martes, 25 de octubre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y NUEVE

Como todo sonívoro que se precie, he comprado discos por correo en todo el mundo, provenientes desde los cuatro puntos cardinales. Desde Alemania, Argentina, Australia, Bélgica, Brasil, Canadá, China, Dinamarca, Escocia, España, Estados Unidos, Francia, Gales, Grecia, Holanda, Inglaterra, Irlanda, Israel, Italia, Japón, México, Noruega, Polonia, Portugal, Rusia, Suecia, Suiza, Venezuela; y andá a saber si no me olvidé de alguno… 

Tuve la suerte de no tener demasiados disgustos con esas compras a distancia, aunque si algo tenía que salir mal, salió mal. Mi nombre mal escrito. Mi dirección con errores. Algún disco partido, algún otro rayadito. Tapas deterioradas, ajadas, perforadas, plagadas de huellas digitales, con etiquetas de precios, con el nombre de su antiguo propietario, con incisiones profundas provocadas por algún elemento cortante o punzante, pegadas con cinta de embalaje. Paquetes rotos o desarmados de los que podría haberse escapado el contenido. Recuerdo uno, todo mojado, que conservaba algunas gotitas de agua dentro de la cajita del CD, además del librito húmedo y totalmente dañado. Algún título equivocado – que afortunadamente resultó contener una música genial obligándome a conseguir más material del grupo en cuestión. Algún otro, decepcionante – una de cal, una de arena. A veces, algún disco de menos, otras, alguno de más. Paquetes por duplicado. Incluso, diferentes formatos del disco pedido en cada paquete. Pero el más llamativo de todos fue uno que estaba impecablemente embalado, con todos los cuidados, para que el digipack no se estropeara, pero, al abrirlo, sorpresa: el disquito plateado no estaba… brillaba por su ausencia.

Como siempre, cuando me obsesiono con algún artista, muevo cielo y tierra para conseguir todos o, por lo menos, la mayoría de sus discos. Algunos se autodefinen como completistas. Yo me defino como insistente y obstinado. No puedo parar hasta encontrar el material que quiero escuchar y coleccionar. Aclaro, si no lo voy a escuchar, no lo colecciono. Por esa razón, solo compro CDs, porque como no tengo bandeja para escuchar vinilos, no tiene ningún sentido para mí acumularlos para no poder disfrutar de los sonidos que contienen. Tampoco soy tan obsesivo, che. Me los pierdo, mala leche.

Una tarde de sábado en la que había salido a dar una vuelta en bicicleta, iba paseando por la rue Saint-Hubert a una altura a la que nunca había llegado antes. De repente, dejó de ser una calle residencial y coqueta para transformarse en una especie de galería a cielo abierto, con un negocio al lado de otro durante unas cuatro ó cinco cuadras hasta llegar a la rue Jean-Talon est. Entre tanta tienda de pilchas o de otras boludeces, no podía faltar una disquería. ¡Menos mal! Como no la conocía, clavé los frenos, encadené mi vehículo de dos ruedas al poste más cercano y me precipité a revolver las bateas. Tengo que admitir que al empezar a revisar los discos, sentí un leve disgusto. Estaba todo desordenado, mal catalogado. Como si estuvieran los Parchís en el mismo estante que Metallica. Vergonzoso. No encontraba nada que me gustara y seguía pasando los discos por inercia, casi sin mirarlos, sin prestarles demasiada atención, cuando una foto sepia de una escena cuasi teatral se destacó entre la mediocridad reinante. Para leer el título tuve que hacer un esfuerzo importante porque nunca salgo a pasear con mis anteojos y la letra era demasiado pequeñita. Finalmente, pude descifrar “Each Man Kills the Thing He Loves”, un título quizás no tan estimulante pero, al menos, movilizante. Un poquito más abajo, escondido en el ángulo inferior derecho de la portada, estaba escrito el nombre del artista, también casi ilegible. Sin embargo, lo reconocí de inmediato. Era uno de los tres vocalistas de los salvajes irlandeses Virgin Prunes. Subversivo y escandaloso grupo que había conocido gracias a Juan Carlos en algún momento de los años ‘80. Interesante hallazgo. Inmediatamente, saqué el librito del CD y traté de leer los nombres de los músicos que participaban. Reconocí, además, a Fernando Saunders – en bajo, a Bill Frisell y a Marc Ribot – en guitarras. Hasta ese momento nunca había encontrado la excusa para seguir la carrera de este explosivo cantante. Aunque había disfrutado intensamente del álbum “The Moon Looked Down and Laughed” y del video “Sons Find Devils” – ambas producciones de su primera banda, estimo que la dificultad para conseguir este tipo de material en Buenos Aires y la falta de dinero para comprarlo me llevaron a desistir de su búsqueda. Ésta fue la primera ocasión en la que me topé con uno de sus discos en una tienda, a un precio accesible y razonable. Por suerte, no lo dejé pasar. A pesar de la alegría que me dio, a esta disquería no volví a visitarla nunca más. No cubrió mis expectativas, era un bordel, una pena.

