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sábado, 2 de diciembre de 2023

CIENTO SESENTA Y NUEVE

Para concluir, no se puede asegurar tan a la ligera que si te gusta la propuesta musical de un sultano, te va a gustar indefectiblemente la música que produce otro mengano solamente porque ambos tipos coquetean con un mismo estilo, porque ambos tipos detentan un vozarrón con similares características, tanto en timbre como en intensidad. Tampoco porque la prensa diga que fueron íntimos amigotes, como culo y calzón, que compartieron una habitación de mala muerte en un hotelucho californiano allá por los comienzos de sus carreras y que, aparentemente, una señorita con ciertos encantos naturales cautivaba en la misma medida a cada uno de ellos. Ménage à trois ? ¿Quién sabe? Lo único que se puede asegurar es cada uno de estos tres se ganó su nombre y su público gracias a una carrera musical en solitario. Pesos más, pesos menos; más prolífica y expansiva para uno; tan vehemente y apasionada como críptica y enigmática para el otro. Lamentablemente, de la chica lo único que puedo afirmar es que en las fotos de su juventud se le aprecia una admirable belleza, que era una mujer bastante bonita, quoi ! De su música no puedo decir nada ya que nunca escuché ninguno de sus álbumes. ¿Misoginia musical? No. Simplemente, ninguna de las portadas de sus álbumes despertó mi interés como para que invierta un manguito en alguno de sus discos.

En tercer lugar, cuando alguno de los presentes detenta una alta dosis de histrionismo, forzosamente el resto pasa a un segundo plano, pasa casi inadvertido. Además, como si fuera poco, el segundón puede llegar a ser acusado de imitador barato, de apropiador. En ese momento de duda, cabe preguntarse quién será el maestro, cabe preguntarse quién será el aprendiz. Surge este cuestionamiento existencial para el que ni los mismos protagonistas podrían brindar un testimonio certero. Imaginate que sus recuerdos seguramente continúan nublados por el humo de sus puchos y por el vapor etílico proveniente de los vasos de whisky que circulaba amenizando sus fervorosas charlas. Imposible no quedar mareado, confundido por las anécdotas dislocadas, desatinadas. Imposible acercarse a cierta compostura. De cordura, ni hablar.

En segundo lugar, cuando los medios de comunicación especializados no mencionan a un artista es como si este no existiera. Ni siquiera se provoca un vacío porque para que exista el vacío debe reconocerse aquello que completaría dicho vacío. Se entiende, ¿no? ¿Hará ruido un árbol al caer si nadie está ahí para escucharlo? ¿Cómo sonará la música si nadie está presente para escucharla? Ese es el problema de los outsiders, de los marginales, de los marginalizados, de los que están de la vereda de enfrente, en el otro lado del mundo, escondidos – sea por decisión propia, sea porque son los eternos incomprendidos. Aunque merezcan que se les preste atención, que se los tenga en cuenta, permanecerán eternamente en el anonimato y serán unos pocos los agraciados que accederán a su mundo para deleitarse y disfrutar de su propuesta. Ha sucedido en todas las épocas y con todas las ramas del arte. Quizás esté bien que existan artistas impopulares, para que unos pocos de nosotros los descubramos y nos deleitemos al escuchar ese secreto bien guardado, ese tesoro escondido. De esa manera se nos vuelven exclusivos. Alimentan nuestra individualidad, nuestra unicidad. 

Para comenzar, si un tipo decide que su disco tiene que llamarse “Extremely Cool” alguno le dirá soberbio, otro que padece de un desborde de confianza. Lo único cierto es que invita a que le presten atención porque es un título extremadamente copado – o extremadamente berreta – y es difícil de que pase desapercibido. Por si fuera poco, si el tipo en cuestión se codea con el mundillo de la farándula y se da el lujo de que Johnny Depp y Tom Waits – su viejo camarada de juventud devenido estrella de la música popular mundial – hayan colaborado en la grabación de sus canciones, quiere decir que este desconocido, este ignoto, este tal Chuck E. Weiss, es uno de los grosos. De esos a los que la popularidad les resbala, de esos a los que la fama les tiene sin cuidado. De esos a los que les importa un bledo que los medios de comunicación especializados no los mencionen porque tienen más que ofrecer que una cara bonita y una canción pegadiza. Tienen huevos, y bien puestos.

