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jueves, 29 de julio de 2021

CIENTO VEINTE

Tengo que confesar que me encuentro en una encrucijada. Nunca termino de decidirme. Una dualidad carcome mis pensamientos. Los cimientos de mis ideales se resquebrajan y afrontan grave peligro de derrumbe. A veces, hasta no logro conciliar el sueño. Tengo pesadillas y retortijones. Migrañas y punzantes dolores de cabeza de tanto pensar y pensar sobre este tema.

Ya te he contado antes que soy un devoto fan de un difunto guitarrista único en su especie, con un sonido que ha despeinado a más de uno y que, además, escribía canciones con mayúsculas. Tanto me fascinan sus canciones, su forma de tocar que, como más de uno, soñé con comprarme una guitarra igualita a la que él usaba. Como si eso me fuera a brindar alguna habilidad complementaria. Como si al usar esa guitarra, él, desde donde esté, pudiera guiarme. Quizás iluminarme un poquito. ¡Patrañas! Muchos han usado ese mismo modelo, sin embargo, casi ninguno de los que se han atrevido a mostrarse en público luciéndola logra hacerla sonar como corresponde. Lo cierto es que casi ninguno le llega a los talones a aquel esmirriado flacucho. Están a miles de años luz de la magia que ofrece este instrumento y no logran aprovecharlo en todo su esplendor. Por lo que a esta altura resulta cansador verla colgada del cogote de cualquier sátrapa sin talento que solo la usa para rasguear tímidamente algún que otro acordecito. Esa es una guitarra para hacerle sacar chispas, mierda. Sin temor a que se te estallen los transistores de los pedales, a que se te desconen los parlantes, a que se te quemen las válvulas del amplificador.

Cuando visité las tiendas de música de Tokyo, la tuve en mis manos. El mismo color de la que tenía mi ídolo. Idéntica. Calcadita. En ese momento contaba con una tarjeta que podría haber respaldado la locura de llevármela para casita que fugazmente atravesó mis pensamientos. Lamentablemente, la voz de la conciencia me hizo poner los pies sobre la tierra y me recordó que ya tenía varias guitarras eléctricas además de la criolla de la Antigua Casa Nuñez heredada de mi madrina y que mucha falta no me hacía. Conclusión, me gasté la guita en otros aparatos que me han sido igualmente útiles para la creación musical. No me arrepiento. Pero, ¡qué lindo sería tener una Fender Jaguar!

Ya te he dicho que me gusta mucho el grupo Crime & the City Solution. Tengo todos sus álbumes. Obviamente tengo mis preferencias dentro de su discografía, como cualquiera. Mi dilema es que después de haber escuchado infinidad de veces cada uno de esos discos, siempre llego a la misma conclusión: mi preferido no es “Room of Lights” sino “Shine”. Me dirás que es una pelotudez. Pero a mí, me afecta mucho. Esta realidad se me presenta como una gran disyuntiva porque no logro admitir que sea posible que un álbum en el que participa Rowland S. Howard, el gran ícono de las seis cuerdas al que le debo gran cantidad lecciones de guitarra desde mi adolescencia, me guste menos que otro para el que no fue ni siquiera convocado. Sufro, che. Sufro al estar convencido de que este grupo, que nació en Sydney, transitó por Melbourne, marcó terreno en Londres, se popularizó en Berlin y trató de resucitar en Detroit, grabó su mejor álbum sin que mi estimadísimo músico y compositor haya aportado una triste nota, un triste acorde. Todavía hoy, después de tantos años de conocer casi de memoria estos discos, me cuesta creerlo. Como no me resigno a aceptarlo, vuelvo a escuchar ambos discos para tratar de revertir mi opinión. No me convenzo. Sigo pensando lo mismo, que mi preferido no es “Room of Lights” sino “Shine”. Todo vuelve a empezar. Estoy en el mismo lugar que antes. Me entristezco. No logro quitarme esta idea de la cabeza. Sigo pensando a pesar de saber que nada va a cambiar, que mi decisión va a seguir siendo la misma, que las luces pueden llegar a iluminar pero que difícilmente lleguen a brillar.

jueves, 29 de octubre de 2020

SESENTA Y NUEVE

Compré los discos de Simon Bonney porque se trataba del cantante de un grupo que me gustaba mucho: Crime and the City Solution. El primero de sus discos solistas, “Forever”, me satisfizo aunque sin sorprenderme, ni movilizarme. La luminosidad de la imagen de la portada, la paleta de colores, las fuentes tipográficas, me anticipaban que algo había cambiado en este muchacho. Sin embargo, en el momento en el que compré el CD no reparé en estos detalles. Desde la primera estrofa, se percibe un giro extravagante donde la intención debe haber sido pulir las asperezas de este cantante experto en el cuelgue para lograr que sus canciones pudieran entrar en un molde, sur melodías pudieran ser tarareadas y sus estribillos pudieran ser seguidos con la patita. Craso error: los productores de este álbum se olvidaron de que a la mayoría de sus fans lo que nos caía bien de este tipo eran justamente sus imperfecciones. Su tono impreciso y desolador, su métrica desencajada y volátil, sus canciones inimitables aunque angustiantes. 

Cuando publicó su segundo álbum solista, “Everyman”, la foto de la portada fue un cachetazo de frescura. Me pareció una excelente imagen para la tapa de un disco de rock. Inteligente e inesperada. Atrevida y desencajada. Más allá de cualquier moda. Desprejuiciada y madura. Finalmente, de una ternura, veracidad y autenticidad que no se acostumbran a ver en un artista. ¿Qué artista se anima a sacarse la careta y mostrarse como cualquier mortal llevando una vida mundana y familiar? Con este disco impecable, este Señor (con mayúscula) terminó de conquistarme y ganó enteramente mi respeto.