domingo, 20 de diciembre de 2020

NOVENTA

En el mundillo de la música, a lo largo de los años, he establecido entrañables amistades y vínculos duraderos nacidos de una pasión en común, sin embargo, desafortunadamente, también he encontrado mucha gente envidiosa, mal intencionada y de poca monta que entre su mediocre ambición y su ego de cotillón, no deja de intentar hacer trastabillar a cualquiera poniéndole palos en la rueda. Por lo general, usan como arma palabras denigrantes y difamatorias con las que intentan esparcir calumnias y humillaciones. Hay diferentes tipos de estas personas pero todas ellas tienen una cualidad en común: suponen haber superado el estadío en el que estuvieron en algún momento de sus vidas, en tu mismo nivel, a tu lado, y te miran desdeñosamente por sobre sus hombros como si hubieran logrado elevarse, hacerse inalcanzables, intocables o ajenos al mundo terrenal. Como si estuvieran más allá del alcance de los humildes mortales. Imbéciles. Tengo dos anécdotas que ilustran la estupidez de este tipo de gentuza de pacotilla justo en la misma época de mi vida musical, ambas relacionadas con el disco “Sing” de mi grupo NO:ID. No me interesa dar nombres por dos razones. Primero, los he sepultado en el olvido. Segundo, sería darle a pobres individuos, tan muertos de hambre como vos y como yo, demasiado crédito. 

El primer encuentro se dio mientras grabábamos la primera canción del disco, “Dead”. Para un corte que separaba las estrofas, se me antojó grabar un arreglo que se entrelazaba con el bajo y para hacerlo no se me ocurrió mejor idea que llamar a un flaco con el que había tocado muchos años antes. Yo sabía exactamente cómo quería que sonara su instrumento y la melodía que quería que ejecutara. Quería que hubiera un toque de melancolía en esa canción. Con los destellos de un spaghetti western y el humo espeso y brumoso de una taberna sudorosa pasada la medianoche. Cuando le dijimos lo que queríamos que tocara, el muy imbécil nos miró, a cada uno de los presentes en el estudio, y con el máximo de desdén posible a la música que estábamos creando con el grupo, dejó salir de su boca un "yo ahora no toco más así". Sin salir de mi asombro y un perplejo por ese azote sin piedad, recuerdo haberle dicho que tocara lo que quisiera. Para sorpresa de todos, lo único que salía de su instrumento eran pitiditos sin sentido que demostraban que el tipo no tenía ni la más mínima noción de la estética. Esos soniditos seguramente hubieran quedado bien en otro contexto, en algún otro de mis proyectos. Nunca en el primer proyecto en el que intentaba crear canciones de fogón, alejándome de las sonoridades bizarras por un tiempo. Finalmente, Alejandra, la mujer de mi amigo Omar grabó, la melodía con su voz y la canción quedó impecable.

El segundo encuentro tuvo lugar apenas terminada la grabación del disco. Por si hubiera sido poco, este otro tarado no tuvo mejor idea que intentar despreciarme dos veces en la misma tarde. Si hubiera sido violento, le habría llenado la cara de dedos, y el culo de patadas. Sin embargo, me conformé con disfrutar silenciosamente cómo un tipo que se cree superior cae en cuenta, al menos internamente, que su soberbia le hace cometer errores tontos e irreparables. Recuerdo que a los pocos minutos de haber entrado en mi estudio, divisó mi colección de CDs de los Têtes Raides. Claro, en ese momento, no seríamos muchos los que teníamos la discografía completa de estos magníficos franchutes en la ciudad de Buenos Aires. Pero, como suponía que el único con derecho a conocerlos y a disfrutarlos era él solito, no pudo resistir y preguntar con la insistencia de una víbora que se traga un poco de su veneno pero que no puede resistir intentar esparcir otro poco para ver si logra hacer algo de daño. Repitiendo “¿vos tenés esto?, ¿vos conocés esto? ¿a vos te gusta esto?”, no podía soltar mis discos mientras los miraba nerviosamente por delante y por detrás. Finalmente, se calmó, pero al rato, no pudo con su genio e intentó fustigarme atentando contra mi ego. Recientemente habíamos terminado de grabar, mezclar y masterizar el disco “Sing”, el mismo del que estuve hablando hasta ahora. Estábamos todos muy contentos porque el resultado excedía nuestras expectativas, sobre todo sabiendo que lo habíamos grabado con un DAT, una computadora que no supimos aprovechar demasiado, una máquina de ritmos, un sequencer, un par de guitarras con cuerdas oxidadas, algunos pedales y varios instrumentos prestados. Todo muy precario. No teníamos un mango. Nuestro presupuesto se agotó al comprar las cuerdas del bajo. Estaban tan viejas que parecían alambre de púas y era imposible afinarlas, no nos quedaba otra que reemplazarlas. Vuelvo a la anécdota que me compete. Como te dije, mi estudio siempre fue LO-FI. Berreta, pero en serio. Para hacer sonar las pistas de la computadora tenía que hacer unas conexiones que requerían pasar cables por diversos lados y como no disponía de mucho tiempo, decidí hacerle escuchar a este ganso mis canciones con auriculares. ¿Para qué? Como sabía del paupérrimo equipamiento del que disponíamos a la hora de grabarlas, y él acababa de gastarse una buena suma de dinero en un estudio de grabación en el que no había logrado un mejor resultado que nosotros, cargado de envidia y desazón, lo único que pudo balbucear fue la furtiva estocada “la música siempre suena bien con auriculares”. Pobre loser. Seguí participando. Yo sé que no soy un músico famoso, ni un gran guitarrista, ni un aclamado cantante, pero tampoco me interesa serlo. Este pobre tipejo, hace añares busca desaforadamente salir del anonimato y a pesar de sus esfuerzos no es mucho más conocido que cualquiera de nosotros. Ya que tenés plata, comprate una vida. Gil.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/sing




sábado, 19 de diciembre de 2020

OCHENTA Y NUEVE

¡Qué lástima que estos pibes hayan grabado tan poquitos discos! Los conocí gracias a su primer álbum. Cuando lo pedí prestado en la Alianza Francesa, creo que lo hice porque me gustó la foto de la tapa. Pero cuando lo escuché, me di cuenta de que era un grupo que prometía. Era un diamante en bruto. Hoy puedo decir que pienso que no se trata de un excelentísimo disco, a pesar de eso, decidí encargarlo en Oíd Mortales. Cuando Damián se fijó en su catálogo, me ofreció también otro título que acababa de publicarse. Así fue que al poco tiempo sumé a mi colección “Bazar” y “Ciel d´encre” de los Hurleurs. El primero, como decía antes, me gustó preo no me sorprendió. El segundo, me impactó. Como tantos otros álbumes que me movilizaron y despertaron tanta admiración en mí, lo escuché sin parar durante una semana. No tiene canciones de esas de las que uno recuerde el estribillo. No tiene melodías pegadizas de esas que uno no pueda dejar de tararear. No tiene ritmos de esos que a uno le hagan mover la patita y, más tarde, el esqueleto. Pero tiene un sonido demoledor. ¡Qué suerte que se me ocurrió comprarlo! Como después de su tercer álbum, el grupo se disolvió, hoy, todos sus discos – LPs, EPs y simples – son inconseguibles o carísimos.


viernes, 18 de diciembre de 2020

OCHENTA Y OCHO

Mientras el Diseño Gráfico era mi segunda pasión, consultaba y leía libros; miraba y atesoraba revistas; conservaba y coleccionaba recortes, fotos y cualquier pedazo de papel impreso que despertara algún interés en mi retina. En la Alianza Francesa, además de los CDs de música, también tuve acceso a mucho material de este tipo. Tomaba en préstamo todas las publicaciones del tema que tuvieran disponibles. Fue así que me enteré que el cantante de los Têtes Raides tenía un atelier artístico que lleva el nombre de Les Chats Pelés junto a dos colegas. En ese estudio de diseño realizaban todo el material gráfico del grupo: tapas de discos, afiches, volantes, anuncios, esculturas, collages, ilustraciones, escenografías; además de hacer libros para niños muy bonitos e interesantes. Resulta que uno de esos dos muchachos también era cantante y tenía un grupito. Parecían los hermanitos menores de los Têtes Raides. No porque fueran inferiores en calidad, porque a decir verdad eran buenísimos, sino porque eran menos en cantidad de integrantes. Eran solo tres, y con eso bastaba. Atención: uso el pasado al mencionar a este proyecto musical porque, lamentablemente, han dejado de hacer música. Recomiendo ampliamente su breve discografía compuesta por cuatro discos en estudio y uno en vivo. La Tordue probablemente no cause el mismo impacto inicial que sus hermanos mayores, pero los acordes de sus guitarras, las melodías de su acordeón, los sonidos de su batería de cocina y de cada uno de sus otros instrumentos sumados a la lírica de la voz y las palabras de su cantante, perduran y vencen al inexorable paso del tiempo demostrando que la buena música, la buena poesía, son atemporales.