Este disco, como tantos otros, fue la punta del ovillo gracias a la que tuve acceso a la discografía de un artista genial. Buscando y buscando, en otras de las tiendas de la avenue Mont-Royal est, encontré “Shag Tobacco”, casi regalado, en un cajón de ofertas. Un golazo. Como no conseguía ninguno más en Montréal, empecé a rastrearlos por Ebay y luego por Discogs. Encargué “Adam ´n´ Eve” – el álbum que me faltaba, alguna de las bandas de sonido en las que el cantante había trabajado con Maurice Seezer – compositor y arreglador con el que grabó su primer álbum donde firmaba The Man Seezer – y algunos de sus simples. Uno de ellos, “You Me and World War Three”, recuerdo haberlo encargado a un flaco de Irlanda, tierra natal de mi objetivo de turno: Gavin Friday. Estaba barato, el paquete llegó rapidísimo y súper bien embalado. El digipack estaba impecable a pesar de ser usado. Había resistido estoicamente a la travesía transatlántica, al arduo clima canadiense y a la brutalidad de los agentes aduaneros. Me puse contento. Aunque la alegría me duró bastante poco. Dispuesto a escuchar nueva música, al abrir la portada para sacar el CD e insertarlo en el equipo, me desayuné con la peor noticia: el disquito plateado no estaba en la bandeja. Una patada en las bolas. Inmediatamente, reflexioné sobre los pasos a seguir. El importe que había pagado por el envío por correo era mayor que el precio de venta que había pagado por el disco. Devolverlo al remitente, también me costaría más que ese valor. Conclusión, luego de explicar lo sucedido al vendedor, le propuse que en lugar de reenviarle el digipack vacío y que él reembolsara mi pago – considerando que en ese caso el único que seguiría ganando dinero sería el servicio de correos, que solo me devolviera el valor del disco sin sumarle el costo del envío. De esa manera, yo me quedaría con el envase sin el contenido y él no habría gastado dinero sin sentido al enviarlo. Aceptó. Nunca sabré si era verdad que el tipo no se había dado cuenta de que el disco no estaba en su lugar o si lo sabía muy bien, se hizo el boludo, y me quiso cagar. Who knows? Como te imaginarás, no podía quedarme con los brazos cruzados, ni dejar de buscar esa pieza para mi colección. Inconcebible dejarla chueca. Al tiempo lo conseguí nuevamente, esta vez completito. Sin embargo, nunca pude deshacerme del digipack vacío. Lo conservo como un trofeo más de la lucha contra un sistema que tiende a usar y defraudar al coleccionista. Un sistema para el que muchos de nosotros solemos ser el hazmerreír de los traficantes de discos. Un sistema que en algún momento nos perderá y se extinguirá sin derecho a réplica. No les queda mucho tiempo de vida, lo saben. Su ambición desmedida los ha perdido muchachos y su fracaso es irreversible. Chau, chau, adiós. 


