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sábado, 11 de febrero de 2023

CIENTO SESENTA Y TRES

Lo prometido, siempre es deuda. De lo contrario, la venganza será terrible, obvio. Debo admitir que no me lo esperaba. Que había perdido la confianza. Que lo sentía blandengue y falto de combustión. Lo percibía muy alejado de sus antiguas proezas, muy alejado de la voluntad de demoler los pilares de los estereotipos contaminados del rock. Claramente, devenido condescendiente y previsible. Un tipo que tan solo exagerando su pose de músico marginal había creado algo personal e irrepetible, digno de adoración. No en vano, hacía rato que había empezado a buscar nutrirme de otros sonidos, a interesarme por otras músicas. Sentía que muchos de los grupos que venía siguiendo desde mi adolescencia ya no tenían más nada para ofrecer, que habían agotado su fuente de inspiración, que su llama estaba definitivamente extinta, que se repetían hasta el hartazgo, que habían dejado de producir sonidos memorables. 

Voy al grano. Después del espantoso “Nocturama” – todavía hoy me sigo preguntando qué es lo peor de aquel álbum: ¿la música?, ¿la portada?, ¿el título? – no quise saber más nada con el viejo y querido Nick. Sentí que había sido demasiado mal gusto todo junto. ¿Existirá el término anaestético para definir que este trabajo va en contra de todo lo estéticamente valorable? Caer tan bajo es penoso. ¡Qué disco de mierda! Derrapó mal, pensé la primera vez que lo escuché. ¿Qué le habrá picado? El flaco se olvidó de defender su dignidad, su historia, su legado. Después de escuchar aquella música lavada e insulsa, muy a mi pesar, decidí que debía dejar de considerarlo un cantautor de interés con el que podría continuar enriqueciendo mis oídos. Me dio muchísima pena comprender que tenía que dar vuelta la página, que no me quedaba otra que conservar su música como un muy buen recuerdo de mi adolescencia y seguir mi camino sin mirar atrás. Atención con la nostalgia, te puede llevar a cometer estupideces. Ojo, tené cuidado con la sobrevaloración de los recuerdos de las experiencias pasadas.  

Habían pasado un par de años desde que me había instalado en Montréal. Como de costumbre, estaba a la pesca de discos para sumar a mi colección. Me enteré por casualidad que estaba por salir a la venta un box-set triple, convenientemente titulado “B-Sides & Rarities”, con infinidad de temas de los albores de la carrera de los Bad Seeds que estarían disponibles en CD por primera vez. En mis épocas de acérrimo fan, había soñado más de mil veces con conseguir cada uno de esos simples, cada una de esas rarezas. No había dudas. Los quería escuchar. Quería tener esa cajita, por aquellos buenos viejos tiempos, para preservar y nutrir aquellos buenos recuerdos. No sé si fue un error, pero… 

Cuando pasé por Atom Heart para encargarlo, Francis me advirtió que también estaba por salir un nuevo album doble del grupo que se llamaría “Abattoir Blues / The Lyre Of Orpheus”. Me mostró la imagen de la portada en su computadora. Sudé frío. Me dio mucho miedo. Una vez más, la imagen era un espanto. Rara, rarísima. Flores rosaditas, fondo beige. Demasiado cercano a un empapelado que tenía mi abuela en el living de su casa. ¡Un horror! Acto seguido, tuve un flashback y se me clavó sin anestesia en el cerebro la horrible foto de la tapa de “Nocturama”. Me hizo mal, muy mal. Tuve un momentáneo ataque de pánico. Como pude, respiré profundamente. Seguramente estaba pálido como la imagen de esa maldita portada. Una dosis tan elevada de mal gusto desestabiliza los sentidos de cualquiera. Recuperé levemente el aliento. Enfilé hacia la puerta de salida para tomar una bocanada de aire fresco. En ese momento, no le pude responder a Francis. Solo logré balbucear que necesitaba pensar bien antes de encargarlo porque los Bad Seeds habían dejado de interesarme. Aclaré que había decidido no seguir comprando sus discos después de la profunda decepción que me había provocado su disco anterior. A buen entendedor, pocas palabras. Con su sonrisa cómplice me dejó comprender que habíamos sido varios los desilusionados por aquel terrible fiasco. Un abuso de confianza, quizás. ¿Acaso piensan que el fan es capaz de resistir a todo, a cualquier cosa? 

