domingo, 28 de febrero de 2021

NOVENTA Y NUEVE

Me gusta revisar las bateas de las ofertas. Siento que allí puede esconderse alguna gema. No sé si es para tanto pero casi siempre veo algo que llama mi atención y termino comprándolo. Me pregunto si será por el precio o por un interés genuino. Finalmente, no puedo asegurar que los discos que he conseguido en esas búsquedas sin rumbo hayan cambiado definitivamente ni mi vida ni mi percepción sobre la música, pero me resulta entretenido el momento. Se asemeja a la cacería de algún tesoro escondido, olvidado, abandonado, que espera ser descubierto. 

En la época en la que trabajaba en el diario PubliMetro, como estaba en el centro y cerca de todo, muchas veces durante la hora del almuerzo iba al local de Tower Records que estaba sobre la calle Florida, en una especie de sótano o subsuelo. Era un local enorme, en el que tenían mucho material. A pesar de ser un lugar en el que uno podría expresar el máximo nivel de júbilo al estar rodeado de tanta música, de tantos discos, el espacio me parecía un poco frío, quizás demasiado iluminado. Claro, de no ser por los tubos fluorescentes que daban un ambiente de heladera de supermercado, seguramente hubiera terminando asemejándose a una covacha, a una cueva o a una catacumba; lo que habría espantado a más de un potencial cliente. Como en esa época la gente compraba CDs como pan caliente, no me extraña que hayan optado por darle el look de las góndolas de un hipermercado. De última, la gente reconoce ese tipo de espacios, le son familiares y para enchufarle todos los discos que habían importado sin cuestionarse si coincidían con el gusto del público argento, necesitaban lograr que la clientela no se sintiera ajena, que se reconociera de alguna manera como perteneciente a ese sitio, aunque no entendiera ni jota de lo que se le presentaba ante los ojos o a través de los oídos. Como estaba medio de onda comprar discos en Tower, y la gente parecía sentir que había entrado en un micro-cosmos que la transportaba andá a saber a qué tienda de New York o de Los Angeles o de Chicago, muchos compraban cualquier cosa, sin cuestionarse si sería de su interés o de su gusto. Quizás, a mi podría haberme pasado lo mismo cuando tomé “Fuse” de Joe Henry del cajón de los saldos, pues debo admitir que lo compré porque estaba barato y me gustó la foto de la tapa, no porque tuviera referencia alguna sobre el tipo. Pero no. El disco, al final, me gustó. Aunque no era genial, me abrió el apetito para ir comprando otros álbumes de este cantante yanqui. La gran mayoría de ellos usados, por ende, también a bajo precio. Un beneficio que extraño de las disquerías de Montréal. Los usados, allá, los venden a la mitad de precio de los nuevos; a veces, aún menos. Un deleite. No sucede lo mismo con muchos de los disqueros porteños que con la muletilla “está fuera de catálogo” intentan desplumarte sin anestesia. Lamentablemente, ellos mismos se han ido cavando la fosa y nos arrastran con ellos. El argentino promedio no perdió interés en comprar discos. Siente y sabe que está siendo estafado y, como para la gran mayoría de los mortales comprar un disco no es esencial, dejan de hacerlo y se consiguen unos MP3 en algún torrent rumano que les llena las computadoras de virus. Al menos, los navegadores de sus máquinas se la pasan abriendo y mostrando sitios de pornografía. Todos contentos. Salvo los verdaderos amantes de la música, de los discos, porque cada vez se consiguen menos cosas interesantes en los barrios porteños.


sábado, 27 de febrero de 2021

NOVENTA Y OCHO

Creo que después de haber escuchado “Punishing Kiss” de la alemana Ute Lemper y por recomendación de algún amigo, decidí prestarle atención a The Divine Comedy. No te confundas. No se trata de un grupo. Se trata de un irlandés que hace y deshace este supuesto grupo a su antojo. No digo que esté mal. Digo que si en las tapas de sus discos hubiera decidido escribir su propio nombre, Neil Hannon, en lugar de este nombre de fantasía, habría sido lo mismo. Finalmente, el que aparece fotografiado en el 99% de las tapas de sus discos es él mismo. Ego, no le falta. No es grave. Cuestión de acostumbrarse. 

