” cuando estuve de vacaciones en Brasil. Recuerdo que yo, en ese intercambio, le hice escuchar “Another Music in a Different Kitchen”, “A Different Kind of Tension” y “Singles Going Steady” de los Buzzcocks, y más tarde “London Calling” de The Clash. Fabio, ya conocía todos estos álbumes y además era fanático de Sumo y, como era un poco mayor que yo, había tenido la suerte de verlos en vivo. A él también le gustaba mucho el reggae, un género musical que nunca llegó a cautivarme ni a interesarme. Para mi cumpleaños, se juntaron con los otros miembros de MATEN AL DISC-JOCKEY y aprovechando esta información, grabaron un casete recopilatorio de Sumo con todos aquellos temas que se ajustaban mejor a mis intereses musicales, en el que omitieron incluir todos los temas en los que el grupo coqueteaba con el ritmo jamaiquino y me lo ofrecieron como regalo.

Muchísimos años más tarde, cuando vivía en Montréal, conocí a un mexicano llamado Fernando que me pidió que si viajaba a Argentina a visitar a mi familia le comprara los discos de Sumo porque los quería conocer. En uno de mis viajes a Buenos Aires, fui a Yenny y los compré a todos juntos. Sin embargo, a mi regreso a Canadá, no le di los discos. Primero, porque me percaté de que el flaco no tenía ninguna intención de pagármelos y, segundo, porque ya me había encariñado con la idea de que formaran parte de mi colección.


viernes, 29 de mayo de 2020

VEINTIDÓS

Sobre la avenida Rivadavia, casi esquina Gavilán, había un local de Musimundo. Hablo de la época en la que esos locales eran pequeñitos y solo vendían casetes, grabados y vírgenes. Quedaba a la vuelta de la casa de mi amigo Jorge, de manera que cuando iba a su casa, de vez en cuando, me pegaba una vuelta para ver si me dejaba tentar por alguna oferta o para comprar algún TDK para grabarme algo. Ahí compré los tres casetes de Pink Floyd que tuve: “The Piper at the Gates of Dawn”, “A Saucerful of Secrets” y “Ummagumma”. Casi una premonición porque un tiempo más tarde me daría cuenta de que Christian, el que fuera cantante de MATEN AL DISC-JOCKEY y, más tarde, de SU REAL ORDEN, al que traté de Fabio durante muchísimo tiempo porque sus amigos así lo llamaban, era fanático de este grupo inglés. 

Si bien es cierto que estos álbumes me resultaban interesantes y que gracias a las relaciones que tenía en esas épocas pude escuchar un poco más de la discografía del grupo, nunca los sentí como una influencia determinante pues nunca me decidí a profundizar en el resto de su obra. Para mi sorpresa, a pesar de mi falta de conocimiento de la música de estos británicos, muchos años más tarde, cuando me presenté en vivo en uno de mis últimos recitales, solo con mi guitarra, un par de pedales y mi loop station, un muchacho que creo que se llamaba Renzo me dijo, a modo de piropo: “suena muy Pink Floyd lo tuyo, eh”. En ese entonces, mientras trabajaba en American Eccess, era costumbre hacer una colecta entre los empleados del sector para ofrecer ese dinero al que cumpliera años. Estimulado por el comentario de aquel muchacho adulador, cuando recibí mi regalo, pasé por una disquería y me compré “The Piper at the Gates of Dawn” en CD doble (con mezclas mono y estéreo), el único álbum de Pink Floyd que forma parte de mi colección. Quien desee regalarme algún otro título, será recibido con muchísimo gusto.

 

jueves, 28 de mayo de 2020

VEINTIUNO

Al viaje de egresados de quinto año en Bariloche, había llevado un par de casetes de The Doors. Si mal no recuerdo, no eran bien recibidos por ninguno de mis compañeros de habitación. Ellos se los perdieron. Ahí mismo, una tarde que salí a pasear y comprar los famosos chocolates que ofrecen los comercios de esos pagos, en una galería, encontré un pequeño negocio que tenía a la venta el casete de Divididos “Cuarenta dibujos ahí en el piso”. Ni lo pensé y me lo compré. Ya los conocía y me encantaban. No solo los había visto participar en el programa “2002 Neo Sonido” de Tom Lupo, también los había visto un par de veces en vivo, una en la Rural, donde tocaron para unos treinta o cuarenta locos y otra en los bosques de Palermo, donde el público era más cuantioso. Algunos años más tarde, cuando ya habían publicado su segundo disco y habían perdido a su primer baterista, volví a verlos en vivo, esta vez en Cemento. Recuerdo haber salido de ese recital con una mezcla de dos pasiones: la decepción y la angustia. Decepción, por haber confirmado que ese grupo que solía gustarme se había transformado en un grupo vulgar y falto de ideas nuevas que solamente sabía aprovechar el entusiasmo de un rebaño que no iba a un recital a escuchar música, sino a saltar y gritar desaforadamente, sin sentido. Además, las canciones nuevas no me movían un pelo. Angustia, por no haber podido comer uno de los choripanes que servían en Cemento. 


miércoles, 27 de mayo de 2020

VEINTE

En 1988, mientras cursaba cuarto año de la escuela secundaria, compré el primer vinilo que tuve de Nick Cave and the Bad Seeds, “The Firstborn is Dead”, en Abraxas. Así como los de Birthday Party me zarandearon para todos lados y me reacomodaron las ideas sobre qué se debía esperar de un grupo de rock, este álbum me presentó un mundo nuevo y me proponía alejarme del rock y de la música pop. Es un disco misterioso, creo. Aunque más misterioso fue que caminando por la playa en Pinamar, encontré un casete virgen en el que, para mi sorpresa, estaban grabados no solo este álbum sino también “From Her to Eternity”, el primero de los Bad Seeds. Este hallazgo fue premonitorio y marcaba la dirección que tomaría mi colección de discos en los años venideros. Para confirmar este cachetazo a los pilares del rock que no había llegado a comenzar a construir, mi compañero de banco de la escuela me grabó “Kicking Against the Pricks” y “Your Funeral ... My Trial”, el primero de los Bad Seeds que compré en CD. 