jueves, 17 de diciembre de 2020

OCHENTA Y SIETE

Conocí a esta banda irlandesa gracias a mi amigo Omar. Recuerdo haber visto un VHS con la grabación de un concierto en el que festejaban el Saint Patrick´s Day junto a Joe Strummer y a algunos otros invitados. Creo que se trataba de “Live at the Town and Country”, aunque me es imposible asegurarlo porque se trataba de una copia sin ningún tipo de portada ni mayor información que el nombre del grupo escrito de puño y letra de mi amigo sobre la etiqueta del videocasete. El grupo me produjo algo profundo, intenso. Tocaban con la naturalidad, la destreza y la poca necesidad de esfuerzo que solo aquellos que han nacido con un instrumento musical bajo el brazo pueden lograr. Las canciones me parecieron emotivas, vibrantes. Quizás haya sido su costado rockero y aguerrido el que hizo reflotar mi adolescencia rebelde. Quizás hayan sido sus melodías gancheras, pegadizas, anticipables y encantadoras. Quizás haya sido su ritmo festivo y entrador que me invitaba a mover la patita. Quizás, simplemente, hayan caído en el momento justo porque como estaba muy enganchado con los Têtes Raides, que también usaban acordeón, me encontraron permeable a su sonido celtic-punk-folk. Debo admitir que unos cuantos años antes había conseguido un simple en el que Nick Cave interpretaba a dúo con el cantante de este grupo la canción “What a Wonderful World”. Aunque la versión me gustó y me parecía bastante sobria, a pesar de la eterna borrachera de sendos intérpretes, no busqué conocer la procedencia de este tipo tan bizarro. 

Nada de lo anteriormente citado puede asegurarse total y completamente sin incurrir en una afirmación desatinada. Lo único que me es posible afirmar sin temor a equivocarme es que un día que estaba paseando por el barrio más cheto y chic de la ciudad de Buenos Aires, descubrí que en el shopping de la calle Vicente López, que otrora se llamara Village Recoleta, también había un Tower Records y, para mi sorpresa, bastante grande y bien surtido. En las bateas encontré tres discos del grupo del que había visto el recital en la casa de Omar. El hallazgo me agarró desprevenido porque no tenía idea ni de la envergadura de la discografía de la banda ni de cuál sería la mejor opción entre sus discos de estudio para iniciarme en su mundo. Luego de meditar unos breves instantes, al no encontrar respuestas a mis interrogantes, tomé una decisión desfachatada y desenfrenada. Compré: “If I Should Fall from Grace with God”, “Rum Sodomy & the Lash” y “Red Roses for Me”. Sí, contás bien, los tres de los Pogues que tenían en stock en ese momento. Si ese día también hubiera encontrado algún otro título, seguro que habría formado parte de mi colección un tiempito antes. Como siempre, todo es cuestión de tiempo. 


miércoles, 9 de diciembre de 2020

OCHENTA Y SEIS

Del artista del que voy a hablar ahora ya he mencionado varios álbumes. Su impronta ha dejado huella en mi música, me ha influenciado profundamente. Este álbum, primero lo tuve en casete, importado. Lo había conseguido en algún boliche del centro. Para ser honesto, muchos años más tarde cuando lo conseguí en CD, como ya conocía todos los temas de memoria, mucho no lo escuché. Como es un disco que no puede faltar en una colección que se digne, siempre estuve contento de saber que estaba ahí, a mi alcance, disponible para ser escuchado. Mientras trataba de definir el sonido que quería adoptar para mi música post MUTANTES MELANCÓLICOS, sabía que buscaba un estilo un poco más directo y frontal, con pocos elementos; cancionero y de fogón, que me permitiera interpretar mi música en cualquier lado, sin necesidad de grandes desplazamientos, ni de instrumentos, ni de equipos. Una formación simple, guitarra-bajo-batería, era lo que se anunciaba. Revisando mis estanterías de discos, llegué a “New York” del viejo y estimado Lou Reed. Inmediatamente comprendí que era precisamente lo que andaba buscando. A pesar de haber estado guardado durante varios años, cuando lo puse en el equipo, todas y cada una de sus canciones resonaban instantáneamente en mi cabeza, Era música inolvidable, para mover la patita aunque sin la euforia desenfrenada de cualquier grupete adolescente, con la instrumentación justa y necesaria. Fue la inspiración que dio el puntapié inicial para mi proyecto NO:ID. 


martes, 8 de diciembre de 2020

OCHENTA Y CINCO

Cualquiera que estudie durante largo tiempo cómo tocar un instrumento, llegará a hacerlo con cierta soltura, logrará la agilidad necesaria para demostrar cuán dotado es y cuánto le han beneficiado las largas horas de estudio y práctica. La gran dedicación y el profundo sacrificio, aparentemente, habrán dado sus frutos. Sin embargo, todo ese circo no garantiza que esa persona, ese instrumentista, llegue a expresar algún sentimiento a través de su instrumento, que su interpretación musical sea movilizante para el oyente. Creo que en este punto existe una confusión bastante común. Ejecutar bien un instrumento musical, lograr cierta velocidad en la digitación, conocer miles de escalas, permitirse demostrar que esos raros acordes de libro son moneda corriente para el intérprete, hacer malabares y acrobacias tanto al ejecutar el instrumento como mientras se lo ejecuta, no debería elevar al instrumentista superdotado, o súper entrenado, al rango de “artista”. Ser buen músico, ser buen instrumentista, no significa ser creativo. Pienso que para ser considerado un “artista”, en la rama del arte que sea, el tipo debe transpirar creatividad. Al resto, se los puede apreciar por otras cualidades, pero, lamentablemente, no nos ofrecen nada nuevo, nada diferente, nada singular, nada único en su música.

Cualquiera puede hacer ruido. Solo algunos consiguen, o se permiten, encontrar la belleza en el caos. Claro, para algunas cosas hay que animarse. Ojo, para hacer mucho batifondo, no hace falta romper nada. Quizás, el secreto esté en lo primitivo, en lo que ha dado origen, en aquello que sirve de base, en algo que está ahí desde tiempos inmemoriales aunque permanece aún virgen, sin ser descubierto, sin ser develado...

Cuando compré el disco del que voy a hablar en este capítulo de mis memorias, fue como un cachetazo. Primero, porque nada ni nadie me había anticipado ninguna noticia sobre su publicación y un día que entré en la disquería El Oasis, lo vi ahí, en el anaquel que tenían detrás del mostrador. Obviamente, no demoré ni un nanosegundo en decidir que lo compraba, esta vez, sin importar el precio. (Entendé que se trata de uno de mis dos guitarristas de predilección – el otro es el de Echo & the Bunnymen, que posee un toque menos visceral y corrosivo aunque igualmente particular y único.) Segundo, porque, tras siete años sabáticos, este monstruo de las seis cuerdas presentaba finalmente su primer álbum solista. Hasta ese momento, a pesar de haber sido opacado por los egos de sus colegas y compañeros de banda, había logrado brillar y trascender casi desde el anonimato, desde la oscuridad, desde las sombras. Claro, aunque no conozcas su nombre, nunca dejarás de reconocer el sonido que extraen sus penetrantes e incisivos garfios de su desgarradora guitarra. Tampoco podrás olvidarlo. Estará ahí latente, latiendo hasta su próxima entrega. Tercero, y último, porque cuando puse el disco en el lector, no pude dejar de escucharlo durante una semana completa. Contrariamente a sus proyectos anteriores, en este se disfrutaba de un silencio ensordecedor, de una sobrecarga despojada de sonidos y de instrumentos que demolía casi con delicadeza. Era el famoso power-trio, aunque sin la necesidad de estresarse, ni de alocarse, ni de patear ningún tacho de basura o el pie de micrófono. Es un disco atemporal, maduro y preciso en el que Rowland S. Howard tomó las riendas e hizo todo bien. Lo único malo que tiene el disco es que ha puesto la varita tan alta para los discos del género que nunca he logrado encontrar otro que lo iguale ni, mucho menos, que lo supere. 

En definitiva, “Teenage Snuff Film” no es un disco que sirva para mostrarnos la técnica de este magnífico guitarrista. No es un disco que exhiba un catálogo de las habilidades musicales, ni de Howard ni de los tipos que lo acompañan. No es un disco en donde los arreglos resulten engorrosos y desvíen la atención del oyente hasta que pierda noción de la canción que está escuchando. Es un disco directo y a la vez creativo, especial, único, personal. Es un disco que expresa las pasiones al desnudo de un tipo que excede la calificación de “músico”: Un tipo al que nadie podría acusar de “comerciante”. Un tipo que se ha ganado su merecido lugar en el panteón de los “artistas”.



lunes, 7 de diciembre de 2020

OCHENTA Y CUATRO

El primer instrumento de música que toqué en mi vida fue un piano vertical. Pertenecía a una prima hermana de mi mamá que era concertista. Recuerdo que me gustaba el sonido de las notas graves, de las notas largas. Nunca supe tocarlo, pero tengo grabado en la memoria un momento en el tiempo en el que estaba sentado en el taburete, la luz tenue de la media tarde entrando por los vidrios de la puerta que daba al patio y mis deditos se apoyaban sin apuro sobre las teclas, dejando que las notas se prolongaran, apreciando las vibraciones de las disonancias, esperando que el sonido se extinguiera.

