miércoles, 21 de diciembre de 2022

CIENTO SESENTA Y DOS

Para un pobre sudamericano pobre como yo, vivir en el primer mundo tuvo sus beneficios. Vivir en el primer mundo otorga el privilegio de estar cerca de todo, cerca de la pomada. Además, al estar un poquito más holgado con el dinero me dio algo de soga y pude dedicarme a ponerme al día con la carrera de una buena cantidad de artistas a los que me interesaba escuchar desde hacía rato pero que tenía relegados por no disponer de los recursos económicos necesarios para despuntar el vicio. Completé discografías de artistas que sabía que apreciaba enormemente, aunque los hubiera relegado para poder acceder a otros que llamaban mi atención momentáneamente. Completé discografías de artistas que quería tener en mi colección, aunque no coincidieran plenamente con el resto de mis gustos. Completé discografías de ciertos artistas que habían llamado mi atención en algún momento de mi sonívora vida, aunque hubiera sido tímida o fugazmente. Completé discografías de artistas que ni siquiera sabía que existían hasta que no empecé a frecuentar las disquerías de Montréal. Allí, accedí a material de artistas que nunca hubiera imaginado que llegaría a estar entre mis manos. Accedí a material raro, rarísimo, casi inconseguible. Un mundo aún más extenso se me abrió cuando empecé a comprar discos on-line a través de Gemm, Musicstack, Ebay o Discogs. Compré de todo. Discos impensables, discos increíbles, discos impactantes, discos intensos, discos interesantes, discos inescuchables, discos impresentables, discos inexcusables, discos que me hicieron sentir como un imbécil.

No recuerdo con precisión cuál fue el criterio que adopté para ir completando, acrecentando, mi colección. Creo que cuando algo despertaba mi interés, profundizaba. Quizás para no perder el hilo, para fortalecer el vínculo con el artista, para tratar de no tener discos huérfanos, difíciles de rastrear en los estantes. Lo único cierto es que el crecimiento fue exponencial. De un grupo que a uno le gusta, se puede seguir la carrera de cada uno de sus miembros. De cada uno de los integrantes de esos grupos, se puede seguir la discografía de cada uno de sus proyectos paralelos, de sus proyectos solistas. Esos proyectos paralelos, proponen nuevos músicos a los cuales uno puede seguir escuchando para incluirlos en la colección. Es un círculo vicioso interminable, eterno. Ejemplos, sobran. 

Siempre leo los créditos de los discos que escucho. Ese ritual, esa manía, los respeto desde el primer día en el que compré un casete. Continuó con los vinilos. Con los CDs no hubo excepción. A pesar de que en Discogs se encuentra toda la información necesaria de cada disco, sigo leyendo – ayudándome con una lupa, tanto los títulos de las canciones como los créditos de los álbumes de la cubierta del disco, mientras lo escucho. Lo que más extraño de los vinilos es la abundancia de imagen, de color, de información, que permite el tamaño de sus embalajes. Tamaño que se puede duplicar o triplicar si te ofrecen un diseño que se despliegue, ese que en la jerga llaman gatefold. Codiciado. Cotizado. Impactante cuando lo tenés delante de los ojos. Además, no te olvides que también te pueden ofrecer un sobre interno impreso o decorado – en coherencia con el arte de tapa – en lugar del clásico sobre protector blanco neutro con el agujero central para poder leer la información disponible sobre la etiqueta del disco. 

Durante mi adolescencia tuve tres vinilos de un mismo grupo que disfruté intensamente: “Another Music in a Different Kitchen”, “A Different Kind of Tension” y “Singles Going Steady”. Con estos tres álbumes me di cuenta de algo raro. Al leer los créditos, vi que los integrantes del grupo, en algunas canciones, diferían de los autores; algo poco usual cuando no se trata de una banda de covers, de homenaje; algo que me desconcertaba. Parecía que todo había quedado ahí, que se trataba de un nombre más. De un nombre sin rostro, sin historia. Craso error. Atando cabos descubrí que el nombre de ese tipo aparecía también en otros álbumes a los que había tenido acceso, en algunos casos sin haberlo sabido en su debido momento. Escuché un disco llamado “The Correct Use of Soap”, en la casa del gordo Gonza, compañero de banco de la escuela secundaria canuto como nadie, que se negó a prestármelo para que me lo llevara a mi casa para degustarlo como corresponde y leer los créditos para enterarme de los pormenores del álbum. Algunos añitos más tarde supe que el de los créditos de aquellos tres vinilos también cantaba ahí, además de ser el artífice de las letras de las canciones. Más o menos en esa misma época, cuando todavía me cautivaba la mística del sello 4AD, pude comprar “It’ll End in Tears”. Cada vez que lo escuchábamos con mi amigo Juan Carlos, cuando llegaba “Holocaust”, el tercer tema del lado A, él me decía emocionado: Howard Devoto, Howard Devoto, Howard Devoto; suspiraba y se mordía levemente el labio inferior, mientras le brillaban los ojos por el deleite que le provocaba disfrutar de esa canción. Tenía toda la razón al emocionarse.

Por si no lo conocías, Howard Devoto, fue el cantante de la primera formación de un grupo punk británico originario de Manchester conocido simplemente como Buzzcocks. El talento vocal de este muchacho solo puede apreciarse en “Spiral Scratch”, primer 7" del grupo, disco al que pude acceder recién cuando el sello Mute Records lo publicó por primera vez en CD, disco al que pude acceder durante mi adolescencia tardía, cuando ya me acercaba peligrosamente a ser un viejo choto. Honestidad brutal, ante todo. Era un pibe, pero del ayer. Los años pasan, che. Sin embargo, a pesar de que esta música tiene un alto contenido de rebeldía adolescente, envejeció bien y cualquier adulto que aprecie el rock fresco, espontáneo, puede disfrutarla sin ruborizarse, sin avergonzarse, por tratar de ocultar alguna que otra canita bajo la transpiración del pogo improvisado en el living de su casa. Quizás sea el aporte del letrista y cantante, nuestro adorado Devoto, que ofrece una pluma mordaz, punzante, incisiva, crítica, creativa. Para algunos, ambiciosa, por proponer temáticas inusuales para el género. Para otros, peligrosa, por incentivar a las neuronas del oyente a despertarse del agónico letargo propuesto por la sociedad de consumo. Para los menos, soberbia, por dedicarse al buen escribir cuando la inmensa mayoría prefiere el mero entretenimiento al aporte intelectual duradero que trascienda fronteras espaciales, temporales o culturales. Luego, este muchacho formó la descomunal banda Magazine, única en su género, imposible de encasillar, imposible no caer rendido ante sus encantos. De esta segunda banda de Devoto, me quedé con las ganas durante unos cuantos años por la mezquindad del flaco de la escuela secundaria del que te hablé antes. Al final, me desquité con creces. Tuve la suerte de conseguir en el Parque Rivadavia los CDs de “Play” y “Magic, Murder and the Weather”, a buen precio. Me cautivaron. Pero más me cautivó la posibilidad de conseguir todos y cada uno de los álbumes del grupo en su versión japonesa, réplica del vinilo original en miniatura, en el Tower Records de Tokyo, cuando visité el país del sol naciente. Un lujo. 

El llamado del coleccionista completista que llevo adentro me llevó a descubrir la existencia de varios proyectos del venerado Howard Devoto de los que nunca había escuchado nada, de los que nunca antes me había enterado. Primero, conseguí “Jerky Versions of the Dream”, su único álbum solista, publicado al siguiente año de la disolución de Magazine, con el que me brindó lo que esperaba de él. Ni más, ni menos. 

Luego, supe de la existencia Luxuria, su dúo de finales de la década de los ’90, que continuaba con las obsesiones a las que nos ha acostumbrado desde el comienzo de su carrera y lo posicionaba – para bien y para mal – al margen de las propuestas de sus contemporáneos, con elementos que lo han hecho inventarse un tiempo paralelo que le permite moverse a sus anchas sin caer en la tentación de la imitación como medio para tratar de obtener un lugarcito en el Olimpo de la música pop. Sus logros, le pertenecen. Sus logros, son su propio mérito. Lamentablemente, los discos de Luxuria son tan buenos como son esquivos. Me costó conseguir este material. Me costó, porque no fue fácil. Me costó, porque lo pagué bastante saladito en Ebay, gracias a una amiga que no paraba de apostar y mientras el valor subía decía: “si Dios quiere, lo vas a tener”. Ganó la apuesta por obstinada y porque ella no pagaría la cuenta. Dios quiso que el que pusiera la tarjeta de crédito fuera yo. De todas maneras, no puedo quejarme demasiado. Conseguí una edición japonesa increíble. Un box-set naranja flúor – apropiadamente llamado “Beast Box” – que contiene los dos álbumes del grupo con bonus tracks, un VHS con videos de cada una de las trece canciones del segundo disco de la banda y un libro con cada una de las letras de Howard Devoto desde el comienzo de su carrera, a finales de los años ’70, hasta las de estos dos álbumes, de finales de los ’90. Otro lujo.

Aparentemente, el flaco se pudrió del show business y decidió retirarse del mundillo de la música para dedicarse al archivado fotográfico. Acto seguido, silencio de más de diez años. Merecido descanso para la billetera del coleccionista. Vos tranquilo, Howard. 

Nuestra crisis del corralito del 2001 me hizo pasar por alto su proyecto del nuevo milenio. Como no tenía ni un triste peso para gastar en nada, no me informaba sobre los discos que se publicaban. Me mantenía totalmente al margen para no desesperarme por no poder comprar ni un disco usado rayado. Otra compra relegada, pateada para adelante. Y fueron… Afortunadamente, no pasó tanto tiempo entre el momento de la publicación del disco y el momento en el que tuve acceso a este material. Como te decía, vivir en el primer mundo, tiene sus ventajitas. De su proyecto ShelleyDevoto no solo pude conseguir sin ninguna dificultad un ejemplar nuevo y sellado del álbum “Buzzkunst”, sino que además conseguí el simple promocional de la canción “’Til the Stars in His Eyes Are Dead” que incluye dos temas inéditos. Lujazo. Con este dúo, Devoto nos termina de confirmar algo que ya se sabe: el flaco ha sido un genio comprendido a medias, esquivo, fuera de tiempo y lugar. Como me gustan a mí.

Quizás porque el silencio también es parte de la música, una vez más, silencio. Por suerte, Howard Devoto no se hizo desear por otros diez añitos. Reunió a Magazine, incluyendo a la otra mitad Luxuria, para dar unos shows y ofrecer un DVD de los conciertos, además de un disquito en vivo de las viejas épocas de la banda y otro recopilando temas de la carrera del grupo. El fan, aquietado. Pero la máxima sorpresa estaba por venir. El último aliento de este veterano que permanece en la memoria colectiva de los amantes de la música, de la contracultura, no se hizo esperar demasiado. Me chantó en la cara, sin pompa ni platillos, un “No Thyself” que me dio la impresión de se un adiós, no el hasta luego al que me había acostumbrado. Cuando comprendí esto, casi se me escapa una lágrima.

