Mostrando entradas con la etiqueta Tindersticks. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Tindersticks. Mostrar todas las entradas

lunes, 30 de mayo de 2022

CIENTO CINCUENTA

Si hubiera cruzado fronteras ilegalmente a lomo de burro. Si me hubiera llamado Pipo, o Pepo. Si hubiera sido un coleccionista empedernido que termina comprando siempre los mismos cuatro ó cinco álbumes en distintos formatos, en distintas ediciones, de distintas procedencias. Si hubiera sido un cazador de autógrafos compulsivo, sin temor al ridículo. Si me hubiera desvivido por aparecer a toda costa en cada foto que se disparara colgándome de las tetas de alguna seudo celebridad, opacando el destello de los flashes. Si mi reputación hubiera trascendido mundialmente gracias a los reproches de un acosado cantautor australiano – y de más de uno de los miembros de su banda – que al dar entrevistas para hablar sobre su experiencia en los recitales que acababa de dar en el tercer mundo, no podía evitar citar la presencia nefasta de un hostigador serial que no los dejaba tranquilos ni cuando iban a mear. Si hubiera aprovechado toda posibilidad que se me presentara para respirar una bocanada del aire de la exhalación de algún músico que aprecio al acercarme más allá de los límites que convenimos tácitamente para respetar el espacio personal de los que nos rodean. Si así hubiera sido, al llegar a la Sala Rossa para disfrutar del concierto del cantante de los Tindersticks, en el que presentó su primer disco solista “Lucky Dog Recordings 03-04”, al ver a Luc – propietario de L´Oblique, una de las mejores disquerías de Montréal, que para esa época ya me conocía de memoria, como cliente y como coleccionista de discos – no habría pasado a su lado saludándolo sutilmente con un magro y distante “salut” mientras charlaba acodado en el umbral de la puerta de entrada con Stuart A. Staples, el artista en cuestión. Evidentemente, habría aprovechado la volada para pegarme como mosca al dulce de leche y no habría dejado escapar a ese ser humano – al que le tocó ser un cantante apreciable – de mis garras hasta lograr que derramara algo de tinta sobre una servilleta, o sobre la portada de algún disco que casualmente llevara en la mochila o en el bolsillo de la campera, escribiéndome alguna dedicatoria pelotuda para que me dejara de romper las pelotas; que se parara a mi lado a pesar de su voluntad para aparecer en una foto que le robaría el alma y lo escracharía con su mejor cara de ojete; que intercambiara unas pocas palabras forzadas, sin ningún tipo de valor o sentido, con un auténtico desconocido que, de no prestarle atención, lo perseguiría como su propia sombra, acechándolo hasta el hartazgo. 

Soy un fan que opera desde las sombras, simplemente disfrutando de la obra del artista, de su música, de sus discos, a veces, de sus conciertos. No necesito más. No me interesan ni las intimidades, ni los chanchullos. Ni su vida personal, ni su amistad. Lo único que apreciaría sería que me regalara algún disco que todavía no he conseguido para mi colección. Sería la única manera de lograr que le dijera: “sos mi ídolo”.