Inexplicablemente, a pesar de haberme prometido no caer nuevamente en la tentación, un par de días más tarde, decidí encargar también el flamante nuevo álbum. Quizás, como un voto de confianza para un artista que me había acompañado durante tantos años, casi desde que empecé a elegir la música que escucho. Un tropezón no es caída, pensé. Veamos qué nos ofrece ahora, a lo mejor ya se le pasó el delirio místico, las ínfulas de predicador. El excesivo amor propio, la elevada autoestima. La lacerante egolatría que no le permite ver que ha provocado el menosprecio de sus colaboradores más preciados. De aquellos que también son responsables de la creación de esa criatura, de ese “yo mismo” del que él tanto se vanagloria, del que él continúa a sacar provecho. Craso error. Prefiere ir quedando solo como perro malo y continuar su peregrinación sin rumbo.

Algo de razón sigo sintiendo que tenía. Los años me han enseñado que cuando dudo demasiado sobre algo, seguro que no vale tanto la pena hacerlo. La carrera del australiano había comenzado a mostrar la hilacha hacía rato – incluso mucho antes del olvidable “Nocturama” – y cada nuevo álbum que publicaba perdía en consistencia. Sin embargo, este nuevo disco doble que me animé a comprar a pesar de que la voz de mi conciencia insistía para que no lo hiciera – con esa tapa tan penosa – me gustó. Sobre todo el más rockero de los dos, claro. No puedo asegurar que me haya reconquistado, pero al menos, me dio ganas de seguir escuchándolo. Sin embargo, aún hoy, sigo haciendo la vista gorda con la tapa. My God!

Pasaron otro par de añitos. La misma historia. Esta vez con “Grinderman”. Este Cave es un “enfant terrible” que no podría haber actuado de otra manera: tratando de molernos a palos, de cagarnos a trompadas. Pasemos a lo concreto. Otra tapa para el olvido, falta de creatividad, horrenda. Música, decente, aunque cada vez más lejos de la sorpresa, de la propuesta única e irrepetible con la que solían sorprendernos, deleitarnos, Cave y sus colaboradores. Cada vez más lejos de lograr confirmar que se lo puede seguir considerando como un artista de alta gama dotado de una creatividad inagotable. Sorry Nick, me encantaba tu música. Tiempo pasado. Hoy, solo pasa sin pena ni gloria. ¿Te habrá pegado el viejazo?  Quizás deberías darte cuenta de que cada vez te queda menos gente lúcida a tu alrededor, que te vas encerrando en vos mismo, que esta realidad opera en detrimento de tu propuesta musical. Se me cayó un ídolo. R.I.P.

lunes, 6 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y DOS

Trío. ¿Power? No. ¿Enigmático? Parece. Mares del sur. Australianos. Again. Algunos. British. Otro. Expatriados. Continente viejo. Berlin. Alemania. Encore. Europa del este. República Checa. Cambio de rumbo. Apertura. Libertad. Mundo. Relacionados. Genealogía. Emparentados. Familiar. Pariente cercano. Hermano. Entramado. Ramificaciones. Lazos. Sangre. Entrelazados. Camaradería. Amistad. Espíritu de verdad. Semilla de maldad. Crimen en la ciudad. Solución o fatalidad. 