Finalmente, compré todos los discos que tuvieran escrito en la tapa Magazine, Luxuria o Howard Devoto. Si se cruzaron por mi camino, están en mis estantes. Por las dudas. Para que nada se me pasara por alto. Para disfrutar de la música de este capo sin ningún tipo de límite.

lunes, 5 de diciembre de 2022

CIENTO SESENTA Y UNO

Cupones vienen, cupones van, nuevos discos sonarán… Gracias a esta iniciativa de los muchachos de Atom Heart fui enriqueciendo mi colección. Ya te había contado que esta disquería de música alternativa situada sobre la rue Sherbrooke est, a metros de la rue Saint-Denis, en el Quartier Latin de la ciudad de Montréal, con cada compra te reconoce el 10% del importe de la factura transformándolo en cupones con puntos. Una vez que juntás suficientes cupones, si al sumar sus puntos te acercás al precio de un disco que te interesa, te lo llevás sin más trámite que darle los papelitos que fuiste guardando celosamente en tu billetera tanto a Francis, a Raymond, como al empleado de turno. ¡Un éxito! De esta manera, multipliqué la cantidad de los discos de mi colección sin prisa, pero sin pausa. Cada tanto me hacía de algún título nuevo que no conocía más que de vista. Con los cupones siempre elegía algo que me llamaba la atención pero que no habría comprado naturalmente, que de otra manera no habría llegado a mis manos. Así fue que empecé a conocer nuevas propuestas musicales a las que el saldo de mi cuenta de banco no me habría permitido acceder. Finalmente, gracias a Atom Heart, logré expandir mis gustos. Pensá que en una época, cuando sacaba un billete, como el dinero siempre ha sido un bien medianamente escaso en mi realidad, iba a lo seguro. Con el tiempo me volví un poco más osado, más impulsivo. Lamentablemente, terminé comprando muchos discos a los que hoy no les encuentro el sentido en mi colección. Ocupan lugar, juntan mugre y polvo. Algún día los venderé, no te preocupes. 

Todos los sonívoros – algunos más, otros menos – nos obsesionamos con los árboles genealógicos de los grupos y de los artistas que nos apasionan. Seguimos sus ramificaciones considerando proyectos paralelos, colaboraciones y apariciones varias para degustar las trayectorias de esos músicos que muchas veces se convierten en una insignificante agujita en el pajar cuando barajamos los nombres de aquellos que han hecho su aporte a nuestra cultura musical. Nos preguntamos qué le hace una manchita más al tigre y compramos otro disco, y otro, y otro más… Aunque el tipo solo haya estado respirando en el estudio mientras se grababa una canción, lo consideramos un aporte inestimable e imprescindible para su discografía. Somos bastante pelotudos. Nadie lo puede negar.

El rock nunca ha sido mi fuerte. El rock de garage, menos. Sin embargo, unos cuantos exponentes del género me han permitido descubrir algo digno de apreciar en esta música tan primitiva como visceral. Creo que lo que más me atrae es el componente tribal, hipnótico, que obliga al oyente a entrar en un trance brutal que lo abstrae de su realidad cotidiana, que lo hace moverse y saltar impulsivamente como una bestia irracional con ánimos de romper todo lo que se cruce por su camino. Además, el cántico simple y directo de estas canciones suele ser altamente recordable. No se puede decir que las melodías o las armonías que se escuchan en los discos de este género sean de una gran sofisticación, pero cumplen con su cometido: instalarse en la memoria colectiva del rebaño que las usará como himno hasta el hartazgo y les extirpará de raíz el sentido – siempre y cuando hubiera existido alguno, que las tarareará desvergonzadamente, que agitará tanto la cabeza como los pies al recordarlas, que se verá obligado a mover gran parte de su esqueleto sin lograr contener los impulsos espasmódicos provocados en su cuerpo al confrontarse con el incesante pulso del ritmo de esta música. Creo que los que me iniciaron en el género fueron The Birthday Party y, más tarde, The Stooges. Para muchos sería más que suficiente conformarse con esos dos pesos pesados. No para mí. Seguí indagando. 

Gracias a una remera amarilla con la ilustración de un zombi medio punk que parecía salir de una película de terror de clase B con la leyenda “Bad Music for Bad People” que llevaba un compañero de la escuela secundaria, conocí el nombre de los Cramps. Ni él, ni yo los escuchábamos por aquel entonces. Pero, al menos, el nombre me quedó picando. Cuando pude, compré algunos de sus álbumes. La intriga había quedado intacta a pesar de todo el tiempo que había pasado. Finalmente, al escuchar la música de estos exacerbados yanquis, la promesa de aquella imagen con mirada torcida que parecía exigirte sin derecho a réplica que prestaras atención a este grupo de deformes fue cumplida con creces, lo que me hizo sentir que la larga espera había valido la pena. 

Muchos años más tarde, en la casa de mi amigo Cristian, pude escuchar por primera vez “The Modern Dance” de Pere Ubu. Grupo raro, cautivante. Todavía hoy sigo buscando sus discos para completar mi colección. Tranquillement, pas vite.

Creo que también gracias a Cristian me introduje en el extraño mundo de Captain Beefheart & His Magic Band. Todos sus discos me han dejado sin palabras y me han hecho mover la patita sin parar. ¿Ocultismo, hechicería, encantamiento o brujería? Simplemente magia, pura magia.  

La revista Esculpiendo Milagros, allá por 1992 ó 1993, me llevó a descubrir a Gallon Drunk, de los que pude conseguir los dos primeros álbumes casi de inmediato gracias a mi amigo Leo que por aquel entonces importaba discos para vender en el Parque Rivadavia. Quedé pegado a la primera escucha. Desprolijos, rotosos, gritones. Con la mejor de las ondas. Encima, las tapas eran geniales. Me hice fan instantáneamente y fui consiguiendo cada uno de sus álbumes, simples y todo disco que incluyera alguna de sus canciones que no estuviera disponible en otro lado. Como dicen, me hice completista. Tal fue mi interés que seguí la trayectoria de sus integrantes. Por suerte mis magra economía, era breve y sin demasiados meandros. Algún que otro disco solista del cantante. Alguna colaboración con otros grupos. Efímeros proyectos. Efímeras participaciones. El único que montó un verdadero proyecto paralelo, fue Max Décharné, el primer baterista de este combo londinense. Desarmó los tachos, se las tomó y agarró el micrófono. Se hizo cantante, che. Lamentablemente, demoré en percatarme de sus talentos vocales. Pasaron muchísimos años hasta que gracias a los famosos cuponcitos de la disquería Atom Heart, me decidí a llevarme de las bateas “A Walk on the Wired Side”, cuarto álbum de su banda The Flaming Stars. Había logrado sobrevivir sin esa música durante largos lustros y no me parecía reveladora. Sin embargo, tenían algo que me enganchó y me hizo seguirles la carrera hasta el último de sus alientos, en 2006. Si no los ubicás, fijate en el arte de las tapas de sus discos, seguro que te terminás tentando con alguno.

viernes, 25 de noviembre de 2022

CIENTO SESENTA

Es muy difícil encontrar las palabras adecuadas, las palabras justas, las palabras precisas, para describir la emoción que sentí al enterarme de que el cantante de uno de mis grupos preferidos de todos los tiempos se había embarcado en un nuevo proyecto y que, después de más de diez años de silencio, estaba por publicar un nuevo álbum. Todo era prometedor. Desde el título del álbum, pasando por la misteriosa imagen de la portada, por el curriculum del músico electrónico que lo acompañaba, hasta la ansiedad del fan que quería volver a escuchar aquella voz grave interpretar nuevas melodías y hacer vibrar los parlantes. En lo único en lo que le pifiaron – y bastante fulero – fue en el nombre del grupo. Quisieron hacerse los geniecillos, los lingüistas avezados, e inventaron una palabra sin ninguna gracia ni sentido, quizás hasta infantil, poco pregnante y para el olvido. Errare humanum est.

Intenté comprarlo en las habituales tiendas de discos nuevos que frecuentaba en Montréal y me desayuné con que no estaba disponible en ninguno de los catálogos de las distribuidoras. Inhabitual para un país en el que logré conseguir de todo. Sin hacerme demasiado drama, encargué el disco por correo, directamente al ignoto y minúsculo sello europeo. El vocalista británico acababa de publicar su primer álbum en muchísimos años, con un colega italiano del que nunca había escuchado hablar, a través de un sello discográfico sueco desconocido hasta para la madre de su propio dueño. Una decisión un tanto excéntrica, creo. ¿Habrá querido asegurarse de que nadie lo reconociera para no quedar pegado con su propia historia, para poder despojarse de su personaje? ¿De artista de culto a artista oculto? Me da la impresión de que un tipo fácil nunca debe haber sido. Nunca lo sabremos con certeza, no hay suficiente información circulando por internet sobre este tipo.

Una vez más, había que armarse de paciencia y esperar. Afortunadamente, la espera fue breve y me fue preparando para el momento en el que inserté el disco en el equipo. Con ganas pero sin desesperación, pude disfrutar de la nueva propuesta musical de este artista al que empecé a escuchar a los quince años de edad gracias a un par de casetes del enigmático sello británico 4AD que habría publicado el empresario argentino Daniel Grimbank a través de su sello DG discos, allá por la mitad de los años ’80. ¡Qué lo parió! Habían pasado una ponchada de años y había podido deleitarme gracias a unas cuantas experiencias enriquecedoras para mi vida musical non-stop. Sin embargo, estaba atento a la sorpresa y tan contento como perro con dos colas al poder disfrutar nuevamente de la voz grave de este cantante que tanto me había cautivado. Desde los primeros sonidos, la música me dejó sin palabras, casi perplejo, y me llenó de emociones. El título de la obra se amoldaba a la perfección a la propuesta sonora y rítmica. Mejor, imposible. La cadencia de la música, entre gomosa y oscura, donde los pulsos electrónicos avanzaban con dificultad, daba ganas de sumergirse en un sofá esponjoso y dejarse engullir por sus almohadones. Un placer. “Mud Black” era, sin duda alguna, el título ideal para un álbum con tales características. Michael Allen, el vocalista en cuestión, no se conformaba con haberme seducido, con haberme hipnotizado con su magnífico grupo The Wolfgang Press en mi tierna adolescencia sino que apostaba aún más fuerte, me dejaba boquiabierto y a la espera de una nueva entrega de su maduro y casi incuestionable Geniuser. – Como te imaginarás, el muy turro no tuvo mejor idea que dejar macerar su proyecto y hacer desear a todos sus fans hasta el hartazgo, como se le había hecho costumbre. – Se trataba claramente palabras mayores entre las propuestas existentes, entre las producciones de un género que suele repetirse, que suele apostar a hipnotizar al oyente con su monotonía. Que suele estar loopeado y ofrecer mínimas variaciones. Se trataba de un paso más allá para la música electrónica. Una música creada gracias a las nuevas tecnologías en expansión, a los bits y a los beats. Una paradoja… Este grupo creó una música sin tiempo preciso, atemporal, que logra alinearse con un género musical que requiere y exige una precisión rítmica milimétrica no negociable. Se trata de un grupo que se atreve a quebrantar al género del que se alimenta para ofrecernos una música personal y sublime, única e impagable.