Después de muchos años de estar vinculado con el mundo de la música, tanto como espectador, tanto como creador, compositor o intérprete, he llegado a la conclusión que el sonido que más me gusta es el del piano acústico. Después de haber escuchado una gran cantidad de cantantes, he llegado a la conclusión que los que más me simpatizan son los intérpretes masculinos que detentan un registro grave y, si además su garganta presenta un tono rasposo, gastado, mucho mejor. Si se te presenta la imagen del viejo y querido Tom Waits, no te equivocás. Además, no es ningún misterio que me encanta su música. Su fusión tan personal de estilos. Su coqueteo con el jazz. Su humor. Pero sobre todo, su piano y su voz.

Esos dos elementos los encontré también en un francesito que oculta su apellido (parece que su viejo había sido un cantautor muy respetado en su país natal en los años 60 y quería despegarse un poco, lograr ser valorado por mérito propio, que su apellido no le allanara el camino o, quizás, que no lo condicionara de por vida). Gracias a la Alianza Francesa conseguí escuchar dos de sus álbumes. El primero que publicó que lleva simple y llanamente el nombre del flaco, “Arthur H”, y otro en vivo que se llama “En chair et en os”. Si bien es cierto que le queda un poco grande la comparación con un gigante con el señor Waits, hay que admitir que dentro de la música francesa es el que más se le acerca en género, en estilo. Toca el piano, flirtea con el jazz, tiene voz grave y cascada, recurre al humor con cierta frecuencia, ofrece canciones interesantes... Aunque lo aprecio bastante y he ido coleccionando una gran cantidad de sus discos, por no decir todos, nunca me animaría a decir que se le aproxima en genialidad, en ingenio, en picardía. Jamás. Sin embargo, animate y escuchalo porque es bueno.


domingo, 6 de diciembre de 2020

OCHENTA Y TRES

Palabras mayores. Mayores que las palabras que uno pueda imaginar para intentar definirlos. Sin hacer una música con la que traten de diferenciarse, estos tipos terminan haciendo una música única, especial. Sin ser música que uno conoce de antemano, cada vez que suena un disco nuevo de este grupo francés, las canciones resultan familiares. Como si ya las lleváramos adentro desde antes de haberlas escuchado. Como si al escucharlas se despabilara un recuerdo adormecido y nos reencontráramos con un mundo cercano y acogedor. ¿Música que se lleva en los genes? ¡Quién sabe! Lo cierto es que apenas escuché “Les oiseaux” de los Têtes Raides me sentí total y completamente a gusto en el universo que estos pibes proponían. ¿Será que hacía rato que venía escuchando música cantada en francés? ¿Será que las canciones me hipnotizaron? ¿Será que la firmeza de la voz del cantante no me dio lugar a la duda? ¿Será que la instrumentación era sanguínea y pulcra a la vez? ¿Será que lo poco que entendía de las letras me cautivaba? ¿Será que la poesía del arte de tapa me invitaba a soñar con mundos paralelos en los que la tecnología era innecesaria? ¿Será que percibía que había algo más, oculto aunque evidente a la vez? Podría seguir especulando sobre la razón que me hizo caer en las redes de estos muchachos durante días. Pero, en aquel momento, no filosofé demasiado. Conseguí contactarme con su manager – o algo así – le mandé una orden de pago a través del Banco Piano (no te olvides que los e-shops en los que podés usar la tarjeta de crédito o pagar con PayPal aparecieron mucho más tarde) y un mes después me llegaron los siete CDs que el grupo había publicado hasta ese momento. Ese día fui feliz. Hoy, después de haber escuchado la totalidad de sus discos – sí, siguieron publicando y, obvio, los seguí comprando –, después de haberlos visto en vivo dos veces; puedo asegurar que es uno de los pocos grupos cuya música logra dibujar una sonrisa en mis oídos, otra en mis ojos y otra en mi corazón.


sábado, 5 de diciembre de 2020

OCHENTA Y DOS

Tengo opiniones encontradas sobre la música francesa. Sobre todo si la que canta en francés termina siendo una británica a la que le cuesta tanto pronunciar como entonar. A pesar de todo, después de escuchar algunos discos de Jane Birkin gratuitamente gracias a los préstamos de la Alianza Francesa, terminé comprando cuatro CDs que recopilan una gran parte de su carrera. La época en la que su marido, Serge Gainsbourg, le escribía las canciones, o le daba las que le sobraban, las que sabía que no tenía intención de usar. No creo que sean malos discos y me gusta tenerlos en mi colección. Sin embargo, creo que en lugar de haberlos comprado, debería haberlos robado.


viernes, 4 de diciembre de 2020

OCHENTA Y UNO

Cuando mi vieja se decidió a volver a estudiar francés en la Alianza Francesa, tuve bastante suerte y pude escuchar mucha música que desconocía sin tener que desembolsar un solo pesito. Todas las semanas traía un CD y una historieta de la Médiathèque, en préstamo. Es cierto que no todos los discos que trajo me interesaron, que algunos discos eran horribles, otros espantosos, otros para el olvido, muchos de relleno. Es cierto que muy pocas veces, trajo discos de artistas que me resultaran interesantes, que me hicieran parar la oreja para prestarles mayor atención. Sin embargo, gracias a soportar tantos tragos amargos, tantos sinsabores, tuve la posibilidad de conocer algunas cositas que de alguna forma me marcaron. El artista más obvio del universo francoparlante, encima en la década de los 90, que fue en el momento en el que se lo hizo resurgir porque varios músicos del indie lo mencionaban como una gran influencia, se reconocían deudores de su estilo y hasta le rendían homenaje reversionando sus canciones, fue Serge Gainsbourg, del que pude escuchar la totalidad de un box-set que recopila una vasta cantidad de sus canciones separándolas por épocas. Hablo de los once discos que componen “De Gainsbourg A Gainsbarre”. Hay que reconocer que, a pesar de que su producción presenta altos y bajos, su música sigue siendo más que interesante. Además, si le prestás atención a sus letras, cosa que yo no hago con frecuencia, te das cuenta de que el tipo hacía un laburo fino con la fonética, estudiaba el sonido de cada palabra, permitiéndose desde inventar nuevas palabras hasta mezclar vocablos en distintas lenguas para lograr su cometido. Doble sentidos, burlas, guiños, sinsentidos, absurdos, onomatopeyas, gemidos, grititos, susurros, repeticiones insistentes de letras, vocales o consonantes, de sílabas, de palabras y muchas otras estrategias que lo hacen único. ¿La voz como instrumento musical? Quién sabe.

Tengo que admitir que en esta época también descubrí, gracias a la Alianza, a un compositor argentino, creo que radicado en Francia, sino ¿para qué los franchutes lo van a poner en su catálogo? Cuando mi vieja trajo “Metropolis - Musique Pour Le Film De Fritz Lang” de Martín Matalon, no pude quedar más impresionado. Primero, la gráfica de la portada era muy bonita, impresa con tintas metalizadas, sobre una cartulina de alto gramaje. Segundo, cuando leí que se trataba de una grabación de un concierto en el que habían proyectado la famosa película y habían usado una especie de sonido cuadrafónico, encerrando al público entre parlantes, me intrigó. Por último, cuando lo escuché, no pude más que sentarme para apreciar una obra inmensa. ¡Cómo sonaba! ¡Qué música! Era más poderosa que cualquier grupito de rock que se autodefina como power-lo-que-sea. Pensá que es una música que catalogan como “culta”, “contemporánea”, “electroacústica”, y lo que menos te imaginás es que te va a dejar totalmente despeinado. ¿Y la película? Ni idea. No la vi nunca. Jamás perdí el sueño por eso.

Te preguntarás si todo quedó así. Seguramente ya me conocés y te podés imaginar que no puede quedarme tranquilito y sin hacer nada. La caja de Gainsbourg, no fue tan difícil de conseguir. En el Tower Records de Santa Fe y Riobamba tenían un par de copias. No me quedó otra que tarjetearla y fue mía. El otro fue más difícil. Estuvo descatalogado durante varios años y tuve que esperar a que se les ocurriera republicarlo. Recuerdo que lo pedí por correo directamente al “Ircam” (Institut de recherche et coordination acoustique/musique) del Centre Pompidou de Paris, cuando vivía en Montréal. Recuerdo que estaba emocionado por haber encontrado este disco que había esperado durante tantos años. Lamentablemente, vaya uno a saber porqué, le cambiaron la gráfica de la portada. Pésima decisión. La nueva no es fea, sin embargo, no tiene el mismo impacto que tenía la primera edición. La música, sigue siendo la misma. Impactante, por suerte.



viernes, 27 de noviembre de 2020

OCHENTA

La venganza será terrible, dicen algunos. La venganza se sirve fría, dicen otros. No sé si este fue el caso porque mi revancha la sufrió un pobre tipo que nunca me había hecho nada porque no me conocía, era la primera vez que me veía, y obviamente, fue la última. Sin embargo, si lo tomo como una revancha simbólica a todos y cada uno de los que me chuparon la sangre en mi búsqueda por el disco soñado, me considero vengado.

