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jueves, 28 de abril de 2022

CIENTO CUARENTA Y SIETE

Cuando conocí la propuesta solista de Will Sergeant, comprendí todo. Rebobino. Ya te he contado que Echo & the Bunnymen es uno de mis grupos preferidos de la música pop de los años ’80. Desde la primera vez que los escuché, encontré en su música todo lo que consideraba necesario para que sus canciones se acercaran a la perfección: una base contundente donde la batería se encarga de sostener el pulso para asegurarse de que el público mueva la patita, donde el bajo se encarga de construir una pared armónica que entrelaza acordes y riffs para asegurarse de que el público retenga las melodías mientras menea su cabeza al son de cada canción, donde la guitarra rítmica se encarga de acompañar al vocalista y marcar su paso para asegurarse de que el público no salga del trance; una línea melódica rica en timbres, contrapuntos y efectos de sonido inesperados e impensables para grupos del mismo género, donde el cantante se encarga de mantener la atención del oyente con letras disparatadas e inusuales vocalizadas con la inocencia y la desfachatez de un joven ególatra al que le sobra maestría cuando decide armonizar y enriquecer sus textos sobregrabando su propia voz para asegurarse de que el público no olvide su timbre melancólico y brillante, donde la guitarra líder se encarga de dar pinceladas de sonido mediante efectos cambiantes y arpeggios memorables para asegurarse de que el público comprenda que está frente a un grupo único en su clase y que por más que busque, no logrará encontrar otro que lo iguale en ninguno de los aspectos que suelen tenerse en cuenta en estos casos, sumados a los meramente musicales.

Si en la discografía solista de Will Sergeant buscás un potencial hit de los Bunnymen, descartado antes de que el grupo lo popularizara. Olvidate. No en vano ha elegido el seudónimo “Sergeant Fuzz”. La propuesta solista de este guitarrista, al que pareciera no gustarle hacer mucha alharaca, el que pareciera preferir mantener un bajo perfil, preservar su intimidad, acovachado en el universo de la música pop, no es para cualquiera. Mucho menos para aquel que espere deleitarse con alguna canción radializable, con alguna melodía ganchera, con algún estribillo memorable, con algún ritmo que haga mover la patita, con algo de aquella música masiva de los años ’80 que lo vio florecer. Sin embargo, si te dejás espantar por la sola idea de no encontrar rastros fehacientes del estilo de la guitarra de sus grandes éxitos con su grupazo de Liverpool – que le debe más a los Residents que a los Beatles – te vas a perder lo que demuestra porqué este tipo es, sin ninguna duda, el valor agregado, el rasgo diferenciador, de un grupo que le debe a su guitarrista el calificativo: “único en su género”. 

Un tipo con una gran cultura musical, coleccionista de discos desde su tierna infancia, que asegura que uno de sus discos preferidos es “Duck Stab” de los Residents, no puede interesarse en otra cosa que en la música experimental. Sus álbumes en solitario – completamente instrumentales – ofrecen soundscapes, ofrecen soundtracks imaginarios, ofrecen sonidos que te transportan, que te llevan a mundos inexistentes. No me queda claro cómo los hace, qué instrumentos usa. Sorprende con timbres desconocidos e inusuales. Imagino que usa sus guitarras, sus pedales de efectos, sus amplificadores, pero no puedo asegurar que no meta mano en las perillas y en los botones de algún que otro sintetizador o aparato electrónico, incluida alguna que otra máquina de ritmos – quizás hasta la mismísima Echo. ¿Quién sabe? Mmmm… ¿Para qué nos servirá saberlo?

Es cierto que se trata de música que necesita ser decodificada, como la de muchos otros exponentes de la música experimental. Sin embargo, puede disfrutarse tal y como es, sin darle tantas vueltas. Abrite al misterio…

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Lejos, muy lejos de acercarnos a un eterno y tumultuoso baile de caballos, cocodrilos, puercoespines, monos, chinches, conejos y hasta hombres orgullosos al dejar sus imágenes de rescates plasmadas de por vida sobre la pared con todos los colores, bajo una luna asesina de labios dulces como el azúcar que no dejan ningún rastro sobre una terraza que promete tanto días color turquesa, cristalinos, como cielos azules, estrellados, los que al cortar el reverso del amor anticipan climas tormentosos y lluvias oceánicas que enterrarán vivas unas flores de óxido de las que harán brillar los márgenes que, aunque la vida continúe, no durarán para siempre, tal como el filo de unas tijeras en la arena, que como todo el mundo sabe, se esconden y buscan arder por mí. ¿Sigo?

https://morsedecoder.com/es/



miércoles, 29 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y SEIS

Algunos han creado teorías extravagantes con las que aseguran que todas las personas se van cruzando por el mundo en distintas situaciones y que, tarde o temprano, llegan a relacionarse. Recordá la serie televisiva “Lost”... 

