sábado, 30 de abril de 2022

CIENTO CUARENTA Y NUEVE

Me llama la atención que muchas veces haya comprado discos de música atraído en primer lugar por el sentido de la vista y no por el del oído. Atraído por el objeto tangible antes que por la experiencia mística que genera el sonido, esa materia intangible, invisible, que puede tomar más formas que el agua. 

Me llama la atención que muchas veces haya tenido que pasar un tiempo considerable para que finalmente se despertara en mí el interés por una propuesta musical que había desestimado en nuestro primer encuentro. Hace falta envejecer, tener nuevas experiencias, conocer ciertas cosas para que finalmente podamos permitirnos disfrutar de otras. Darle tiempo al tiempo, dicen.

La primera vez que vi un disco de Einstürzende Neubauten seguramente me sentí atraído porque sabía de la participación de Blixa Bargeld, cuya presencia no pasaba inadvertida en la foto de la contratapa del segundo álbum de los Bad Seeds – “The Firstborn is Dead” – que ya atesoraba en mi colección de vinilos. Debe haber sido “Halber Mensch” o el compilado “80-83 Strategies Against Architecture”. Recuerdo que en la portada predominaba un fondo de color negro y en el centro ostentaba una ilustración primitiva, antropomórfica – aunque ciclópea, que con el tiempo devino el logotipo con el que se reconoce cada uno de los discos del grupo. Tenía quince o dieciséis años, un pibe. Al salir del colegio, al menos dos veces a la semana, los días en los que tenía que hacer un poco de tiempo antes de ir a la clase de Educación Física en Ciudad Universitaria, pasaba por la disquería Tabú, en el subsuelo de la galería Bond Street para empaparme de las novedades. La imagen de la portada era cautivante y, a la vez, atemorizante. 

El que atendía la disquería en aquella época era Alfredo Rosso, hoy más conocido por su labor como periodista especializado en la música rock, pop y de todo género alejado de la música folclórica, telúrica o tradicional. Un tipo que parecía estar siempre en la pomada, un paso más allá de la revista Pelo o de la Rock & Pop. Recuerdo que cada vez que iba a su tienda, le preguntaba sobre los discos que llamaban mi atención. Él no tenía ningún problema en explicar, con un aire de docente que encuentra la felicidad en la transmisión del conocimiento, que sabe que las nuevas generaciones dependen de la historia que se ha ido construyendo, sin prisa y sin pausa, antes de que cada uno de nosotros viera la luz. Este disco, con esa portada negra más que salvaje, fue uno de los tantos de los que recibí abundantes detalles, anécdotas y precisiones como para convencerme de que ese grupo, por el momento, no era para mí, que todavía necesitaba recorrer un poco más el mundo del sonido para estar más cerca de justificar la compra de un disco semejante, que no iba ni a comprender ni a disfrutar tan fácilmente. Aunque para ese entonces ya conocía la violencia sónica de Birthday Party, supe que Einstürzende Neubauten ofrecía otro tipo de tormento, quizás más fino, más intelectual. Tenía que esperar.

Varios años más tarde, conocí a Roberto en el parque Rivadavia. Pacientemente me hizo escuchar algunos de los álbumes de este grupo alemán. El resultado: fui atesorando muchos de sus CDs pues me di cuenta de que se trataba de algo diferente, que estos tipos ofrecían algo único, que valía la pena darles un poco más de tiempo para descubrir su encanto. Algunos de sus discos los compré en Abraxas, otros en Oíd Mortales. Varios años más tarde, compré “Ende Neu” en Berlin, en una tienda de usados de mala muerte, en una galería al mejor estilo de la Bond Street de la época en la que cursaba la escuela secundaria, en la segunda mitad de los años ’80. ¡Qué extraña sensación descubrir que a pesar de estar tan lejos, estaba tan cerca! Este álbum lo había escuchado en lo de mi amigo Omar y me había hecho una copia en casete para volver a escucharlo en mi casa. Tuve tanta mala suerte que al salir de su edificio, a escasos cincuenta metros de la puerta de entrada, un tipo me acorraló, me empujó, me tiró al piso, me arrancó la riñonera y me manoteó una bolsita de Coto en la que llevaba unas cubeteras para heladeras de picnic que le había prestado a mi amigo para sus vacaciones y el flamante casete de Einstürzende Neubauten que nunca llegó a girar en mi equipo de música. Una pena, lo habrá tirado a la basura o, quizás, lo usó para grabar algo de cumbia.

