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viernes, 30 de julio de 2021

CIENTO VEINTIUNO

Allá por agosto de 2003, cuando comencé a recorrer el barrio donde me había instalado en Montréal, encontré todo lo que necesitaba en las proximidades del departamento que había alquilado. Incluso una disquería de usados muy bien provista que ofrecía precios más que acomodados. Estaba en un sótano – sous-sol, le dicen ellos – sobre la calle Saint-Denis, a la vuelta de la estación de metro Sherbrooke. Era bastante grande, por lo que era imposible recorrerla entera en una sola visita. Encontrar una excusa para entrar a revisar las bateas me resultaba muy sencillo pues me quedaba de paso cuando salía a hacer los mandados. Cada vez que iba, algún disquito me sorprendía y no podía dejarlo pasar. En síntesis, rara vez salía con las manos vacías. Fue uno de mis más recurrentes proveedores de discos, hasta que al dueño se le ocurrió cerrar el negocio y desaparecer. El flaco era un tipo de pocas palabras, no del todo simpático, pero como yo no iba a su local en busca de amistades entrañables sino que lo que me interesaba era encontrar todos y cada uno de los CDs de los que había tenido que privarme durante mi vida en la República Argentina, su sequedad no me afectaba en lo más mínimo. A las dos o tres semanas de haber conocido esta tienda, ya había encontrado cerca de veinte discos de mi interés. Lo que se te ocurra. Simples, EPs, ediciones limitadas, ediciones japonesas, álbumes remasterizados, CDs dobles, recopilaciones. De todo un poco. Al entrar al local, meditaba sobre mi extensa wantlist, de la que nunca he tenido copia en papel, y fijaba un rumbo para mi pesquisa. A veces apuntaba a la sección de “Franco”, otras a las de “Electro”, “Alternative” o “Punk”. Evidentemente, según el estado de ánimo del momento o el disparador que me motivara. Un día se me cruzó la imagen de una hoja de papel, que creo que aún conservo, que había impreso años antes durante las tediosas tardes de domingo mientras esperaba la aprobación del envío de los archivos del diario PubliMetro a la imprenta. Alguna ventaja tenía que ofrecerme trabajar con una computadora todo el día y tener acceso ilimitado a internet sin cargo. Era una herramienta nueva y había que recurrir a todas las cualidades detectivescas que uno pudiera tener a mano pues todavía no se habían popularizado los sitios de internet de música. Recordá que en aquella época Discogs.com aún no existía y que rastrear información sobre mis artistas de predilección no era tarea sencilla. Muchos de ellos under, indies o simplemente ignotos o ignorados por los medios. Por esa razón, todo lo que encontraba, lo imprimía. En aquella hojita que recordé la tarde en cuestión, había conseguido una lista con los títulos de cada uno de los discos de un cantautor que parece entender al blues como una expresión cósmica de dimensiones mántricas de anticipación. Un tipo del que una sola vez había visto material en Oíd Mortales, un millón de años atrás. Lamentablemente, en aquel entonces no llegué a tiempo a juntar el dinero para comprarlo. En consecuencia, su mística y mis deseos de escucharlo no solo permanecieron intactos durante varios lustros sino que aumentaron en intensidad con el paso del tiempo. Hoy, puedo decir que no solo la espera valió la pena sino que, además, fui recompensado con creces. Todo empezó cuando encontré en esta valiosa tienda de discos de mi querido barrio de Ville-Marie, que llevaba el nombre de La Subalterne, el compilado doble “Long Time Ago” de Hugo Race + True Spirit. Como te imaginarás, el disco giró en mi bandeja por más de una semana, non stop. Además, recuerdo haberlo llevado de aquí para allá en mi discman Sony. No quería que dejara de sonar ni un segundo. Esa música, esos ritmos, me hechizaban. Escucharlo era casi como entrar en trance. Era brutal y tranquilizante a la vez. Si bien es cierto que llegué a interesarme por escuchar a Hugo Race y su banda al enterarme de sus vínculos y de pasado con los Bad Seeds, cuando finalmente tuve la posibilidad de sentarme a escuchar uno de sus propios discos comprendí que el muchacho contaba con atributos personales mucho más valiosos que el simple hecho de que su nombre aparezca citado en algunos de los álbumes de Nick Cave. Un guitarrista interesado por el blues que se inclina por ciertos aspectos de la música electrónica es prometedor. El resultado: una música que ofrece un punto de vista bastante diferente al que se le ha intentado atribuir desde algunos giros publicitarios. Ardides con forma de guiño que no buscan otra cosa que levantar las migajas, las sobras, los restos, del séquito de fans que sigue incondicionalmente a su antiguo jefe. Este muchacho debería buscar definitivamente la forma de liberarse del yugo de su herencia. Independizarse sin dudar ni un miserable segundo y dejar de mirar hacia atrás en su propio pasado pues no le debe nada a nadie. Debería abandonar ese traje negro, viejo y usado que ya le queda chico. Debería olvidar quién fue y recordar en quién ha evolucionado. Debería confiar ciegamente en todas aquellas cualidades que lo hacen único y dejarse de joder. Hipnótico, constante, embriagador, estimulante. Áspero, antes que seductor. Intimidante, aunque sin ningún tipo de agresión. Intensamente serio en su laburo. Irrefutable, incuestionable. ¡Aguante Hugo! Me gustó tanto su propuesta que con un solo disquito no me alcanzaba. No solo busqué por cielo y tierra cada uno de los álbumes que había publicado antes de que yo lo escuchara por primera vez sino que no he dejado de seguir su carrera discográfica desde entonces. Aunque las tapas de sus discos sean espantosas, muchas veces impresentables y que no logren realzar el verdadero valor de su obra, no puedo resistir al impulso de comprarlos a penas veo que están disponibles. Logró cautivarme una vez que empecé a escuchar más atentamente su música, una vez que logré callar algunos de los comentarios que circulan por el ciberespacio que lo vinculan a cuevas o cavernas de las que ha logrado salir con éxito hace mucho tiempo. You’ve come a long way, man.