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jueves, 28 de mayo de 2020

VEINTIUNO

Al viaje de egresados de quinto año en Bariloche, había llevado un par de casetes de The Doors. Si mal no recuerdo, no eran bien recibidos por ninguno de mis compañeros de habitación. Ellos se los perdieron. Ahí mismo, una tarde que salí a pasear y comprar los famosos chocolates que ofrecen los comercios de esos pagos, en una galería, encontré un pequeño negocio que tenía a la venta el casete de Divididos “Cuarenta dibujos ahí en el piso”. Ni lo pensé y me lo compré. Ya los conocía y me encantaban. No solo los había visto participar en el programa “2002 Neo Sonido” de Tom Lupo, también los había visto un par de veces en vivo, una en la Rural, donde tocaron para unos treinta o cuarenta locos y otra en los bosques de Palermo, donde el público era más cuantioso. Algunos años más tarde, cuando ya habían publicado su segundo disco y habían perdido a su primer baterista, volví a verlos en vivo, esta vez en Cemento. Recuerdo haber salido de ese recital con una mezcla de dos pasiones: la decepción y la angustia. Decepción, por haber confirmado que ese grupo que solía gustarme se había transformado en un grupo vulgar y falto de ideas nuevas que solamente sabía aprovechar el entusiasmo de un rebaño que no iba a un recital a escuchar música, sino a saltar y gritar desaforadamente, sin sentido. Además, las canciones nuevas no me movían un pelo. Angustia, por no haber podido comer uno de los choripanes que servían en Cemento.