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domingo, 18 de septiembre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y SIETE

A veces, tengo miedo de estar convirtiéndome en un bicho raro. Conste que me remito simplemente a la observación de mi entorno, de la vida cotidiana. Por el momento, no he detectado en mí síntomas demasiado preocupantes. 

Un día en el que iba a buscar un CD de Chet Baker que había encargado en Insomnio Discos, me crucé en la esquina con un flaco que visiblemente acababa de retirar su pedido en esa misma tienda. Sin conocerlo, pude adivinar que se trataba de un melómano, de un sonívoro o, al menos, de un comprador compulsivo de discos. Compradores de música envasada nunca ha habido demasiados, los reconozco de un vistazo. A veces, los huelo. Lamentablemente, cada vez quedamos menos y no nos queda otra que recurrir a los mismos lugares, a los mismos dealers, para conseguir nuestros tan preciados disquitos y, en algún momento, vamos a terminar conociéndonos todos, seguro. Aunque el pibe era un extraño, un desconocido, me vi reflejado en él, en su actitud. Sin embargo, algo me hizo ruido. Hay que admitir que era un poco más raro que yo. Su forma de manipular el objeto que llevaba entre sus manos, me dejó ver que la situación de compra-venta de discos tiene, además, algo de marginal. Llega a parecer que uno está haciendo algo ilegal. Todo despierta la desconfianza. Se duda de la pureza de esa especie de droga que se acaba de conseguir en un mercado paralelo, informal. Finalmente, para el fisco, no deja de ser un mercado negro, ya que es muy difícil que en estas cuevas te emitan una factura. Todo explica porqué el tipo miraba el frente de su nuevo CD. Lo daba vuelta frenéticamente, le miraba el dorso. Le miraba los cantos, las puntas, los detalles, acercando peligrosamente las extremidades del objeto a su órgano ocular. Está bien jodido, pensé, hecho mierda. A pesar de saber que no tenía nada que ver con ese personaje, no pude dejar escapar mi autocrítica para tratar de comprender mi propia forma de actuar frente a un momento semejante. Ese instante de éxtasis al conseguir un disco nuevo, un disco buscado. Es cierto que cuando compro discos usados los miro un poco para comprobar el estado de la superficie donde se almacena la información, que no haya demasiadas marcas ni rayaduras que puedan afectar su buen funcionamiento. También es cierto que cuido mis discos para que no se dañen, que los limpio si están sucios, que trato de que cada uno esté dentro de una bolsita protectora, que los tengo bastante bien ordenaditos, que no dejo de comprar alguno nuevo cada vez que puedo, que no dejo de leer ni los nombres de las canciones ni los créditos. Sin embargo, nunca me pondría a mirar ninguno de los discos de mi colección de esa manera salvo que alguien me hubiera insinuado que algún mensaje oculto imprescindible para disfrutar plenamente de la música allí contenida se pudiera descubrir solo de esa manera. Lo que me hizo llegar a la conclusión de que el tipo era, lisa y llanamente, un enfermito. 