Podrán crearse teorías cuasi científicas de lo más sofisticadas, sin embargo, una vez más, la sabiduría popular – con precisión, estilo y tradición – nos brinda su máxima “el mundo es un pañuelo”. Con la que supera toda teoría propuesta por pensadores altaneros. Pensadores que suponen que abstrayéndose del mundo que los rodea, de la realidad que los aprisiona, lograrán superar a aquella sabiduría milenaria. Lástima que estos estudiosos no hayan sabido aprovechar esta máxima, que evidentemente ya existía cuando ellos se pusieron a discutir boludeces y que, además, ofrecía una propuesta mucho más clara, directa y simpática para definir su hipótesis. De haberlo hecho, quizás habrían sido capaces de ofrecernos alguna teoría original en lugar de un refrito insulso sin valor agregado.

En Montréal conocí muchas cosas nuevas, conocí mucha música nueva, conocí mucha gente nueva. Sin embargo, con el tiempo me fui dando cuenta de que conceptos como “novedoso” o “desconocido” son completamente relativos. Recordá... No nos olvidemos de que “el mundo es un pañuelo”. 

En Associés Libres Design conseguí mi primer trabajo en la ciudad. Una agencia pequeña, familiar. Cuando la esposa del propietario de la empresa supo que yo estaba solo, al aproximarse el Thanksgiving Day, me invitó a festejarlo en su casa junto a su familia. Conocí a sus padres y hermanas que venían desde Halifax, en Nova Scotia, y a sus tíos que habían viajado especialmente desde Barbados. Toda una cena en familia.

Durante las semanas siguientes, Jennifer y su marido entraron en confianza conmigo y me dieron un poco más de charla mientras trabajábamos en la oficina. En seguida supieron que mi mayor interés era la música. Charlamos sobre los recitales a los que había ido, sobre los recitales a los que me interesaba ir. Ella me contó que uno de los pocos conciertos de los que habían participado había sido en los años ’80, cuando habían viajado especialmente a New York para ver el show de su primo Pete que tocaba la batería en un grupo británico. Al recordar a su primo, me contó cómo disfrutaba cuando iba de vacaciones a la casa de su parentela en Barbados, cómo le gustaba navegar en el bote de su tío, cómo le gustaba pasear en la moto junto a su primo. En algún momento de nuestras charlas, surgió mi interés por coleccionar discos. Seguramente, cité algunos de los títulos buscaba para engrosar mi colección. Mientras hablaba, adivinaba que este tema resultaba ininteligible, incomprensible, para un par de personas alejadas de la pasión por la música, alejadas del coleccionismo de discos al que dedicamos nuestra vida los sonívoros. 

Luego de cobrar mi primer chequecito, en mi primera visita al HMV de la rue Sainte-Catherine ouest, conseguí tres discos que mencioné inmediatamente el lunes, al regresar al trabajo. Mencioné “National Express” de Divine Comedy, no lo conocían; mencioné “Berlin Babylon” de Einstürzende Neubauten, no lo conocían. Cuando mencioné “It’s Alright” de Echo & the Bunnymen, al escuchar el nombre de este último grupo, Jennifer de Freitas se puso pálida y seria. Solo pudo balbucear, casi sin aliento: “¿Co... conocés a Echo & the Bunnymen?” ¡Claro que lo conozco! Además... ¡Me gusta, me encanta! Le he seguido la carrera desde que cursaba la escuela secundaria. Ha sido uno de mis grupos favoritos desde mi adolescencia y he acumulado pilas y pilas de sus discos, entre álbumes y singles, primero en vinilo, luego en CD. Finalmente, se trataba del grupo de su primo Pete de Freitas, gran baterista que perdió la vida en un estúpido accidente de motocicleta. Todas las piezas calzaban a la perfección. Mismo bote... Misma moto... Mismo apellido... Mismo perfil... Observando mejor el rostro de Jennifer, pude adivinar las facciones de Pete. Él estaba allí. Todas las piezas calzaban a la perfección para que sigamos sosteniendo que “el mundo es un pañuelo”.