Caída libre. Sonido clásico. Sonido inesperado. Atractivo. Sombrío. Fatídico. Sanguíneo. Con pulso. Latido. Difuso. Anonimato. Desinformación. Conocer. Desconocido. Difícil de rastrear. Sin huellas. Sin pistas. Descubrimiento. Casualidad. Océano reseco. Evaporado. Viento en popa. A buen puerto. Playa. Grietas. Arena en bloques. Fotografía. Encallado. Cautivo. Cautivante. Cautivador. Imagen. Ilustración. Hiperrealismo. Persuasión. Compra. Sello. Internet. Correo. Espera. Paquete. Montréal. Sorpresa. Júbilo. Difícil. Único. Real. ¡Momento! Paren las rotativas. Érase una vez. Ojo. No pestañees. No mires. ¿Atrás? Tiempo al tiempo.

domingo, 5 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y UNO

¿Qué tienen en común los siguientes álbumes y artistas: “Danger in the Past” de Robert Forster, “Second Revelator” de Hugo Race / The True Spirit, “The Blink of an Eye” de Once Upon a Time, “The Honeymoon is Over” de The Cruel Sea, “Honeymoon in Red” de Lydia Lunch, “The World’s a Girl”, “Dirty Pearl”, “The Next Man That I See”, “Do That Thing” y “Sex O’Clock” de Anita Lane, “Music to Remember Him by” de Congo Norvell, “The Thing About Women” y “Trouble” de Brian Henry Hooper, “Stories From the City, Stories From the Sea”, “Is This Desire?” y “Let England Shake” de PJ Harvey, “Headless Body in Topless Bar” de Die Haut, “Nothing Broken” Conway Savage, “Far Be It From Me” de Tex Perkins, “Teenage Snuff Film” y “Pop Crimes” de Rowland S. Howard, “You Can’t Hide From Your Yesterdays” de The Nearly Brothers, “Invisible You” de J.P. Shilo, “Kick the Drugs” de The Wallbangers, “We Are Only Riders”, “The Journey is Long” y “Axels & Sockets” de The Jeffrey Lee Pierce Sessions Project, y tantos otros que aún no he incluido en mi colección? ¿Qué tienen en común los siguientes proyectos musicales: Crime & the City Solution, Nick Cave & the Bad Seeds, The Birthday Party, The Boys Next Door, The Ministry of Wolves? Que de alguna forma, sea como instrumentista o cantante, sea como arreglador o compositor, sea como productor, sea por su mera presencia, Mick Harvey metió mano y colaboró con estos músicos y artistas, grupos o solistas, para enaltecer el espíritu de sus canciones a la hora de grabarlas y plasmar su obra en una producción discográfica.

¿Qué diferencias hay entre un compositor y un arreglador? Mejor preguntale a Mr. Harvey, el responsable de la composición y de los arreglos de gran cantidad de las canciones del repertorio de los estimados Nick Cave o Simon Bonney, además de multiinstrumentista comodín que se ha sabido adaptar a todas y cada una de las necesidades de los Bad Seeds, de Crime & the City Solution y mismo los Birthday Party, ocupándose de las guitarras, los bajos, los pianos, los órganos, las baterías y andá a saber de cuántos instrumentos más con tal de que los grupos no se quedaran rengos y permanecieran en la ruta. Un capo. De esos de los que hay pocos ejemplares.

¿Cuál es realmente la ardua tarea de un productor de discos de rock? Me imagino que debe haber unas cuántas respuestas posibles. Para empezar, yo diría que elige desde el estudio donde se va a grabar un álbum hasta los instrumentos que se van a usar, las cuerdas, los amplificadores, los efectos. Elige desde los temas que se van a grabar hasta los arreglos que le hacen más justicia a una linda canción para transformarla en una canción memorable. Trata de hacer que todo suene menos caótico que en la sala de ensayo, aunque sin perder cierta frescura. Para la oreja para afinar los instrumentos. Lima asperezas. Está en los detalles en los que los músicos no logran concentrarse porque la resaca de la borrachera o de las substancias no los deja comprender que no deben basar su carrera solo en su carisma. Seguramente, muchas otras veces debe esconder las botellas de las bebidas alcohólicas para mantener a los miembros de la banda lo suficientemente sobrios para que lleguen a terminar la sesión de grabación. Al final, parece que es un tipo al que le interesa más la música que la fama, que la joda que generalmente se asocia al mundo de la música. En síntesis, todo lo que delinea y justifica a la perfección el perfil del señor Mick Harvey. Un laburante del ocio ajeno. 