Al año siguiente, cuando estaba por empezar a cursar quinto año, la mamá de un amigo volvió de un viaje por Europa y me trajo dos casetes: “Automatic” de Jesus and Mary Chain y “Disintegration” de The Cure. Sí, el año anterior había comprado el vinilo de “Barbed Wire Kisses” en la disquería de Charly y tenía varios temas que me gustaban mucho, sin embargo, el nuevo de los hermanos Reid, no me movilizó demasiado. Mucho menos el de Robert Smith. En ambos casos, fue el último disco nuevo de cada una de las dos bandas que escuché y desconozco el rumbo que tomaron las carreras de sendos artistas. 

En esa época, una fricción similar, entre pasado, presente y futuro, se me presentaba en el plano de la creación musical. Ya hacía más de un año que experimentaba sin cesar haciendo grabaciones más que caseras con la doble casetera SHARP, la guitarra eléctrica FAIM STRATOCASTER, el distorsionador ARIA y la computadora COMMODORE 128 – con Funky Drummer programaba ritmos y con Kawasaki Synthesizer tocaba teclados; cuando un amigo del instituto de inglés me propuso formar parte de un grupo con algunos de sus amigos. Tuve que tomar la decisión de pausar mis experimentos sonoros para formar parte de MATEN AL DISC-JOCKEY, un grupo de garage-rock, porque ensayábamos en el garaje de la casa de la abuela de mi amigo. Alejado de la experimentación, porque el grupo intentaba hacer música de rock, aunque, siendo novatos, ninguno de nosotros sabía cómo hacerlo. Marginado desde el comienzo, no solo porque entre los otros cinco integrantes ya se conocían desde su tierna infancia, sino también porque a ninguno de ellos le interesaba la música que a mi me apasionaba. No me arrepiento de haber participado de ese proyecto porque fue parte de mi formación musical. Así como los álbumes de The Cure o Jesus and Mary Chain colaboraron a desarrollar mi gusto musical, esta primera experiencia de “banda”, sin que la apreciara demasiado en ese momento, comenzó a definir y delinear el futuro de mis creaciones musicales. 



jueves, 21 de mayo de 2020

DIECINUEVE

Cuando llegué a cursar quinto año de la escuela secundaria, si mis cálculos no me fallan era el año 1989, ya había conseguido los vinilos de “Unknown Pleasures”, “Closer”, “Still” y “Substance” de Joy Division y los había devorado.

Mi apetito musical me había llevado a descubrir The Sisters of Mercy. Un grupo bastante oscuro, dicen. Aunque siempre estaban de negro, nunca los asocié a las “huestes del bajón y la depresión”. A mí, me encantaba escuchar “First and Last and Always” por la tarde, mientras estudiaba matemática. Creo que gasté ese vinilo: lo escuchaba tres o cuatro veces por día. El otro, “Floodland” me gustaba, pero lo percibía un poquito más fiestero y me enganchaba menos. Sin embargo, muchos años más tarde, cuando lo vi en CD, lo compré, lo disfruté y aún lo conservo.

También por aquella época de nuestra adolescencia, mi amigo Jorge había grabado, del cable, “Wake (In Concert at the Royal Albert Hall)” en VHS. ¡Era increíble! Había tanto humo que a duras penas lograbas distinguir la jeta de Andrew Eldritch, el cantante, y cuando el camarógrafo se le acercaba, los anteojos negros, a la Poncherello, y el sombrero, a la Clint Eastwood en “Hombre sin nombre”, le cubrían el resto de sus facciones. En ese concierto, los Sisters of Mercy tocaban un montón de temas que no conocía, que no estaban en ninguno de los dos álbumes que tenía y no fue sino varios años más tarde que conseguí los EPs en 12" de “Alice”, “Temple of Love”, “The Reptile House” y “Body and Soul” y pude al fin disfrutar de las versiones en estudio de esas canciones. 


miércoles, 20 de mayo de 2020

DIECIOCHO

Cuando compré el primer álbum de Modern English, “Mesh & Lace”, lo hice por dos razones: lo había publicado el sello 4AD y me encantó la foto de la portada. Nunca había escuchado a ese grupo antes. Más tarde, leyendo los créditos de “It’ll End in Tears” de This Mortal Coil, me di cuenta de que el cantante participaba en uno de los temas. 