lunes, 19 de julio de 2021

CIENTO DIECIOCHO

Llegué para instalarme en Montréal por tiempo indeterminado el día lunes 11 de agosto de 2003. Para mi disgusto, hojeando un diario de espectáculos que ofrecían gratuitamente en una mega disquería-librería-casa-de-instrumentos-musicales que se llama Archambault, justito enfrente de la estación Berri-UQAM, en la esquina de Sainte-Catherine est y Berri, me enteré de que Tindersticks, uno de mis grupos favoritos, había dado un recital la semana previa a mi arribo. Generalmente no me muero por ir a conciertos, sin embargo, esta noticia me pareció una gastada. Es cierto que prefiero los discos en estudio a los recitales en vivo pero seguro que lo habría disfrutado. Era mi primera semana en la ciudad y este golpe apuntaba demasiado bajo. Devastado por el sinsabor de semejante noticia, me dediqué a recorrer cada uno de los cuatro pisos de la tienda responsable de mi malestar. Había de todo lo que se te pudiera ocurrir. Resultó ser un ambiente propicio donde ahogar mis penas. En el subsuelo, películas y discos de jazz. En la planta baja, música pop, música en francés, libros e historietas. En el primer piso, música clásica, partituras y libros de música. En el segundo, instrumentos musicales. Creo que debo haber estado más dos horas dando vueltas esa primera vez en la que entré. Total, estaba al repedo. Todavía no tenía laburo. No tenía ninguna obligación, ninguna entrevista, ninguna cita. No tenía que rendirle cuentas a nadie sobre dónde había perdido mi tiempo. Sobre porqué llegaba tarde a cenar. Aprovechando esa completa libertad, me dejé llevar por los pasillos dándome el tiempo de observar cada detalle de ese lugar que, a pesar de haberse presentado con la pata izquierda, empezaba a tornarse en un espacio mágico en el que parecía que las horas pasaban apenas, en el que uno podía perderse sin remordimientos entre tanta cantidad de objetos de deseo. Lo único que te devolvía de un cachetazo a la realidad era la etiquetita con un número expresado en dólares canadienses y la leyenda “plus tax”. Archambault ofrece artículos de primera mano, nuevos, encelofanados para minimizar los efectos de todo manoseo y vírgenes del tan temido toqueteo. Evidentemente, eso tiene un precio. Obnubilado por las cantidades de artistas que comenzaban a despertar mi interés, decidí focalizarme en los viejos conocidos para tener un punto de apoyo, un punto de referencia, dentro de esa tormenta de información. En esa época estaba interesado en la canción. Tanto en francés como en inglés. Había de lo que te imagines. Aunque seguro que te quedás corto. Opté por comenzar desde la letra A de la sección “musique anglophone” para hacer las cosas ordenadamente. Como te imaginarás, pasé por infinidad de nombres de artistas que me hacían subir el ritmo cardíaco. Cuando llegué a la letra T, ya no daba más. Demasiadas emociones para una sola tarde. Casi tiro la toalla porque tanta data comenzaba a alterar mis neuronas. ¡Menos mal que continué! A partir de ese día, empecé a pensar que en la vida todo lo que nos sucede termina siendo “una de cal una de arena”. La mano casi me temblaba mientras la acercaba para agarrar este disco, casualmente con mucho blanco en su portada. Deduje que se me ofrecía como una venganza por el sufrimiento que este mismo local me había hecho padecer un rato antes. No me importó nada. Ni siquiera miré la etiquetita del precio y fui directo a la caja agarrándolo firmemente, quizás temiendo que alguien se me acercara para tratar de arrancármelo de las garras o para decirme que ese artículo debía ser retirado de la venta. Se trataba del álbum “Waiting for the Moon” de los mismísimos Tindersticks que acababa de salir uno o dos meses antes. Nuevito, recién salidito del horno. Como sabrás, la venganza en realidad se come fría. Como no era suficiente felicidad la que sentía, cuando llegué al departamento y abrí el celofán, para mi sorpresa, el disco incluía como regalo por ser la primera edición un segundo CD. El EP “Don’t Even Go There”. Casi un dos por uno. Tomá mate. En ese instante supe que mi vida en Canada iba a ser todo un éxito.

viernes, 11 de septiembre de 2020

CINCUENTA Y OCHO

Estimo que la mayoría de los buceadores de las disquerías under de Buenos Aires han debido toparse con la jeta del dueño de una famosa y duradera tienda de discos, al solicitarle alguno de los títulos en exhibición en el afán de escucharlo para confirmar que se trataba de una música que cumplía con los requisitos necesarios y suficientes como para desembolsar la faraónica suma de billetes que uno debía estar dispuesto a dilapidar para obtener ese placer fugaz, efímero y pasajero que significa comprar un disco nuevo. El problema real se desvelaba cuando finalmente uno se decidía por la negativa y se veía en la inconfortable situación de anunciarle al susodicho que el disco que acababa de escuchar no era de su agrado o interés. En ese instante, a este disquero, al que conocí cuando tenía entre catorce o quince años, se le transfiguraba la expresión y se notaba que debajo de esa cara de orto hacía un esfuerzo sobrehumano para ocultar al asesino serial que quería descuartizarte por no haberle comprado el disquito que le habías pedido de escuchar. Algo muy diferente sucedía cuando el disco era de tu interés y le anunciabas, sacando la billetera, que aunque habías tenido que vender un riñón, estabas dispuesto a pagarle esa suma que sacudiría la economía de cualquier humilde coleccionista. Teniendo conocimiento de las cualidades de este tipejo, rara vez le pedía un disco para escuchar. Sin embargo, un día tomé valor, pues en el anaquel relucía un álbum del que había escuchado hablar, o del que había leído algún comentario, y al ver la foto de la portada estaba casi seguro de que se trataba de un grupo que superaría mis expectativas. Solo necesitaba exponer mis oídos a unos pocos segundos de alguna canción para obtener una confirmación completa. Simplemente, porque en aquella época no me sobraba el dinero y comprar un disco que no me gustara representaba una doble frustración: malgastar el dinero en un álbum no fundamental era perder la posibilidad de acceder a otro que, quizás, lo fuera. Así fue que con mi mejor cara de póker le pedí el segundo álbum de Tindersticks, el de la foto en blanco y negro en la que los flacos están en una sastrería esperando para confeccionarse unos trajes a medida, el que dice el nombre del grupo en celeste. Ese día, como muy pocas otras veces, tuve la dicha de poder ver el rostro de este disquero bipolar brillar por el reflejo de las monedas con las que le pagué un disco que nunca me he arrepentido de haber comprado.