Una tarde, en Tokyo, mientras paseaba por las calles del codiciado barrio de Shinjuku, no pude evitar entrar a la famosísima tienda Disk Union – disquería de ensueños, tan impresionante que dispone de un local diferente para cada uno de los géneros y estilos musicales, para cada una de las épocas de nuestra música envasada – me encontré cara a cara con un disco del que conocía la existencia pero que hasta ese momento me había resultado esquivo. Lo miré, sonreí ante el espantoso collage de la portada y lo agarré firmemente. No lo dudé y, a pesar de no entender ni una palabra de lo que el disquero me decía, logré pagarlo con mi estimadísima tarjeta Visa del banco TD Canada Trust del boulevard Saint-Laurent de Montréal, que tantas alegrías como esta me dio, y salir como loco del local blandiendo mi nuevo trofeo.





viernes, 17 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTISÉIS

Conocer artistas nuevos no es tarea sencilla cuando lo que se busca va más allá del mero entretenimiento. Estar atento a las recomendaciones es una de las posibilidades. Sin embargo, no hay que fiarse demasiado ni del gusto ni de la percepción ajenos. Dejarse llevar de las narices o de las orejas, si preferís, suele no ser la mejor opción. Te exponés a resultar decepcionado. Cuando estoy a la pesquisa de material nuevo, lo que avala mi decisión al incursionar en la obra de algún artista que desconozco se justifica en los entramados de relaciones entre las obras de diferentes músicos. Por ejemplo, me topé por primera vez con un tema de esta banda oriunda de New York cuando compré el compilado “New Coat Of Paint” con reversiones de canciones de Tom Waits en la disquería Beatnick sobre la rue Saint-Denis, en Montréal. Lo cierto es que en un primer momento, el nombre de la bandita de estos muchachos me pasó completamente desapercibido. Me detuve en otros detalles. Siendo gran fan de la obra del viejo Tom, escuchar las versiones que ofrecía este álbum se auguraba prometedor. Sobre todo porque años antes había conseguido “Step Right Up”, el primer volumen de este homenaje, también publicado por el sello Manifesto, el que me había cautivado. No se repetía ningún artista. ¡Gran noticia! Al leer la contratapa, vi que participaba Lydia Lunch, lo que garantizaba que al menos una de las canciones tendría sentido en mi colección. También aparecían los Knoxville Girls, grupete reventado de mi estimado Kid Congo Powers, y, finalmente, Sally Norvell, una cantante que junto a Kid Congo me había ofrecido un par de lindos discos bajo el nombre de Congo Norvell. Un entramado que puede llegar a marear. A veces, a aclarar las cosas. Otras, a darle cierto sentido a las decisiones que uno toma. Resumiendo, de entrada, conocía solo a tres de los artistas que participaban. Un tiempo más tarde, investigando un poco más, descubrí que Kid Congo había participado con su ronco graznido en un disco que se llamaba “With All Seven Fingers”. Lo encargué por correo al sello en Alemania. Para mi sorpresa, recién cuando recibí el paquete me di cuenta de que se trataba de aquella banda oriunda de New York que participaba en el homenaje a Tom Waits a la que no le había dado ni un poquito de pelota. A fin de cuentas, todo tuvo sentido. Porque ese disco de Botanica me pareció genial. Aunque sigo sin comprender cómo se les puede haber ocurrido ponerle un nombre tan poco sugerente a su banda, tan poco pregnante. De esos que pueden pasar inadvertidos, sin pena ni gloria, sin llamar tu atención a pesar de tenerlo justo enfrente de tus ojos. Eso sí que no tiene sentido.