En algún momento, mientras vivía en Montréal, como conseguía CDs a un precio bastante razonable, me dio ganas de volver a comprar algunos discos que había tenido en vinilo y nunca había podido volver a escuchar desde que se me rompió la bandeja. Cerca del departamento donde vivía había una disquería de música alternativa: Atom Heart. Con frecuencia iba a charlar un rato sea con Raymond, sea con Francis. Hablábamos de música, obvio, y de muchas otras cosas. La pasaba muy bien. Un día le comenté a Francis que tenía ganas de volver a tener algún disco de los que escuchaba en mi adolescencia, sobre todo algunos de 4AD, a los que les había perdido el rastro hacía mucho tiempo. Con su usual sonrisa, él me anunció que los discos de ese sello se conseguían, nuevos, a un precio asombrosamente económico: acostumbrado a que en Buenos Aires, por un disco “Made in UK” me fajaran treinta dólares, cuando me dijo que cada uno salía 12,99 dólares canadienses (cerca de un 20% más barato que el yanqui), inmediatamente le encargué los tres de Modern English. Cuando los fui a retirar, como sabía que él estudiaba español de vez en cuando le enseñaba alguna expresión porteña. Ese día le dije: Francis, me agarró el viejazo, ahora encargame todos los de Joy Division (que también se conseguían a ese irrisorio precio). Cuando comprendió lo que quería decirle, aunque no paraba de reír, me hizo entender que si se trataba de buena música y que además me gustaba, no tenía por qué sentirme viejo al volver a escucharla. Lo cierto es que con el tiempo me he dado cuenta que la mayoría de la música que más me gusta, la que decido que forme parte de mi colección, tiene como factor común la atemporalidad o simplemente que no envejece patéticamente.

  


martes, 19 de mayo de 2020

DIECISIETE

Uno de los primeros álbumes que colaboró a que mi percepción y valoración de la música evolucionara fue “Lonely is an Eyesore”, el compilado de 4AD que había publicado DG Discos en 1987 y que yo había conseguido en casete en la avenida Corrientes. Todos los temas del disco me gustaban pero había dos que mostraron y me abrieron nuevos caminos. 

El primero, el de Wolfgang Press, “Cut the Tree”, que me hizo conocer uno de los grupos que aún hoy considero como uno de mis favoritos. Por suerte, ese mismo sello nacional también había publicado “Standing up Straight” que tuve en casete y hoy tengo y escucho en CD.

El otro era el de Dif Juz, “No Motion”. Si no recuerdo mal, fue el primer tema de rock instrumental al que me exponía. ¡Me encantaba! Además, fue premonitorio. Muchos años después, cuando escuché por primera vez el álbum “Die Hard” de Die Haut entendí que la música instrumental me proponía algo diferente y que en algún punto empezaba a interesarme más que la canción. Luego, cuando conocí a Tortoise, quedé inmediatamente fascinado. Es cierto que para ese entonces ya había empezado a escuchar cada vez más discos de jazz y me había expuesto a varios tipos de música experimental, sin embargo, llegué a pensar que si el post-rock – género que exploré muchísimo durante los más de cinco años que viví en Montréal – había logrado engancharme tanto y lo sentía como una evolución natural de la música en los años 2000 era gracias a aquel temita de Dif Juz que había conocido quince años antes. A mi humilde entender, ellos crearon este famoso género al menos diez años antes de que se inventara y se popularizara. 


lunes, 18 de mayo de 2020

DIECISÉIS

Cuando conocí los primeros álbumes del sello 4AD, me contagié de la fascinación que sentía Juan Carlos y otros amigos de la disquería. Primero, era imposible ser indiferente a un arte de tapa que invitaba a soñar desde que se comenzaba a contemplar la portada se pasaba por el sobre interno hasta que se llegaba al centro ilustrado del disco, donde la mayoría de los sellos solo proponían una fría lista de temas. La mística continuaba al confirmar que rara vez los grupos de 4AD aparecían retratados como el resto de los artistas de la música pop: cada nueva capa de maquillaje servía para desacreditar el valor artístico de su obra. Finalmente, el sonido embriagador de cada uno de los discos que escuchaba de este sello me confirmaba que estaba presenciando algo único. Evidentemente, en esa época de mi adolescencia, en los comienzos de mi coqueteo con la composición musical, cuando aún no había logrado tener a mano tantos pedales de efectos, racks u otros módulos para procesar el sonido de mi guitarra, la novedad yacía en tratar de comprender cómo esos tipos hacían para crear semejantes bolas de sonido ininteligible. Hoy, después de haber usado una amplia paleta de efectos de modulación – desde chorus, flanger o phaser hasta vibrato, symphonic, leslie y wah-wah – para procesar los instrumentos que he incluido en mi propia producción musical, comprendo que estos artistas no solo tenían a su disposición unos cuantos pedales y procesadores, sino que además ponían todas sus perillas al máximo. Esto no los desmerece ni los desacredita: pienso que crearon un sonido “4AD” que iba más allá del sonido de cada banda que luego aprovecharon en los discos de This Mortal Coil. 

No recuerdo cuál vinilo compré primero, si fue “Treasure” de Cocteau Twins o “It’ll End in Tears” de This Mortal Coil. Sí puedo asegurar que el segundo me rompía la cabeza, no sé si será por sus cambios de climas, cambios de formación en cada tema, cambio de punto de vista de lo que la música pop tenía que ofrecer. “Filigree & Shadow”, también de This Mortal Coil, me lo había grabado del vinilo inglés de Juan Carlos. Al menos así lo pude disfrutar durante bastante tiempo... aunque algo me faltaba... ¡Qué linda tapa tenía ese álbum doble! ¡Qué temazo “Tarantula”!  


domingo, 17 de mayo de 2020

QUINCE

No recuerdo qué fue lo que me motivó para que comprara un disco de Hendrix. En vinilo tuve dos, “Smash Hits” y “Crash Landing”. Los compré en alguna de las tiendas de usados de la avenida Corrientes. Había empezado a valorar otros sonidos y a abordar otros estilos musicales: mis proveedores de discos habían dejado de ser con exclusividad Tabú de la Bond Street o Abraxas. 