Es cierto que los nombres que los artistas eligen para sus proyectos nos hacen soñar, nos hace volar. Algunos más, otros menos, otros casi nada. También es cierto que esos nombres pueden llegar a desmerecer la calidad de un proyecto, de su música. Una mala elección puede llegar a condenar al proyecto de un artista reconocido a que pase desapercibido, a que su público lo pase por alto al no provocarle ninguna sensación que lo invite a descubrirlo, además, a que no despierte el interés en ningún potencial nuevo oyente. No nos olvidemos que el nombre marca, que el nombre define. Sin embargo, aunque el nombre del proyecto no sea prueba fehaciente de ninguna genialidad, lo que finalmente debe importarle a un melómano, a un sonívoro, es el genio musical, la impronta sonora, las sensaciones auditivas que provoca el ruido armónico, el ruido elegante. ¿No?

martes, 25 de octubre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y NUEVE

Como todo sonívoro que se precie, he comprado discos por correo en todo el mundo, provenientes desde los cuatro puntos cardinales. Desde Alemania, Argentina, Australia, Bélgica, Brasil, Canadá, China, Dinamarca, Escocia, España, Estados Unidos, Francia, Gales, Grecia, Holanda, Inglaterra, Irlanda, Israel, Italia, Japón, México, Noruega, Polonia, Portugal, Rusia, Suecia, Suiza, Venezuela; y andá a saber si no me olvidé de alguno… 

Tuve la suerte de no tener demasiados disgustos con esas compras a distancia, aunque si algo tenía que salir mal, salió mal. Mi nombre mal escrito. Mi dirección con errores. Algún disco partido, algún otro rayadito. Tapas deterioradas, ajadas, perforadas, plagadas de huellas digitales, con etiquetas de precios, con el nombre de su antiguo propietario, con incisiones profundas provocadas por algún elemento cortante o punzante, pegadas con cinta de embalaje. Paquetes rotos o desarmados de los que podría haberse escapado el contenido. Recuerdo uno, todo mojado, que conservaba algunas gotitas de agua dentro de la cajita del CD, además del librito húmedo y totalmente dañado. Algún título equivocado – que afortunadamente resultó contener una música genial obligándome a conseguir más material del grupo en cuestión. Algún otro, decepcionante – una de cal, una de arena. A veces, algún disco de menos, otras, alguno de más. Paquetes por duplicado. Incluso, diferentes formatos del disco pedido en cada paquete. Pero el más llamativo de todos fue uno que estaba impecablemente embalado, con todos los cuidados, para que el digipack no se estropeara, pero, al abrirlo, sorpresa: el disquito plateado no estaba… brillaba por su ausencia.

Como siempre, cuando me obsesiono con algún artista, muevo cielo y tierra para conseguir todos o, por lo menos, la mayoría de sus discos. Algunos se autodefinen como completistas. Yo me defino como insistente y obstinado. No puedo parar hasta encontrar el material que quiero escuchar y coleccionar. Aclaro, si no lo voy a escuchar, no lo colecciono. Por esa razón, solo compro CDs, porque como no tengo bandeja para escuchar vinilos, no tiene ningún sentido para mí acumularlos para no poder disfrutar de los sonidos que contienen. Tampoco soy tan obsesivo, che. Me los pierdo, mala leche.

Una tarde de sábado en la que había salido a dar una vuelta en bicicleta, iba paseando por la rue Saint-Hubert a una altura a la que nunca había llegado antes. De repente, dejó de ser una calle residencial y coqueta para transformarse en una especie de galería a cielo abierto, con un negocio al lado de otro durante unas cuatro ó cinco cuadras hasta llegar a la rue Jean-Talon est. Entre tanta tienda de pilchas o de otras boludeces, no podía faltar una disquería. ¡Menos mal! Como no la conocía, clavé los frenos, encadené mi vehículo de dos ruedas al poste más cercano y me precipité a revolver las bateas. Tengo que admitir que al empezar a revisar los discos, sentí un leve disgusto. Estaba todo desordenado, mal catalogado. Como si estuvieran los Parchís en el mismo estante que Metallica. Vergonzoso. No encontraba nada que me gustara y seguía pasando los discos por inercia, casi sin mirarlos, sin prestarles demasiada atención, cuando una foto sepia de una escena cuasi teatral se destacó entre la mediocridad reinante. Para leer el título tuve que hacer un esfuerzo importante porque nunca salgo a pasear con mis anteojos y la letra era demasiado pequeñita. Finalmente, pude descifrar “Each Man Kills the Thing He Loves”, un título quizás no tan estimulante pero, al menos, movilizante. Un poquito más abajo, escondido en el ángulo inferior derecho de la portada, estaba escrito el nombre del artista, también casi ilegible. Sin embargo, lo reconocí de inmediato. Era uno de los tres vocalistas de los salvajes irlandeses Virgin Prunes. Subversivo y escandaloso grupo que había conocido gracias a Juan Carlos en algún momento de los años ‘80. Interesante hallazgo. Inmediatamente, saqué el librito del CD y traté de leer los nombres de los músicos que participaban. Reconocí, además, a Fernando Saunders – en bajo, a Bill Frisell y a Marc Ribot – en guitarras. Hasta ese momento nunca había encontrado la excusa para seguir la carrera de este explosivo cantante. Aunque había disfrutado intensamente del álbum “The Moon Looked Down and Laughed” y del video “Sons Find Devils” – ambas producciones de su primera banda, estimo que la dificultad para conseguir este tipo de material en Buenos Aires y la falta de dinero para comprarlo me llevaron a desistir de su búsqueda. Ésta fue la primera ocasión en la que me topé con uno de sus discos en una tienda, a un precio accesible y razonable. Por suerte, no lo dejé pasar. A pesar de la alegría que me dio, a esta disquería no volví a visitarla nunca más. No cubrió mis expectativas, era un bordel, una pena.

Este disco, como tantos otros, fue la punta del ovillo gracias a la que tuve acceso a la discografía de un artista genial. Buscando y buscando, en otras de las tiendas de la avenue Mont-Royal est, encontré “Shag Tobacco”, casi regalado, en un cajón de ofertas. Un golazo. Como no conseguía ninguno más en Montréal, empecé a rastrearlos por Ebay y luego por Discogs. Encargué “Adam ´n´ Eve” – el álbum que me faltaba, alguna de las bandas de sonido en las que el cantante había trabajado con Maurice Seezer – compositor y arreglador con el que grabó su primer álbum donde firmaba The Man Seezer – y algunos de sus simples. Uno de ellos, “You Me and World War Three”, recuerdo haberlo encargado a un flaco de Irlanda, tierra natal de mi objetivo de turno: Gavin Friday. Estaba barato, el paquete llegó rapidísimo y súper bien embalado. El digipack estaba impecable a pesar de ser usado. Había resistido estoicamente a la travesía transatlántica, al arduo clima canadiense y a la brutalidad de los agentes aduaneros. Me puse contento. Aunque la alegría me duró bastante poco. Dispuesto a escuchar nueva música, al abrir la portada para sacar el CD e insertarlo en el equipo, me desayuné con la peor noticia: el disquito plateado no estaba en la bandeja. Una patada en las bolas. Inmediatamente, reflexioné sobre los pasos a seguir. El importe que había pagado por el envío por correo era mayor que el precio de venta que había pagado por el disco. Devolverlo al remitente, también me costaría más que ese valor. Conclusión, luego de explicar lo sucedido al vendedor, le propuse que en lugar de reenviarle el digipack vacío y que él reembolsara mi pago – considerando que en ese caso el único que seguiría ganando dinero sería el servicio de correos, que solo me devolviera el valor del disco sin sumarle el costo del envío. De esa manera, yo me quedaría con el envase sin el contenido y él no habría gastado dinero sin sentido al enviarlo. Aceptó. Nunca sabré si era verdad que el tipo no se había dado cuenta de que el disco no estaba en su lugar o si lo sabía muy bien, se hizo el boludo, y me quiso cagar. Who knows? Como te imaginarás, no podía quedarme con los brazos cruzados, ni dejar de buscar esa pieza para mi colección. Inconcebible dejarla chueca. Al tiempo lo conseguí nuevamente, esta vez completito. Sin embargo, nunca pude deshacerme del digipack vacío. Lo conservo como un trofeo más de la lucha contra un sistema que tiende a usar y defraudar al coleccionista. Un sistema para el que muchos de nosotros solemos ser el hazmerreír de los traficantes de discos. Un sistema que en algún momento nos perderá y se extinguirá sin derecho a réplica. No les queda mucho tiempo de vida, lo saben. Su ambición desmedida los ha perdido muchachos y su fracaso es irreversible. Chau, chau, adiós. 


sábado, 1 de octubre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y OCHO

La tentación se presenta en varias formas para un comprador de discos. Podemos decidir fanatizarnos por un grupo, por sus integrantes. Podemos obsesionarnos por seguir la carrera de algún cantante, de algún músico, de algún compositor, de algún intérprete, de algún arreglador, de algún productor. Podemos apasionarnos por tal o cual instrumento; sea por los de cuerdas, sea por los de viento, sea por los de percusión, sea por los acústicos, sea por los eléctricos, sea por los electrónicos. Podemos enfermarnos por un género, por un estilo, por un tipo de música. Podemos embobarnos por algún sello discográfico. El problema se presenta cuando nos enganchamos con cada una de las formas con las que se nos presenta la tentación. Jodido para el cerebro pero fundamentalmente para el bolsillo. Cuando el gusto es amplio, no hay billetera que aguante. Por esa razón, uno se ve obligado a convertirse en un experto especulador, conocedor de los mejores reductos donde estirar al máximo los billetes, las tarjetas de crédito o de débito, para no quemar el presupuesto diario estipulado para la compra de discos y quedar en rojo desde la primera semana del mes. Tanto en Buenos Aires como en Montréal me especialicé en encontrar las disquerías que ofrecieran los mejores precios sin necesidad de recurrir al desagradable, al infame regateo; sin prescindir ni de la calidad de la música que consumo ni del buen estado de los discos que compro, obvio. 