Una tarde en la que pasé por la disquería Bonus Track, divisé desde la puerta de entrada, en uno de los estantes, una cajita negra con letras mayúsculas en color verde que decía The Divine Comedy. Era el primer disco de este artista que me llamaba la atención. Seguramente ya había visto otros antes pero no les había dado pelota. Quizás el momento apropiado para escuchar a este tipo había llegado. Sin mucho preámbulo, compré “A Short Album About Love”. En el colectivo, volviendo a mi casa, me di cuenta de que en la parte de atrás de la cajita decía “Limited Edition Number 14688”. Interesante suma para mi colección. Sin embargo, estaba inquieto porque sentía que algo le faltaba, que la cajita estaba medio vacía, que el disco estaba incompleto. En realidad, algo le faltaba, es cierto, pero no a la cajita que había conseguido. Mucho tiempo después, me enteré de que en la misma época en la que publicaron el disco, también habían publicado, simultáneamente, tres simples que lo acompañaban. Los tres con el mismo título, “Everybody Knows (Except You)”, aunque con distintas tapas y distintas canciones. La idea era dejar lugar suficiente en la cajita para que pudieras meter los tres simples adentro acompañando al otro disco. Poquito a poco, los fui consiguiendo. Uno me lo regaló Cristian. Otro lo conseguí en el HMV de la calle Sainte-Catherine Ouest, en Montréal. Y el último, se lo compré directamente al señor Hannon por correo.

Tanto parlotear de la cajita y de las tapitas, no hablé de lo que experimenté al escuchar la música que contenía este CD. Tengo que admitir que me pasó algo diametralmente opuesto a lo que me había pasado con el de Edwyn Collins del que hablé en el capítulo Noventa y siete. En este caso, me encantó la pulcritud y la sobriedad del sonido con el que se presentaban esas divinas canciones de amor. Caí rendido a los pies de este tipo. No solo cantaba estupendamente bien sino que las canciones sonaban de puta madre. Estaban increíblemente bien arregladas y grabadas sin escatimar recursos. Banda, orquesta, todo el kit. A lo grande. Pomposo. Impagable. Contrariamente a lo que me sucedió con Edwyn, seguí comprando cada uno de los discos de Neil porque aún hoy sigo disfrutando de su humor. Aunque muchas veces resulte un tanto infantil, ingenuo e inocente.



viernes, 26 de febrero de 2021

NOVENTA Y SIETE

En la época en la que tocaba con mi grupo NO:ID. empecé a tener un conflicto de intereses. Si bien me quedaba claro que con el grupo nos dedicábamos a hacer canciones, cada vez me interesaban más los arreglos instrumentales que iba tímidamente descubriendo en el jazz, en el post-rock o en las bandas de sonido. Además, me empezaba a costar encontrar cantantes o cantautores que lograran llamar un poquito mi atención. No pedía que alcanzaran, ni mucho menos que sobrepasaran, las mañas que me cautivaban de vocalistas del calibre de Peter Hammill, Tom Waits, Nick Cave, Ian McCulloch, Iggy Pop, Stuart A. Staples o de algún otro que seguramente dejó afuera. Simplemente pedía que me conmovieran un poquito, que me mostraran algo que fuera mínimamente diferente, que me devolvieran el interés por la canción. Fue en ese contexto que me hicieron escuchar “Gorgeous George” de Edwyn Collins. Debo admitir que en ese momento me sorprendió. Tenía lindas canciones, algunas memorables. Pero lo que más me gustó fue que a pesar de haber podido elegir pulir, cuidar y emprolijar el sonido del álbum, para hacerlo más comerciable, el flaco había optado por un sonido medio berreta, en apariencia descuidado. Todo cerraba de maravillas, para mi gusto, claro. Años más tarde, en Montréal, conseguí algunos otros discos de este tipo. No estaban mal, pero lamentablemente, sentí que había puesto su “llama creativa” en piloto. 