Como si fuera poco, este talentoso músico encontró tiempo para componer una gran cantidad de bandas de sonido altamente disfrutables y recomendables, a veces solo, otras en coautoría con algunos de sus usuales colegas: “Ghosts ...of the Civil Dead”, “Alta Marea & Vaterland”, “To Have and to Hold”, “And the Ass Saw the Angel”, “Australian Rules”, “Motion Picture Music ’94-’05”, “Waves Of Anzac / The Journey” y seguramente otras de las que no he conseguido todavía el disco compacto.

Evidentemente no le gusta desperdiciar su tiempo y nos ha ofrecido a lo largo de los años unos cuántos álbumes solistas de canciones interpretadas por él mismo. Algunas de su autoría, otras de gente con la que ha laburado en sus diferentes proyectos, otras que debe haber elegido de entre sus influencias. “One Man’s Treasure”, “Two Of Diamonds”, “Four (Acts Of Love)”, los cuatro volúmenes de versiones en inglés de las canciones de Serge Gainsbourg y el imperdible “Sketches From The Book of the Dead”. Un laburante que ha recorrido un largo camino, que ha servido de apoyo a más de uno que de no haber sido por Mick, no podría sostener una carrera tan sólida.

Entre nos, compro discos en los que participa Mick Harvey desde mis quince años, desde el año 1987, desde hace rato. Los he comprado por todos lados y de las más diversas maneras. La única constante es mi satisfacción al escucharlos. Conseguite alguno, disfrutalo y salí a buscar otro... 

miércoles, 27 de octubre de 2021

CIENTO TREINTA

Estéticamente, nada tienen que ver estos dos autores que me vinieron a la memoria al tratar de reconstruir mis pasos en el descubrimiento de melodías, sonidos o, simplemente, ruidos grabados y comercializados en algún formato, sea disco compacto, sea vinilo, sea casete. Uno pareciera ser condescendiente, presto a ofrecerte una caricia. El otro, descortés, presto a sacudirte de una bofetada. Tampoco los une su lugar de origen. Uno es australiano. El otro, francés. Uno publicó unos pocos discos solistas y se dedicó a acompañar con su voz angelical y su piano celestial a otro cantautor australiano que ya he mencionado hasta el hartazgo. El otro publicó gran cantidad de discos solistas pero también hizo carrera logrando que las más bellas mujeres de su época tomaran el micrófono para interpretar canciones de su autoría, las que ensayaban en la intimidad de su lecho, seguramente a media luz, ligeras de ropa, trasnochando. Uno ofrece canciones simples, directas, sin meandros. El otro, juega con el lenguaje, la fonética, la semántica; se anima a combinar palabras, términos, en diferentes idiomas, en diferentes lenguas, onomatopeyas, simples sílabas, a veces sonidos producidos por el aparato fonatorio que no necesariamente entran en ninguna de estas categorías gramaticales, todo para crear su propio universo de sentido. Formalmente, nada tienen que ver estos dos objetos que me vinieron a la memoria. Uno es un CD. El otro, un libro. Lo único que tienen en común es que los compré en la misma tienda. Mi queridísima Librairie L´Échange, sobre la rue Mont-Royal Est, donde conseguí una enorme cantidad de discos que aún hoy sigo disfrutando. Siempre me quedaba de paso. Cuando laburaba en Associés libres Design o en Agence code, cuando iba al supermercado L´inter marché, cuando iba a la panadería La première moisson, cuando salía a pasear en bicicleta o a pie. Los empleados ya me conocían de memoria. Si no era por todos los discos que les pedía escuchar antes de pelar la billetera, era porque me veían a cualquier hora del día. Además, tenían un horario amplio y sept-jours-sur-sept. Siempre que pasaba por la puerta, estaba abierta y me invitaba a pasar. No estoy seguro de que supieran con certeza qué material ofrecían. Creo que cuando compré el disco de Conway Savage, la chica de la caja debe haber pensado: “al fin nos sacamos esto de encima, tenía que estar casi regalado para que alguien se interesara en llevarlo.” Sí, es cierto, lo pagué muy barato: “$ 8.00 CAD”, dice la etiquetita del precio que está pegada en la cajita del disco. Una verdadera ganga. Sin embargo, si hubiera estado marcado doce ó catorce, como la mayoría de los álbumes, también lo habría comprado. Hoy, este mismo disco cotiza entre veinticinco y cincuenta dólares en Discogs. ¡Toda una inversión! Al fin puedo asegurar que la música me ha dado un poco de dinero. Con el libro de Gainsbourg, fue un poco diferente. La misma cajera, que habitualmente me sonreía, frunció el ceño y masculló un “tabarnak” que mi fino oído delicado, entrenado, no pudo dejar pasar. Resulta que la piba hacía rato que estaba esperando que apareciera en la tienda un ejemplar de la única novela que escribió el estimadísimo Serge. Sin preverlo, yo le había ganado de mano al manotear de la estantería la única copia de “Evguénie Sokolov” que tenían en stock. Tant pis, à la prochaine !