Recuerdo que un día, cuando trabajaba en la agencia Soleil Communications de marque, rompieron el chanchito y me inscribieron en un curso para que aprendiera los rudimentos básicos del lenguaje HTML para poder enchufarme algunos sitios de internet para que los laburara – responsabilidad que hasta ese momento había eludido con extremada destreza diciendo que no conocía ese lenguaje de programación. ¡Mentira! No solo sabía perfectamente cómo manejar ese lenguaje, sino que además lo detestaba desde lo más profundo de mi ser. Razón por la cual, me hice debidamente el boludo para evitar tener que lidiar con el infame y desagradable Diseño Web. Resumiendo, durante una semana tuve que fumarme un curso en el que me explicaron todos y cada uno de los conceptos que ya conocía. A pesar de que fue un plomazo, tuve buena suerte porque además de pagarme para no ir al trabajo, el cursito terminaba a las tres de la tarde. ¡Un golazo! Lo mejor: quedaba a dos pasitos de Cheap Thrills una de las tantas disquerías que me permitieron acceder a material de segundamano que contribuyó con mi educación musical. Durante esa semana, creo que fui a ver discos todos los días. Te preguntarás si compré alguna cosita. ¡Claro que sí! 

Creo que cada uno de los discos que fui comprando durante mi vida llegó en el momento justo, acompañando algún interés que se había despertado para llamar mi atención. Durante esta semana de vagancia, caí sobre un grupo del sello Thrill Jockey. Sello que había conocido gracias a Tortoise y a algunos otros exponentes de la música norteamericana que optaban por mantenerse apartados de los clichés típicos de la música yanqui. En una entrevista al grupo en cuestión, los muchachos citaban como gran influencia a Gavin Bryars – un compositor y contrabajista inglés, reconocido por sus aportes al minimalismo, a la música experimental, al neoclasicismo y al ambient; que escuché por primera vez gracias a Tom Waits. Como después de tanto tachín-tachín, de tanto sonido al palo, se hace necesario un período de introspección, calculo que previamente había estado enganchado con algo de música electrónica. Me fui para el otro lado. Este grupo usaba todos instrumentos acústicos. Tentador. En alguna de esas tardes en la disquería de la rue Metcalfe, recorriendo las bateas, vi uno tras otro todos y cada uno de los álbumes de Town and Country. Cuando sumé los precios de los seis discos, me percaté de que el monto se elevaba a chirolas si lo prorrateaba con la cantidad de material nuevo que tenía entre mis manos. Sin dudarlo, sin haberlos escuchado antes, me los llevé, sin titubear. Esta compra fue el puntapié inicial para comenzar a profundizar en la obra del contrabajista Joshua Abrams. Un tipo que años más tarde me mostraría nuevas formas de pensar y ejecutar el jazz. Un tipo en tensión entre la tradición y la experimentación. El agua y el aceite. Aunque te parezca mentira, todo tiene que ver con todo. 

domingo, 18 de septiembre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y SIETE

A veces, tengo miedo de estar convirtiéndome en un bicho raro. Conste que me remito simplemente a la observación de mi entorno, de la vida cotidiana. Por el momento, no he detectado en mí síntomas demasiado preocupantes. 

Un día en el que iba a buscar un CD de Chet Baker que había encargado en Insomnio Discos, me crucé en la esquina con un flaco que visiblemente acababa de retirar su pedido en esa misma tienda. Sin conocerlo, pude adivinar que se trataba de un melómano, de un sonívoro o, al menos, de un comprador compulsivo de discos. Compradores de música envasada nunca ha habido demasiados, los reconozco de un vistazo. A veces, los huelo. Lamentablemente, cada vez quedamos menos y no nos queda otra que recurrir a los mismos lugares, a los mismos dealers, para conseguir nuestros tan preciados disquitos y, en algún momento, vamos a terminar conociéndonos todos, seguro. Aunque el pibe era un extraño, un desconocido, me vi reflejado en él, en su actitud. Sin embargo, algo me hizo ruido. Hay que admitir que era un poco más raro que yo. Su forma de manipular el objeto que llevaba entre sus manos, me dejó ver que la situación de compra-venta de discos tiene, además, algo de marginal. Llega a parecer que uno está haciendo algo ilegal. Todo despierta la desconfianza. Se duda de la pureza de esa especie de droga que se acaba de conseguir en un mercado paralelo, informal. Finalmente, para el fisco, no deja de ser un mercado negro, ya que es muy difícil que en estas cuevas te emitan una factura. Todo explica porqué el tipo miraba el frente de su nuevo CD. Lo daba vuelta frenéticamente, le miraba el dorso. Le miraba los cantos, las puntas, los detalles, acercando peligrosamente las extremidades del objeto a su órgano ocular. Está bien jodido, pensé, hecho mierda. A pesar de saber que no tenía nada que ver con ese personaje, no pude dejar escapar mi autocrítica para tratar de comprender mi propia forma de actuar frente a un momento semejante. Ese instante de éxtasis al conseguir un disco nuevo, un disco buscado. Es cierto que cuando compro discos usados los miro un poco para comprobar el estado de la superficie donde se almacena la información, que no haya demasiadas marcas ni rayaduras que puedan afectar su buen funcionamiento. También es cierto que cuido mis discos para que no se dañen, que los limpio si están sucios, que trato de que cada uno esté dentro de una bolsita protectora, que los tengo bastante bien ordenaditos, que no dejo de comprar alguno nuevo cada vez que puedo, que no dejo de leer ni los nombres de las canciones ni los créditos. Sin embargo, nunca me pondría a mirar ninguno de los discos de mi colección de esa manera salvo que alguien me hubiera insinuado que algún mensaje oculto imprescindible para disfrutar plenamente de la música allí contenida se pudiera descubrir solo de esa manera. Lo que me hizo llegar a la conclusión de que el tipo era, lisa y llanamente, un enfermito. 

Completar la colección de los discos de un artista, ¿será de enfermito? Querer escuchar a todos – o a la mayoría de – los artistas de un género musical, ¿también será de enfermito? En ocasiones me pregunto si semejante glotonería musical valdrá la pena. Suelo cuestionarme si seguir comprando discos y más discos tendrá algún sentido. Ante la duda, sigo buscando y sigo juntando. Para arrepentirse, cuando uno ya los consiguió, hay tiempo, lo jodido es rastrearlos cuando se te pasaron sin prestarles atención en su debido momento. El mercado del usado puede llegar a ser muy tirano con un coleccionista sediento, con un completista inquebrantable. En fin, por todas estas razones he ido acumulando una buena cantidad de discos. Por las dudas, por si me van a gustar, por si me van a sorprender. He acumulado de todo, de muchos géneros diferentes. Entre tantos, hay muchos de trip hop y de otros subgéneros similares de la música electrónica, claro. Teniendo en mi haber varios álbumes de las contundentes aunque magras discografías de Portishead, de Massive Attack y de Tricky, sentí la necesidad de explorar este estilo musical que me resultaba más que interesante. Me gustaba la idea de que para esta gente la electrónica no se asociara con la fiesta, con el baile, sino sobre todo, con las sensaciones, con el reposar en un sofá para disfrutar de los sonidos que emanan de los altoparlantes. Después de conseguir los discos de Moonshake y de Laika, que me volaron la cabeza y me marcaron un camino sin igual, seguí investigando. Con el tiempo, caí sobre Alpha – protegidos por uno de los grandes grupos del género; Lamb – comparados por los críticos con otros que realmente valían la pena, aunque a estos les faltaba algo de sangre; Mono – estaba en la misma batea y me gustó la tapa; 12 Rounds – proyecto paralelo de un miembro de otro grupo que estimaba, duerme en un estante sin pena ni gloria; Solex – curiosidad e intriga acompañadas por un precio tentador; Unkle – recomendado por algún desconocido; Cuba – avalado por un sello bastante importante, olvidado entre los otros; y Lakuna – respaldado por el mismo sello importante y por el pasado pomposo de sus integrantes. De todos y cada uno de ellos no puedo expresar más que cierta simpatía. Malos, no son. Pero no siento que hayan producido un cambio contundente en mi percepción sobre este género, ni sobre la música. Algo parecido me pasó con Leila y Bows, otros que no han aportado más que fibra de papel y plástico a mi colección. Para el primero de estos dos, no desembolsé ni un mango, sino que me lo regaló mi amigo Philippe, razón por la cual lo conservo con bastante estima. Como el segundo tiene un arte de tapa muy interesante, con la caja de plástico impresa con serigrafía y el librito diseñado sobre papel vegetal. Como tiene una gráfica muy cuidada, también se justifica su presencia en mi colección. ¿Qué le hace una mancha más al tigre? 

Algo un poco diferente me pasó cuando empecé a escuchar a Broadcast. Tengo que admitir que lo que primero me cautivó de este dúo británico fue la gráfica de las portadas de sus discos, como en muchas otras ocasiones me pasó con otras bandas. Sin embargo, al conocer su música, comprendí que se alejaban un poco de los estereotipos del género, lo que los hacía superarse y ofrecer una propuesta más interesante que la media de sus congéneres. Me gustaron lo suficiente como para rastrear cada uno de sus simples y cada uno de sus álbumes. No eran tantos, pero algunos fueron difíciles de conseguir porque los vendían solo en sus recitales o en su página de internet. Como no iba a ir hasta el Reino Unido para comprárselos, recurrí a mi computadora y a mi paciencia.

