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sábado, 31 de julio de 2021

CIENTO VEINTIDÓS

Todos tenemos alguna que otra obsesión. Están los que escuchan sus discos según el orden que les han asignado en una caja de zapatos y respetan el turno de cada uno de ellos para evitar reproducir más uno que otro. Están los que escuchan discografías completas siguiendo el orden de aparición de cada álbum. Están los que compran distintas versiones de un mismo disco solo porque una trae un póster y otra una postal. Están los que compran las versiones japonesas de los discos a pesar de saber que los bonus tracks exclusivos para el mercado japonés generalmente son el desecho de las sesiones de grabación del álbum. Estamos los que compramos un disco por la imagen de la portada apostando al buen gusto y a la experiencia. Están los que solo compran un disco siempre y cuando no sea la edición nacional. Están los que aseguran no poder disfrutar de la música grabada si no la escuchan en vinilo. Están los que compran vinilos porque se han vuelto chic y se sienten atraídos por la onda retro-vintage que emana de ese objeto inútil si no tenés bandeja giradiscos en tu casa. Están los que saben que querés comprarles un disco que ellos tienen, te lo muestran y cuando le preguntás por el precio, finalmente, te dicen que decidieron no venderlo. Están los que compran CDs, compran vinilos, compran DVDs, compran casetes, compran lo que venga, y no tienen ni puta idea, ni de lo que han acumulado, ni de dónde han apilado el nuevo material que, evidentemente, nunca escucharán. Están los que compran y venden, vuelven a comprar para volver a vender el mismo disco por segunda vez, para finalmente confirmar que les sigue interesando tenerlo en su colección y que son unos pelotudos que perdieron tanto guita en las operaciones de compra-venta como un álbum que les gustaba y del cual nunca deberían haberse desprendido. Están los que atesoran discos por duplicado sin esgrimir ningún tipo de argumento. Están los que van tachando los títulos de los álbumes que consiguen en el catálogo del sello que coleccionan. Estamos los que hacemos listas interminables con todos los discos que desearíamos incluir en nuestra colección. Están los que aseguran que nunca comprarán otro disco mientras revisan las bateas desbordantes de alguna disquería que nunca antes habían visitado. Están los que han sido beneficiados por la tecnología y cada vez que visitan una disquería comprueban en un listado de Excel que llevan en su tablet que el disco que están a punto de comprar no lo tienen repetido. Están los que solo conocen la carrera discográfica de sus artistas preferidos a través de compilados o greatest hits. Están los que entran a una disquería decididos a salir del local con algún disquito que no exceda el presupuesto miserable que se han fijado de antemano, sin importarles ni el intérprete ni el género. Están los que compran cualquier cosa que tenga impreso el nombre de su artista de predilección. Están los que nunca han desarrollado un gusto personal y son llevados de las narices por alguna moda o por algún individuo carismático que les sirva de referente. Están los supuestos melómanos rockeros que en su vida solo han escuchado cuatro discos de los Beatles o, quizás, de los Ricotitas, tres de Soda o, quizás, de los Stones, dos de Floyd o, quizás, de Divididos y uno de Serú o, quizás, de Nirvana. Están los supuestos audiófilos que solo bucean nuevos sonidos a través de Spotify, pues ofrece los MP3 en alta calidad. Estamos los sonívoros que buscamos nutrirnos con todos los ruidos y todos los sonidos que andan dando vueltas por ahí, donde sea, como sea. Están los monofanáticos que le brindan fascinación exclusiva a un único artista. Están los que cuando te ven comprar un disco te advierten que la primera época de ese grupo era muchísimo más copada, pretendiendo hacerte sentir que tiraste tu plata a la basura. Están los que conocen y escucharon algún disco más que vos de tu artista preferido y te lo restriegan por la cara. Están los que sabiendo que hacés música y que coleccionás los discos de algún fulano inmediatamente te etiquetan como imitador del artista en cuestión. Está el que pensando que algún artista top está en franca decadencia sostiene que él logrará ocupar el lugar vacío que deja esa estrella caída. Están los que cuando compran un disco nuevo cortan el celofán con extrema prolijidad usando una trincheta para poder reutilizarlo. Están los que conservan cada uno de los stickers promocionales que acompañan a los discos, en los que los sellos discográficos suelen brindar, sea alguna información relevante para seducir al potencial comprador, sea algún comentario o crítica favorable de la prensa que estiman atrayente para cautivar nuevo público para sus artistas. Están los que al comprar un disco cuya tapa está impresa en negro pleno sufren como condenados al anticipar las marcas de sus huellas dactilares y saber que nunca lograrán removerlas. Están los que al comprar discos usados los someten a una limpieza profunda utilizando diversos productos – alcohol, bencina, detergente, jabón líquido, pasta de dientes – como si de esa manera fueran a lograr borrarles su pasado en manos de otro y pudieran recuperar su estado original, rebobinar el tiempo hasta el momento justo en el que el disco salió del celofán. Están los que usan guantes de cirujano para sacar los discos del empaque y ponerlos en el equipo. Están los que no logran conciliar el sueño y sufren de insomnio cuando prestan algún disco de su colección. Están los que escriben su nombre en los discos esperando que, si los pierden, de esa manera, podrían llegar a recuperarlos. Están los que escriben música para películas imaginarias, inexistentes. Estoy yo que adoro los simples y los EPs y sigo comprándolos a pesar de que muchos de mis amigos insistan sobre su inutilidad por su breve duración y por la poca cantidad de canciones que ofrecen.