Completar la colección de los discos de un artista, ¿será de enfermito? Querer escuchar a todos – o a la mayoría de – los artistas de un género musical, ¿también será de enfermito? En ocasiones me pregunto si semejante glotonería musical valdrá la pena. Suelo cuestionarme si seguir comprando discos y más discos tendrá algún sentido. Ante la duda, sigo buscando y sigo juntando. Para arrepentirse, cuando uno ya los consiguió, hay tiempo, lo jodido es rastrearlos cuando se te pasaron sin prestarles atención en su debido momento. El mercado del usado puede llegar a ser muy tirano con un coleccionista sediento, con un completista inquebrantable. En fin, por todas estas razones he ido acumulando una buena cantidad de discos. Por las dudas, por si me van a gustar, por si me van a sorprender. He acumulado de todo, de muchos géneros diferentes. Entre tantos, hay muchos de trip hop y de otros subgéneros similares de la música electrónica, claro. Teniendo en mi haber varios álbumes de las contundentes aunque magras discografías de Portishead, de Massive Attack y de Tricky, sentí la necesidad de explorar este estilo musical que me resultaba más que interesante. Me gustaba la idea de que para esta gente la electrónica no se asociara con la fiesta, con el baile, sino sobre todo, con las sensaciones, con el reposar en un sofá para disfrutar de los sonidos que emanan de los altoparlantes. Después de conseguir los discos de Moonshake y de Laika, que me volaron la cabeza y me marcaron un camino sin igual, seguí investigando. Con el tiempo, caí sobre Alpha – protegidos por uno de los grandes grupos del género; Lamb – comparados por los críticos con otros que realmente valían la pena, aunque a estos les faltaba algo de sangre; Mono – estaba en la misma batea y me gustó la tapa; 12 Rounds – proyecto paralelo de un miembro de otro grupo que estimaba, duerme en un estante sin pena ni gloria; Solex – curiosidad e intriga acompañadas por un precio tentador; Unkle – recomendado por algún desconocido; Cuba – avalado por un sello bastante importante, olvidado entre los otros; y Lakuna – respaldado por el mismo sello importante y por el pasado pomposo de sus integrantes. De todos y cada uno de ellos no puedo expresar más que cierta simpatía. Malos, no son. Pero no siento que hayan producido un cambio contundente en mi percepción sobre este género, ni sobre la música. Algo parecido me pasó con Leila y Bows, otros que no han aportado más que fibra de papel y plástico a mi colección. Para el primero de estos dos, no desembolsé ni un mango, sino que me lo regaló mi amigo Philippe, razón por la cual lo conservo con bastante estima. Como el segundo tiene un arte de tapa muy interesante, con la caja de plástico impresa con serigrafía y el librito diseñado sobre papel vegetal. Como tiene una gráfica muy cuidada, también se justifica su presencia en mi colección. ¿Qué le hace una mancha más al tigre? 

Algo un poco diferente me pasó cuando empecé a escuchar a Broadcast. Tengo que admitir que lo que primero me cautivó de este dúo británico fue la gráfica de las portadas de sus discos, como en muchas otras ocasiones me pasó con otras bandas. Sin embargo, al conocer su música, comprendí que se alejaban un poco de los estereotipos del género, lo que los hacía superarse y ofrecer una propuesta más interesante que la media de sus congéneres. Me gustaron lo suficiente como para rastrear cada uno de sus simples y cada uno de sus álbumes. No eran tantos, pero algunos fueron difíciles de conseguir porque los vendían solo en sus recitales o en su página de internet. Como no iba a ir hasta el Reino Unido para comprárselos, recurrí a mi computadora y a mi paciencia.

Con los discos de Pram, me pasó algo diametralmente opuesto. Las imágenes de las tapas me parecían espantosas y cada vez que las veía me alejaba de esos CDs como si se tratara de agentes transmisores de pestes incurables, leprosos o andá a saber qué otra cosa aún peor. ¡Qué equivocado estaba! Cuando finalmente me decidí. Cuando no encontré qué otra cosa llevar. Cuando embolsé los discos que tenía el flaco de La Subalterne – la disquería de la rue Saint-Denis – y me senté a escucharlos, fueron un puñetazo certero al cerebro. A través del tímpano, claro. Un sonido único. Instrumentos de viento, instrumentos de cuerdas, instrumentos de percusión, instrumentos modernos, instrumentos antiguos, instrumentos clásicos, instrumentos de juguete, ruidos raros. No creo que para los puristas del género esta banda quepa dentro del trip hop, pero como en casi todos los grupos del género cantan chicas inglesas y se coquetea con elementos de la música electrónica, cayó en la misma bolsa, con la misma etiqueta. Además, mi regla mnemotécnica me hizo almacenarlos en el mismo estante, bajo un criterio unificador. Retomo el hilo. A pesar del dudoso gusto del arte de tapa de sus álbumes, no pude resistir y acumulé todos y cada uno de sus discos, hasta los de las tapas más horribles. No me arrepiento. No los escondo. Están ahí, entre mis preferidos, entre los que te recomiendo sin dudarlo. Entre los que jamás prestaría a nadie, bajo ningún concepto.