Con las idas y vueltas, lamentablemente tuve que desprenderme de algunos de los álbumes de Neubauten por la necesidad de contar con algún billetito para poder comprar algún otro disco. Tres de ellos, “Die Hamletmaschine”, “Kollaps” y “Tabula Rasa”, logré recuperarlos y con creces. El primero en Discogs.com, idéntico al que tenía. El otro, en la tienda oficial del grupo, en una versión en digipack con una considerable cantidad de bonus tracks, Además, en el paquete, recibí un hermoso pin de regalo. El último – en una versión expandida con un segundo disco con los lados B de los simples – lo conseguí en la mesa de merchandising del recital de presentación del álbum “Perpetuum Mobile” que dieron en el Club Soda, en Montréal. Una perla. Sobre todo, porque al verlo en vivo, confirmé mis sentimientos por el grupo y el respeto que siento por su trabajo. Además, en mis días en Canada, me desquité y conseguí varios discos solistas de proyectos paralelos de diferentes miembros del grupo que nunca había pensado que tendría entre mis manos.

Días después de ese recital, en una reunión en la casa de un compañero de trabajo, conocí a una chica alemana. Conversando con ella le comenté – con cierta emoción – que hacía poco había ido a ver a Einstürzende Neubauten en vivo. La piba aseguró que los conocía. No sé si de mala leche o por agrandada, se mostró un tanto escéptica y me tiró un baldazo de agua fría. A su insistencia sobre una marcada pérdida de la potencia que el grupo solía desplegar, sobre el hecho de que su música se había ablandado, que el grupo se había vendido, que había envejecido mal, retruqué haciendo énfasis en el efecto sutilmente devastador de su poesía, de su nuevo sonido, a veces, austero y desgarrador. No la convencí con mis argumentos. Insistió en que recurrir a la poesía era la excusa que confirmaba que su llama estaba extinta. Su postura inquebrantable e inflexible me dio la pauta de que estaba hablando con una adicta a las modas momentáneas, con alguien que se deja sorprender solo por el estruendo que provoca la difusión en masa sin tomarse el tiempo para prestar atención al contenido de la propuesta, no con una verdadera fan, no con una verdadera melómana. Cambié el curso de nuestra charla pues mis palabras caían en saco roto. No hay que gastar pólvora en chimangos, afirma la sabiduría popular. Inconcebible constatar que algo de materia gris no sea suficiente para lograr ver que estos tipos, debajo de esa coraza intimidante, llevan una fibra inspiradora que no deja de emanar creatividad. Se lo pierde. Más para nosotros.

Alguien dijo alguna vez que existen solo tres temas en el arte: el amor, la muerte y las moscas. Lo que se resume en solo dos de ellos: el amor y la muerte. Su propuesta se basa en que estos dos temas son el origen y los pilares centrales de cualquier reflexión o creación. Finalmente, todo parte de ellos y es sostenido por ellos. Los problemas cotidianos que ocupan al ser humano no son sino ramificaciones que nacen en alguno de estos dos temas originarios, entrelazándose, interrelacionándose y regresando al punto de partida. 

Posiblemente, en el rock también existan solo dos temáticas, aunque de diferente índole: las minas y la fama. Contrariamente a lo que se podría pensar, la fama no necesariamente implica guita pues cualquiera de nosotros sabe que todo rockero que se precie no busca venderse. Este hecho se traduce en una transacción comercial en la que el dinero está evidentemente involucrado. Dado que los pobres rockeros sufren mucho cuando se los acusa de haberse vendido, entonces, la platita pareciera no ser de interés para la inspiración, para la creatividad. Sin embargo, quizás sí lo sea para conseguir citas. Lamentablemente, no se trata de algo que pueda asegurar pues nunca tuve ni una agenda abarrotada de contactos femeninos, ni una billetera muy abultada. Además, jamás tuve agenda para anotar nombres o teléfonos y el dinero que he conseguido ahorrar lo he invertido en mi educación musical comprando discos desde los catorce años.

Las tiendas de discos usados de mala muerte, las cuevas, han sido mis grandes proveedoras de nuevos sonidos durante muchos años y espero que algunas logren subsistir para que sigan siéndolo. El futuro es incierto para el coleccionista de discos. Desde el cambio de formatos: vinilo de 7", vinilo de 10", vinilo de 12", casete, VHS, CD, DVD; hasta el cambio de divisas: Dólar estadounidense, Libra esterlina, Euro, Franco suizo, Dólar canadiense, Dólar australiano, Yen, Rublo ruso, Corona noruega, Real. Lo único cierto es que a pesar de cualquier inconveniente, los sonívoros seguimos invirtiendo en música hasta lo que no tenemos.