viernes, 28 de mayo de 2021

CIENTO DOCE

Ya sabés que soy un seguidor empedernido de Rowland S. Howard. También sabés que Tom Waits es una de mis más grandes debilidades. Imaginate cuando me enteré de que These Immortal Souls, la banda del guitarrista australiano, aparecía haciendo una versión de “You Can’t Unring a Bell” en el compilado “Step Right Up (The Songs of Tom Waits)”. Salí corriendo a buscarlo por todos lados. Recuerdo que lo conseguí en Rock’N Freud, por casualidad. La verdad es que no iba casi nunca a esa disquería. Quedaba muy lejos de mi casa. Muy trasmano. No sé cómo se me ocurrió darme una vuelta por ahí. Quizás era mi última opción. Finalmente, tuve suerte. Hoy, viendo las cosas desde otra perspectiva, a pesar de lo que he disfrutado al escuchar esa y otras canciones reinterpretadas por tipos que me han cautivado, empecé a percibir a estos discos un tanto innecesarios. Me gustan, claro que sí. Sin embargo, siento como si se aprovecharan de nosotros cuando lanzan este tipo de álbumes. Si bien es cierto que yo lo busqué, que yo decidí comprarlo y nadie me obligó formalmente; también es cierto que cuando un artista que te gusta publica material nuevo, inédito, retrabajado o con alguna mejora técnica que te llama la atención, una fuerza inexplicable te tironea y te hace cometer el atropello de comprar algún disquito que de haberte agarrado fresco y con todas las luces, quizás no se te ocurría ni mirarlo. Lo que saben los marketineros de las compañías discográficas son dos cosas bien simples: la carne es débil y es muy difícil que la gente apasionada logre evitar actuar por impulso. No sé qué te pasa a vos, pero cuando encuentro algún álbum que me llama la atención, me ciego y toda la mesura que suelo desplegar en todos los otros ámbitos de mi vida cotidiana, súbitamente desaparece y dejo de tener control sobre mis manos que manotean la billetera, sacan la tarjeta de crédito y sácate. En un acto reflejo irreprimible e irrefrenable, en un santiamén, soy poseedor de un nuevo CD para mi colección. Qué se le va a hacer. Para algunos, será la bebida, la timba, los burros, las minas, los fierros, la joda, el afano, la adrenalina y las experiencias extremas; para otros, las creencias religiosas, las prácticas místicas o los psicofármacos. Para mí, es comprar discos. Eso me da satisfacciones infinitas, inexplicables, muchas veces  incomprensibles. Porque en definitiva, más allá de que la tapa de un disco tenga una terminación impecable, tanto desde su diseño como desde su fabricación, cuando uno compra un disco está comprando algo intangible. El disco lo llevás hasta tu casa, claro que sí. Sin embargo, cuando lo hacés reproducir por el equipo de audio, aunque te pongas a leer los créditos en el librito, los nombres de los temas en la contratapa; aunque te pongas a ver las fotos de la portada o reflexiones sobre el título del álbum, de lo que en realidad estás disfrutando es de la música, de los sonidos, de los ritmos, de las melodías, de las armonías, de todos conceptos abstractos que nunca lograrías poseer entre tus manos si no fuera por la existencia de los distintos medios y soportes que se han ido utilizando desde el siglo XIX: los discos de pasta, los de vinilo, las cintas de magnetofónicas de todo tipo, los 8-Track, los casetes, los VHS, los LaserDiscs los CDs, los MiniDiscs, los DATs, los DVDs, hasta los pendrives y memorias de computadora. Todos inventos que se han diseñado para intentar contener aquello que es más escurridizo que el agua, más esquivo que cualquier gas. Aquello que se escapa, que es incontenible, que rebota aquí y allá sin permanecer en ninguna parte, que logra eludir cualquier intento por atraparlo, por retenerlo. Finalmente, el sonido se desplaza a través del éter en plena libertad, evadiéndose de todos los vanos intentos por poseerlo. Dicha posesión no es más que una ilusión. ¿Será por esta razón que la música despierta tanto interés en mí? ¿Será que con el tiempo me he dado cuenta de que nuestra libertad no es más que un artificio? ¿Será que percibo a la música como la máxima expresión posible de libertad a la que se puede anhelar?