Recuerdo que para comprarlos tuve que pedirle plata a mi viejo, pues aún era un adolescente. Como siempre, en lugar de recibir una palabra de aliento o un consejo sabio, él me dijo: “Para qué querés otro disco si son todos iguales, son todos redondos y negros”. Su respuesta, en lugar de desmoralizarme, me motivó y en ese momento decidí que para comprar más discos tenía que rebuscármela y conseguir el dinero de alguna otra manera: empecé a colarme en el colectivo cada vez que podía; lo que me aseguraba un vinilo al mes si lograba hacerlo todos los días. Claro, alguna vez me agarraron. Creo que fue así que perdí la vergüenza.

Muchísimos años más tarde, en la época en la que vivía en Montréal, en uno de mis cumpleaños, mi vieja me llamó para saludarme y me dijo: “Comprate un par de discos, yo te doy la plata cuando nos veamos”. Me fui al HMV de la calle Sainte-Catherine Ouest y compré los tres primeros de The Jimi Hendrix Experience. Aunque no recuerdo si finalmente me dio el dinero o no, conservo esos tres CDs como un gran regalo de cumpleaños. 


sábado, 16 de mayo de 2020

CATORCE

Otro al que conocí en esos cursos de inglés fue un pelirrojo grandote que tocaba la trompeta en la banda de la iglesia evangelista en la que iría a rezar con su familia. Lo había apalabrado para que en algún momento grabara algo conmigo. Un contacto premonitorio que anticipaba mi futuro gran proyecto MUTANTES MELANCÓLICOS, en el que usé los servicios de un trompetista en una gran cantidad de canciones. Afortunadamente, las grabaciones con el colorado nunca se produjeron, sino a él lo hubieran excomulgado de su iglesia y a mí habrían intentado, como mínimo, echarme a la hoguera por haber incitado a uno de los fieles de su rebaño a transitar por los caminos del “pecado sónico”.

También conocí a Martín, fanático de Phil Collins. Algo que me resultaba incomprensible, no solo porque esa música me parecía espantosamente horrible sino que, además, me parecía que solo podía gustarle a una chica. Prejuicios adolescentes que aún hoy conservo. Este Martín me presentó a algunos de sus amigos que querían formar una banda. Él se propuso para tocar el bajo, aunque no tenía uno. Claro, él sabía que yo había logrado comprar un bajo usado y de mala muerte gracias a la venta de unas rifas. Había vendido tan pocos números que, afortunadamente, todos los ganadores habían quedado en el talonario. Resumen, no tuve que gastar ni un peso para comprar los premios y todo lo destiné para comprar un bajo de segunda mano, o más bien de décima, porque creo que nunca volví a ver un instrumento tan erosionado. Lo llamábamos el “pedo-bajo”: todas las notas sonaban iguales, como una flatulencia desesperada y monocorde. Lo único que lo hacía asemejarse a un bajo era que tenía cuatro cuerdas gruesas. A pesar de eso, lo usamos en nuestro grupo MATEN AL DISC-JOCKEY, con el que ensayábamos todos los sábados en el garaje de la casa de la abuela de mi amigo y hasta llegamos a dar un recital en el Club de Abuelos al que asistía mi abuela. Lindos tiempos, aunque la música que hacíamos fuera pésima. 

Lamentablemente, solo se conserva el sonido de aquel bajo en mi tema “Holocausto”, que grabé para el primer álbum de mi proyecto MUTANTES MELANCÓLICOS, “Voom Voom Va Hell La”. Durante el primer recital de este salvaje proyecto, mientras yo lo tocaba con un pedal de bombo preparado, el bajo voló por los aires hasta el público. En su caída, el cuerpo del instrumento se fisuró y nunca pudo recuperar su voz. Aunque algunos de los asistentes al recital intentaron hacerle tocar una última nota, esos intentos fueron en vano: el bajo ya estaba despedazado. 

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/voom-voom-va-hell-la


viernes, 15 de mayo de 2020

TRECE

Otros amigos de la música – o por la música, o gracias a la música – los fui haciendo en el instituto de inglés al que asistía dos veces a la semana, por la tarde, después del colegio. Recuerdo a Gustavo, un gran tipo, al que le gustaba la música nacional y me hizo escuchar “Ciudad de pobres corazones” del Fito Páez. Él era fanático de los Enanitos Verdes y de otras bandas de las que, por suerte, no solo olvidé el nombre sino también la existencia. Unas vacaciones lo invité a ir conmigo a Pinamar: íbamos a jugar al vóley a la playa, después al metegol y, cuando terminábamos, hacíamos una larga caminata por la playa hasta Valeria del Mar, en aquel momento un balneario casi desierto, en el que vendían los mejores churros del mundo. En uno de esos paseos conseguí el casete “Patria o muerte” de Don Cornelio. Yo ya tenía el vinilo de su primer álbum y me gustaba bastante, pero el segundo me pareció arrasador, avasallante y genial: nunca más escuché el primero. 

En otro de nuestros paseos, desatornillamos y descolgamos una de las chapas que identifican las calles. Claro, nos la afanamos. Elegí la de la calle “Del Buen Orden” porque en esa época había comenzado a tocar con SU REAL ORDEN y tenía la loca idea de pintar esa placa para que tuviera el nombre de mi grupo. Nunca lo hice. Sin embargo, ese pedazo de metal sirvió de percusión para muchísimas grabaciones y recitales de NO:ID.