sábado, 1 de octubre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y OCHO

La tentación se presenta en varias formas para un comprador de discos. Podemos decidir fanatizarnos por un grupo, por sus integrantes. Podemos obsesionarnos por seguir la carrera de algún cantante, de algún músico, de algún compositor, de algún intérprete, de algún arreglador, de algún productor. Podemos apasionarnos por tal o cual instrumento; sea por los de cuerdas, sea por los de viento, sea por los de percusión, sea por los acústicos, sea por los eléctricos, sea por los electrónicos. Podemos enfermarnos por un género, por un estilo, por un tipo de música. Podemos embobarnos por algún sello discográfico. El problema se presenta cuando nos enganchamos con cada una de las formas con las que se nos presenta la tentación. Jodido para el cerebro pero fundamentalmente para el bolsillo. Cuando el gusto es amplio, no hay billetera que aguante. Por esa razón, uno se ve obligado a convertirse en un experto especulador, conocedor de los mejores reductos donde estirar al máximo los billetes, las tarjetas de crédito o de débito, para no quemar el presupuesto diario estipulado para la compra de discos y quedar en rojo desde la primera semana del mes. Tanto en Buenos Aires como en Montréal me especialicé en encontrar las disquerías que ofrecieran los mejores precios sin necesidad de recurrir al desagradable, al infame regateo; sin prescindir ni de la calidad de la música que consumo ni del buen estado de los discos que compro, obvio. 

Recuerdo que un día, cuando trabajaba en la agencia Soleil Communications de marque, rompieron el chanchito y me inscribieron en un curso para que aprendiera los rudimentos básicos del lenguaje HTML para poder enchufarme algunos sitios de internet para que los laburara – responsabilidad que hasta ese momento había eludido con extremada destreza diciendo que no conocía ese lenguaje de programación. ¡Mentira! No solo sabía perfectamente cómo manejar ese lenguaje, sino que además lo detestaba desde lo más profundo de mi ser. Razón por la cual, me hice debidamente el boludo para evitar tener que lidiar con el infame y desagradable Diseño Web. Resumiendo, durante una semana tuve que fumarme un curso en el que me explicaron todos y cada uno de los conceptos que ya conocía. A pesar de que fue un plomazo, tuve buena suerte porque además de pagarme para no ir al trabajo, el cursito terminaba a las tres de la tarde. ¡Un golazo! Lo mejor: quedaba a dos pasitos de Cheap Thrills una de las tantas disquerías que me permitieron acceder a material de segundamano que contribuyó con mi educación musical. Durante esa semana, creo que fui a ver discos todos los días. Te preguntarás si compré alguna cosita. ¡Claro que sí! 

Creo que cada uno de los discos que fui comprando durante mi vida llegó en el momento justo, acompañando algún interés que se había despertado para llamar mi atención. Durante esta semana de vagancia, caí sobre un grupo del sello Thrill Jockey. Sello que había conocido gracias a Tortoise y a algunos otros exponentes de la música norteamericana que optaban por mantenerse apartados de los clichés típicos de la música yanqui. En una entrevista al grupo en cuestión, los muchachos citaban como gran influencia a Gavin Bryars – un compositor y contrabajista inglés, reconocido por sus aportes al minimalismo, a la música experimental, al neoclasicismo y al ambient; que escuché por primera vez gracias a Tom Waits. Como después de tanto tachín-tachín, de tanto sonido al palo, se hace necesario un período de introspección, calculo que previamente había estado enganchado con algo de música electrónica. Me fui para el otro lado. Este grupo usaba todos instrumentos acústicos. Tentador. En alguna de esas tardes en la disquería de la rue Metcalfe, recorriendo las bateas, vi uno tras otro todos y cada uno de los álbumes de Town and Country. Cuando sumé los precios de los seis discos, me percaté de que el monto se elevaba a chirolas si lo prorrateaba con la cantidad de material nuevo que tenía entre mis manos. Sin dudarlo, sin haberlos escuchado antes, me los llevé, sin titubear. Esta compra fue el puntapié inicial para comenzar a profundizar en la obra del contrabajista Joshua Abrams. Un tipo que años más tarde me mostraría nuevas formas de pensar y ejecutar el jazz. Un tipo en tensión entre la tradición y la experimentación. El agua y el aceite. Aunque te parezca mentira, todo tiene que ver con todo.