viernes, 29 de abril de 2022

CIENTO CUARENTA Y OCHO

Finalmente, después de dar miles de vueltas, llego a otro de los grupos que desestabilizó mi forma de comprender la música, que contribuyó para que comenzara a valorar el sonido per se como parte de una obra musical. Asociados con la música psicodélica, extendiéndose hasta la música experimental. Valiéndose tanto de instrumentos acústicos, eléctricos, como electrónicos. Incluyendo nuevos dispositivos como tablets y teléfonos celulares o desempolvando algún viejo walkman o geloso. Se animan a todo. Resultan indefinibles, inclasificables. Cuando escucho un álbum de un grupo, estar seguro de que el próximo será distinto, para mí, es imprescindible. No saber qué esperar de su siguiente propuesta es lo que me da más ganas de seguirles la carrera, de ir completando su discografía. Estos tipos han publicado cientos de álbumes, a través de innumerables sellos discográficos o por sus propios medios. Dos ó tres discos al año. A veces, hasta cuatro. Su vasta discografía ofrece ítems para todos los gustos y para todas las necesidades: vinilos, CDs, CD-Rs, casetes, DVDs, DVD-Rs, VHS, archivos de audio en el formato que se te antoje. En mi caso, me propuse solo coleccionar los CDs y algunos DVDs. A pesar de esta autorrestricción, haciendo cuentas, entre los discos oficiales del grupo, los de los proyectos paralelos, los álbumes solistas de los miembros principales y las participaciones de cierta relevancia, ya debo haber acumulado unos ciento setenta ítems. ¡Un estante completo! No me arrepiento de haber comprado ninguno de ellos, que quede claro. A pesar de que no todos ofrezcan un sonido pulido, impecable, y de que a veces las ilustraciones de las portadas dejen un poco que desear y desmerezcan el valor de la música que contienen, considero que todos son imprescindibles para mi colección. 

Si bien me habían recomendado sus discos allá por los años ’90, si bien una compañera de la facultad de aquella época había comparado alguna de las canciones de mi proyecto MUTANTES MELANCÓLICOS con la propuesta de estos británicos expatriados en los Países Bajos, recién tuve acceso a su música en el año 2004 ó 2005, cuando en la disquería Volume Boutique Inc., sobre la rue Sainte-Catherine est, en Montréal, vi sobre uno de los anaqueles, una caja gordita – esas que solían usarse para los discos dobles, esas que ahora llaman “fat-box”, esas que hace rato que dejaron de circular. La portada era de color rosa fuerte con un símbolo impreso en plateado y filetes negros en el centro. El álbum se llamaba, oportunamente “The Legendary Pink Box”. Su aparición, me cautivó. Se lo veía macizo, contundente. No lo pude dejar pasar. 

Inmediatamente me di cuenta de que el grupo irradia un magnetismo que hipnotiza, que seduce. Resulta imposible resistirse a sus encantos. Sin embargo, no se esfuerzan por estar a la moda. Resulta difícil clasificarlos. Los géneros “independiente” o “alternativo” les quedan chicos. Son evasivos. Se escapan de lo conocido. Abandonaron hace rato todo vinculo con el universo de la música pop. Parece que no se esforzaran por conquistarte. No ofrecen grandes éxitos aptos, diseñados, para ser difundidos por las radios masivas. No tienen un líder carilindo, aunque sí un tanto carismático, que se encarga de escribir los textos, al que suelen apodar “el profeta”. ¡Ojo! No es el único motor creativo de los Legendary Pink Dots, parece que el que decide sobre la estética sonora, sobre la maquinaria que desplegarán en cada nueva producción, es el tecladista. Sin dudas, los dos se complementan a la perfección. Claro que el sonido ha evolucionado a través de los años. Tené en cuenta que empezaron con muy pocas herramientas, casi con lo puesto. A pesar de ello, su impronta, tan reconocible como disfrutable, perdura desde sus primeros registros – producidos con escasísimos recursos, tanto económicos, técnicos como compositivos – hasta los actuales, que gozan de una bonanza tímbrica que se enriquece con cada nuevo álbum. La verdad sea dicha: no dejan de sorprender con cada nueva producción. Imperdible, cada una de ellas. 