sábado, 24 de abril de 2021

CIENTO NUEVE

Cuando uno no tiene mucha guita, apuesta por un disco porque la intuición o el olfato le dicen que se arriesgue y si resulta que el disco está más que bueno, es un evento que vale la pena festejar. Si la jugada sale bien en dos oportunidades seguidas, es mucho más que una carambola. Significa que tenés mucha muñeca o mucho más culo que cabeza. No hay punto medio. A mí me pasó algo así cuando revisando las ofertas de Cesar Po, en la esquina de Varela y Rivadavia, vi el disco “Jesus' Blood Never Failed Me Yet” del compositor inglés Gavin Bryars. Si bien es cierto que lo compré porque decía que el viejo Tom Waits interpretaba una canción, también es cierto que el resto del disco podría haberme resultado infumable. No fue el caso. No solo me fascinó la obra sino que, además, fue el compositor que me abrió las puertas a la música contemporánea. Me picó el bichito y cada vez que veo un disco de este genial músico británico no puedo resistir a la tentación y lo sumo a mi colección. Unos trece discos de su autoría en mis estanterías me respaldan. ¿Si compraría más? ¡Obvio!

Como segundo ejemplo de mi sobredimensionada suerte en la compra de discos voy a citar otro CD que compré en la misma disquería de mi barrio de Flores, la que lamentablemente ha bajado su persiana para dejarla oxidándose y que nunca más podamos ver abiertas sus puertas al paraíso. Se me escapa un lagrimón por cada disquería que he visitado y que hoy descansa en paz. No somos nada. Retomo el hilo de mis memorias. Finalmente en Cesar Po compré unos cuantos discos. Fue mi proveedor habitual durante mi adolescencia, cuando daba mis primeros pasos en el mundo del coleccionismo musical. De más grande, creo que no visité tanto el local porque andaba mucho más por los cien barrios porteños y tenía la posibilidad de encontrar nuevas cuevas donde descubrir discos interesantes. Además, lo cierto es que los muchachos de esta disquería emblemática de Flores habían cambiado el rumbo y ya no ofrecían demasiadas novedades sino que se habían dedicado a satisfacer la creciente demanda del público cumbiero y ellos solitos se cavaron la fosa. Nunca supe de nadie que comprara más de dos discos de cumbia. ¿Para qué? Si son todos iguales. En resumen, en la sección de las ofertas, ponían todo aquello que tuviera poco color y poco brillo en la imagen de la portada. Si la tapa era en blanco y negro, estaba condenada. Por suerte, el disco “Urban Urbane” de David J cumplía la pena máxima y estaba marcado con un valor irrisorio, casi regalado. Entre toda la brillantina, las lentejuelas y el raso flúo, esa tapa tan oscura pasaba desapercibida. Estaba en el fondo de la batea, olvidado, escondido, quizás. Imaginate que el público fiestero se hubiera percatado de su existencia. Esos pobres mortales a los que les gusta mover el esqueleto habrían caído en un pozo depresivo irremontable si sus retinas hubieran sido expuestas a semejante representación de las tinieblas. Al final, fue como en el cuentito del patito feo. El que parecía ser el disco más deslucido, menos agraciado de la pila, resultó ser un discazo que por suerte no dejé pasar. Cuando se es sapo de otro pozo, no hay nada que hacer. No se es valorado como se merece y se depende del azar para salir a flote.