martes, 7 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y TRES

En épocas de vacas flacas, conocí muchos nombres de artistas que me llamaban la atención, otros que me recomendaban, unos cuantos con los que me cruzaba por ahí cuando visitaba las tiendas de discos. En suma, eran muchísimos más los artistas de los que tenía que privarme la compra de discos que aquellos a los que accedía a escuchar e incluir en mi colección. Acumulaba largas listas con nombres de álbumes o canciones, nombres de grupos o solistas, nombres de sellos o compañías discográficas, nombres de estilos o géneros musicales, con la esperanza, con la ilusión, de que algún día pudiera encontrar, conseguir, alguno de esos álbumes a un precio que me permitiera confirmar que la espera había valido realmente la pena. Debo admitir que el final no siempre fue feliz, que muchos de esos artistas se quedaron en la promesa, que la música que ofrecían no había resistido al paso de los años y que habría sido mejor quedarse con la ilusión. Afortunadamente, con otros el deleite fue tan inmenso que me atrevo a decir que sirvió para compensar las desilusiones, el trago amargo al reconocer las expectativas como vanas e inútiles. No todo lo que brilla es oro. No todos los discos, no todos los artistas, que te recomiendan valen la pena ser escuchados. No todos los discos que ofrecen las tiendas valen la pena ser comprados para hacerles un lugarcito en nuestra colección, para atesorarlos. No toda la música que ha sido grabada vale la pena. Mucha de esa música solo sirve para ilustrar cómo se puede perder el tiempo en un estudio de grabación al registrar sonidos reiterados, imitados, hasta el hartazgo. Sonidos que no proponen nuevas ideas, nuevas sensaciones, nuevas combinaciones, nuevos rumbos. Sonidos a los que les digo basta, les digo que es suficiente, que me cansaron, que me resultan aburridos, sin vida. Hace muchos años, el cantante de un grupo con el que solíamos hacer recitales me preguntó a qué artista imitaba para concebir mi música. Me descolocó. No podía creer su pensamiento. Me parece inútil andar ofreciendo música afanada sin un toque personal. Si bien es cierto que las influencias son necesarias, imprescindibles, para definir el rumbo que se comenzará a transitar, también es cierto que cuando se escucha mucha música las referencias se vuelven difusas, se entrelazan, se entremezclan, se enriquecen. Por otro lado se espera que los distintos grupos que ofrecen músicas que encasillamos en el mismo género, en el mismo estilo, tengan algo diferente, algo singular, para ofrecer que justifique su existencia. 

