martes, 31 de mayo de 2022

CIENTO CINCUENTA Y UNO

Hay gente que prefiere escuchar la música en vivo. Ir a recitales. Calculo que por lo sanguíneo del evento, por ver sudar a sus ídolos para confirmar que se trata de seres humanos, como cualquier hijo de vecino. Andá a saber cuántas otras razones esgrima la muchachada: conocer minitas rockeras porque se dice que suelen ser más que generosas en su hábitat; constatar que los sonidos que se escuchan en un álbum pueden ser reproducidos por un mono con un instrumento colgado, de lo contrario, se trataría de una ofensa mayor contra todo fan que confía en las habilidades de esos titanes que agitan sus melenas al viento cual semidioses ofreciendo su toque divino; sentir que la música revela todas sus dimensiones, todo su esplendor, gracias a un sistema de sonido de alta potencia – inalcanzable para los pobres mortales que habitualmente se conforman con escuchar sus canciones favoritas a través de los auriculares “bluetooth” de su “smartphone”; dejarse encandilar por los spots de un escenario para sentir que el que brilla no es otro que aquel que brinda parte de su alma con cada nota que produce su instrumento; dejarse llevar por la ingesta de alcohol, substancias o ambas porque resulta ser un lugar más que apropiado para hacerse los loquitos. 

Yo prefiero escuchar música grabada en estudio. Me gusta la situación de laboratorio. La posibilidad de la manipulación de los sonidos en un contexto cuidado, pulcro, pulido. La posibilidad de la acumulación de sonidos para buscar descubrir una nueva combinación original y distinta, creativa. Además, siempre fui un poco bacán. Yo prefiero escuchar música en el living de mi casa, en un ámbito libre de humo, tomando un tecito. Quedarme en casa al resguardo de todo el bullicio, del olor a chivo, de los golpes, de los saltos, de los vómitos, de los aplausos o las palmas que enturbian, opacan, silencian, la música. No toda “performance” requiere de aplausos. No toda “performance” requiere del acompañamiento de las palmas de un público sobreexcitado, sin habilidades para respetar tempo o métrica. 

En contra de todo pronóstico, debo admitir que he asistido a unos cuantos recitales y que, además, los he disfrutado. A Peter Hammill lo vi en vivo cuatro ó cinco veces – perdí la cuenta; a Divididos, por lo menos tres; a Tortoise, también tres; a los Têtes Raides, dos; a los Ricotita, también dos; a Four Tet, creo que dos, quizás tres; y a tantos otros solamente una, dejándome con las ganas de alguna más. 

Mientras vivía en Montréal, tenía a mano una gran cantidad de festivales y conciertos de verano gratuitos en distintos espacios, sea en la calle o en algún parque, sea en algún café o en alguna sala de espectáculos. La verdad es que los aprovechaba. Así como montaban escenarios gigantes en medio de la calle en el centro de la ciudad, también organizaban eventos pagos en salas y teatros. Sí, pagué un par de veces y no me arrepiento. En el Festival international de jazz de Montréal tuve la suerte de ver a un grupo de jazz noruego – mi primera incursión en el vasto mundo del jazz nórdico – que resultó ser más que interesante. Recuerdo que los fui a ver al Club Soda, sobre el boulevard Saint-Laurent, cerquita de la esquina de la rue Sainte-Catherine est. Recuerdo que por la entrada pagué solo veinte dólares canadienses. Recuerdo que los promocionaban haciendo alarde de la cantidad de músicos que estarían en escena. ¡Eran como diez! Como para no vanagloriarse. También anunciaban que su líder había fundado la banda con tan solo catorce añitos. Cuando yo los vi, en el 2004, el pibe ya tendría unos veintitrés o veinticuatro. Sin embargo, para el mundo del jazz, no dejaba de ser un pendejo. Esa realidad no le quitaba ningún mérito a su talento. Su música era gloriosa: creativa, novedosa, de avanzada, sin dejar de respetar ciertas tradiciones del género. Los medios especializados no se olvidaban de subrayar que este muchachito llamado Lars Horntveth nunca había consumado estudios académicos que lo orientaran para poner a punto su brillante lenguaje musical para el que abrevaba de una multitud ecléctica de fuentes, revisando hábilmente la enorme mayoría de sus variantes para sacarles bien el jugo. Desde rock, jazz moderno, electrónica, hip hop, minimalismo americano, música contemporánea, ambient, músicas étnicas hasta dub; todo sin olvidar las ventajas de las que disfruta un autodidacta que logra evadir los filtros, las ataduras institucionales. 