Nota bene: no podés dejar pasar ni su proyecto paralelo The Tear Garden, ni los álbumes solistas del “profeta” Edward Ka-Spel, ni los del tecladista – firmados como The Silverman, ni los de Mimir, ni los de Ulkomaalaiset. Tenés para entretenerte. Pero, si te queda un tiempito, y querés profundizar un poco más, explorá las otras colaboraciones. Seguro que te atrapan también.


jueves, 28 de abril de 2022

CIENTO CUARENTA Y SIETE

Cuando conocí la propuesta solista de Will Sergeant, comprendí todo. Rebobino. Ya te he contado que Echo & the Bunnymen es uno de mis grupos preferidos de la música pop de los años ’80. Desde la primera vez que los escuché, encontré en su música todo lo que consideraba necesario para que sus canciones se acercaran a la perfección: una base contundente donde la batería se encarga de sostener el pulso para asegurarse de que el público mueva la patita, donde el bajo se encarga de construir una pared armónica que entrelaza acordes y riffs para asegurarse de que el público retenga las melodías mientras menea su cabeza al son de cada canción, donde la guitarra rítmica se encarga de acompañar al vocalista y marcar su paso para asegurarse de que el público no salga del trance; una línea melódica rica en timbres, contrapuntos y efectos de sonido inesperados e impensables para grupos del mismo género, donde el cantante se encarga de mantener la atención del oyente con letras disparatadas e inusuales vocalizadas con la inocencia y la desfachatez de un joven ególatra al que le sobra maestría cuando decide armonizar y enriquecer sus textos sobregrabando su propia voz para asegurarse de que el público no olvide su timbre melancólico y brillante, donde la guitarra líder se encarga de dar pinceladas de sonido mediante efectos cambiantes y arpeggios memorables para asegurarse de que el público comprenda que está frente a un grupo único en su clase y que por más que busque, no logrará encontrar otro que lo iguale en ninguno de los aspectos que suelen tenerse en cuenta en estos casos, sumados a los meramente musicales.

Si en la discografía solista de Will Sergeant buscás un potencial hit de los Bunnymen, descartado antes de que el grupo lo popularizara. Olvidate. No en vano ha elegido el seudónimo “Sergeant Fuzz”. La propuesta solista de este guitarrista, al que pareciera no gustarle hacer mucha alharaca, el que pareciera preferir mantener un bajo perfil, preservar su intimidad, acovachado en el universo de la música pop, no es para cualquiera. Mucho menos para aquel que espere deleitarse con alguna canción radializable, con alguna melodía ganchera, con algún estribillo memorable, con algún ritmo que haga mover la patita, con algo de aquella música masiva de los años ’80 que lo vio florecer. Sin embargo, si te dejás espantar por la sola idea de no encontrar rastros fehacientes del estilo de la guitarra de sus grandes éxitos con su grupazo de Liverpool – que le debe más a los Residents que a los Beatles – te vas a perder lo que demuestra porqué este tipo es, sin ninguna duda, el valor agregado, el rasgo diferenciador, de un grupo que le debe a su guitarrista el calificativo: “único en su género”. 

Un tipo con una gran cultura musical, coleccionista de discos desde su tierna infancia, que asegura que uno de sus discos preferidos es “Duck Stab” de los Residents, no puede interesarse en otra cosa que en la música experimental. Sus álbumes en solitario – completamente instrumentales – ofrecen soundscapes, ofrecen soundtracks imaginarios, ofrecen sonidos que te transportan, que te llevan a mundos inexistentes. No me queda claro cómo los hace, qué instrumentos usa. Sorprende con timbres desconocidos e inusuales. Imagino que usa sus guitarras, sus pedales de efectos, sus amplificadores, pero no puedo asegurar que no meta mano en las perillas y en los botones de algún que otro sintetizador o aparato electrónico, incluida alguna que otra máquina de ritmos – quizás hasta la mismísima Echo. ¿Quién sabe? Mmmm… ¿Para qué nos servirá saberlo?

Es cierto que se trata de música que necesita ser decodificada, como la de muchos otros exponentes de la música experimental. Sin embargo, puede disfrutarse tal y como es, sin darle tantas vueltas. Abrite al misterio…

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Lejos, muy lejos de acercarnos a un eterno y tumultuoso baile de caballos, cocodrilos, puercoespines, monos, chinches, conejos y hasta hombres orgullosos al dejar sus imágenes de rescates plasmadas de por vida sobre la pared con todos los colores, bajo una luna asesina de labios dulces como el azúcar que no dejan ningún rastro sobre una terraza que promete tanto días color turquesa, cristalinos, como cielos azules, estrellados, los que al cortar el reverso del amor anticipan climas tormentosos y lluvias oceánicas que enterrarán vivas unas flores de óxido de las que harán brillar los márgenes que, aunque la vida continúe, no durarán para siempre, tal como el filo de unas tijeras en la arena, que como todo el mundo sabe, se esconden y buscan arder por mí. ¿Sigo?

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