jueves, 25 de febrero de 2021

NOVENTA Y SEIS

Una tarde en la que pasé a visitar a mi amigo Cristian por su departamento en una pensión de San Telmo, donde luego instalaría la primera versión de su disquería 33 1/3 RPM, en el equipo sonaba una música instrumental que me cautivó al instante. Caí rendido ante la dosis exacta de jazz, sonidos electrónicos, indie, ritmos que te llevan hasta donde quieren, minimalismo y otras tantos ardides sonoros que desplegaban esos tipos de Chicago. Se trataba de una música embriagadora. Creo que no debo haber escuchado ni dos temas y ya quería tener toda la discografía del grupo. La que ya habían publicado y la que publicarían en el futuro. El disco que estaba escuchando mi amigo se llamaba “TNT”. La imagen de la tapa no conmovió, aunque aprendí a apreciarla. Sabía que tenía que comprar ese disco. Empecé a buscarlo. A los pocos días, lo conseguí en el Tower Records de Recoleta. Por suerte, no estaba solo en las bateas. También tenían “Tortoise”, su primer álbum, e “In The Fishtank - 5”, un disco compartido con el grupo holandés The Ex. Esa gente producía una música que coincidía a la perfección con mis sueños sobre cómo debía sonar una banda. La mezcla de estilos, la mezcla de sonidos. Todo sin perder ni su personalidad ni su impronta. Es cierto que quizás en mis sueños aparecía algún que otro cantante. Sin embargo, Tortoise no necesitaba uno. Ellos solitos bastaban. No pasó mucho hasta que me enteré de la publicación un nuevo álbum de mis nuevos ídolos. Lo vi en la vidriera de Oíd Mortales y lo compré. En ese momento me enteré de que me faltaba el segundo disco que habían publicado, “Millions Now Living Will Never Die”, además de un par de discos de rarezas y remixes que parecían imposibles de conseguir. Resumiendo, al poco tiempo, también tenía ese disco de tapa celeste. Otra obra maestra. 

Ha pasado mucho tiempo desde que escuché por primera vez a este grupo. Han pasado muchas cosas. Viví durante unos cuantos años en Montréal. Tuve la suerte de verlos en vivo dos veces. En uno de los conciertos pude conseguir el disco de los remixes, en el otro un disco de un proyecto paralelo. Tanto en la disquería Atom Heart, como en Cheap Thrills o L´échange, pude conseguir, tanto nuevos como usados, el box-set, el disco de las rarezas, algún simple, alguna edición japonesa. El resto, lo rastreé por internet, tanto en Ebay como en Discogs, y finalmente puedo asegurar que he logrado conseguir, comprar y escuchar la mayoría de sus discos, incluidos los de sus proyectos paralelos y los de sus diversas participaciones. He disfrutado de mucha música genial durante toda mi vida y debo admitir, sin dudarlo, que uno de mi discos preferidos es “Standards”, el cuarto álbum oficial de mis estimadísimos Tortoise.


miércoles, 24 de febrero de 2021

NOVENTA Y CINCO

Gracias a todos los quilombos que aquejan a nuestro país desde hace décadas, se han perdido demasiadas cosas. Muchos han perdido valores. Otros, intereses. Otros, el norte. La mayoría, unas cuantas cuestiones tan importantes para vivir sanamente como el agua potable y el aire que respiramos. Cuando las necesidades básicas no están garantizadas, ¿de dónde se sacan las fuerzas para evolucionar?