Ya te conté antes que fui consiguiendo, poquito a poco, los discos de la corrosiva y filosa Lydia Lunch. En los años 90, rastrear los títulos de los álbumes que uno quería agregar a su colección era tan difícil como comprarlos. Recordá que no teníamos internet y que las revistas con información de interés llegaban a cuentagotas. Era un mundo muy distinto. La Argentina siempre estuvo lejos de todo, pero en esa época quedaba más que claro que estábamos en el culo del mundo. Las novedades llegaban cuando ya estaban de oferta en otros lados y, encima, acá te las fajaban al precio de un petrodólar que, sospechosamente, siempre era más salado que el del mercado oficial. Lo mismo de siempre, nada de qué sorprenderse. 

Como te decía, fui acumulando una linda cantidad de discos de la señora Lunch. Entre los tantos que sumé a mi colección se encontraban “Conspiracy Of Women” y “The Uncensored/Oral Fixation”. Lindas las gráficas para las portadas. Negro profundo, juegos tipográficos interesantes. El problema es que nunca nadie me había anticipado que tuviera cuidado porque muchos de sus álbumes contenían performances de poesía, monólogos tan verborrágicos como escatológicos, discursos tan feministas como anarquistas. Donde su arenga irrefrenable de ninfómana ultrajada resulta un tanto empalagosa. Too much. En inglés, a esos álbumes los denominan “spoken-word”. Parece que a los yankis les interesan bastante, los aprecian. La verdad es que a mi no me gustaron ni medio y me sentí total y completamente estafado. Con lo que me había costado conseguir la guita para comprar esos discos y al ponerlos en la bandeja, ni un solo acorde. Solo esta energúmena gritando e insultando a medio mundo, dando rienda suelta a su afilada lengua. Imaginate mi ánimo. Encima, mucho no podía hacer porque nadie me había obligado a comprarlos. Estaban ahí, en un cajón de un flaco en el Parque Rivadavia y yo los agarré. El trago amargo aún persiste, a pesar de que el tiempo ha pasado, de que esos dos discos ya no los tengo.

El primero de los dos, logré vendérselo a alguien en el parque, y como no volvió a cagarme a trompadas, quiero suponer que sabía lo que estaba comprando. El segundo, el que me sirvió como herramienta de mi venganza, lo tuve cajoneado durante varios años hasta que un día, visitando una galería en el barrio de Belgrano, tuve una suerte de iluminación. En la vidriera de un comercio que ofrecía tanto discos como accesorios de moda, vi, juntitos, “Up” de R.E.M. y uno de Lydia Lunch que ya tenía. El de R.E.M. había sido publicado recientemente, era nuevito, y se me ocurrió que si alguien lo presentaba en su vidriera junto a un álbum de la vieja y estimada Lydia, quizás tendría una oportunidad. Un punto a mi favor era que en ese barrio no me conocía nadie. Yo vivía en Flores, estaba de paso hacia la facultad y no era frecuente que pasara por allí. Al día siguiente, me presenté en esa tienda ofreciéndoles canjear mi disco de Lydia Lunch, mano a mano, por el de R.E.M. Ignoro si fui totalmente convincente y persuasivo o si el vendedor era un atolondrado ignorante pero, para mi sorpresa, cayó en mi trampa y me di a la fuga llevando entre mis garras un álbum recién salidito del horno por el que había entregado a cambio un disco que cada vez que lo veía me recordaba cuán boludo había sido al comprarlo. 


jueves, 26 de noviembre de 2020

SETENTA Y NUEVE

Como ya lo sabés, muchas veces he comprado discos porque la imagen de la portada me llama la atención. No puedo explicar el fenómeno porque me han interesado tapas de distintos estilos y con diferentes tipos de grafismo. A veces es una foto, otras un juego tipográfico, una combinación de colores. En este caso fue una ilustración garabateada por el mismísimo demonio. Hace tantos años que compré este CD en la disquería Bonus Track, en la Galería del Óptico, que no estoy seguro de poder afirmar que lo único que me sedujo de este disco haya sido la imagen de su portada. Mientras se titubea y se evalúa la compra de un álbum, se sopesan diferentes variables, se sabe. Se leen todos los textos de la portada y si de repente se tiene frente a los ojos el título de una canción a la que han decidido llamar “Only Losers Take the Bus”, inevitablemente, se percibe que el interés no es solo superficial y que se ha encontrado un álbum que seguramente ofrece algo más. Si bien es cierto que después de tantos años he dejado de creer que “Viva Dead Ponies” es tan bueno como la ilustración que lleva en su tapa, agradezco que me haya introducido en el mundo de un grupo tan desequilibrado como desestimado del que con el tiempo logré conseguir otros álbumes que puedo recomendar sin que me tiemble ni el pulso ni la voz. 




miércoles, 25 de noviembre de 2020

SETENTA Y OCHO

Quién hubiera dicho que mi reintroducción a la música francesa debería agradecérsela a un australiano al que se le ocurrió grabar canciones originalmente escritas en francés pero cantando los textos en inglés. Un poco rebuscado, pero así fue. Como ya te he contado con anterioridad, mi vieja es fanática de la lengua francesa. Siempre lo fue. En mi casa siempre hubo muchos libros en francés y un poco de música también. Pero nunca me había terminado de picar el bichito hasta que no escuché “Pink Elephants”. El álbum anterior en el que Mick Harvey interpretaba canciones de Serge Gainsbourg, “Intoxicated Man”, lo tenía hacía un par de años, aunque no le había dado suficiente pelota. A decir verdad, lo había comprado porque el flaco era uno de los Bad Seeds y siempre lo consideré como uno de los tantos bastones a los que el viejo Nick recurría para que sus proyectos tuvieran cierta calidad. Hoy, creo que me gusta más el primero que publicó, aunque no puedo precisar la razón. Quizás, me guste más la foto de la tapa.


martes, 24 de noviembre de 2020

SETENTA Y SIETE

Como podría esperarse, de la mano de Portishead llegaron Tricky y Massive Attack. Eran épocas de poquísima guita y demasiados sacrificios. Para poder escuchar “Pre-Millennium Tension” tuve que desprenderme de “Experimental Jet Set, Trash and No Star” de Sonic Youth. Como todo intercambio fue tanto doloroso como enriquecedor. Quizás sea un hito, una marca de crecimiento, de evolución, ya que fue el comienzo de mi búsqueda entre sonidos menos guitarreros. Tengo que admitir que no solo la música de este negro con cara difícil (como lo definiría mi vieja) me gustó, sino que además, la versión del CD que conseguí venía con una calcomanía autoadhesiva con la foto de la tapa. Una foto muy bonita que logró contener la pena de mi reciente pérdida. Dicen que todo es un aprendizaje. Que para ganar, hay que aprender a perder. Que hay que lograr soportar, tolerar, la partida. De eso mismo se trata el mundo de la compra-venta-canje de discos. Los que hemos caído en el canje en épocas de vacas flacas sabemos que pasada la emoción de la nueva adquisición para la colección, sufrimos la partida del disco sacrificado, condenado, como si hubiéramos perdido a un ser querido. Se trata de una herida que demora en cicatrizar y que muchas veces provoca una tristeza inexplicable. Inexplicable pues cada uno, antes de decidir qué disco entregar, cuál dejar partir, evalúa cierta cantidad de variables para tratar de minimizar el daño. Yo, por ejemplo, suelo preguntarme: ¿cuánto hace que no escucho este disco?, ¿me interesa conservar la discografía completa de este artista?, ¿es un disco que aprecio por alguna razón en particular?, ¿es un disco que me sigue provocando lo mismo que el día que lo escuché por primera vez?, ¿cuán fácil sería conseguirlo nuevamente si me arrepiento de haberlo vendido?... Por suerte, el de Sonic Youth, como tantos otros que liquidé en aquella época, pude recuperarlo en épocas de bonanza. Solo me lamento por uno o dos títulos que nunca más volví a ver y por los que he ido perdiendo toda esperanza. 

Cambiando un poco de tema aunque sin alejarme demasiado, recuerdo que en aquel entonces, mi amigo Cristian insistía en que consiguiera material de Moonshake o de Laika. Lamentablemente, mi penosa situación económica de finales de los años 90 no me permitió acceder a ellos oportunamente. Por suerte, años más tarde, en Montréal pude desquitarme y conseguir todos y cada uno de los discos de estos pibes y no tengo más que decir que mi amigo tenía toda la razón. Son de lo mejorcito del género, aunque hayan sido los menos difundidos.