Conocí al trip-hop gracias a Portishead. Grupo que me impactó por su profunda melancolía y su cadencia eterna. Luego, conseguí algo de Massive Attack, cuya condescendencia a la hora de producir hits tan memorables como cuestionables al navegar por aguas un tanto turbias me pareció digna de admiración. Más tarde, pude escuchar a Tricky, el chico malo. Feo, feísimo, mezcla de asesino serial, violador, pedófilo, proxeneta, dealer, mafioso, o simplemente sociópata. Tan pero tan feo que un día en el que lo vi tomando un café, por la tarde, en una terraza en las calles de París, a plena luz del día, salí corriendo cuando me devolvió la mirada. Una mirada penetrante, de esas que meten miedo, que te dice: me reconociste, pero no te atrevas ni a acercarte ni a dirigirme la palabra o sos boleta. Su música me había causado un efecto similar, casi salgo corriendo, espantado. Entre esquiva y desagradable, con cierto gustito amargo, autodestructivo, que llamaba la atención, a pesar de todo, como para intentar dedicarle un tiempito y enriquecer mis oídos con sus ritmos fracturados, sus voces quebradas, roncas, de noctámbulo crónico que parece no dormir desde que nació. Desafortunadamente, muy a pesar de las recomendaciones de mi amigo Cristian no logré escuchar ni a Laika ni a Moonshake sino hasta varios más tarde. En Montréal, en menos de una semana de hurgar en varias de las disquerías que frecuentaba, en la de Sainte-Catherine est que conocí el día que llegué a la ciudad, en La Subalterne que quedaba a pocas cuadras del departamento donde vivía, en L’échange que me sorprendía cada vez que la visitaba, en la de la esquina de Mont-Royal Est y Saint-Hubert que desapareció sin dejar rastros, en L’oblique que me dio tantas alegrías, en Cheap Thrills en la que a medida que subía las escaleras, el machimbre vencido por la humedad, los años o las polillas, exhalaba el hedor de la decadencia. Cada vez que visitaba esta tienda pensaba que podría ser la última. No me habría extrañado que un día esa casa vieja se derrumbara o que sus cimientos terminaran por hundirse definitivamente. En todas ellas conseguí algún disco sea de Laika, sea de Moonshake, que como sabrás tienen un pasado común, una historia que los emparienta. Sin embargo, el abordaje estético de cada uno de ellos ofrece tintes que los alejan al punto de parecer aguas turbulentas y aceite en ebullición. Ninguno de los dos grupos detenta una basta discografía. Algunos LPs, algunos EPs, algunos singles. Me impactaron, me sorprendieron tanto que no pude resistirme a rastrear todos y cada uno de los CDs que me faltaban por internet. En poco tiempo, había conseguido todos los discos disponibles de estas dos bandas que supieron abusar del sampler y de los loops para crear una música basada en el plagio creativo, en el afano honesto, en la toma de referencias para la deformación, en la influencia sin recurrir a la imitación, al calco. En síntesis, dos bandas que supieron como ninguna crear, cada una de ellas a su manera, su sonido, totalmente nuevo y reconocible – uno femenino y sensual, el otro masculino y desbocado – tomando prestados elementos sonoros de las más diversas fuentes para manipularlos y apropiárselos logrando reinventar un género para el que se suponía que otros pesos pesados ya habían sentado las bases, ya habían creado la receta. Un chispazo, un fogonazo. Sangre nueva que enriquece a este género musical con el que lamentablemente cada uno de sus exponente más interesantes sólo han sabido deleitarnos publicando un puñado de LPs, algunos EPs y unos cuantos singles. Lo bueno, si breve, dos veces bueno, decía una profesora de historia de mi escuela secundaria a la que seguramente le molestaba leer las interminables tareas mal escritas de sus estudiantes. Lo transpolo al mundo de la música en el que algunos artistas no hacen más que acrecentar, abultar – innecesariamente – su carrera discográfica sumando grabaciones en las que no dejan de repetir, de imitar a otros músicos. No dejan de repetirse ofreciendo una y otra vez la misma canción con distinto título. Valoro la honestidad de grupos como Laika, Moonshake o Portishead que quizás sintieron que no tenían nada nuevo para ofrecer y prefirieron guardarse antes que continuar refritando ideas de antaño hasta el infinito. 

