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miércoles, 8 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y CUATRO

Pocos artistas nacen con todas las herramientas necesarias para producir un lenguaje musical rico, distintivo y cautivante. Habitualmente, todo lenguaje se nutre con el paso del tiempo, se construye gracias a la experiencia, a los aprendizajes, a los errores; se pule gracias a las vivencias, a las interrelaciones con el medio que nos rodea, a la observación. 

La primera vez que compré un disco de este muchacho, oriundo de Brest, Francia, no lo hice por su propio mérito. Honestamente, no tenía ni puta idea de quién era. Me enteré de que los Têtes Raides habían colaborado con él en su más reciente álbum de aquella época – “L’absente” – y se lo encargué inmediatamente a Damián de Oíd Mortales. Me llegó casi recién salidito del horno. Unos meses más tarde, fui al cine en las salas del Village Recoleta y, mientras miraba la película, reconocí el estilo, la impronta, de la música de este pibe en la banda de sonido. Al salir, leí los créditos en el póster para confirmar que mi oreja no me había fallado. Allí estaba su nombre: Yann Tiersen. Un par de años más tarde cuando me fui a vivir a Montréal, rastreé sus álbumes y los fui consiguiendo uno a uno. Linda música componía este tipo, de esas que te movilizan alguna fibra íntima. Algo que muy pocos compositores logran. Debo admitir que casi que se me escapa un lagrimón cada vez que vuelvo a escuchar sus discos. Mientras vivía en Canadá, conseguí todos sus álbumes, hasta la banda de sonido de la película “Tabarly”, que la tuve que encargar por correo porque solamente fue publicada en su país natal. Un par de años más tarde, cambió de compañía discográfica y algo se alteró. Ninguno de los álbumes publicados a través de su nuevo sello británico logró sorprenderme ni renovar mi interés. Sigo comprando sus discos por inercia, por devoción o por estupidez.

Quizás, para este flaco, lo mismo que lo catapultó a la fama fue lo que lo sepultó de por vida. Participar en la banda de sonido de la película “Le fabuleux destin d’Amélie Poulain” del director francés Jean-Pierre Jeunet fue tanto una bendición como una maldición. La película fue un éxito, la música no podía pasar desapercibida. Sin embargo, una música tan íntima, casi artesanal, creada a partir del lamento melancólico del fuelle del acordeón, del filoso aullido de las cuerdas del violín – acariciadas para oírlas sufrir, de los penetrantes tintineos de las teclitas de un piano de juguete en los que se perciben reverberancias de plástico barato, metal oxidado, madera sintética y cola vinílica; una música que desgarra desde las vísceras hasta el alma – perteneciente al mundo de lo interno, de lo profundo, de lo personal. Al exhibirla de una manera tan exuberante en el mundo de la alfombra roja – relacionado con lo externo, con lo superficial, con lo aparente – han obligado a este compositor a cargar con un pesado lastre del que veinte años más tarde debe continuar lamentándose cuando llega el momento de los bises en sus conciertos y el público enajenado le exige a coro “La valse d’Amélie.” Contrariamente a lo que el vulgo se imagina, muchas expresiones artísticas pierden paulatinamente el encanto para sus creadores conforme la popularidad de la obra se acrecienta. Lo que quizás justifique que este tipo haya salido corriendo para buscar otra forma de hacer música. Lamentablemente, en el proceso creativo ha perdido esa voz que lo hacía tan particular, tratando de encontrar una nueva piel, una cáscara con la que cubrirse y ocultarse, para reencontrarse consigo mismo.

A veces me pregunto si pretender que un artista que te gusta te sorprenda con cada nuevo álbum que publica no es una pelotudez. Pero rápidamente recuerdo la guita que invierto en la compra de discos y me siento con absoluto derecho a pedir, a exigir, que el material valga la pena; a reclamar, a patalear, cuando uno se siente defraudado, engañado en su confianza, estafado por la industria de la música.