Salí del recital con la boca abierta. Creo solo poder comparar la experiencia con el primer recital de Peter Hammill en el que lo vi tocar totalmente solo, en Doctor Jekyll, sobre la calle Monroe, en el barrio porteño de Belgrano, allá por el año 1994. Al terminar el show de los noruegos, en el hall de entrada a la sala donde había tenido lugar el espectáculo, habían montado una mesa para vender merchandising relacionado con la banda: alguna que otra remera pero, sobretodo, discos. En el estado en el que estaba no podía dejar de pensar en incluir toda la discografía de este grupo que acababa de descubrir lo antes posible en mi colección. Me abalancé sobre la mesa. Mi vista se vio atraída inmediatamente por los tres discos que ofrecían. No me pude resistir y agarré firmemente un ejemplar de cada uno, marcando el terreno para que nadie se atreviera a arrebatármelos. Pregunté el precio: quince dólares canadienses por cada CD. La excitación no me impidió recurrir a mis conocimientos de álgebra para saber rápidamente que necesitaba sacar de mi billetera cuarenta y cinco mangos. En ese contexto, era una ganga. Metí la mano en el bolsillo y, para mi sorpresa, solo contaba con dos billetes de veinte. Por un instante no supe qué hacer. Cavilé. Tenía una única posibilidad. En el grupo había una chica. Tocaba la tuba. Era gordita y sonriente. Parecía simpática. Por suerte, estaba ahí, vendiendo sus discos. Esperé al momento apropiado y me acerqué a ella. Antes que nada, la felicité por el concierto – no tuve que exagerar pues me habían sacudido. Luego, le pedí disculpas porque no me gustaba nada la idea de regatear el precio de los discos – mucho menos cuando el que los vendía era el artista en carne y hueso. Sin embargo, como no me quedaba otra opción, pues el recital de Jaga Jazzist me había fascinado y no quería perder la posibilidad de llevarme a casa sus tres álbumes, le mostré mis dos billetes de veinte. La piba sonrió y me dijo que me los llevara con un cálido “no problem”, a lo que agregó: enjoy!

lunes, 30 de mayo de 2022

CIENTO CINCUENTA

Si hubiera cruzado fronteras ilegalmente a lomo de burro. Si me hubiera llamado Pipo, o Pepo. Si hubiera sido un coleccionista empedernido que termina comprando siempre los mismos cuatro ó cinco álbumes en distintos formatos, en distintas ediciones, de distintas procedencias. Si hubiera sido un cazador de autógrafos compulsivo, sin temor al ridículo. Si me hubiera desvivido por aparecer a toda costa en cada foto que se disparara colgándome de las tetas de alguna seudo celebridad, opacando el destello de los flashes. Si mi reputación hubiera trascendido mundialmente gracias a los reproches de un acosado cantautor australiano – y de más de uno de los miembros de su banda – que al dar entrevistas para hablar sobre su experiencia en los recitales que acababa de dar en el tercer mundo, no podía evitar citar la presencia nefasta de un hostigador serial que no los dejaba tranquilos ni cuando iban a mear. Si hubiera aprovechado toda posibilidad que se me presentara para respirar una bocanada del aire de la exhalación de algún músico que aprecio al acercarme más allá de los límites que convenimos tácitamente para respetar el espacio personal de los que nos rodean. Si así hubiera sido, al llegar a la Sala Rossa para disfrutar del concierto del cantante de los Tindersticks, en el que presentó su primer disco solista “Lucky Dog Recordings 03-04”, al ver a Luc – propietario de L´Oblique, una de las mejores disquerías de Montréal, que para esa época ya me conocía de memoria, como cliente y como coleccionista de discos – no habría pasado a su lado saludándolo sutilmente con un magro y distante “salut” mientras charlaba acodado en el umbral de la puerta de entrada con Stuart A. Staples, el artista en cuestión. Evidentemente, habría aprovechado la volada para pegarme como mosca al dulce de leche y no habría dejado escapar a ese ser humano – al que le tocó ser un cantante apreciable – de mis garras hasta lograr que derramara algo de tinta sobre una servilleta, o sobre la portada de algún disco que casualmente llevara en la mochila o en el bolsillo de la campera, escribiéndome alguna dedicatoria pelotuda para que me dejara de romper las pelotas; que se parara a mi lado a pesar de su voluntad para aparecer en una foto que le robaría el alma y lo escracharía con su mejor cara de ojete; que intercambiara unas pocas palabras forzadas, sin ningún tipo de valor o sentido, con un auténtico desconocido que, de no prestarle atención, lo perseguiría como su propia sombra, acechándolo hasta el hartazgo. 

Soy un fan que opera desde las sombras, simplemente disfrutando de la obra del artista, de su música, de sus discos, a veces, de sus conciertos. No necesito más. No me interesan ni las intimidades, ni los chanchullos. Ni su vida personal, ni su amistad. Lo único que apreciaría sería que me regalara algún disco que todavía no he conseguido para mi colección. Sería la única manera de lograr que le dijera: “sos mi ídolo”.