Tengo que admitir que cuando se me pone algo en la cabeza, no paro hasta lograrlo. Yo quería tener la discografía completa de un negrito que había tocado el bajo en un par de bandas que me resultaban más que interesantes. Creo que ya te he hablado de él. En Buenos Aires había logrado conseguir algunos de sus álbumes, cada uno en una tienda distinta. “Moss Side Story” en Tabú. “Soul Murder” en Rock’n Freud. “The Negro Inside Me” en Abraxas. “Oedipus Schmoedipus” en El Oasis. “As Above So Below” en Oíd Mortales. “The King of Nothing Hill” en Bonus Track. También estaba decidido a conseguir sus simples, que eran unos cuantos. En Buenos Aires, imposible. Por suerte, al llegar a Montréal conocí rápidamente la existencia de La Subalterne donde pude encontrar al menos tres de ellos. Luego, conocí Beatnik, L’Oblique, L’Échange y Cheap Thrills, donde fui consiguiendo los que me faltaban. Cuando para completar su discografía solamente tenía que sumar “Delusion”, la única banda de sonido que Barry Adamson había compuesto hasta ese momento – sin contar la de “Gas Food Lodging” en la que su participación era más que breve, álbum que ya había conseguido en una disquería de mala muerte que en algún momento operaba en la avenida Corrientes a metros de la avenida Callao, supe que no me quedaba otra opción que encargársela a los muchachos de Atom Heart que en unos pocos días me hicieron tan feliz al entregarme el CD como debe haber estado el viejo Barry cuando por fin le comisionaron la música para una película. A él que desde hacía rato venía demostrando que era un grandísimo maestro en la composición de bandas de sonido, aunque les faltara la película. 

Estamos los que en la pesquisa de los discos que queremos para nuestra colección abrimos el abanico y nos damos la posibilidad de conocer todas y cada una de las tiendas que estén a nuestro alcance, sin atarnos a ninguna de ellas.

lunes, 28 de junio de 2021

CIENTO CATORCE

Tantas veces le dije a mi vieja durante mi adolescencia “éste va a ser el último” mientras le pedía unos mangos para comprarme algún disquito que había visto en Abraxas al salir de la escuela secundaria que saber que uno de los últimos CDs que compré en Buenos Aires antes de ir a vivir a Montréal lo hice precisamente en esa disquería me da escalofríos. Recuerdo que mi amigo Cristian me había prestado “Casanova”. Yo había conseguido “A Short Album About Love”. Resultado: había encontrado un grupo que empezaba a movilizarme como para procurarme algunos títulos más. Un día pasé por Abraxas después de una breve ausencia por la zona y distinguí “Liberation”, también de Divine Comedy, en el mismo y preciso sitio en el que recordaba haberlo visto la última vez que había pasado por allí. Haciendo memoria, recordé que conservaba ese lugar desde hacía varios años. En esa misma esquinita. Inmóvil. Esperándome encajado entre las varillitas de aluminio que recorrían desde las paredes del local hasta las vidrieras, seguramente desde que había sido habilitado. ¿Quién sabe? Quizás, ya estaban allí desde antes de que existiera la tienda de discos. Incluso desde antes de que existiera la Galería 5ta Avenida de la avenida Santa Fe. Era como si ese lugar hubiera estado reservado para ese único título. Extravagante o demencial, el tiempo dirá. A pesar de todo, lo compré. No solo porque tenía ganas de hacerlo sino porque siempre me sentí intimidado por la punzante mirada del dueño. A penas pasabas más de cinco segundos con la vista posada sobre un disco, parecía exigirte la compra pues podrías haberlo ojeado. Sin duda, otro de los tantos personajes con los que uno ha debido toparse en la búsqueda de discos en nuestra querida ciudad de Buenos Aires.

