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sábado, 3 de septiembre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y SEIS

Conocí el nombre de este grupo gracias a la insistencia de los flacos que atendían la disquería Stone Crazy, la que estaba en Suipacha y Santa Fe. Sobre todo, gracias al fanatismo de Claudio. El nombre de esta banda de San Francisco era inspirador. Las tapas de los discos que me mostraron, me gustaban. Todo encajaba para que me dieran ganas de conocer su música, pero no me alcanzaba la guita para comprar ninguno de sus discos. Pude escucharlos por primera vez muchos años más tarde, en Montréal, gracias a las ofertas de la Librairie L´Échange, sobre la rue Mont-Royal est. Como siempre, a contramano. Empecé de atrás para adelante. El primero de sus álbumes que conseguí era el último que habían publicado. Además, no era uno de sus álbumes de estudio más laburados, con canciones y arreglos grupales; sino una banda de sonido para una suerte de documental. Además, era un rejunte de grabaciones espontáneas, de composiciones inesperadas, con pistas instrumentales y sonidos varios para completar una propuesta inusual. A pesar de todo pronóstico, me sorprendió. Me movilizó y me abrió la puerta no solo para obsesionarme por rastrear todos y cada uno de los álbumes anteriores de Tuxedomoon y los de cada uno de sus integrantes en solitario. Como si no hubiera sido suficiente, además, me presentó a la colección Made to Measure, de la que me hice fanático y de la que trato de conseguir cada nuevo volumen a medida que va apareciendo aunque no tenga ni puta idea ni de qué hizo, ni de qué hace cada uno de los grupos que participan. Esta rama del sello Crammed Discs se dedica a publicar, generalmente, álbumes de música instrumental bien alejada del consumo masivo. Música compuesta para el cine, para el teatro, para la danza o para otras expresiones artísticas a las que decidan que se ajusten esos sonidos. En algunos casos, ofrecen música compuesta para acompañar el imaginario de algún poeta, cineasta, dramaturgo, escultor, pintor, artista sin obra ni contexto que sueña con la creación de alguna que otra obra de arte sin llegar a concretarla. De ahí el nombre, claro. Se trata de una colección que nos ofrece composiciones hechas a medida y según las necesidades de otro arte, de otra forma de expresión, de otro medio. Esta serie me introdujo a un mundo nuevo de sonidos que nunca antes había pensado encontrar en un mismo espacio, en un mismo entorno. Todo gracias a “Bardo Hotel Soundtrack”, un disco que compré de segundamano, un álbum sin tanta relevancia para la carrera de estos yanquis devenidos ciudadanos del mundo que para esa altura ya no tenían nada que demostrar. Habiendo coqueteado con un sinfín de estilos, incluyendo elementos de la música contemporánea, del jazz, del punk, de la música electrónica, de la canción del bajo mundo y atreviéndose a experimentar con lo que venga, queda claro que ya eran únicos e inconfundibles. Estos capos nos han dejado, nos han legado, un desborde de creatividad inusual en el mundo de la música pop, solo para el deleite de aquel que se atreva a dejarse transportar por terrenos escabrosos y poco confortables, terrenos que parecieran pertenecer a diferentes dimensiones, que parecieran no tener puntos de encuentro, que mezclan lo inmiscible, que nos preparan para aceptar que muchos de los que se proclaman artistas usan equivocadamente el concepto de “creación”. Allí donde debería existir la sorpresa, lo inesperado como ingrediente recurrente, no se encuentran más que fórmulas probadas y aceptadas. Por suerte, es un ingrediente al que algún que otro loquito marginal recurre sin temor a exponerse a parecer desfasado por no adherir al modelo vigente, a la moda. ¿Quién dijo que hace falta bailar y sonreír al cantar o al tocar algún instrumento?