El casete de Don Cornelio, años más tarde, como ya no me funcionaba la casetera y me era imposible reproducirlo, se lo regalé a Flopa. Como una buena acción siempre tiene recompensa, mi amigo Cristian me regaló el CD cuando me propuso hacer una versión de la canción “Luna de fuego” que aparece en el álbum “Silence” de NO:ID. bajo el nombre de “Luna”.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/silence




jueves, 14 de mayo de 2020

DOCE

No puedo negar que “Album” de Public Image Ltd. y “The Correct Use of Soap” de Magazine, dos discos que conocí gracias a mi compañero de banco, siguen gustándome como el primer día en que los escuché. Sin embargo, mis amistades musicales no provenían de la escuela secundaria. Con mi gran amigo Jorge, Pablo, para algunos, nos conocemos desde el jardín de infantes. Es cierto que cuando éramos pequeños, él corría tras una pelota de fútbol y yo coleccionaba muñequitos de Star Wars, pero en algún momento, los planetas se cruzaron y empezamos a hablar de música. En varios planos: artístico, técnico, estético... Yo le agregaba el actitudinal. En mi época de rebeldía adolescente comencé a valorar la “actitud” en la expresión musical y, con el tiempo, ésta dejó muy rezagada a mi apreciación por la “técnica”.

Imaginate que para mis primeras grabaciones usaba una doble casetera con la que iba superponiendo sobregrabaciones en las que muchas veces producía pinceladas abstractas de sonido que no respetaban ni métrica ni armonía. Todo se amalgamaba gracias al deseo de crear espontáneamente algún sonido que se aproximara a la expresión musical. No sé si la culpa de todo la tuvo la revista El Musiquero (que el canillita de en frente de mi casa me ofrecía cada vez que salía un número nuevo) en la que entre tantas cosas increíbles para un novato inexperto había leído una nota reveladora que explicaba: Cómo grabar un demo en tu casa. Proponía usar el baño para grabar las voces si no se disponía de un “reverb”, grabar los instrumentos de la base todos al mismo tiempo en estéreo y luego sobregrabar voces, solos, coros y arreglos, poner a amigos que no supieran tocar ningún instrumento a soldar cables... Todos esos consejos me ayudaron muchísimo y fortalecieron mi aprecio por la estética LO-FI. Aún hoy sigo pensando que mis mejores grabaciones las he hecho gracias a no disponer de recursos, lo que ha potenciado la creatividad con la que hubo que compensar cada falencia para que las cosas salieran adelante. Finalmente, guardo muy lindos recuerdos de todos los proyectos en los que tuve que rebuscármela para poder concretarlos, con lo que tenía.


miércoles, 13 de mayo de 2020

ONCE

Mientras cursaba cuarto año de la escuela secundaria conocí a Juan Carlos en la disquería de Charly, en la galería Boulevard, en la avenida Rivadavia y Gavilán. Él era un poco más grande que yo y me presentó muchos discos que me sorprendieron. Su colección era envidiable y, además, venía escuchando música hacía más tiempo que yo. De manera que él se convirtió en mi referente de confianza para intercambiar información sobre álbumes que valía la pena escuchar y otros a los que era imprescindible prestarles toda la atención. De esta última categoría, hoy me vienen a la memoria cuatro discos que Juan Carlos trajo a mi casa para que escuchara y que, en cuanto pude, compré. No sabría en qué orden mencionarlos porque son todos geniales. Los escribo en orden alfabético: Public Image Ltd. “Second Edition”, The Stooges “The Stooges” y “Funhouse”, Virgin Prunes “The Moon Looked Down and Laughed”.

Un sábado, durante las vacaciones, mi amigo se apareció en mi casa con el VHS original de “Sons Find Devils - A Live Retrospective 1981-1983” de Virgin Prunes. También trajo a Leo Leos, otro amigo en común que nunca salía a la calle sin su bicicleta, aunque fuera caminando, y a un belga del que no recuerdo el nombre que aseguraba haber presenciado un recital de Birthday Party en Bruselas, lo que fue suficiente para que ganara nuestro respeto y admiración. Los cuatro quedamos estupefactos al ver de lo que eran capaces aquellos irlandeses. Juan Carlos decía que Gavin Friday, uno de los dos cantantes, el que en ese video usaba a veces un vestido rojo y otras uno negro, era íntimo amigo de la adolescencia de Bono (el de U2) y que era él quien le había enseñado a cantar antes de que fuera famoso. Yo le creí. Claro, nunca me pareció que Bono cantara demasiado bien, de manera que cualquiera podría haberle enseñado a hacerlo. Muchos años más tarde, cuando conseguí “Shag Tobacco”, tercer disco solista de Gavin Friday, entendí que mi amigo tenía toda la razón: Bono había aprendido todo lo que sabía de Gavin. Sin embargo, creo que nunca logró imitar apropiadamente a su maestro.