Nota bene: Es totalmente cierto que Tricky es un negro bien fulero y que si fuera por su cara de pocos amigos sería difícil que alguien se le acercara. Creo que era en el año 2008, estaba paseando por Paris, y en una de esas “terrasses de café” tan populares en la capital francesa, vi su inconfundible rostro a la luz del día mientras le hacían una entrevista a una distancia de dos o tres metros y tengo que admitir que su ceño fruncido me dio un poquito de miedo.


lunes, 23 de noviembre de 2020

SETENTA Y SEIS

No hay especie más anticipada, adelantada, que la de los “Creativos publicitarios”. Se trata de gigantes, de titanes, que tienen la posta, que están en la cresta de la ola, que detentan verdades universales y absolutas no solo sobre el mundo en el que vivimos, sino además, sobre mundos de los que apenas conocemos algún ínfimo detalle y sobre mundos de los que vos o yo, humildes y miserables mortales, desconocemos su existencia. Los “publicitarios” se codean con los dioses del Olimpo creando marcas, productos, servicios y un sinfín de pelotudeces que tratan de enchufarte de prepo aunque no las necesites o no las quieras ni ver en figurita porque simplemente no te sirven para nada o no te hacen falta. Ellos saben lo que a cada uno de nosotros nos puede llegar a estimular, a movilizar, a interesar. O, al menos, eso es de lo que ellos están convencidos, lo que ellos creen. 

Sí, trabajé en Publicidad. Sí, trabajé para una veintena de agencias publicitarias o agencias de comunicación – como prefieren denominarse algunas de ellas. Tanto en Buenos Aires como en Montréal. Los “Creativos” están todos cortados por la misma tijera, aunque lamentablemente tengo que admitir que los “publicitarios” canadienses son bastante más honestos que los argentinos. Al menos, todos y cada uno de ellos pagó por mis servicios. No puedo decir lo mismo de los argentos, que despilfarraron creatividad a la hora de inventar excusas para ignorar el pago de alguna que otra facturita.

Un tipo que conocí en una agencia, el que si mal no recuerdo se llamaba Julio, me hizo escuchar por primera vez “Dummy” de Portishead. En esa época, en el año 1997, andaba de acá para allá descubriendo nuevos (o viejos) sonidos, como lo vengo haciendo desde el año 86, aunque con menos dinero y más prejuicios. Lo admito: me llegó tarde el interés por este discazo. Pero, me tengo que defender un poquito. No te olvides que yo siempre estuve más inclinado al sonido guitarrero distorsionado y ruidoso, que a la música electrónica no le encuentro el sabor de la imperfección, la aspereza y la rugosidad que deleitan al punkito que llevo adentro. Quizás lo que me cautivó de este álbum fue la fusión de sonidos pulcros con otros impresentables; la agonía de la cantante al darse cuenta de que el vibrato que tanto había practicado seguía saliéndole para el culo y que a pesar de ello seguía para adelante, conteniendo una lágrima, expresando su inmenso dolor; su tempo impensablemente lento y aletargado para un disco que me habían presentado como lo que se venía en la música electrónica, género que mis preconceptos vinculaban directamente con una pista de baile repleta de gente moviéndose como loca y sin respiro. En fin, creo que fue la única vez que el mágico mundo de la publicidad me sorprendió positivamente, presentándome una veta sonora que hasta ese momento no había explorado. 


domingo, 22 de noviembre de 2020

SETENTA Y CINCO

Como de muestra basta, alcanza y sobra con un botón, tanto de Pulp como de Beck, tengo muy poco material. Compré “Different Class” después de escucharlo en la casa de mi amigo Jorge. Evidentemente, me pareció genial. Sin embargo, en ese momento, sentí que era suficiente y nunca más me acerqué a ese grupo británico. Aunque quizás me haya equivocado, nunca lamenté demasiado no haber conocido ninguno de sus otros álbumes. Lo mismo me pasó con Beck, aunque en un rapto de despilfarrador serial, y aquí vale la pena que sea absolutamente preciso, debo admitir que la cantidad de los discos de este muchacho que poseo en mi estantería es exactamente el doble de los que poseo de Pulp. Tengo “Mellow Gold” y “Odelay”, los que también me parecen magníficos, pero, por alguna razón, mi interés por este artista yanqui se estancó y nunca me decidí a profundizar en su discografía. No creo que sea grave. No creo que nunca trate de enmendar mi error.


martes, 3 de noviembre de 2020

SETENTA Y CUATRO

Varias veces me han regalado CDs para mi cumpleaños, obvio. Es genial porque gracias a esos presentes he incluido en mi colección títulos que no había pensado en comprar y, finalmente, han provocado efectos muy positivos en mí. Lo inesperado abre puertas y devuelve la sonrisa vinculada a la sorpresa. Me vienen a la memoria un par de discos que me regaló mi amigo Omar. Por las fechas de publicación de estos álbumes, estimo que primero recibí “Evergreen” de Echo & the Bunnymen y al año siguiente “Punishing Kiss” de Ute Lemper. Dos revelaciones, aunque de diferente índole. La alemana, interpretando temas que varios de mis cantautores favoritos por aquel entonces le habían escrito a su medida, me introdujo un poco más en el mundo de Neil Hannon, líder del proyecto The Divine Comedy, invitándome a profundizar mucho más en su discografía pues se trataba de un cantante fabuloso. Con el de los Bunnymen pasó algo distinto. A ellos ya los conocía y los respetaba. En realidad, me fascinaban. Había tenido todos sus álbumes en vinilo hasta el álbum gris y cuando mi bandeja se estropeó, al decidir cambiar de tecnología comprando un CD player, tuve que sacrificar algunos de mis intereses musicales por no disponer de dinero suficiente para reponer todos los títulos que me gustaban en el nuevo formato. Por lo tanto, lo que se produjo al recibir este magnífico regalo fue una especie de reconciliación o de reencuentro con un viejo amor. Cuando vi el disco me estremecí y recordé los temas que más me gustaban de este grupazo. Canciones que, para ese entonces, había escuchado por última vez a principios de los años ´90. Cuando empezaron a sonar los primeros acordes, la emoción fue aún más profunda. En ese momento me quedó más que claro que donde hubo fuego cenizas habían quedado pues no pude hacer otra cosa que salir corriendo a Musimundo para comprar todos y cada uno de sus álbumes anteriores en CD. Discos de los que me he separado solamente en el momento en el que conseguí versiones remasterizadas, con temas adicionales, con una cajita externa tan bonita como difícil de sacar y libritos con fotos que nunca antes había visto. 


lunes, 2 de noviembre de 2020

SETENTA Y TRES

Es muy raro que compre revistas de música. Sin embargo, cuando veo algún tipo de publicación de esas que ofrecen gratuitamente en los comercios, las agarro a todas. No sé si sea por ciruja o por curioso. Lo cierto es que pocas veces, después de hojear estas revistitas, folletines o periódicos, mi curiosidad se ve movilizada y estimulada por algún comentario, alguna imagen. A pesar de eso, insisto y sigo recolectándolas, aunque al poco rato terminen en el tacho de reciclaje. 

Como a todo el mundo le pasa, los hábitos me acompañan a donde quiera que vaya: cuando estuve en New York me hice un festín y recolecté cuanto pasquín se me cruzaba. En uno de ellos, me sedujo el comentario de un disco que estaba por salir. Desafortunadamente, la fecha de publicación anunciada coincidía con la fecha de mi vuelo de regreso a Buenos Aires, evidentemente, no iba a posponer mi viaje para comprarme un disquito. La opción más viable fue la de arrancar la página de la revista para no olvidar ni el nombre del artista ni el título de su disco.

Cuando llegué a casa, pasé por la galería Bond Street y en una de esas disquerías del subsuelo les mostré el recorte que había guardado celosamente y les pregunté si ellos traían discos por encargo. ¡Lo que tuve que sufrir! ¡Cómo se burló de mí ese disquero cuando se dio cuenta de que le estaba pidiendo un disco de country! Claro, a mediados de los años 90 todavía se sentían los coletazos del podrido indie grunge – o como se llame – y mucha gente no lograba salir de su hipnotismo pensando que se trataba de un regreso ansiado y definitivo, de la resurrección del rock. Nada más errado. El rock de verdad permanece sepultado desde que se convirtió en una moda masiva que aprovecha las nuevas tecnologías para pulir sus asperezas.