martes, 3 de noviembre de 2020

SETENTA Y CUATRO

Varias veces me han regalado CDs para mi cumpleaños, obvio. Es genial porque gracias a esos presentes he incluido en mi colección títulos que no había pensado en comprar y, finalmente, han provocado efectos muy positivos en mí. Lo inesperado abre puertas y devuelve la sonrisa vinculada a la sorpresa. Me vienen a la memoria un par de discos que me regaló mi amigo Omar. Por las fechas de publicación de estos álbumes, estimo que primero recibí “Evergreen” de Echo & the Bunnymen y al año siguiente “Punishing Kiss” de Ute Lemper. Dos revelaciones, aunque de diferente índole. La alemana, interpretando temas que varios de mis cantautores favoritos por aquel entonces le habían escrito a su medida, me introdujo un poco más en el mundo de Neil Hannon, líder del proyecto The Divine Comedy, invitándome a profundizar mucho más en su discografía pues se trataba de un cantante fabuloso. Con el de los Bunnymen pasó algo distinto. A ellos ya los conocía y los respetaba. En realidad, me fascinaban. Había tenido todos sus álbumes en vinilo hasta el álbum gris y cuando mi bandeja se estropeó, al decidir cambiar de tecnología comprando un CD player, tuve que sacrificar algunos de mis intereses musicales por no disponer de dinero suficiente para reponer todos los títulos que me gustaban en el nuevo formato. Por lo tanto, lo que se produjo al recibir este magnífico regalo fue una especie de reconciliación o de reencuentro con un viejo amor. Cuando vi el disco me estremecí y recordé los temas que más me gustaban de este grupazo. Canciones que, para ese entonces, había escuchado por última vez a principios de los años ´90. Cuando empezaron a sonar los primeros acordes, la emoción fue aún más profunda. En ese momento me quedó más que claro que donde hubo fuego cenizas habían quedado pues no pude hacer otra cosa que salir corriendo a Musimundo para comprar todos y cada uno de sus álbumes anteriores en CD. Discos de los que me he separado solamente en el momento en el que conseguí versiones remasterizadas, con temas adicionales, con una cajita externa tan bonita como difícil de sacar y libritos con fotos que nunca antes había visto. 


lunes, 11 de mayo de 2020

NUEVE

Recuerdo que en algún momento se me ocurrió comprar una revista que se llamaba Cerdos & Peces. Creo que era un número que traía letras de The Doors. Hasta ese momento no había podido escuchar nada de ellos. Sin embargo, atando cabos entre todas las informaciones que había ido consiguiendo, me di cuenta de que varios de los artistas que escuchaba (Echo & the Bunnymen, Joy Division), algo le debían al grupo norteamericano. En el verano, en febrero de 1988, en la ciudad balnearia de Pinamar, para muchos una infame máscara de artificial hipocresía que oculta las inequidades existentes en nuestro país, para otros simplemente un lugar no demasiado lejano en el que las playas son aceptables y menos sucias que en otros balnearios, encontré un casete doble recopilatorio que se llamaba “Weird Scenes Inside the Gold Mine” en una librería a la que solía ir al salir de la playa. ¡Me encantó! No fue hasta un tiempo más tarde que escuché uno de sus álbumes completos, creo que “Strange Days”, cuando mi amigo Juan Carlos lo trajo para escucharlo alguna de las tardes en las que compartíamos la música que habíamos conseguido durante la búsqueda semanal. Es un grupo que todavía hoy disfruto mucho y del que por suerte pude comprar un box-set con su discografía completa.


martes, 5 de mayo de 2020

TRES

A mediados de 1986, compré mis primeros casetes de The Cure: “The Head on the Door” y “Standing on a Beach”, en Cesar-Po, una disquería – ya desaparecida – de mi barrio porteño de Flores en la que también conseguí mis primeros vinilos de Echo & the Bunnymen, “Ocean Rain” y “Songs to Learn and Sing”, además de “Psychocandy”, álbum que mis padres creían que me provocaría una segura sordera precoz. Claro, las guitarras chirriantes a un altísimo volumen generando un sonido desconocido para mis padres hasta ese entonces, el feedback, los alarmaba. Temían lo peor para mi integridad física cuando me veían escuchar una y otra vez unas canciones donde a alguien se le había ocurrido, además, ecualizar el sonido ya agudo de las guitarras distorsionadas llevando las perillas de la consola al punto máximo. Yo, por el contrario, sentía que había descubierto algo genial, único, revelador. Los ritmos de batería, elementales, rozando lo tribal, lo hipnótico, me fascinaban. Los bajos, como latidos, tan elementales como fundamentales, sostenían el caos. Las voces adolescentes de los hermanos Reid cantándole a botas de cuero y a distintos sabores, dulces o amargos, comenzaron a mostrarme que era posible crear, expresar algo mediante el sonido, o simplemente hacer ruido estimulante. Además, con este disco aprendí que en la música no se requería de habilidades acrobáticas para lograr escribir una bella canción.