sábado, 17 de julio de 2021

CIENTO DIECISÉIS

He visitado tantas tiendas de discos usados de mala muerte que he perdido la cuenta. Muchas de ellas no podrían ser consideradas disquerías porque vendían otros artículos de variadas naturalezas. Desde libros hasta electrodomésticos, pasando por amoblamientos, bazar o vestimenta. Generalmente, sin respetar ningún tipo de orden a la hora de exhibir la mercadería. El famoso popurrí. En francés, pot-pourri. Término utilizado corrientemente en el mundo de la decoración que incluye el sema “pourri” que significa ni más ni menos que “podrido”. Así que imaginate con lo que te podés encontrar. Durante mucho tiempo, pensé que en esos lugares llegaría a descubrir algún tesoro escondido, alguna perla olvidada, alguna gema oculta, alguna joya desestimada. Hoy, pienso que con suerte, en la mayoría de esos antros, solamente me toparé con bastante polvo, mucha mugre y abundante humedad – acompañados de sus hedores correspondientes. Además, lo más probable es que haya pulgas, cucarachas o algún que otro bicho adaptado al biosistema de dicho medio putrefacto. Cualquiera sea el bicharraco que encuentres, seguro que nadie se ha animado a desalojarlo por temor a las represalias de las organizaciones de ecologistas defensores del medio ambiente y de la vida de los insectos. Diciendo “una mugre”, me quedo corto. Ya no me dan ganas de entrar a revisar las bateas, las estanterías o los cajones de esos sucuchos. Tocar los discos, sentir el hollín, la grasa, el pegote de cerveza derramada o de alguna otra substancia más desagradable aún al intentar pispear desde cierta distancia para que el olor a humedad y cosa vieja estancada no afecte demasiado mi sistema respiratorio demanda un entrenamiento de gimnasta olímpico. Ya no estoy para esos trotes. Me aburguesé. Ahora quiero los discos limpitos y, de ser posible, con bolsita o celofán. Uno, cuando tiene plata, hace lo que quiere. Es cierto que cuando no tenía un mango frecuentaba esos tugurios sin chistar. Hasta disfrutaba de la experiencia. Admito que buena parte de mi educación musical se la debo agradecer a estos comercios que me ofrecían material “bon marché”, “pas cher”, “d’occasion”, de enésima mano. Allí encontré donde abrevar otros sonidos, diferentes ritmos, diversas músicas, sin demasiados lujos. Hasta no hace mucho tiempo, existían este tipo de locales repletos de discos de dudosa estirpe entre los que era realmente muy difícil encontrar algo que valiera la pena. Era realmente muy difícil volver a encontrar algo una vez que había dejado de estar en contacto con tus manos. Era muy difícil comprender ese quilombo. Entiendo que estos negocios fenecieron, se fueron al tacho, fueron bajando sus persianas sin pena ni gloria y muy poca gente los recuerda. Quién sabe, quizás alguno haya sobrevivido. Por mi parte, no tengo referencias ciertas. Tampoco estoy interesado en conseguirlas. Sin embargo, si son útiles para que alguien tiente a la suerte e intente descubrir algún tesoro escondido, alguna perla olvidada, alguna gema oculta, alguna joya desestimada, bienvenidos sean estos locales de compra-venta de dudosa calaña. Lo cierto es que aún conservo, desde hace muchísimo tiempo, algunos discos por los que no debo haber pagado ni siquiera un par de pesos. Al momento de comprarlos, la seducción operaba siempre de manera diferente, heterogénea. Me viene a la memoria “Solo Boys” de Charlélie Couture. Un cantante francés con cierta gracia del que había escuchado alguno de sus álbumes en la Alianza Francesa. También, “Sacred Cow” de Geggy Tah. Un disco que me conquistó por la foto del perrito de la tapa. Cute. También me arriesgué con la banda de sonido de la película “Sling Blade”, solo porque había sido compuesta e interpretada por el canadiense Daniel Lanois. Debo admitir, ahora que entré en confianza, que no he visto casi ninguna de las películas de las que he comprado las bandas de sonido. Ésta, no es la excepción. 

No pienses que esos comercios se encuentran exclusivamente en nuestra querida Buenos Aires. Incluso en Canada, país del primer mundo, son moneda corriente. Es más, cuando vivía en Montréal, también los frecuentaba con asiduidad. Recuerdo que en un local enorme en el que ofrecían muchísimos libros de descarte y CDs para el olvido, encontré “Lost In Space - Volume One (1993 - 2002)”, el primer álbum de Laika que tuve, a un precio irrisorio. Ahí también conseguí la banda de sonido de la película “Le Cœur Au Poing” en la que participaba Lhasa De Sela. Une découverte. Como no podía traicionar al azar, cuando vi entre las pilas de discos “Into The Oh”, otro título de Geggy Tah, temiendo algún gualicho que me impidiera seguir encontrando discos de mi interés en ese bordel, lo compré. Total, valía dos mangos. Solo una moneda. Lamentablemente, se ha ido perdiendo la sana costumbre de reutilizar los CDs porque, simplemente, ya casi nadie compra discos que puedan aspirar a una nueva vida en las manos de un segundo dueño. Primero, porque la oferta de CDs nuevos está en franca decadencia. Segundo, porque los discos salen tanta guita que cuando te decidís a comprar algún título tratás de elegir a conciencia para que jamás se te cruce por la cabeza desprenderte de ese objeto que roza lo suntuario. Para el que no haya conocido la bonanza de las épocas doradas del CD, cuando los encontrabas hasta en los kioscos, debe saber que hoy, “l’occase” ha quedado relegada a los puestitos, tanto del parque Rivadavia como del parque Centenario. Donde, con suerte, podés encontrar algún que otro disco que no esté decorado por una cagadita de paloma o por un mordisquito de rata.