Con los discos de Pram, me pasó algo diametralmente opuesto. Las imágenes de las tapas me parecían espantosas y cada vez que las veía me alejaba de esos CDs como si se tratara de agentes transmisores de pestes incurables, leprosos o andá a saber qué otra cosa aún peor. ¡Qué equivocado estaba! Cuando finalmente me decidí. Cuando no encontré qué otra cosa llevar. Cuando embolsé los discos que tenía el flaco de La Subalterne – la disquería de la rue Saint-Denis – y me senté a escucharlos, fueron un puñetazo certero al cerebro. A través del tímpano, claro. Un sonido único. Instrumentos de viento, instrumentos de cuerdas, instrumentos de percusión, instrumentos modernos, instrumentos antiguos, instrumentos clásicos, instrumentos de juguete, ruidos raros. No creo que para los puristas del género esta banda quepa dentro del trip hop, pero como en casi todos los grupos del género cantan chicas inglesas y se coquetea con elementos de la música electrónica, cayó en la misma bolsa, con la misma etiqueta. Además, mi regla mnemotécnica me hizo almacenarlos en el mismo estante, bajo un criterio unificador. Retomo el hilo. A pesar del dudoso gusto del arte de tapa de sus álbumes, no pude resistir y acumulé todos y cada uno de sus discos, hasta los de las tapas más horribles. No me arrepiento. No los escondo. Están ahí, entre mis preferidos, entre los que te recomiendo sin dudarlo. Entre los que jamás prestaría a nadie, bajo ningún concepto.

sábado, 3 de septiembre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y SEIS

Conocí el nombre de este grupo gracias a la insistencia de los flacos que atendían la disquería Stone Crazy, la que estaba en Suipacha y Santa Fe. Sobre todo, gracias al fanatismo de Claudio. El nombre de esta banda de San Francisco era inspirador. Las tapas de los discos que me mostraron, me gustaban. Todo encajaba para que me dieran ganas de conocer su música, pero no me alcanzaba la guita para comprar ninguno de sus discos. Pude escucharlos por primera vez muchos años más tarde, en Montréal, gracias a las ofertas de la Librairie L´Échange, sobre la rue Mont-Royal est. Como siempre, a contramano. Empecé de atrás para adelante. El primero de sus álbumes que conseguí era el último que habían publicado. Además, no era uno de sus álbumes de estudio más laburados, con canciones y arreglos grupales; sino una banda de sonido para una suerte de documental. Además, era un rejunte de grabaciones espontáneas, de composiciones inesperadas, con pistas instrumentales y sonidos varios para completar una propuesta inusual. A pesar de todo pronóstico, me sorprendió. Me movilizó y me abrió la puerta no solo para obsesionarme por rastrear todos y cada uno de los álbumes anteriores de Tuxedomoon y los de cada uno de sus integrantes en solitario. Como si no hubiera sido suficiente, además, me presentó a la colección Made to Measure, de la que me hice fanático y de la que trato de conseguir cada nuevo volumen a medida que va apareciendo aunque no tenga ni puta idea ni de qué hizo, ni de qué hace cada uno de los grupos que participan. Esta rama del sello Crammed Discs se dedica a publicar, generalmente, álbumes de música instrumental bien alejada del consumo masivo. Música compuesta para el cine, para el teatro, para la danza o para otras expresiones artísticas a las que decidan que se ajusten esos sonidos. En algunos casos, ofrecen música compuesta para acompañar el imaginario de algún poeta, cineasta, dramaturgo, escultor, pintor, artista sin obra ni contexto que sueña con la creación de alguna que otra obra de arte sin llegar a concretarla. De ahí el nombre, claro. Se trata de una colección que nos ofrece composiciones hechas a medida y según las necesidades de otro arte, de otra forma de expresión, de otro medio. Esta serie me introdujo a un mundo nuevo de sonidos que nunca antes había pensado encontrar en un mismo espacio, en un mismo entorno. Todo gracias a “Bardo Hotel Soundtrack”, un disco que compré de segundamano, un álbum sin tanta relevancia para la carrera de estos yanquis devenidos ciudadanos del mundo que para esa altura ya no tenían nada que demostrar. Habiendo coqueteado con un sinfín de estilos, incluyendo elementos de la música contemporánea, del jazz, del punk, de la música electrónica, de la canción del bajo mundo y atreviéndose a experimentar con lo que venga, queda claro que ya eran únicos e inconfundibles. Estos capos nos han dejado, nos han legado, un desborde de creatividad inusual en el mundo de la música pop, solo para el deleite de aquel que se atreva a dejarse transportar por terrenos escabrosos y poco confortables, terrenos que parecieran pertenecer a diferentes dimensiones, que parecieran no tener puntos de encuentro, que mezclan lo inmiscible, que nos preparan para aceptar que muchos de los que se proclaman artistas usan equivocadamente el concepto de “creación”. Allí donde debería existir la sorpresa, lo inesperado como ingrediente recurrente, no se encuentran más que fórmulas probadas y aceptadas. Por suerte, es un ingrediente al que algún que otro loquito marginal recurre sin temor a exponerse a parecer desfasado por no adherir al modelo vigente, a la moda. ¿Quién dijo que hace falta bailar y sonreír al cantar o al tocar algún instrumento? 



sábado, 30 de julio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y CINCO

Actuar, de alguna manera, implica engañar, estafar. Para los maestros del engaño que se autodefinen como actores es moneda corriente poner en escena farsas que, a veces, hasta ellos mismos llegan a creer. Vender humo, ilusiones vanas, es su especialidad. Sabemos que solo podemos creer en ellas durante un período de tiempo limitado. Cuando el actor finalmente se saca la careta, la ilusión se desvanece, solo le queda un mísero instante de vida. Cuando se encienden las luces y todo se ilumina, se vuelve a la realidad, se descubren los artificios, las artimañas. La veracidad de lo vivido se pone en tela de juicio. Al bajar el telón, al actor no le queda otra que sacarse el maquillaje y asumir que se ha quedado solo. Que no es a él al que quieren. Que el público fue seducido por su personaje. Que al volver a su hogar para compartir su vida con sus seres queridos, el espectador ya ha despertado de la ensoñación y se ha olvidado de él.

Mudanza va, mudanza viene… Organizar el desplazamiento de las pertenencias personales siempre es un dolor de cabeza – o de bolas. Cajas, cajitas, valijas, bolsos, mochilas, ropa, calzado, vajilla, trastos, papelerío, quizás muebles y electrodomésticos. En mi caso, además, guitarras, teclados, computadoras, micrófonos, cables de todo tipo, más instrumentos, muchos libros, discos y más discos. De todo. Cuando la movida implica un simple cambio de domicilio, de un departamento a otro, de un barrio a otro dentro de la misma ciudad, el nivel de dificultad de la operación puede ser negociable. Cuando el cambio de domicilio incluye trámites consulares, pasaportes al día, documentación, visados internacionales, repatriación de bienes, vuelos con escalas y transbordos, la cosa se pone peluda, se complejiza exponencialmente. Tanta declaración y papeleo te hacen sentir interrogado, cuestionado, como un delincuente. Es así que uno comienza a elucubrar planes siniestros cual traficante o contrabandista; empieza a rebuscárselas de las maneras más inverosímiles para lograr mudar sus pertenencias tratando de gastar la mínima cantidad de dinero y tratando de extraviar la menor cantidad de cosas posibles en el intento. 

Cuando supe que, a pesar de los encantos y beneficios de ser ciudadano del primer mundo, no soportaría vivir de por vida en Montréal, aunque no tenía fecha de retorno a la madre patria, comencé a planificar mi fuga teniendo en cuenta un par de criterios simples y sencillos de aplicar. Diferenciar entre: aquello que necesitaba y quería conservar hasta el final de mi estadía, aquello que quería conservar y podía enviar a Buenos Aires  porque no lo usaba con tanta frecuencia, aquello de lo que podía prescindir y que no me interesaba conservar bajo ningún punto de vista, aquello que necesitaba conservar hasta último momento y que descartaría cuando partiera.

Toda la movida tuvo un laburo de logística impresionante. Estaba atento y cada vez que me enteraba de que algún amigo o conocido estaba por viajar a Buenos Aires le pedía el inmenso favor de llevarme alguna que otra cosita. A veces alguna pilcha, otras, muestras de mis laburos como Diseñador Gráfico. Una vez, una guitarra. Pero, sobre todo, libros y discos. Siempre cuidando de no exagerar con la cantidad de bultos que enviaba para no sobrecargar ni sobreexigir a mis “mulas”. La operación, generalmente, salía a pedir de boca. Sin embargo, como era de esperar, alguna vez tenía que salir para el culo. Entonces, el diablo metió la cola. 

Un día, me enteré de que el padre de una chica argentina que conocí en la casa de uno de mis tantos jefes viajaría a Montréal para conocer a su nieto recién nacido. No dudé en solicitarle un pequeñísimo favor: que le llevara a mi vieja un libro que me había regalado mi amigo Cristian para un cumpleaños, que ya había leído, que no quería perder; además de unos discos que, aunque no los escuchaba asiduamente, quería conservar pues se trataba de un lindo box-set de cuatro CDs que había salido con el matutino Página 12. La chica en cuestión recibió mi paquete y el número de teléfono de mi vieja para que la contactaran y que ella pudiera acercarse a retirar mis cosas donde se lo indicaran. El padre de la piba viajó a Canadá y regresó a la Argentina apenas una semana más tarde. Mi devota madre aguardó pacientemente. Pasaban los días y su teléfono seguía sin sonar ni dar noticias sobre mi paquetito. Pasaron unas cuantas semanas, quizás más de un mes, y el que recibió el llamado telefónico fui yo. Era raro, muy raro. Casi nadie tenía mi número. Mi forma de ser no suele convocar a la gente para que me llame. Estoy lejísimos del millón de amigos de Roberto Carlos, lejísimos, enterate. Del otro lado de la línea, escuché una voz de mujer. Mucho más raro todavía. Rápidamente, reconocí a Marina, la chica argentina cuyo padre se suponía que debería haber llamado a mi madre hacía largo rato. Para ese entonces, había pasado bastante tiempo desde la culminación de su viaje y era la primera vez que daban señales de vida. La piba me llamaba para hacerme una confesión. Daba vueltas y lloraba. Lloraba y daba vueltas. Su balbuceo ininteligible carecía de sentido. Hasta que al final, habrá tomado coraje y se animó a decirme que creía que era muy, pero muy difícil que recuperara mi box-set “Revolucionario” de Astor Piazzolla. ¿Qué? ¿Cómo? Sí, sí… Resulta que su padre, al bajar del avión en Ezeiza, al presentarse para hacer los trámites aduaneros, como tenía pedido de captura por una estafa millonaria perpetrada en el ANSES, gracias a la cual él y sus secuaces – todos empleados de la entidad – habían cobrado durante varios años las jubilaciones de todo pobre difunto al que pudieron hacer salir de la tumba virtualmente para usurparle la identidad y así embolsillar parvas de dinero malhabido. El tránfuga quedó detenido y todas las maletas con las que regresaba de su viaje fueron confiscadas por el personal policial, o el de la Prefectura – vaya uno a saber a quién pertenezca esa jurisdicción.