Muchos años más tarde, al regresar de Canadá, no tuve mejor idea que tratar de retomar viejos hábitos y pasé a visitar la susodicha disquería. Tené en cuenta que desde la última vez que estuve ahí habían pasado más de cinco años y medio, quizás hasta un poquito más. Lo primero que me impactó fue el déjà-senti de un áspero olor a humedad mezclado con olor a cemento de contacto viejo, reseco, y olor a alfombras roñosas que me transportaron a mi adolescencia, cuando aún buscaba vinilos de algún que otro grupete dark. Quizás hasta alguna pulga vieja que anidaba allí desde los años ´80 me reconoció y volvió a picarme para confirmar nuestra amistad. Una ternurita de alimaña. El segundo impacto fue una sensación de déjà-fait que me invadió mientras recorría con mi miraba las mismas paredes forradas de discos sostenidos por las mismas varillitas de aluminio de las que tenía un recuerdo bien grabado en mi memoria. Aunque quizás, habían perdido un poco de su brillo original. Paredes que había recorrido con mi mirada una y mil veces en tiempos pasados. En tiempos en los que la mirada todavía estaba adquiriendo experiencia, en los que se juzgaban otras cosas. Lo que me impactó en un tercer lugar fue una mezcla de un déjà-vu y un déjà-vécu que, como un cachetazo, me hizo volver al aquí y ahora confirmándome que lo que estaba viendo, efectivamente, ya había estado delante de mis ojos en alguna otra oportunidad, que ese instante se asemejaba peligrosamente a otros que había vivido otrora y que no se trataba de ningún trastorno neuronal que me estuviera afectando. Nada había cambiado en ese sitio y me sentí aterrorizado. Tantas nuevas experiencias había tenido en los últimos años, tantas cosas nuevas había visto y vivido que encontrarme en un punto del universo en el que el tiempo pareciera no haber seguido su curso natural, me dio claustrofobia. Para colmo de males, ese día, el dueño de la disquería estaba atendiendo. Como no le hice ninguna pregunta sobre ningún disco ni me detuve demasiado sobre ninguna tapa en particular, pensé, ilusamente, que saldría airoso de ese lugar. Craso error. El tipo se acordaba de mí y me preguntó si yo había sido cliente suyo. Además, me dijo que hacía mucho que no me veía. Lo cual era totalmente cierto. Le expliqué lo de mi estadía en Canadá, brevemente. Luego, sinteticé mi regreso a la Argentina en un magro “llegué hace una semana”. Mucho que decirle no tenía. Amigos, nunca fuimos. Siempre fue una relación comercial la que mantuve con esa persona. Es más, nunca supe su nombre. Seguramente, él tampoco el mío. Sin embargo, el comerciante, en su soberbia, sintió la necesidad de hacerse el simpático, de esbozar una sonrisa, que yo veía por primera vez en mi vida, y me dijo: “volvés a Buenos Aires y no podés dejar de visitar la mejor disquería de la ciudad”. No ha existido momento más desalentador en mi vida de coleccionista de discos. Fui a visitar una disquería de la que guardaba un buen recuerdo, a la que tenía en alta estima desde mis tiempos mozos, y salí con la cabeza gacha, abatido por la realidad de haber vuelto a ver después de una ponchada de años los mismos discos de los mismos artistas en el mismo lugarcito de la pared. Como pienso que la música es necesariamente movimiento, la inmovilidad que experimenté en ese momento y en ese lugar, la sentí como el peor flagelo para este arte que nos permite que el sonido y el ritmo se expandan por el éter sin restricciones, sin límites. Como te podrás imaginar, nunca más volví a sentir la necesidad de pisar esa tienda de discos. Magister dixit. 