Durante muchos años fui a practicar natación a la pileta de la YMCA que queda en el microcentro porteño, más precisamente en Reconquista y la avenida Corrientes. Iba dos o tres veces por semana, por la noche. Era el mejor horario porque había muy poca gente. Terminaba después de las 22:00 horas. A veces, antes de ir a nadar pasaba por alguna disquería y, ocasionalmente, conseguía algo a buen precio que fuera de mi interés. Cuando terminaba de nadar y salía a la calle, tenía que caminar más de cinco cuadras para llegar hasta la parada de un colectivo que me alcanzara hasta mi casa, en el barrio de Flores. A esa hora, las calles del centro eran una boca de lobo, no había nadie y a duras penas había algún farol encendido. La parada del colectivo no era un lugar mucho más acogedor. 

La perversa sociedad de consumo masivo del mundo globalizado del que todos se jactaban durante la década de los años noventa terminó obligando a nuestro país en decadencia a crear agentes para eliminar sus excesos para así permitirse potenciar la distribución de más objetos inútiles, inservibles, adecuados, necesarios y, a veces, imprescindibles. Por ese entonces, habían empezado a proliferar los cartoneros, a los que mucha gente llamaba recicladores o recuperadores urbanos. Recolectaban cartones y papeles en carritos improvisados. Evidentemente, para ellos, el centro era un lugar ideal en el que conseguían su codiciada pasta de celulosa en forma de envases, embalajes, cajas de cartón, diarios, revistas, catálogos o en las formas menos esperadas. Me impresionaba la manera en que muchos de ellos tenían para procesar su materia prima. A veces, ignorando el valor que pudiera haber tenido el objeto original más allá del mero papel que lo componía. Recuerdo que en varias ocasiones los vi manipular y destrozar publicaciones, libros o revistas, que seguramente hubieran sido apreciados y bien pagados en alguno de los puestos de libros usados del parque Centenario, del parque Rivadavia o de alguna de esas ferias en las que ese tipo de material puede recuperar su vida intelectual, cultural o artística, que de otra manera se desdibuja y se esfuma cuando el valor de un libro se estima tomando en cuenta su peso en lugar de evaluar su contenido, su texto, su imaginario, su poesía. Recuerdo que una noche que había ido a nadar y en mi excursión previa por las disquerías de usados de la calle Lavalle había encontrado un ejemplar de “Hanky Panky” de The The, mientras esperaba el colectivo, miraba a unos muchachos hurgar entre los papeles, las cajas y los cartones que habían encontrado en un contenedor. No podía dejar de pensar que, lamentablemente, si esa gente hubiera encontrado algún disco como el que yo llevaba en mi bolsillo, lo habría desarmado y solamente habría conservado el librito y la lámina posterior, pues para ellos, el resto carecería de valor. Ese pensamiento me entristeció muchísimo porque me hizo comprender que una gran cantidad de los objetos culturales y artísticos que nos rodean, ya sea libros, discos, revistas u otros, han ido perdiendo su valor agregado para ser considerados exclusivamente por el valor de su materia prima. Por las dudas, en ese momento, me aseguré de cerrar el bolsillo de mi campera para no perder ese CD. Tenía que evitar que cayera en desgracia y ofrecerle la vida para la que había sido concebido.

Aunque sea doloroso, todo termina por deteriorarse, por degradarse. Todo cae en desgracia. Los materiales, los objetos, los organismos, los seres, los conceptos, las ideas, las sensaciones. Lo único que perdura y gana cada vez más adeptos es el desinterés.