Rápidamente, al analizar mentalmente el discurso de esta señorita que parecía bastante perturbada, entre sollozo y sollozo pude comprobar que jamás había mencionado el título de mi libro de Juan Filloy. Interrumpiendo en seco sus lágrimas de cocodrilo y sus bien calculados lamentos, pregunté por “La potra”. ¿La qué?, retrucó. No había terminado de explicarle que se trataba del libro que había incluido en el famoso paquetito que estaba en manos de la cana, que confesó un segundo delito de su familia. ¿Qué esperabas? Descendientes de tanos, son. Claro, de tal palo, tal astilla. La muy turra se lo tenía bien guardadito, había metido mano y, sin pedírmelo, se había alzado con mi libro, el que nunca había tomado el avión con su padre y que reposaba en la biblioteca de su casa en Montréal, casi como si buscara nuevo dueño. No encontraba la forma de excusarse. Como te imaginarás, no dejé enfriar las cosas y recuperé mi libro con presteza. Además, dejé de hablar con esa gentuza sin escrúpulos sin ningún tipo de pena. ¡Con amigos así, quién necesita enemigos!

Para mi sorpresa, a pesar de que el vínculo se había extinguido desde hacía ya mucho tiempo, al año siguiente, la hija del estafador volvió a contactarse conmigo para darme el número de teléfono de la segunda esposa de su padre. La mujer había logrado recuperar todos los bártulos del tipo – de su cómplice. ¡Qué tarro! ¡Hay gente con suerte! Además, la mina había encontrado mis discos de Piazzolla entre las pilchas del delincuente. En síntesis, tuve más culo que cabeza y, a pesar de los malos tragos y de los malos augurios, recuperé todas mis pertenencias. No sin antes gastar mucha saliva en insultos. No sin antes gastar mucha saliva en charlas telefónicas vanas que me convirtieron en el espectador de siniestros ardides y estratagemas, de una gran hipocresía, de hábiles puestas en escena en las que esta gran actriz y farsante mostró la hilacha, la herencia genética de su padre, una gran habilidad en el verso para engatusar a un pobre desprevenido. Tené cuidado.

viernes, 29 de julio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y CUATRO

Pocas veces he conocido a un artista de nombre o he accedido a cierta información sobre su obra sin haber tenido la posibilidad de ver cómo luce alguno de sus discos. No me refiero a la experiencia tangible de tener alguno de sus álbumes entre mis manos, sino a la experiencia visual de ver, al menos, la imagen de la portada de alguno de ellos impresa en pequeño formato en un diario o en una revista al acompañar una crítica o un comentario sobre su obra. 

Cuando un coleccionista de discos visita una disquería puede tener una idea precisa de lo que busca o puede dejar que el azar juegue a su favor, que le haga más sencillo encontrar una aguja en un pajar. Personalmente, encuentro que la segunda opción es la más gratificante. La sorpresa, el asombro, que me provoca encontrar un disco que no esperaba, que quizás ni siquiera conocía, es incomparable, inexplicable. Ver que las estrellas comienzan a alinearse es un gran momento. Cuando todo te sale a pedir de boca, de puta casualidad, sin haber previsto que se te cumpliera ningún deseo, te das cuenta de que lo inesperado es aún mejor que un sueño hecho realidad.

Cuando conocí a este cantautor australiano, se dieron todas estas condiciones. El nombre del flaco me sonaba, pero no puedo decir que haya dedicado mi tiempo a la búsqueda de sus discos. Aprecio la obra de muchos artistas australianos, por lo que me he cruzado con más de un nombre en distintas ocasiones sin que en el momento le diera suficiente importancia. Tal es el caso de Ed Kuepper. Había leído sobre la existencia de su grupo Laughing Clowns en alguna nota en la que lo mencionaban junto a The Birthday Party. Más tarde, caí sobre una página de trouserpress.com en la que comparaban a este cantante con Robert Smith y no se privaban de decir que su voz era extraña, nasal, asquerosa, con un rango limitado aunque no dejaban de admitir que se trataba de una presencia dominante. Estimo que lo que logró fijar en mi inconsciente el nombre de este artista fue la forma en la que describían el estilo de su grupo, anunciando que estaba repleto de “los clichés tanto románticos como musicales de una banda de ambiente de club con sonido de jazz de película que se vuelve loca en una elocuentemente asombrosa e intensa declaración sobre la desilusión y la frustración.” Andá a saber qué mierda querían decir con todo eso. Lo cierto es que me debe haber parecido simpático el comentario porque después de casi veinte años de haberlo leído originalmente, para escribir el texto que estás leyendo, lo busqué nuevamente en internet y me di cuenta de que lo recordaba con bastante precisión.

Una tarde de sábado, o de domingo, recuerdo haber pasado por L’Oblique, en Le Plateau Mont-Royal, para mirar las bateas de usados que siempre guardaban alguna sorpresita – no me quedan dudas sobre el día porque durante el fin de semana el que estaba al frente del negocio era Michel en lugar de Luc. Me instalé delante de la batea. Pasando los discos, cautivó mi mirada un sticker con la leyenda “Bonus Album”. Instantáneamente, el nombre del artista me hizo click. Era el australiano del que había leído algunos comentarios interesantes, del que nunca había visto ningún disco. Éste, lo vi de pedo, lo compré por casualidad. En síntesis, tuve más culo que cabeza. El primer disco que encontré de Ed Kuepper, no solo estaba en un impecable estado en la batea de discos usados a escasos $ 12 CAD, sino que además me lo llevé en su edición limitada doble que contenía un disco de regalo. Una verdadera ganga. Con el tiempo fui consiguiendo otros títulos de este prolífico australiano pero creo que ninguno giró en mi lector de CDs más que “Character Assassination / Death To The Howdy-Doody Brigade”. Por si mi suerte no hubiera sido suficiente, resultó ser una joyita.

martes, 28 de junio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y TRES

A pesar de haber visto el video de “Orpheus” gracias a alguno de mis amigos, una canción que podría haberme enseñado el camino para disfrutar de la música de esta grande, solo me interesé en ahondar en su propuesta cuando escuché su álbum “Blemish” y un tiempito más tarde “Snow Borne Sorrow” del trío que tuvo con su hermano Steve Jansen y Bernd Friedmann, Nine Horses. Publicaron pocos discos pero todos geniales. Con el tiempo, fui comprando otros. Hasta tengo los últimos tres de Japan. 

Debo confesarme, hacer mea culpa y admitir que el primer disco que tuve en el que participaba David Sylvian fue “Rain Tree Crow”, del grupo homónimo. Nombre que parece que los muchachos inventaron para que los fans de Japan no se hicieran falsas ilusiones porque lo que ofrecían, a pesar de contar con los mismos integrantes, era algo bastante alejado del art-pop de los años ´80 al que estaban acostumbrados. Para colmo, no se trataba de canciones tradicionalmente compuestas y arregladas sino de temas que surgieron de improvisaciones que el grupo grabó en el estudio. Luego, las editó, las recortó, las pulió, las toqueteó, para darles una forma más amigable. Todo esto no lo supe hasta mucho más tarde, de lo contrario, este álbum habría estado en mi colección desde mucho tiempo antes. Lo cierto es que mirando discos en la Librairie L´Échange, sobre la avenue Mont-Royal est, vi la tapa de este CD y me llamó la atención. No conocía al grupo, nunca había oído hablar de él hasta ese momento. El nombre que figuraba en el frente me pareció interesante. Además, otra cosa que me llamó la atención fue la etiquetita del precio: “$ 2.00 CAD”. ¡Una ganga! Me lo llevé sin abrirlo. Recién me di cuenta de que participaba Sylvian cuando me puse a leer el librito en el departamento mientras escuchaba por primera vez esa música esquiva. Menos sabía que se trataba del venerado grupo pop. Me enteré al día siguiente, en el laburo, durante la hora del almuerzo. Quedé boquiabierto. Unos años más tarde, como el disco me gustó mucho, compré también la versión remasterizada. Solamente por un bonus track de menos de dos minutos. No hace falta que me mientas. Seguro que alguna vez, vos también hiciste lo mismo. 

lunes, 27 de junio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y DOS

Para todo existe una primera vez. En el día que me viene a la memoria, estrené dos experiencias musicales de diferente índole. Una fue mi presencia en un concierto, la otra fue la compra de un CD. Dirás que desvarío, que, conociéndome, no tiene nada de extraño que un sonívoro avezado como yo asista a un concierto o que compre un CD, que se trata de una obviedad que no altera en nada la habitual evolución de los hechos para mi estilo de vida, que no es un suceso aislado que pueda llamar la atención en el cotidiano de un amante de la música que colecciona discos, que se trata casi de una rutina, que no tiene nada de especial, de raro. Es cierto. Sin embargo, un par de detalles comprueban la sutileza de la diferencia. 

Primero, el concierto en cuestión no era un concierto cualquiera, sino una ópera. Tampoco se trataba de una ópera cualquiera, sino de una en la que tocaban con instrumentos de época: laúd, clavecín, viola da gamba… Además, el concierto en cuestión no tuvo lugar en un teatro cualquiera, sino en una universidad. Tampoco era una universidad cualquiera, sino la mismísima Université McGill sobre la rue Sherbrooke Ouest. Desde la vereda, antes de entrar, te das cuenta de que se trata de un edificio de lujo.

Por otro lado, el CD en cuestión no era un disco cualquiera sino la obra de un venerado chanteur de charme devenido artista de culto. No se trataba de un artista de culto cualquiera, sino de uno que se merecía el honor de ocupar tal lugar, aunque para mí, al momento de comprar su disco, se tratara de un auténtico desconocido. Miento. Su nombre, lo conocía por los típicos rumores que te incitan a acercarte a uno u otro artista, por el boca en boca. Su obra, era un misterio. Finalmente, el CD en cuestión no lo compré en un lugar cualquiera, sino en la mismísima Cheap Thrills, la icónica disquería de Montréal que tantas alegrías le ha dado al melómano empedernido que llevo dentro – aunque en algún momento el pútrido aire espeso que se respiraba al comenzar a subir las escaleras que llevan al local haya comenzado a parecerme repulsivo. Desde la vereda, antes de entrar, te das cuenta de que se trata de un edificio en decadencia.

A la ópera, me invitó mi amigo Daniel, especialista en la materia. Al salir del recinto, hablando de algún que otro libro, quizás estimulado por los aires británicos del “quartier anglophone” en el que nos encontrábamos, me preguntó si conocía alguna librería de usados que ofreciera sobre todo títulos en la lengua de Shakespeare. Sin dudarlo, lo invité a cruzar la calle y a caminar una o dos cuadritas hasta la rue Metcalfe. Era viernes y la tienda que le quería hacer visitar solía estar abierta hasta las 22:00 horas. Teníamos tiempo de visitarla. Delante de la puerta, Daniel constató al leer el cartel que también se trataba de una disquería. ¿Cuando no?, habrá pensado. Finalmente, le interesó. Mientras él miraba los estantes de los libros, no pude hacer otra cosa que mirar los de los discos. Como cada una de las tantas veces que visité esta disquería, este templo, este antro, no logré salir con las manos vacías. La verdad es que Cheap Thrills es una tienda de discos ideal para arriesgarse a comprar álbumes de artistas desconocidos. No solo porque tienen discos que jamás encontrarás en otro lado, sino porque, además, los precios suelen ser accesibles. Imposible resistirse a la tentación.