jueves, 8 de octubre de 2020

SESENTA Y TRES

Ya había escuchado “The Stooges”, “Fun House” y “Raw Power” de los Stooges, en vinilo, gracias a Juan Carlos. “Lust for Life” de Iggy Pop solista, en CD, en la disquería de Charly, también mientras iba a la escuela secundaria. “Fun House” lo compré en el parque Rivadavia, un par de años más tarde. “Lust for Life” lo compré un tiempo después en Musimundo. (Seguro que un poco más barato de lo que pedía Charly, porque la verdad es que aunque la pasaba bien yendo a charlar a esa disquería, no había que tener un sexto sentido para darse cuenta de que el gordo inflaba tanto los precios como se le fue inflando su panza con el correr de los años. Argumentos sobre la dificultad de conseguir el material, la dificultad de encontrar uno en tan buen estado – aunque estuviera bastante maltratado. Argumentos sobre las diversas cotizaciones, del dólar, de la libra esterlina y hasta del yen para intentar vacunarte. Argumentos sin fin para desvalijarte. Lamentablemente, solo algunas de las malas costumbres de muchísimos de estos tipejos que operan en el mundillo de la compra-venta de discos – estos viles sujetos – que a pesar de los años no pasan de moda. Por lo general, se trata de gente infame que opera sobre la necesidad de todo sonívoro, o simplemente de todo fanático de algún grupo de música, de conocer alguna nueva obra, algún nuevo disco, alguna nueva expresión musical que lo ha cautivado.) Me enojé y me fui de tema. Estaba hablando de Iggy Pop e iba a mencionar que revisando los discos que ofrecían en una pequeña disquería sin nombre que estaba a media cuadra de la plaza Flores, en la misma en la que compré varios de los discos de Tom Waits de la primera época a precios más que razonables, también compré “The Idiot”. Apenas lo vi, recordé que Juan Carlos me lo había recomendado. No dudé y me lo llevé. Aunque este álbum lo disfruté solo, extrañando aquellos memorables encuentros musicales en los que intercambiábamos información, anécdotas y nombres de discos que no podíamos dejar de escuchar, mientras sonaba en mi equipo, no podía evitar recordar a Juan Carlos asegurando que este álbum había servido de inspiración a muchos de los grupetes “dark” que apreciábamos. Otro clásico.   



domingo, 13 de septiembre de 2020

SESENTA

No me gustan los discos en vivo. Me molestan los aplausos. Me molestan los interminables solos de batería. Me molesta que se escuchen los coros del público. Generalmente suenan mal y me hacen dudar sobre mis gustos musicales. A veces, cuando escucho una grabación en vivo de un grupo que aprecio, ese álbum me hace sentir que ese artista al que tenía en alta estima cae estrepitosamente en mi valoración y, luego, me lleva mucho tiempo reconciliarme con él. Decidir volver a escuchar nuevamente alguno de sus otros álbumes se me hace difícil y, obviamente, la grabación en vivo la desecho y nunca más vuelvo a escucharla. Es cierto que muchos de esos álbumes duermen en mis repisas para completar mi colección, porque las portadas me parecen lindas, porque el disco contiene alguna canción que no aparece en ningún otro álbum o simplemente porque les guardo cierto cariño. Sin embargo, conservarlos no implica volver a escucharlos.

Con el tiempo, de la mano de mis descubrimientos musicales, me fui dando cuenta de que muchos artistas solo publican grabaciones de sus shows, sobre todo muchos músicos de jazz y de músicas improvisadas. Lo que me hizo comprender que no todas las grabaciones en vivo son prescindibles. 

Hurgando en mi inconsciente, llego a una conclusión: tengo que confesar algo. No es nada grave, sin embargo, temo que haya mentido. Uno de mis discos favoritos, al que he escuchado incansablemente, es “Nighthawks at the Diner” de Tom Waits. Se trata de una grabación en vivo, con muchísimos aplausos.