Volviendo al fantástico “The Mysterious Tale of How I Shouted Wrong-Eyed Jesus” de Jim White – ese es el álbum que buscaba, quizás se deba admitir que se trata un disco de música country, aunque un poquito bizarra y trastocada. Aunque el disco es genial, no es el tema de mi historia. Lo que quiero destacar es que este disquero, que tanto se rió de mí, tuvo a disposición de su clientela, exhibido en su anaquel mejor ubicado, un ejemplar del álbum del señor White hasta que bajó definitivamente la persiana de su mugrosa disquería. Además, le había pegado una etiquetita en la que alababa las bondades de esta obra maestra y la recomendaba con devoción. Vaya paradoja. Al final, este tipejo nunca me agradeció ni el consejo ni la visión que le deben haber permitido lucrar con la venta de varios ejemplares de este álbum. ¿Quién había visto la luz?




domingo, 1 de noviembre de 2020

SETENTA Y DOS

Algunos dicen que el arte no da de comer, no paga, no da guita. Otros que el arte no alimenta sino que nutre. Algunos dicen que el arte da de comer solo a algunos y sobre todo a aquellos con buenas conexiones y buenos contactos. A lo que otros agregan que el arte da de comer solo en algunas zonas del planeta, quizás en aquellas que se autodenominan “Primer Mundo”. Otros establecen una relación directa entre las cualidades creativas y el padecimiento, el sufrimiento, el malestar, el hambre. Los más lúcidos esperan que el arte nunca sea remunerado para que no se transforme en una obligación, en una rutina, en un trabajo. 

Cuando cumplí veinticinco, recibí como regalo de cumpleaños “Murmur” de R.E.M. en una edición remasterizada y con temas adicionales. Lindo regalo. Inesperado. Hasta ese momento solo tenía “Green”, aunque también conocía otros de sus álbumes y me gustaban. Este grupo siempre me cayó muy bien a pesar de ser bastante masivo. Siempre sostuve que eran unos tipos muy respetables. No creo que se hayan vendido, como se dice vulgarmente de algunos otros. Pienso que cuando la obra de un artista es aceptada y reconocida masivamente, se piensa que el artista empieza a perder algo de lo que se requiere para que sea considerado un verdadero artista y no creo que estos tipos hayan perdido nada a lo largo de su carrera, aunque hay que reconocer que han tenido altos y bajos. 

Decía que pienso que un artista debería observar desde los márgenes para proponer algo novedoso, diferente, hasta visionario, que ofrezca a la gente puntos de vista alternativos que le permitan coexistir con la monotonía al abrirle puertas inesperadas para escapar de las garras del tedio, de lo previsto, de lo prefabricado, del molde al que las sociedades modernas intentan que cada uno de sus miembros se adapte. ¿Mostré la hilacha? ¿No será demasiado? Quizás pensar en estas cosas sea profundizar en un análisis que no merece tanta vuelta. No es grave que a uno le gusten también expresiones artísticas de esas a las que los intelectuales consideran mediocres o de poco vuelo. Si asumo, además, que los intelectuales me parecen tan pelotudos como los que consumen “cultura de masa enlatada”, tengo derecho a haberme decidido a comprar todos y cada uno de los títulos remasterizados y con temas adicionales de la primera época de este grupo que tanto me gusta y que, además, pienso que está por encima de cualquier moda y de cualquier producto fabricado en serie. Es verdad, no puedo ser objetivo. Por otro lado, nunca sabremos si “Dead Letter Office”, “Reckoning”, “Fables of the Reconstruction / Reconstruction of the Fables”, “Lifes Rich Pageant” o “Document” pueden ser considerados como obras maestras del arte universal. Sin embargo, hay que admitir que contienen una buena cantidad de lindas canciones. De esas que logran perdurar en el tiempo sin remitirnos a un momento específico sino que pareciera que están allí desde siempre y se hace difícil concebir un momento en el que no hayan existido. ¿Será eso lo que se define como “clásico”? 

Finalmente, a estos pibes no les fue nada mal: hicieron música de calidad, hicieron un billete y se retiraron en el momento oportuno para no hacer papelones.


sábado, 31 de octubre de 2020

SETENTA Y UNO

Después de haber grabado y publicado el álbum “Mi reloj biológico no necesita cuerda” como MUTANTES MELANCÓLICOS, seguí trabajando sobre canciones nuevas aunque sin rumbo fijo. Algunas con piano, otras con guitarras limpias y sin solos demoledores. Con ritmos menos cruzados o con arreglos prefijados. Unas largas, otras más cortas. Sin estribillo, con. Buscando la inspiración por donde pudiera encontrarla. 

Para cada uno de mis álbumes trato de fijar un rumbo, una idea, un concepto, antes de comenzar a escribir y a grabar nuevo material. Algo que defina el nuevo desafío. Sin embargo, en esa época, las grabaciones tenían otro propósito. En mi álbum “Malditos, errantes, marginales, desplazados, olvidados, abandonados” incluí la mayoría de las ideas que me permitieron decidir y definir el nuevo rumbo que tomaría mi música. Son canciones que me sirvieron para delinear el estilo que exploraría en NO:ID., con mi amigo Omar y con unos cuantos amigotes más que nos ayudaron a darle forma al que considero mi proyecto de música pop, desde 1999 hasta 2003. 

Recuerdo que en 1995 ó 1996 había comprado un E-BOW, un electroimán que hace vibrar la cuerda de la guitarra a la que lo acercás y genera una nota interminable, un aparatito genial. También había conseguido un mini-amplificador para la guitarra con un nombre tan extraño como el sonido que produce. Imaginate que la perilla de volumen es una nariz de chancho. Como no podía ser de otra manera, se llama PIGNOSE. Obvio, el sonido que produce es tan sucio como un apestoso chiquero. Además, finalmente había comprado un SLIDE en una casa de música para dejar de usar el porta rollo de papel higiénico metálico que me había sustraído de un baño de una heladería de Pinamar y que había recortado para poder calzarlo en mi dedo y deslizarlo sobre las cuerdas de mi guitarra. Sé en lo que estás pensando. Claro que sí, lo higienicé concienzudamente antes de destinarlo a su nueva profesión. Con estos tres nuevos ingredientes, algunas premisas sobre la simpleza de la canción de fogón y la economía de recursos sonoros que requería mi nuevo proyecto, senté las bases de una forma de hacer música que me permitió grabar más de treinta canciones, muchas de las cuales considero memorables.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/malditos-errantes-marginales-desplazados-olvidados-abandonados




viernes, 30 de octubre de 2020

SETENTA

¡Qué nombre artístico se fue a inventar este flaco! Lo conocí cuando compré el primer álbum de These Immortal Souls y me gustó su estilo al tocar y el sonido de su batería. Un día, vi en la vidriera de Oíd Mortales su álbum “Change My Life”. Lo cambié por algo o lo compré, no recuerdo. Lo cierto es que me gustaron sus canciones simples y su música despojada y todavía lo tengo. Luego, intenté comprar a través de Amazon sus otros dos álbumes: “Sleeping Star” y “Rise Above”, porque me había enterado de que Rowland S. Howard tocaba la guitarra en algunos temas. Como podía fallar, falló y los discos nunca me llegaron. La verdad es que no tuve mucho tiempo para lamentarme porque el primero lo conseguí en Abraxas, unos meses más tarde, mientras miraba la batea de las ofertas, y el otro, un par de años más tarde, cuando vivía en Montréal, se lo encargué a los muchachos de Atom Heart y me lo consiguieron sin mucho trámite. 

Aquí no terminan mis aventuras (o desventuras) para conseguir los álbumes del difunto Epic Soundtracks. De alguna manera, en Canadá, me enteré de la existencia de un compilado llamado “Everything Is Temporary”. Lamentablemente, no aparecía en ninguno de los catálogos que Raymond y Francis consultaban por lo que era imposible encargarlo a través de la disquería de la calle Sherbrooke Est. Una auténtica rareza. 

Como te podrás imaginar, nunca he limitado mis compras de discos a una sola disquería. Me atrevo a asegurar que mientras viví en Montréal compré al menos un disco en cada una de las disquerías que existían en la ciudad. Además, nunca me rendí ante los malos presagios a la hora de preguntar por la disponibilidad de un disco. Si me dicen: está descatalogado, es de importación, es una edición limitada, nunca lo reeditaron; para mí no significa que no se pueda conseguir, e insisto en la búsqueda. Quizás eso sea lo más divertido, lo que le asigna un verdadero y auténtico valor a cada disco: el tiempo que uno le dedica a revolver entre pilas de discos y más discos para obtener como recompensa aquél que uno pensaba inconseguible.

Un día que visitaba La Bouquinerie du Plateau sobre la calle Mont-Royal Est, encontré este compilado fantasma de este muchachito. Para ese entonces, también me había enterado de que era el hermanito menor de Nikki Sudden, lo que acrecentaba un poco más mi respeto por su música y mi alegría al ver ese álbum por primera vez en vivo y en directo. No te apresures, no festejes tanto... Para alimentar aún más la mística de este CD, cuando llegué a mi departamento y lo puse en el reproductor. El único sonido que logré extraerle fue el de la bandeja girando. Subí el volumen. Toqué los cables. Los de los parlantes y los RCA. Nada. Mutis por el foro. No se me ocurrió otra idea mejor que la de insertarlo en el equipo de DVD para confirmar que la causa del inconveniente no era el reproductor de discos. Instantáneamente, al prender la televisión, no solo confirmé que el equipo de audio funcionaba a la perfección sino que también confirmé que sería imposible que pudiera reproducir ese disco porque no se trataba de un disco de música sino de una película: en la pantalla pude ver las imágenes de algún ignoto largometraje asiático que al no haber estado traducido ni subtitulado nunca pude identificar. Miré el disco por delante y por detrás. Las láminas no mostraban signos de falsificación. El estampado del CD era perfecto y coincidía con el álbum que yo esperaba escuchar. Pero nada. El contenido era otro. Si todo esto te parece difícil de creer, dame un poquito más de crédito y creeme un poquito más porque en el negocio me devolvieron la guita sin chistar cuando les expliqué lo que había sucedido. Se reían, claro, pero recuperé mi dinero.