viernes, 11 de septiembre de 2020

CINCUENTA Y OCHO

Estimo que la mayoría de los buceadores de las disquerías under de Buenos Aires han debido toparse con la jeta del dueño de una famosa y duradera tienda de discos, al solicitarle alguno de los títulos en exhibición en el afán de escucharlo para confirmar que se trataba de una música que cumplía con los requisitos necesarios y suficientes como para desembolsar la faraónica suma de billetes que uno debía estar dispuesto a dilapidar para obtener ese placer fugaz, efímero y pasajero que significa comprar un disco nuevo. El problema real se desvelaba cuando finalmente uno se decidía por la negativa y se veía en la inconfortable situación de anunciarle al susodicho que el disco que acababa de escuchar no era de su agrado o interés. En ese instante, a este disquero, al que conocí cuando tenía entre catorce o quince años, se le transfiguraba la expresión y se notaba que debajo de esa cara de orto hacía un esfuerzo sobrehumano para ocultar al asesino serial que quería descuartizarte por no haberle comprado el disquito que le habías pedido de escuchar. Algo muy diferente sucedía cuando el disco era de tu interés y le anunciabas, sacando la billetera, que aunque habías tenido que vender un riñón, estabas dispuesto a pagarle esa suma que sacudiría la economía de cualquier humilde coleccionista. Teniendo conocimiento de las cualidades de este tipejo, rara vez le pedía un disco para escuchar. Sin embargo, un día tomé valor, pues en el anaquel relucía un álbum del que había escuchado hablar, o del que había leído algún comentario, y al ver la foto de la portada estaba casi seguro de que se trataba de un grupo que superaría mis expectativas. Solo necesitaba exponer mis oídos a unos pocos segundos de alguna canción para obtener una confirmación completa. Simplemente, porque en aquella época no me sobraba el dinero y comprar un disco que no me gustara representaba una doble frustración: malgastar el dinero en un álbum no fundamental era perder la posibilidad de acceder a otro que, quizás, lo fuera. Así fue que con mi mejor cara de póker le pedí el segundo álbum de Tindersticks, el de la foto en blanco y negro en la que los flacos están en una sastrería esperando para confeccionarse unos trajes a medida, el que dice el nombre del grupo en celeste. Ese día, como muy pocas otras veces, tuve la dicha de poder ver el rostro de este disquero bipolar brillar por el reflejo de las monedas con las que le pagué un disco que nunca me he arrepentido de haber comprado.


domingo, 17 de mayo de 2020

QUINCE

No recuerdo qué fue lo que me motivó para que comprara un disco de Hendrix. En vinilo tuve dos, “Smash Hits” y “Crash Landing”. Los compré en alguna de las tiendas de usados de la avenida Corrientes. Había empezado a valorar otros sonidos y a abordar otros estilos musicales: mis proveedores de discos habían dejado de ser con exclusividad Tabú de la Bond Street o Abraxas. 

Recuerdo que para comprarlos tuve que pedirle plata a mi viejo, pues aún era un adolescente. Como siempre, en lugar de recibir una palabra de aliento o un consejo sabio, él me dijo: “Para qué querés otro disco si son todos iguales, son todos redondos y negros”. Su respuesta, en lugar de desmoralizarme, me motivó y en ese momento decidí que para comprar más discos tenía que rebuscármela y conseguir el dinero de alguna otra manera: empecé a colarme en el colectivo cada vez que podía; lo que me aseguraba un vinilo al mes si lograba hacerlo todos los días. Claro, alguna vez me agarraron. Creo que fue así que perdí la vergüenza.

Muchísimos años más tarde, en la época en la que vivía en Montréal, en uno de mis cumpleaños, mi vieja me llamó para saludarme y me dijo: “Comprate un par de discos, yo te doy la plata cuando nos veamos”. Me fui al HMV de la calle Sainte-Catherine Ouest y compré los tres primeros de The Jimi Hendrix Experience. Aunque no recuerdo si finalmente me dio el dinero o no, conservo esos tres CDs como un gran regalo de cumpleaños.