martes, 12 de mayo de 2020

DIEZ

Durante la escuela secundaria, pasaba los veranos en el club. Entre la pileta, las canchas de tenis y algún que otro partido de basket, me había hecho amigo de unos pibes un poco más grandes que yo que andaban en skate. Se hacían llamar los Skate´s Mutants (quizás les deba una parte del nombre de mi futuro grupo MUTANTES MELANCÓLICOS). Eran buenos chicos, aunque en aquella época, en el año 1988, sus ropas andrajosas, jeans desflecados y zapatillas rotas los hacían parecer más malos de lo que en realidad eran. Ellos me presentaron a los Dead Kennedys, a los Clash, a los Sex Pistols y seguramente a algún otro grupete punk. Recuerdo que un día, antes de ir al club, pasé por la disquería Abraxas y me compré dos discos: “Prayers on Fire” y “Junkyard”, de Birthday Party. Mis amigos no los conocían hasta ese momento. Cuando los escucharon casi se mueren. No entendían nada. Claro, mi gusto musical había empezado a apartarse del sendero de lo previsible. Había encontrado en esos dos álbumes, que no podía dejar de escuchar mientras mi vieja me llamaba para comer el churrasco que me había servido para la cena, un sonido corrosivamente inesperado, unas canciones tan poco amigables que me cautivaban, una música diferente que trazaría mi camino para siempre. Nunca podré negar lo que siento por esos dos discos: son los únicos vinilos que conservo desde mi adolescencia y, además, tengo dos copias de cada uno en CD.



lunes, 11 de mayo de 2020

NUEVE

Recuerdo que en algún momento se me ocurrió comprar una revista que se llamaba Cerdos & Peces. Creo que era un número que traía letras de The Doors. Hasta ese momento no había podido escuchar nada de ellos. Sin embargo, atando cabos entre todas las informaciones que había ido consiguiendo, me di cuenta de que varios de los artistas que escuchaba (Echo & the Bunnymen, Joy Division), algo le debían al grupo norteamericano. En el verano, en febrero de 1988, en la ciudad balnearia de Pinamar, para muchos una infame máscara de artificial hipocresía que oculta las inequidades existentes en nuestro país, para otros simplemente un lugar no demasiado lejano en el que las playas son aceptables y menos sucias que en otros balnearios, encontré un casete doble recopilatorio que se llamaba “Weird Scenes Inside the Gold Mine” en una librería a la que solía ir al salir de la playa. ¡Me encantó! No fue hasta un tiempo más tarde que escuché uno de sus álbumes completos, creo que “Strange Days”, cuando mi amigo Juan Carlos lo trajo para escucharlo alguna de las tardes en las que compartíamos la música que habíamos conseguido durante la búsqueda semanal. Es un grupo que todavía hoy disfruto mucho y del que por suerte pude comprar un box-set con su discografía completa.


domingo, 10 de mayo de 2020

OCHO

¡Qué suerte que tienen los brasileños! Pensaba cuando veía que muchos discos decían “industria brasileira”. Quién sabe, quizás ellos sean más abiertos con el tema de la música y se permiten la existencia de nuevas formas de expresión. Quizás el argentino sea más conservador y reticente a aceptar algo nuevo, algo que salga del molde al que está acostumbrado. Lo que sí sé es que en algún momento fui a visitar las Cataratas del Iguazú con mi familia y volví con algunos discos de vinilo que compré en la ciudad brasileña de Foz do Iguaçu. No recuerdo todos los títulos que traje pero bien pueden ser: “Hatful of Hollow” de los Smiths, “Closer” de Joy Division, alguno de Siouxsie and the Banshees, “Treasure” de Cocteau Twins, “Mirror Moves” de Psychedelic Furs y, quizás, “London Calling” de los Clash. Fue increíble, porque la única disquería del pueblo en la que me muní de todo ese material que sonaba extravagante para un porteño, no tenía nada de especial, nada del “underground cool” – casi cheto – de las “cuevas” de Buenos Aires que estaba acostumbrado a frecuentar. Era un negocio a la calle, simplote pero cargado de cosas interesantes. No me quiero imaginar todo lo que hubiera podido conseguir si hubiera ido a alguna de las ciudades importantes...


sábado, 9 de mayo de 2020

SIETE

Cuando me preguntaban si me gustaba algún grupo de rock nacional decía que no. Claro, el único disco que había escuchado que se acercaba a la condición de ser “argento” era “Llegando los monos” de Sumo y, para mí, no cabía en esa definición. En esa época desconocía los detalles de la historia del grupo o de Luca Prodan, no tenía ni idea de dónde venía. A mí me había quedado claro que no sonaban como otros grupos argentinos, no solo porque algunas canciones fueran en inglés o porque Luca lucía un marcado acento extranjero, era algo más. Los conocí una noche en la Rock & Pop. Pasaron “Estallando en el océano”. Me pareció increíble al instante de empezar a escucharlo. Sin embargo, no supe de qué grupo se trataba hasta que un amigo me prestó el vinilo unos meses más tarde. También en esa radio escuché por primera vez “Barbarism Begins at Home” del disco “Meat is Murder” de los Smiths. Era un lugar obligado para conocer cosas nuevas en los años ’80. El dueño de la radio también tenía un sello a través del que publicaba discos que no eran tan convencionales, aquellos que otros sellos nacionales no traían, o no se animaban a traer. Gracias a DG Discos. conocí: “In the Flat Field” de Bauhaus, “Standing up Straight” de The Wolfgang Press y “Lonely Is an Eyesore” compilado del sello 4AD que incluía a Cocteau Twins y a Dif Juz, entre otros. Todos grupos que aún hoy aprecio y de los que conservo algo de material.