Años más tarde, en alguna de mis salidas en bicicleta de los fines de semana, pasé por Cheap Thrills en la calle Metcalfe y a que no sabés qué encontré. Sí, por segunda vez, me topaba con un ejemplar de “Everything Is Temporary”. Para asegurarme de su contenido, le pedí permiso al vendedor para escucharlo un poco con la excusa de confirmar que esa música podría gustarme. Después de tantas peripecias di con el bueno. No hay duda, este álbum tenía que estar en mi colección. 



jueves, 29 de octubre de 2020

SESENTA Y NUEVE

Compré los discos de Simon Bonney porque se trataba del cantante de un grupo que me gustaba mucho: Crime and the City Solution. El primero de sus discos solistas, “Forever”, me satisfizo aunque sin sorprenderme, ni movilizarme. La luminosidad de la imagen de la portada, la paleta de colores, las fuentes tipográficas, me anticipaban que algo había cambiado en este muchacho. Sin embargo, en el momento en el que compré el CD no reparé en estos detalles. Desde la primera estrofa, se percibe un giro extravagante donde la intención debe haber sido pulir las asperezas de este cantante experto en el cuelgue para lograr que sus canciones pudieran entrar en un molde, sur melodías pudieran ser tarareadas y sus estribillos pudieran ser seguidos con la patita. Craso error: los productores de este álbum se olvidaron de que a la mayoría de sus fans lo que nos caía bien de este tipo eran justamente sus imperfecciones. Su tono impreciso y desolador, su métrica desencajada y volátil, sus canciones inimitables aunque angustiantes. 

Cuando publicó su segundo álbum solista, “Everyman”, la foto de la portada fue un cachetazo de frescura. Me pareció una excelente imagen para la tapa de un disco de rock. Inteligente e inesperada. Atrevida y desencajada. Más allá de cualquier moda. Desprejuiciada y madura. Finalmente, de una ternura, veracidad y autenticidad que no se acostumbran a ver en un artista. ¿Qué artista se anima a sacarse la careta y mostrarse como cualquier mortal llevando una vida mundana y familiar? Con este disco impecable, este Señor (con mayúscula) terminó de conquistarme y ganó enteramente mi respeto.



martes, 13 de octubre de 2020

SESENTA Y OCHO

Por recomendación de Damián (Q.E.P.D.) de Oíd Mortales, decidí comprar los discos “I, Swinger” y “Schizophonic!” de Combustible Edison, y “The Shadow of Your Smile” y “Retrograde” de Friends of Dean Martinez. Lamentablemente, no se los compré a él, sino que lo hice en un local descomunalmente enorme de Virgin Records en New York, creo que sobre la archifamosísima calle Broadway. Era la primera vez que visitaba un emporio semejante y los destellos y las luces me encandilaron. Pero no me arrepiento de haber visitado ese sitio. 

Los dos álbumes de Combustible Edison, son interesantes y los escuché una gran cantidad de veces, aunque no volví a comprar discos de este grupo hasta que los encontré de furiosa oferta en una caja que decía “tout à 2 pièces” en una disquería de Montréal que queda sobre la calle Sainte-Catherine Est, a dos cuadras de la estación Berri-UQAM. Este comercio ahora se llama “Volume Boutique Inc.”, cuando yo lo frecuentaba, allá entre el 2006 y 2008, no recuerdo. 

Por el contrario, de Friends of Dean Martinez me hice fanático. Fue a Damián al que le compré sin chistar “Atardecer” y “A Place in the Sun”, discos que resultaron una excelente introducción al post-rock. Un género tan explotado desde la mitad de los años ´90 que fue lentamente cayendo en desgracia: muchos de sus representantes más interesantes lo transitaron hasta el hartazgo y quedaron atrapados en un callejón sin salida que ellos mismos se habían autoimpuesto con dogmas y premisas que fijaban los límites del género. Pura palabrería, porque al final, hay mucha música interesante que han etiquetado de esta manera. Lo triste es que al haber estado bastante de moda, fue sobreexplotado, sobredimensionado, y su lamentable caída en desgracia dejó un vacío difícil de llenar porque ahora pareciera que nadie quiere ser rotulado de esta manera. ¿Quién los entiende? Yo me quedo con todos mis discos de Friends of Dean Martinez, los que compré en New York, los que compré en Buenos Aires, los que compré en Montréal, el que afané en Montréal (porque era una versión diferente a la que yo ya tenía y venía con una tapa distinta, me gustaba, pero, no quería pagarlo), los que compré por correo, acá y allá. No me importa cómo los quieran definir, a mi, me encantan.



lunes, 12 de octubre de 2020

SESENTA Y SIETE

Instrumentación austera y limitada superposición de sonidos: ya había coqueteado con estas premisas en “Ojalá pudiera” de MUTANTES MELANCÓLICOS. A mediados de 1995 contaba con cuatro canciones para mi futuro quinto álbum. Las había escrito por encargo para una obra de teatro que lamentablemente nunca vio la luz ni salió de detrás de bambalinas. Quizás, el libreto quedó en pañales. Sin haberlo planeado, cuando me dispuse a comenzar a grabar el nuevo material, me vi obligado no solo a continuar con la filosofía de la economía de recursos que abrazaba desde comienzos de 1994, sino que, además, me vi forzado a ajustar un poco más las clavijas. No para afinar mis guitarras pues no formarían parte de la paleta de sonidos del nuevo proyecto. ¿¡Cómo!? No tuve otra opción: haciendo una maqueta para la facultad me rebané un centímetro de la yema del dedo índice de la mano izquierda, dañando por completo con grandes cantidades de sangre fresca mi trabajo universitario y dejándome temporalmente manco. Conclusión: varios meses sin poder tocar las seis cuerdas. Gracias a este impedimento, tuve que dejar fluir nuevas ideas y animarme a usarlas para “Mi reloj biológico no necesita cuerda”, mi álbum preferido. No te anticipo mucho más, escuchalo. Es el único de mis discos del que no modificaría nada si pudiera volver en el tiempo para regrabar mis obras completas. Es un disco que todavía me sorprende. Es un disco disparador de enseñanzas, aunque alguno no lo acepte y pretenda hacer de cuenta que no lo conoce. Él se lo pierde. 

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/mi-reloj-biol-gico-no-necesita-cuerda


domingo, 11 de octubre de 2020

SESENTA Y SEIS

Mi primer contacto con los clásicos del jazz tuvo su origen en un proyecto, un trabajo práctico, para la materia Diseño Gráfico 2 de la FADU, en la UBA. Resulta que tenía que diseñar una colección de tres discos, con un packaging que los contuviera. Si mal no recuerdo, nos proponían un par de géneros musicales y me sedujo la idea de trabajar con imágenes del mundo del jazz. Esa materia la cursé en el año 1995 y aunque para muchos parezca incomprensible, no usábamos internet para conseguir fotos para nuestras maquetas porque simplemente no existía internet. Quizás existía, pero no para el vulgo. En fin, recortábamos revistas, sacábamos fotocopias de libros, en blanco y negro o en color. Aquellos con la suerte de estar más equipados, tecnológicamente hablando, podían llegar a tener un escáner. En mi caso, solamente contaba con una computadora con la que lograba editar los textos, los imprimía, los recortaba, los pegaba con las fotos sobre alguna cartulina, enmascaraba con témpera blanca y sacaba una nueva fotocopia en la que no se notaran ni los tijeretazos ni las pegatinas. No te aburro más con esta breve clase de collage y paso a lo que estaba pensando en escribir. La verdad es que yo no he comprado demasiadas revistas en mi vida, alguna Musiquero, alguna Rock & Pop, alguna Rock de Lux, alguna Cerdos & Peces, pero ninguna con fotos que pudieran servirme para este proyecto. Luego de una cena familiar en el que comenté que no contaba ni con fotografías ni con material de referencia para llevar este proyecto a buen puerto, al otro día, mi vieja se apareció con un libraco que se llama simplemente “Jazz”. Se trata de una especie de biblia para todo apasionado de este género musical. Contiene fotografías de instrumentos, de músicos, de portadas de álbumes indispensables. Este material se transformó no solo en un abrevadero para la búsqueda de inspiración para este proyecto universitario sino que es un libro que sigo consultando frecuentemente para conocer más sobre esta música. Por aquella época, también se empezó a conseguir en los kioscos de diarios “The Blue Note Collection”, una revista que venía con un CD. Compré varios títulos: “Genius Of Modern Music Volume 1” de Thelonious Monk, “The Best Of Chet Baker Sings” de Chet Baker, “Blue Train” de John Coltrane e “Intuition” de Lennie Tristano & Warne Marsh. Fueron el comienzo de mi colección de discos de jazz, solo el comienzo.