Recuerdos de la ópera no conservo muchos más de los que acabo de mencionar. Sin embargo, de la visita de aquella noche a la disquería, aún conservo celosamente el álbum “Tilt” del emérito Scott Walker, retirado del foco de los flashes y de las cámaras de las revistas consagradas a adolescentes perturbadas por la belleza y la vida íntima de sus ídolos para dedicarse a diseñar, pergeñar, álbumes de una perfección atípica que lo han alejado de la efímera frivolidad de la juventud para instalarlo en el trono de lo imperecedero al que solo unos pocos artistas extraordinarios logran acceder. Pero sobre todo, conservo una sensación que no logro definir en palabras. Una sensación que creo entender como la certeza de la existencia de un antes y un después de esta experiencia sonora sin igual. Como si la música de este benemérito señor me hubiera abierto una puerta, una brecha, para presentarme con anticipación el futuro lejano, distante, remoto, improbable, de la canción popular, después de haberme despertado sin piedad con un baldazo de agua fría. Con un lenguaje musical singular, particular, me ofreció su punto de vista de cómo sería una canción: procesada, desmenuzada, amalgamada, hecha añicos, hecha trizas, para luego transformarla en algo único e irrepetible, impensable. Un lenguaje propio, nunca antes imaginado, visionario. Un lenguaje que hasta el momento ningún otro artista ha sido capaz de descifrar, de comprender. O, simplemente, nadie se ha animado ni a retomar, ni a continuar.

Quizás la respuesta se encuentre en el título del documental “Scott Walker - 30th Century Man”, donde se lo puede ver a Walker en el estudio, escondido detrás de la visera de su gorrita y de sus gafas oscuras, mientras graba su álbum de “The Drift”. Cuando una persona, un artista, posee cualidades fuera de lo común, fuera de serie, se suele decir que proviene de otro planeta. En este caso, a dichos atributos extraordinarios se los carga con la facultad de la anticipación. Lo que presenta a Scott Walker – Noel Scott Engel de nacimiento – como un genio incomprendido en su época por valerse de un lenguaje musical visionario, de avanzada, aún inexistente en el momento en el que produjo su obra. Sin lugar a dudas, se trata de un auténtico rebelde que transita su propio tiempo, que se niega a respetar las exigencias del mercado – desinteresado por el éxito comercial, que esquiva la popularidad, que pareciera aspirar al anonimato, a la invisibilidad, en un mundo donde la imagen es tan valorada, que da rienda suelta a sus obsesiones personales sin pedir permiso para hacerlo, que se anima a exponer sus pesadillas y a confrontarlas. Razones por las que, lamentablemente, mucha gente ha quedado excluida del beneficio de disfrutar de una genuina e incomparable obra de arte sonoro que influenciará a las futuras generaciones que osen aventurarse en una experiencia musical desestabilizante.      

martes, 31 de mayo de 2022

CIENTO CINCUENTA Y UNO

Hay gente que prefiere escuchar la música en vivo. Ir a recitales. Calculo que por lo sanguíneo del evento, por ver sudar a sus ídolos para confirmar que se trata de seres humanos, como cualquier hijo de vecino. Andá a saber cuántas otras razones esgrima la muchachada: conocer minitas rockeras porque se dice que suelen ser más que generosas en su hábitat; constatar que los sonidos que se escuchan en un álbum pueden ser reproducidos por un mono con un instrumento colgado, de lo contrario, se trataría de una ofensa mayor contra todo fan que confía en las habilidades de esos titanes que agitan sus melenas al viento cual semidioses ofreciendo su toque divino; sentir que la música revela todas sus dimensiones, todo su esplendor, gracias a un sistema de sonido de alta potencia – inalcanzable para los pobres mortales que habitualmente se conforman con escuchar sus canciones favoritas a través de los auriculares “bluetooth” de su “smartphone”; dejarse encandilar por los spots de un escenario para sentir que el que brilla no es otro que aquel que brinda parte de su alma con cada nota que produce su instrumento; dejarse llevar por la ingesta de alcohol, substancias o ambas porque resulta ser un lugar más que apropiado para hacerse los loquitos. 

Yo prefiero escuchar música grabada en estudio. Me gusta la situación de laboratorio. La posibilidad de la manipulación de los sonidos en un contexto cuidado, pulcro, pulido. La posibilidad de la acumulación de sonidos para buscar descubrir una nueva combinación original y distinta, creativa. Además, siempre fui un poco bacán. Yo prefiero escuchar música en el living de mi casa, en un ámbito libre de humo, tomando un tecito. Quedarme en casa al resguardo de todo el bullicio, del olor a chivo, de los golpes, de los saltos, de los vómitos, de los aplausos o las palmas que enturbian, opacan, silencian, la música. No toda “performance” requiere de aplausos. No toda “performance” requiere del acompañamiento de las palmas de un público sobreexcitado, sin habilidades para respetar tempo o métrica. 

En contra de todo pronóstico, debo admitir que he asistido a unos cuantos recitales y que, además, los he disfrutado. A Peter Hammill lo vi en vivo cuatro ó cinco veces – perdí la cuenta; a Divididos, por lo menos tres; a Tortoise, también tres; a los Têtes Raides, dos; a los Ricotita, también dos; a Four Tet, creo que dos, quizás tres; y a tantos otros solamente una, dejándome con las ganas de alguna más. 

Mientras vivía en Montréal, tenía a mano una gran cantidad de festivales y conciertos de verano gratuitos en distintos espacios, sea en la calle o en algún parque, sea en algún café o en alguna sala de espectáculos. La verdad es que los aprovechaba. Así como montaban escenarios gigantes en medio de la calle en el centro de la ciudad, también organizaban eventos pagos en salas y teatros. Sí, pagué un par de veces y no me arrepiento. En el Festival international de jazz de Montréal tuve la suerte de ver a un grupo de jazz noruego – mi primera incursión en el vasto mundo del jazz nórdico – que resultó ser más que interesante. Recuerdo que los fui a ver al Club Soda, sobre el boulevard Saint-Laurent, cerquita de la esquina de la rue Sainte-Catherine est. Recuerdo que por la entrada pagué solo veinte dólares canadienses. Recuerdo que los promocionaban haciendo alarde de la cantidad de músicos que estarían en escena. ¡Eran como diez! Como para no vanagloriarse. También anunciaban que su líder había fundado la banda con tan solo catorce añitos. Cuando yo los vi, en el 2004, el pibe ya tendría unos veintitrés o veinticuatro. Sin embargo, para el mundo del jazz, no dejaba de ser un pendejo. Esa realidad no le quitaba ningún mérito a su talento. Su música era gloriosa: creativa, novedosa, de avanzada, sin dejar de respetar ciertas tradiciones del género. Los medios especializados no se olvidaban de subrayar que este muchachito llamado Lars Horntveth nunca había consumado estudios académicos que lo orientaran para poner a punto su brillante lenguaje musical para el que abrevaba de una multitud ecléctica de fuentes, revisando hábilmente la enorme mayoría de sus variantes para sacarles bien el jugo. Desde rock, jazz moderno, electrónica, hip hop, minimalismo americano, música contemporánea, ambient, músicas étnicas hasta dub; todo sin olvidar las ventajas de las que disfruta un autodidacta que logra evadir los filtros, las ataduras institucionales. 

Salí del recital con la boca abierta. Creo solo poder comparar la experiencia con el primer recital de Peter Hammill en el que lo vi tocar totalmente solo, en Doctor Jekyll, sobre la calle Monroe, en el barrio porteño de Belgrano, allá por el año 1994. Al terminar el show de los noruegos, en el hall de entrada a la sala donde había tenido lugar el espectáculo, habían montado una mesa para vender merchandising relacionado con la banda: alguna que otra remera pero, sobretodo, discos. En el estado en el que estaba no podía dejar de pensar en incluir toda la discografía de este grupo que acababa de descubrir lo antes posible en mi colección. Me abalancé sobre la mesa. Mi vista se vio atraída inmediatamente por los tres discos que ofrecían. No me pude resistir y agarré firmemente un ejemplar de cada uno, marcando el terreno para que nadie se atreviera a arrebatármelos. Pregunté el precio: quince dólares canadienses por cada CD. La excitación no me impidió recurrir a mis conocimientos de álgebra para saber rápidamente que necesitaba sacar de mi billetera cuarenta y cinco mangos. En ese contexto, era una ganga. Metí la mano en el bolsillo y, para mi sorpresa, solo contaba con dos billetes de veinte. Por un instante no supe qué hacer. Cavilé. Tenía una única posibilidad. En el grupo había una chica. Tocaba la tuba. Era gordita y sonriente. Parecía simpática. Por suerte, estaba ahí, vendiendo sus discos. Esperé al momento apropiado y me acerqué a ella. Antes que nada, la felicité por el concierto – no tuve que exagerar pues me habían sacudido. Luego, le pedí disculpas porque no me gustaba nada la idea de regatear el precio de los discos – mucho menos cuando el que los vendía era el artista en carne y hueso. Sin embargo, como no me quedaba otra opción, pues el recital de Jaga Jazzist me había fascinado y no quería perder la posibilidad de llevarme a casa sus tres álbumes, le mostré mis dos billetes de veinte. La piba sonrió y me dijo que me los llevara con un cálido “no problem”, a lo que agregó: enjoy!

lunes, 30 de mayo de 2022

CIENTO CINCUENTA

Si hubiera cruzado fronteras ilegalmente a lomo de burro. Si me hubiera llamado Pipo, o Pepo. Si hubiera sido un coleccionista empedernido que termina comprando siempre los mismos cuatro ó cinco álbumes en distintos formatos, en distintas ediciones, de distintas procedencias. Si hubiera sido un cazador de autógrafos compulsivo, sin temor al ridículo. Si me hubiera desvivido por aparecer a toda costa en cada foto que se disparara colgándome de las tetas de alguna seudo celebridad, opacando el destello de los flashes. Si mi reputación hubiera trascendido mundialmente gracias a los reproches de un acosado cantautor australiano – y de más de uno de los miembros de su banda – que al dar entrevistas para hablar sobre su experiencia en los recitales que acababa de dar en el tercer mundo, no podía evitar citar la presencia nefasta de un hostigador serial que no los dejaba tranquilos ni cuando iban a mear. Si hubiera aprovechado toda posibilidad que se me presentara para respirar una bocanada del aire de la exhalación de algún músico que aprecio al acercarme más allá de los límites que convenimos tácitamente para respetar el espacio personal de los que nos rodean. Si así hubiera sido, al llegar a la Sala Rossa para disfrutar del concierto del cantante de los Tindersticks, en el que presentó su primer disco solista “Lucky Dog Recordings 03-04”, al ver a Luc – propietario de L´Oblique, una de las mejores disquerías de Montréal, que para esa época ya me conocía de memoria, como cliente y como coleccionista de discos – no habría pasado a su lado saludándolo sutilmente con un magro y distante “salut” mientras charlaba acodado en el umbral de la puerta de entrada con Stuart A. Staples, el artista en cuestión. Evidentemente, habría aprovechado la volada para pegarme como mosca al dulce de leche y no habría dejado escapar a ese ser humano – al que le tocó ser un cantante apreciable – de mis garras hasta lograr que derramara algo de tinta sobre una servilleta, o sobre la portada de algún disco que casualmente llevara en la mochila o en el bolsillo de la campera, escribiéndome alguna dedicatoria pelotuda para que me dejara de romper las pelotas; que se parara a mi lado a pesar de su voluntad para aparecer en una foto que le robaría el alma y lo escracharía con su mejor cara de ojete; que intercambiara unas pocas palabras forzadas, sin ningún tipo de valor o sentido, con un auténtico desconocido que, de no prestarle atención, lo perseguiría como su propia sombra, acechándolo hasta el hartazgo. 