viernes, 8 de mayo de 2020

SEIS

Era una época en la que escaseaba la información. Solo contaba con las revistas Pelo, Rock & Pop o El Musiquero, según el tipo de datos que estuviera buscando. Con suerte, a veces conseguía la Rock de Lux, revista española que me parecía mucho más interesante y abundante. También estaban los disqueros que, con tal de vender algo, solían ser bastante fabuleros. Así fue como descubrí el parentesco entre The Cure y Siouxsie and the Banshees, grupo del que me hice inmediatamente fanático. Lo prefería porque la cantante no se lamentaba sino que blasfemaba e injuriaba: era ruda. Tuve muchos de sus álbumes. Creo que uno de mis preferidos era “Juju” ya que hoy distingo la gran influencia de los arpeggios de John McGeoch en la forma en que tocaría la guitarra en la época de mi grupo SU REAL ORDEN. Aunque no lo supiera, al escuchar este disco una y otra vez estaba recibiendo una valiosísima educación musical. También sin saberlo, “Feast”, otro álbum que Siouxsie Sioux grabó en Hawaii bajo el nombre de The Creatures – el que por casualidad conseguí en la disquería Abraxas de la calle Santa Fe – me abrió nuevos horizontes hacia el World Music. Quizás esto sea lo que explique mi expansivo gusto musical y mi preferencia por los artistas que no se estancan en una sola forma de expresión, en un solo género musical. El dark y el post-punk, para mí, tenían los minutos contados, aunque en ese momento todavía no me había dado cuenta.


jueves, 7 de mayo de 2020

CINCO

En algún momento, empezaron a interesarme, además de la música, las portadas de los discos. Ese interés me llevó a estudiar Diseño Gráfico en la Universidad de Buenos Aires y luego a trabajar durante al menos quince años en publicidad. Con el tiempo, creo haber desarrollado cierta habilidad que me permite, al ver la tapa y la contratapa de un disco, saber de antemano si al escucharlo me gustará o no. Cuando una portada llama mi atención, seguramente la música también lo haga. La mayoría de los discos que escuchaba durante mi adolescencia, los tenía grabados en casetes virgen, sin tapa o con alguna fotocopia en blanco y negro totalmente empastada, reducida unas cuantas veces del arte original, lo que causaba esa marcada pérdida de calidad. En esa época, no había ni fotocopiadoras color ni escáner para la computadora, de manera que cuando lograba tener en mis manos un LP, ver y tocar la tapa en su tamaño real, era deslumbrante. Era como tocar el cielo con las manos. Por suerte, algunos de los discos que más me gustaban los fui consiguiendo en vinilo, generalmente importados, porque las ediciones nacionales no eran frecuentes. Así fue con “Seventeen Seconds”, “Faith” y “Pornography” de The Cure. Tres tapas con imágenes que invitaban a soñar, o a tener pesadillas... Con esos álbumes comencé a comprender la importancia de la elección de la gráfica para la portada. Me di cuenta de que debía acompañar y enriquecer el concepto de la música que contuviera para terminar de justificar la obra. “Pornography” me sacudió, desde las imágenes fantasmales de sendas tapa y contratapa hasta el último acorde de la música. A los quince años, me parecía inexplicable cómo solamente tres tipos podían haber creado un sonido tan inmenso. Todo sonaba a reventar o a punto de hacerlo. Las guitarras y los bajos habían dejado de lado el sonido chicloso de los discos anteriores y al baterista, sea que lo habían mandado a hacer pesas, sea que lo habían amenazado de muerte si no dejaba de tocar como si su instrumento fuera de juguete y tuviera miedo de romperlo. En definitiva, salieron a destrozarlo todo. Es un disco brutal, en el que Robert Smith había dejado de sollozar y cantaba como si algo lo hubiera hecho enojar, como si hubiera tenido una bronca guardada que no aguantaba más. Todo eso es lo que hace que este disco haya resistido al paso del tiempo y que, muchos años más tarde, me haya decidido a comprarlo también en CD.


miércoles, 6 de mayo de 2020

CUATRO

Volvamos a mis primeros intentos por crear algo cercano a la música... o al ruido. En 1987, contaba con mi COMMODORE 128 para la que había conseguido un programa con el cual crear ritmos monofónicos de una bajísima calidad de sonido y otro con un sintetizador que, si mal no recuerdo, no permitía tocar acordes. También disponía de la guitarra criolla de mi madrina que había estado arrumbada durante largos años en el sótano de la casa de mis abuelos. Y una vieja armónica. Lo que no era suficiente como para lograr algún ruido digno de atención. Recién al año siguiente, cuando empecé a tomar clases de guitarra, mis padres accedieron a comprarme mi segunda guitarra, esta vez, una FAIM STRATOCASTER, eléctrica, roja, de segunda mano, y un pequeño amplificador PEAVEY AUDITION CHORUS, con un par de efectos de sonido, que aún conservo, aunque funcione intermitentemente. Al poco tiempo, compré mi primer pedal, un overdrive ARIA PRO II. Recuerdo que me encontré en las escalinatas de la iglesia de Flores con la persona que me lo vendió. Mientras caminaba de regreso a mi casa, me di cuenta de que no lo había probado y no sabía si funcionaba: todavía hoy sigo usándolo aunque ya está un poco castigado.



martes, 5 de mayo de 2020

TRES

A mediados de 1986, compré mis primeros casetes de The Cure: “The Head on the Door” y “Standing on a Beach”, en Cesar-Po, una disquería – ya desaparecida – de mi barrio porteño de Flores en la que también conseguí mis primeros vinilos de Echo & the Bunnymen, “Ocean Rain” y “Songs to Learn and Sing”, además de “Psychocandy”, álbum que mis padres creían que me provocaría una segura sordera precoz. Claro, las guitarras chirriantes a un altísimo volumen generando un sonido desconocido para mis padres hasta ese entonces, el feedback, los alarmaba. Temían lo peor para mi integridad física cuando me veían escuchar una y otra vez unas canciones donde a alguien se le había ocurrido, además, ecualizar el sonido ya agudo de las guitarras distorsionadas llevando las perillas de la consola al punto máximo. Yo, por el contrario, sentía que había descubierto algo genial, único, revelador. Los ritmos de batería, elementales, rozando lo tribal, lo hipnótico, me fascinaban. Los bajos, como latidos, tan elementales como fundamentales, sostenían el caos. Las voces adolescentes de los hermanos Reid cantándole a botas de cuero y a distintos sabores, dulces o amargos, comenzaron a mostrarme que era posible crear, expresar algo mediante el sonido, o simplemente hacer ruido estimulante. Además, con este disco aprendí que en la música no se requería de habilidades acrobáticas para lograr escribir una bella canción.