Nota bene: Aunque me era familiar y tenía grabado un concierto en VHS, el primer CD que tuve de Matt Johnson fue “Burning Blue Soul”. Un fin de semana, hace muchísimos años, acompañé a mi viejo a hacer las compras al Jumbo de avenida Cruz y Escalada. En una góndola, entre un montón de otros discos que no me interesaban ni un poquito, lo vi con una etiqueta que decía “5$”. A ese precio, imposible dejarlo escapar. Por si hubiera sido poco, apenas lo escuché, me encantó. Lamentablemente, con el tiempo, me empezó a parecer que la edición nacional de DG discos no sonaba del todo bien. Muchos años más tarde, en Montréal, en otra pila de ofertas, encontré un ejemplar de la edición norteamericana, baratito, y lo compré. Al final, creo que no había tanta diferencia entre el sonido de ambas versiones. Sin embargo, hice diferencia cuando vendí por correo la versión “industria argentina” a un israelita por la suma de cuarenta dólares estadounidenses.


martes, 23 de febrero de 2021

NOVENTA Y CUATRO

Cuando escuché por primera vez “Moss Side Story” de Barry Adamson, no le encontré el gustito. Lo compré porque participaba Rowland S. Howard y algunos otros músicos por los que sentía especial aprecio. Recién cinco o seis años más tarde, cuando decidí comprar “The Negro Inside Me” y “As Above So Below” empecé a entender la propuesta del viejo Barry. Sin embargo, la ficha me cayó por completo con “Oedipus Schmoedipus”. Los discos de este tipo son tan eclécticos que, a pesar de no proponer nada demasiado bizarro, me parecieron difíciles de digerir. Temas instrumentales, canciones en las que rara vez se repite el vocalista, spoken-word en donde recitan poesía, spoken-word en donde pasan las noticias o las necrológicas, sonidos electrónicos, sonidos acústicos, ritmos para la discoteca, para la fiesta, ritmos para el velorio, para el cementerio. Finalmente, ambiente, climas, sugestión y emociones. La obsesión de este tipo por darle a sus álbumes un aire de banda de sonido me resultaba entretenida, las canciones aisladas del concepto de los álbumes, interesantes. El problema era que sus guiños, su intersonoridad (intertextualidad, pero con el sonido), con otros discos, con películas, con obras de teatro, con programas de radio o televisión, con instalaciones, o lo que fuera, la mayoría de las veces no la captaba, me resultaba ajena. Asumo mi propia ignorancia. Con los años, fui descubriendo más y más cosas que me interesaban de sus discos y eso me permitió encariñarme con el “grone” más allá de sus contribuciones con los Bad Seeds o con Magazine. Lamento que en los últimos álbumes que ha publicado haya vuelto a perderle el hilo. Tendré que dedicarles unas cuantas escuchas más. Es cuestión de tiempo.


lunes, 22 de febrero de 2021

NOVENTA Y TRES

Escuché por primera vez a este grupo danés en 1994, gracias a Lydia Lunch. Ella había participado en uno de sus álbumes y, más tarde, una de las canciones en las que ella proveía su salvaje genio había sido publicada en el compilado “Hysterie”, uno de los primeros discos de la locuaz yanqui que tuve. Recordarás que te conté que lo conseguí en la difunta disquería Stone Crazy. Los buenos son los primeros en irse, diría mi abuela Dora. Mejor dicho, ella habría vomitado directamente, “era bueno y se murió”. Le quise dar un tonito menos fatalista, pero, al final, de una u otra manera, tan equivocada, no estaba. Retomo el hilo. La verdad es que el nombre de este grupo, calculo que procedente de Copenhague, ya lo conocía desde mucho antes de haber podido escucharlo. Mi amigo Juan Carlos, durante nuestras tardes de degustación de discos, en la época en la que iba a la escuela secundaria y todavía no había tenido ni un solo CD en las manos, contaba que él había visto un catálogo de 4AD, el sello que nos hacía soñar despiertos por aquel entonces, en el que aparecía citado un simple de 7 pulgadas de un grupo del que no podíamos conseguir demasiada información. El grupo se llamaba Sort Sol ‎y el título del disco era “Marble Station”. Imaginate la cantidad de fantasías que tuvimos con ese disquito. La cantidad de boludeces de las que habremos hablado en torno de un grupo del que ninguno de nosotros tenía la más puta idea de dónde venía. De un disco del que ninguno de nosotros jamás había visto la tapa. Finalmente, el momento llegó. Tenemos mucho que agradecerle a la era de la informática y al e-commerce. A pesar de que muchos de nosotros, con el tiempo, nos hemos dado cuenta de que los monstruosos sitios de internet de venta de discos son insaciables e intentan alimentar nuestra gula hasta exprimir nuestra última gota de voluntad y de dinero, es cierto, que más de una vez hemos pecado y hemos sucumbido ante sus jugosas y sabrosas publicaciones. Claro, si con abrir una simple pantallita tenés acceso a infinidad de material que anhelás y deseás incluir en tu colección, es raro que no caigas en la trampa. Así fue, como en mis primeras excursiones por Amazon, allá por el 2001, encontré “Dagger & Guitar” de estos muchachos de los que te venía hablando. Recuerdo que en esa época laburaba en el diario PubliMetro y me llegó el  aviso del correo para retirar el paquete. Pedí que me lo entregaran en una oficina que tenían sobre la avenida Córdoba y me acerqué durante la hora del almuerzo. Se me pasó la hora de comer pero no me importó. No hacía falta probar bocado, ya tenía algo muy nutritivo entre mis manos.