sábado, 10 de octubre de 2020

SESENTA Y CINCO

Después de mucho escuchar a Siouxsie and the Banshees, había perdido el interés por escuchar grupos en los que cantaran chicas. Fueron pocos los álbumes que compré en los años 90 donde la voz líder fuera femenina. La que me hizo cambiar un poco de opinión fue Lydia Lunch, gracias a “Honeymoon in Red” e “Hysterie”. Sin embargo, un poco reticente y esquivo, me costó decidirme a profundizar aún más en su discografía, y lo mal que hacía. Recuerdo que en el parque Rivadavia un flaco tenía en venta “Stinkfist”, un EP en el que participan J.G. Thirlwell – más conocido como Foetus – y Thurston Moore de Sonic Youth. Una perla que agradezco haber incluido en mi colección. Sin embargo, en el momento en el que vi el CD, dudé y me pregunté, varias veces, si era una buena idea comprar otro disco de esta mina. Me pasó lo mismo con “Queen of Siam”, “13.13” y “Shotgun Wedding”, tres álbumes que Wilfredo, un fanático empedernido de Siouxsie no paraba de mencionar y emparentar con aquella “anciana vaca tonta”. Que Lydia de acá, que Lydia de allá; al final me convenció y accedí a dilapidar mis últimos manguitos en esos tres discazos. Con el tiempo, comprendí que lo mágico de esta mujer no era ofrecer una música similar a la de Siouxsie. Con extrema habilidad, Lydia, al codearse y rodearse de músicos diferentes, aprovecha las bondades de cada instrumentista para enriquecer la propuesta de cada uno de sus álbumes. Finalmente, como rara vez en los álbumes de la famosa Lydia se repite la formación, el sonido de sus discos es siempre diferente y, para el fan, cada nuevo proyecto en el que ella se involucra termina siendo una sorpresa, generalmente grata.


viernes, 9 de octubre de 2020

SESENTA Y CUATRO

Otro grande de cuyas garras no he podido escapar es Leonard Cohen. Su voz cavernosa y varonil. Sus gestos sin tiempo ni apuro. Con él, dejan de importar la destreza y la habilidad. Solo importa la canción despojada y sin decoración. O al menos es lo que quise creer cuando escuché el primero de sus álbumes que sonó en mi equipo, “Songs of Love and Hate”. No era lo primero que escuchaba de él: ya tenía una versión de “Avalanche” interpretada por Nick Cave and the Bad Seeds y el álbum “I´m Your Fan - The Songs of Leonard Cohen by...” en el que una gran cantidad de artistas que me gustaban reinterpretaban su música; sin embargo, era la primera vez que escuchaba esas canciones de primera mano, interpretadas por su creador. Pocos instrumentos, muchas sensaciones. Desgarrador.


jueves, 8 de octubre de 2020

SESENTA Y TRES

Ya había escuchado “The Stooges”, “Fun House” y “Raw Power” de los Stooges, en vinilo, gracias a Juan Carlos. “Lust for Life” de Iggy Pop solista, en CD, en la disquería de Charly, también mientras iba a la escuela secundaria. “Fun House” lo compré en el parque Rivadavia, un par de años más tarde. “Lust for Life” lo compré un tiempo después en Musimundo. (Seguro que un poco más barato de lo que pedía Charly, porque la verdad es que aunque la pasaba bien yendo a charlar a esa disquería, no había que tener un sexto sentido para darse cuenta de que el gordo inflaba tanto los precios como se le fue inflando su panza con el correr de los años. Argumentos sobre la dificultad de conseguir el material, la dificultad de encontrar uno en tan buen estado – aunque estuviera bastante maltratado. Argumentos sobre las diversas cotizaciones, del dólar, de la libra esterlina y hasta del yen para intentar vacunarte. Argumentos sin fin para desvalijarte. Lamentablemente, solo algunas de las malas costumbres de muchísimos de estos tipejos que operan en el mundillo de la compra-venta de discos – estos viles sujetos – que a pesar de los años no pasan de moda. Por lo general, se trata de gente infame que opera sobre la necesidad de todo sonívoro, o simplemente de todo fanático de algún grupo de música, de conocer alguna nueva obra, algún nuevo disco, alguna nueva expresión musical que lo ha cautivado.) Me enojé y me fui de tema. Estaba hablando de Iggy Pop e iba a mencionar que revisando los discos que ofrecían en una pequeña disquería sin nombre que estaba a media cuadra de la plaza Flores, en la misma en la que compré varios de los discos de Tom Waits de la primera época a precios más que razonables, también compré “The Idiot”. Apenas lo vi, recordé que Juan Carlos me lo había recomendado. No dudé y me lo llevé. Aunque este álbum lo disfruté solo, extrañando aquellos memorables encuentros musicales en los que intercambiábamos información, anécdotas y nombres de discos que no podíamos dejar de escuchar, mientras sonaba en mi equipo, no podía evitar recordar a Juan Carlos asegurando que este álbum había servido de inspiración a muchos de los grupetes “dark” que apreciábamos. Otro clásico.   



martes, 6 de octubre de 2020

SESENTA Y DOS

Después de haber asistido a un concierto de Peter Hammill en el que tocó solito, con un piano en algunos temas, con una guitarra en otros, en el auditorio del Colegio Misericordia de Belgrano, en 1993, compré “Room Temperature Live”. Excelente punto de partida para recorrer la vasta obra de este coloso. Un año más tarde, se presentó en el mismo auditorio, pero con un grupo 100% rockero. Si con él solo había alcanzado para que terminada despeinado, imaginate lo que fue este show. Algún boludo definía a Divididos como “la aplanadora del rock”. ¡Qué poca calle tenía! ¡Qué poco mundo! Cuando vi a este “monstruo” en escena, supe cuáles eran las condiciones necesarias para definir exactamente a una banda de rock: pasión desgarradora, pasión demoledora, pasión cautivadora, pasión ilimitada... ilimitada pasión. La semana siguiente al show, caminando por la avenida Callao, entré en una pequeña disquería que estaba entre Corrientes y Lavalle – local en el que hoy funciona un maxi-kiosco – y cuando vi “Enter K” y “Patience”, sin dudarlo, los compré. ¡Lo bien que hice! Lamentablemente, en aquella época no contaba con demasiado dinero como para acceder a otros títulos de mi nuevo héroe, sin embargo, años más tarde, mientras vivía en Montréal, pude recuperar el tiempo perdido y completar la colección de sus álbumes. Conseguí todos sus discos solistas y todos los del inmenso Van Der Graaf Generator. Me desquité.

 

SESENTA Y UNO

No recuerdo cómo llegué a conocer a Gallon Drunk, creo que un comentario en la revista Esculpiendo Milagros despertó mi interés. Lo que sí recuerdo es que Leo, un flaco del que me hice amigo en el parque Rivadavia que tocaba la trompeta, instrumento con el que me acompañó en unos cuantos recitales de MUTANTES MELANCÓLICOS, con el que participó en muchísimos de mis temas a lo largo de toda la discografía del grupo, además, compraba discos de jazz en el extranjero para revenderlos y me ofreció traerme algún título que me sedujera, al costo. Una oportunidad para no despreciar. Inmediatamente, pensé en “Tonite...The Singles Bar”, “You, The Night ... and The Music” y “From the Heart of Town” de este grupo británico. Los dos primeros, me los consiguió, nuevitos y en celofán. En el instante en el que vi las imágenes de las portadas supe que este grupo prometía ser genial. Dos collages. En el primero, habían pegado una foto de una chica vestida con malla de leopardo reposando sobre una conga y una alfombra colorada arrugada arriba de una foto deslucida del monte Fuji y unas ramas de árbol de cerezo en flor. Algo que no se ve todos los días. En el segundo, fotos de instrumentos de percusión étnica recortados de alguna enciclopedia barata comprada en alguna tienda de libros de segunda mano se mezclan con fotos de baja definición de estatuillas de arte africano, todas ellas pegadas sobre la imagen de un cocodrilo en la que lo único aterrador es la falta de foco. Felizmente, no solo fui seducido por la gráfica de estos dos álbumes. La música, a pesar de continuar con la línea del rock devastador de garajes à la Birthday Party, proponía un sabor personal, hipnótico y fascinante, que resultaba una patada bien fuerte en las bolas tanto para el amanerado brit-pop como para el putrefacto grunge. Indefinibles, sugestivos, espontáneos y peligrosos: cualidades necesarias para que nunca triunfaran pero para que hayan sido inmensamente respetables a lo largo de su carrera.