lunes, 4 de mayo de 2020

DOS

Sin embargo, muy a pesar de mi pronóstico, en algún momento el único programa de videos que podía ver en alguno de los cinco canales de televisión por aire disponibles, escuché “Pretty in Pink” de Psychedelic Furs, una canción del disco “Infected” de The The y otra de Jesus and Mary Chain, supongo que de “Psychocandy”. Esas canciones cambiaron mi percepción sobre la música popular y me revelaron sonidos diferentes, deformes, imprevisibles, que iban más allá de las tontas nociones musicales que la profesora de música de la escuela secundaria intentaba inculcarme. Su visión retrógrada y su estilo coercitivo no hicieron más que confirmar que esas canciones que había descubierto por azar me abrían puertas hacia experiencias con el sonido de las que nadie me había hablado. Experiencias que me movilizaban y me incentivaban para que me involucrara en un mundo nuevo y desconocido para mi. Había encontrado una razón para hacer música.




domingo, 3 de mayo de 2020

UNO

Cuando empecé a coquetear con la idea de hacer música, a mediados de 1987, no tenía ni puta idea de cómo tocar un instrumento musical, ni mucho menos de cómo escribir una canción. Mi única educación musical hasta ese momento se remontaba a la escuela primaria, donde habían intentado enseñarme – sin éxito – a tocar la flauta dulce: el maestro de música se desesperaba cuando me escuchaba soplar desaforadamente sin lograr emitir más que pitidos y zumbidos disonantes con un instrumento considerado simple y elemental. La verdad es que en esa época todavía no había escuchado ninguna música popular que me estimulara. Solamente me sentía atraído por algunos temas instrumentales como los de la presentación de las series “La Pantera Rosa”, “Misión Imposible” y “El Superagente 86” o por la música de los spaghetti western que miraba los sábados por la tarde. Muchos años pasaron antes de que supiera que las músicas que más me gustaban habían sido compuestas por Ennio Morricone. Todas esas bandas de sonido, aún hoy las aprecio. En las fiestas que organizaban mis compañeros de colegio pasaban músicas pop de moda que no despertaban ningún interés en mí. Todo esto logró hacerme pensar que la música nunca me movería ni un solo pelo.


sábado, 2 de mayo de 2020

CERO

En mi casa, cuando era chiquito, había un tocadiscos. Luego un grabador de casete mono y más tarde uno estéreo. Mi viejo es ingeniero y laburó para Ranser y para Kenia-Sharp. Por esa razón, había bastante aparataje. Sin embargo, eso no garantiza que hubiera música que a mi me interesara. Tuve un vinilo de Meteoro, bastante gracioso, que incluía el hit “Blues de la goma pinchada”. Otro de Trapito – sí, el de la película de García Ferré – que era tan deprimente que haría quedar a cualquier grupete dark-emo-gótico como un bebé de pecho llorando por la teta. Infaltable, el simple del Dragoncito Chipy cantándome el feliz cumpleaños. El resto de los discos, tan olvidables y prescindibles que se me hace imposible traerlos nuevamente a mi memoria. En casete, hubo unos cuantos también. Esos títulos los recuerdo un poco más porque al ser un medio portátil, mis viejos los llevaban de vacaciones. Había uno de los Bee Gees, uno de los Carpenters, un par de ABBA, un par de Paul McCartney, de Edith Piaf, de Charles Aznavour y algún que otro franchute – porque a mi vieja siempre le gustó mucho escuchar cantar en francés, Recuerdo especialmente uno de Eydie Gormé y el Trio los Panchos que mi viejo ponía siempre en el auto, que me parecía bastante gracioso, del que aún podría tararear “Luna lunera”. Un amigo de mi vieja, para un cumpleaños, me regaló uno de Kiss y el primero de Queen. Ese fue mi primer coqueteo con el rock. Era lo que había y, la verdad, no me convencía para nada. Por eso no profundicé. En algún momento, no sé cómo, tuve uno de Tears for Fears. Creo que estaba de moda mientras cursaba séptimo de primaria. En ese momento, comencé a comprender que el hecho de que algo estuviera de moda y que a mucha gente le gustara, no significaba que a mi también me gustaría. Más o menos en esa misma época, me regalaron “90125” de Yes. El temita de difusión invitaba a algo, pero a mi no me despertó ningún interés. Quizás sea la voz del cantante que me resultaba tan poco convincente, tan gélida y decepcionante, tan falta de sangre y de vida... De los casetes que había en mi casa durante mi niñez, solo recuerdo con estima el de Glenn Miller, el de Frank Sinatra y una colección de tres casetes que incluían temas de películas antiguas, música que estaba interpretada por Big Bands de jazz. Hoy, después de tantos años, he cerrado el círculo pues, finalmente, mucha de la música que más aprecio está vinculada al jazz en alguna de sus tantas variantes.