Aunque pasaron más de cinco años hasta que volví a usar los servicios de este emporio – por no decir imperio, lamento admitir que, a pesar de mi resistencia, de tanto en tanto caigo en su redes y les entrego mi morlacos sin chistar demasiado porque continúan ofreciendo algunas perlitas que me hipnotizan y logran seducirme.




domingo, 21 de febrero de 2021

NOVENTA Y DOS

Al tiempito de terminar de grabar el primer disco de NO:ID., nos propusieron participar en un compilado en homenaje a The Cure. El proyecto era bastante ambicioso: buscaban versionar todos los álbumes y canciones que la banda británica había grabado hasta ese momento, hasta el año 2000, y publicar un bodoque de 14 CDs. Lo lograron. No sé cómo. El experimento lleva el título “Concise Pink Pig Atlas: The Whole Cure In The Mirror” y, a pesar de que nunca tuve un ejemplar en mis manos, por las fotos que he visto se lo ve bastante atractivo y muy bien terminado. Pareciera que tiene un acabado a mano que le sienta bastante bien ya que la mayoría de los participantes, todos y cada uno de nosotros exclusivamente conocidos por nuestros progenitores, lo hicimos a pulmón y con poquísimos recursos. Para nuestro grupo no era ninguna novedad la de ajustarse el cinturón porque para grabar el primer disco no habíamos gastado ni un mísero centavo. Lo hicimos con los instrumentos que teníamos y con lo que algunos amigos nos prestaron, que tampoco fueron demasiados. Además, el estudio, aunque lo he popularizado bajo el nombre de El Quinto, no era otro lugar que mi propia casa. Eso sí, para grabar el tema para este compilado, “Another Journey by Train”, que elegimos porque era instrumental y no teníamos ganas de lidiar con la vocecita del viejo Robert, rompimos el chanchito y compramos cuerdas lisas para el bajo. ¿Cómo se nos ocurrió? Charlando con Omar sobre algunos discos que nos gustaban mucho, recordamos “The Waking Hour” de Dalis Car, una magnífica colaboración entre Peter Murphy, cantante de Bauhaus, y Mick Karn, bajista de Japan. (Si no escuchaste ese disco, hacelo ya mismo, no sabés de lo que te perdés.) ¡Cómo nos gustaba el sonido de ese bajo! Nos pusimos a investigar un poco y un amigo nos dijo: “seguro que ese tipo usa cuerdas lisas y, además, el bajo es fretless”. Cagamos. El bajo que teníamos no era fretless. Era lo que podía ser. Sin embargo, tuvimos más culo que cabeza, porque nos enteramos de que otros dos amigos, Mariano Marcos y Gabriel Mateos, habían hecho un experimento con un viejo bajo destartalado. Le habían sacado todos los trastes, habían emparejado y alisado el mástil con algún tipo de masilla, lo habían lijado, emprolijado y barnizado. Finalmente, lo habían transformado en fretless. Para darle un poco más de onda, se encargaron de pintarle el cuerpo al mejor estilo Jackson Pollock. ¡Un golazo! Era justo lo que necesitábamos y nos lo prestaron. En principio, para grabar el tema para el compilado, pero, como nos gustó tanto el resultado, nuestros amigos nos lo prestaron por tiempo ilimitado. Finalmente, pudimos usarlo para grabar nuestro álbum “Sang” completito y, además, para unos cuantos de nuestros posteriores experimentos sonoros.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/sang