Soy un fan que opera desde las sombras, simplemente disfrutando de la obra del artista, de su música, de sus discos, a veces, de sus conciertos. No necesito más. No me interesan ni las intimidades, ni los chanchullos. Ni su vida personal, ni su amistad. Lo único que apreciaría sería que me regalara algún disco que todavía no he conseguido para mi colección. Sería la única manera de lograr que le dijera: “sos mi ídolo”.

sábado, 30 de abril de 2022

CIENTO CUARENTA Y NUEVE

Me llama la atención que muchas veces haya comprado discos de música atraído en primer lugar por el sentido de la vista y no por el del oído. Atraído por el objeto tangible antes que por la experiencia mística que genera el sonido, esa materia intangible, invisible, que puede tomar más formas que el agua. 

Me llama la atención que muchas veces haya tenido que pasar un tiempo considerable para que finalmente se despertara en mí el interés por una propuesta musical que había desestimado en nuestro primer encuentro. Hace falta envejecer, tener nuevas experiencias, conocer ciertas cosas para que finalmente podamos permitirnos disfrutar de otras. Darle tiempo al tiempo, dicen.

La primera vez que vi un disco de Einstürzende Neubauten seguramente me sentí atraído porque sabía de la participación de Blixa Bargeld, cuya presencia no pasaba inadvertida en la foto de la contratapa del segundo álbum de los Bad Seeds – “The Firstborn is Dead” – que ya atesoraba en mi colección de vinilos. Debe haber sido “Halber Mensch” o el compilado “80-83 Strategies Against Architecture”. Recuerdo que en la portada predominaba un fondo de color negro y en el centro ostentaba una ilustración primitiva, antropomórfica – aunque ciclópea, que con el tiempo devino el logotipo con el que se reconoce cada uno de los discos del grupo. Tenía quince o dieciséis años, un pibe. Al salir del colegio, al menos dos veces a la semana, los días en los que tenía que hacer un poco de tiempo antes de ir a la clase de Educación Física en Ciudad Universitaria, pasaba por la disquería Tabú, en el subsuelo de la galería Bond Street para empaparme de las novedades. La imagen de la portada era cautivante y, a la vez, atemorizante. 

El que atendía la disquería en aquella época era Alfredo Rosso, hoy más conocido por su labor como periodista especializado en la música rock, pop y de todo género alejado de la música folclórica, telúrica o tradicional. Un tipo que parecía estar siempre en la pomada, un paso más allá de la revista Pelo o de la Rock & Pop. Recuerdo que cada vez que iba a su tienda, le preguntaba sobre los discos que llamaban mi atención. Él no tenía ningún problema en explicar, con un aire de docente que encuentra la felicidad en la transmisión del conocimiento, que sabe que las nuevas generaciones dependen de la historia que se ha ido construyendo, sin prisa y sin pausa, antes de que cada uno de nosotros viera la luz. Este disco, con esa portada negra más que salvaje, fue uno de los tantos de los que recibí abundantes detalles, anécdotas y precisiones como para convencerme de que ese grupo, por el momento, no era para mí, que todavía necesitaba recorrer un poco más el mundo del sonido para estar más cerca de justificar la compra de un disco semejante, que no iba ni a comprender ni a disfrutar tan fácilmente. Aunque para ese entonces ya conocía la violencia sónica de Birthday Party, supe que Einstürzende Neubauten ofrecía otro tipo de tormento, quizás más fino, más intelectual. Tenía que esperar.

Varios años más tarde, conocí a Roberto en el parque Rivadavia. Pacientemente me hizo escuchar algunos de los álbumes de este grupo alemán. El resultado: fui atesorando muchos de sus CDs pues me di cuenta de que se trataba de algo diferente, que estos tipos ofrecían algo único, que valía la pena darles un poco más de tiempo para descubrir su encanto. Algunos de sus discos los compré en Abraxas, otros en Oíd Mortales. Varios años más tarde, compré “Ende Neu” en Berlin, en una tienda de usados de mala muerte, en una galería al mejor estilo de la Bond Street de la época en la que cursaba la escuela secundaria, en la segunda mitad de los años ’80. ¡Qué extraña sensación descubrir que a pesar de estar tan lejos, estaba tan cerca! Este álbum lo había escuchado en lo de mi amigo Omar y me había hecho una copia en casete para volver a escucharlo en mi casa. Tuve tanta mala suerte que al salir de su edificio, a escasos cincuenta metros de la puerta de entrada, un tipo me acorraló, me empujó, me tiró al piso, me arrancó la riñonera y me manoteó una bolsita de Coto en la que llevaba unas cubeteras para heladeras de picnic que le había prestado a mi amigo para sus vacaciones y el flamante casete de Einstürzende Neubauten que nunca llegó a girar en mi equipo de música. Una pena, lo habrá tirado a la basura o, quizás, lo usó para grabar algo de cumbia.

Con las idas y vueltas, lamentablemente tuve que desprenderme de algunos de los álbumes de Neubauten por la necesidad de contar con algún billetito para poder comprar algún otro disco. Tres de ellos, “Die Hamletmaschine”, “Kollaps” y “Tabula Rasa”, logré recuperarlos y con creces. El primero en Discogs.com, idéntico al que tenía. El otro, en la tienda oficial del grupo, en una versión en digipack con una considerable cantidad de bonus tracks, Además, en el paquete, recibí un hermoso pin de regalo. El último – en una versión expandida con un segundo disco con los lados B de los simples – lo conseguí en la mesa de merchandising del recital de presentación del álbum “Perpetuum Mobile” que dieron en el Club Soda, en Montréal. Una perla. Sobre todo, porque al verlo en vivo, confirmé mis sentimientos por el grupo y el respeto que siento por su trabajo. Además, en mis días en Canada, me desquité y conseguí varios discos solistas de proyectos paralelos de diferentes miembros del grupo que nunca había pensado que tendría entre mis manos.

Días después de ese recital, en una reunión en la casa de un compañero de trabajo, conocí a una chica alemana. Conversando con ella le comenté – con cierta emoción – que hacía poco había ido a ver a Einstürzende Neubauten en vivo. La piba aseguró que los conocía. No sé si de mala leche o por agrandada, se mostró un tanto escéptica y me tiró un baldazo de agua fría. A su insistencia sobre una marcada pérdida de la potencia que el grupo solía desplegar, sobre el hecho de que su música se había ablandado, que el grupo se había vendido, que había envejecido mal, retruqué haciendo énfasis en el efecto sutilmente devastador de su poesía, de su nuevo sonido, a veces, austero y desgarrador. No la convencí con mis argumentos. Insistió en que recurrir a la poesía era la excusa que confirmaba que su llama estaba extinta. Su postura inquebrantable e inflexible me dio la pauta de que estaba hablando con una adicta a las modas momentáneas, con alguien que se deja sorprender solo por el estruendo que provoca la difusión en masa sin tomarse el tiempo para prestar atención al contenido de la propuesta, no con una verdadera fan, no con una verdadera melómana. Cambié el curso de nuestra charla pues mis palabras caían en saco roto. No hay que gastar pólvora en chimangos, afirma la sabiduría popular. Inconcebible constatar que algo de materia gris no sea suficiente para lograr ver que estos tipos, debajo de esa coraza intimidante, llevan una fibra inspiradora que no deja de emanar creatividad. Se lo pierde. Más para nosotros.

Alguien dijo alguna vez que existen solo tres temas en el arte: el amor, la muerte y las moscas. Lo que se resume en solo dos de ellos: el amor y la muerte. Su propuesta se basa en que estos dos temas son el origen y los pilares centrales de cualquier reflexión o creación. Finalmente, todo parte de ellos y es sostenido por ellos. Los problemas cotidianos que ocupan al ser humano no son sino ramificaciones que nacen en alguno de estos dos temas originarios, entrelazándose, interrelacionándose y regresando al punto de partida. 

Posiblemente, en el rock también existan solo dos temáticas, aunque de diferente índole: las minas y la fama. Contrariamente a lo que se podría pensar, la fama no necesariamente implica guita pues cualquiera de nosotros sabe que todo rockero que se precie no busca venderse. Este hecho se traduce en una transacción comercial en la que el dinero está evidentemente involucrado. Dado que los pobres rockeros sufren mucho cuando se los acusa de haberse vendido, entonces, la platita pareciera no ser de interés para la inspiración, para la creatividad. Sin embargo, quizás sí lo sea para conseguir citas. Lamentablemente, no se trata de algo que pueda asegurar pues nunca tuve ni una agenda abarrotada de contactos femeninos, ni una billetera muy abultada. Además, jamás tuve agenda para anotar nombres o teléfonos y el dinero que he conseguido ahorrar lo he invertido en mi educación musical comprando discos desde los catorce años.

Las tiendas de discos usados de mala muerte, las cuevas, han sido mis grandes proveedoras de nuevos sonidos durante muchos años y espero que algunas logren subsistir para que sigan siéndolo. El futuro es incierto para el coleccionista de discos. Desde el cambio de formatos: vinilo de 7", vinilo de 10", vinilo de 12", casete, VHS, CD, DVD; hasta el cambio de divisas: Dólar estadounidense, Libra esterlina, Euro, Franco suizo, Dólar canadiense, Dólar australiano, Yen, Rublo ruso, Corona noruega, Real. Lo único cierto es que a pesar de cualquier inconveniente, los sonívoros seguimos invirtiendo en música hasta lo que no tenemos.