sábado, 20 de febrero de 2021

NOVENTA Y UNO

Mientras cursaba la escuela secundaria el sello DG Discos publicó unos cuantos álbumes de grupos que me cautivaron y por los que aún conservo cierto interés. The Wolfgang Press, Bauhaus, Cocteau Twins, Modern English, The Go-Betweens, Love and Rockets, The Fall, The The, Peter Murphy, son los que puedo citar sin pensar demasiado. De todos ellos tengo discos, de unos más, de otros menos. 

Lamentablemente, la forma de conocer a todos los artistas no siempre es tan directa, tan sencilla. A algunos llegás por recomendaciones, a otros por casualidad. Después de haber escuchado varias veces el casete “Should the World Fail to Fall Apart” de Peter Murphy, me enteré de que dos de las canciones que más me gustaban de ese disco no eran de la autoría del cantante de Bauhaus. Una de ellas, “The Light Pours out of Me”, pertenecía a Magazine, un grupo del que conocía la existencia porque un compañero de banco de la escuela me había hecho escuchar uno de sus álbumes. Además, ya conocía a su cantante, Howard Devoto, por haber leído su nombre en los créditos de varias canciones en los discos de los Buzzcocks. En aquella época, desconocía que Devoto había iniciado su carrera en ese grupo punk y que había grabado con ellos su primer simple “Spiral Scratch”. Sin embargo, todos esos nombres no me resultaban ajenos. 

La segunda canción de ese disco que tanto me gustó, “Final Solution”, decía pertenecer a un grupo del que, en los años 80, nunca había oído hablar. Perdón por la ignorancia, pero no se puede estar en todas. Años más tarde, el primero que me mencionó el nombre de este grupo, diciéndome que él era un gran fan, fue Norberto Cambiaso. Un día que había pasado por su departamento para dejarle casetes de MUTANTES MELANCÓLICOS y retirar algún ejemplar de su revista “Esculpiendo milagros”, obviamente, hablamos de música. ¿De qué otra cosa vas a hablar con un tipo al que recién conocés y que en el living de su casa tiene un mueble de pared a pared lleno de discos? Sería el año 1993 ó 1994. Yo estaba focalizado en un par de grupos que me gustaban porque para más no me alcanzaba la guita. Eso sí, tomé nota de sus recomendaciones y años más tarde me desquité.

El desquite, de entrada, vino de prestado porque la primera vez que escuché un disco completo de Pere Ubu fue en el departamento de San Telmo de mi amigo Cristian. Un día que había pasado a verlo para ultimar detalles sobre la publicación de “Sing” de NO:ID., él estaba escuchando un vinilo que me sorprendió y cuando le pregunté de qué se trataba, me pasó una tapa blanca con una ilustración en tinta negra que decía “The Modern Dance”. Varios años más tarde, cuando vivía en Montréal, fue el primer CD de estos muchachos que compré. No contiene la canción que tanto me había gustado del disco de Peter Murphy, pero fue un excelente comienzo. He ido consiguiendo unos cuantos álbumes de estos locolindos y sigo buscando...