martes, 26 de octubre de 2021

CIENTO VEINTINUEVE

Australia... el mar que rodea a esa inmensa isla, las grandes olas, el surf. Australia... una fauna salvaje más que extraña: el koala, el canguro, el ualabí, el dingo, el ornitorrinco. Australia... Cocodrilo Dundee, Steve el cazador de cocodrilos – que en paz descanse. Australia... Nick Cave, cantautor de culto adorado hasta el hartazgo. Australia... cuna de algunos otros artistas de la música pop tan geniales como desconocidos para el vulgo. 

En la escuela secundaria, leí para la clase de inglés la novela post-apocalíptica “The Day of the Triffids”, del escritor británico de ciencia ficción John Wyndham. Casi una premonición. Años más tarde, no solo continué interesándome por este género literario sino que, además, comprendí que el título de esta obra había servido de inspiración para que los muchachos de una bandita originaria de la ciudad australiana de Perth dieran nombre a su proyecto musical. Para mi sorpresa, se dice que otra bandita australiana, esta vez oriunda de la ciudad de Brisbane también tomó su nombre de una obra literaria, aunque de otro novelista británico, claro. No he leído “The Go-Between”, no he leído ninguna obra de L. P. Hartley. Sin embargo, la perspicacia que adivino en ambos cantautores del grupo en cuestión me lleva a confiar en que se trata de una lectura pendiente para mi cultura general. Resulta muy interesante descubrir que unos pibes que comenzaron su carrera artística estimulados por los coletazos del movimiento punk de la época, movimiento habitualmente estereotipado como contracultural, movimiento que busca demoler los pilares de la cultura establecida, recurrieran desde un principio a la literatura, a los libros, como base en la construcción de su obra, medio tradicional e históricamente utilizado para la conservación y la transmisión de la cultura.

Ambos grupos poseen una calidad inestimable para la música pop. Su carrera ha sido incuestionable e intachable. No han grabado ni un solo álbum flojo. Algo que no se pude asegurar de otros que detentan público a rabiar. Dado que estos dos grupos sostienen su valor gracias a diferentes elementos, me resulta imposible establecer una preferencia. El primero, con un cantautor carismático y metódico. Con un bajista al que a primera vista pareciera que el instrumento le queda un par de talles más grande y, no obstante, se las ingenia para taparnos la boca con sus bases monumentalmente sólidas y precisas. Con otros cuatro miembros que completan a la perfección un combo inigualable. El segundo, más sintético aunque no por eso menos contundente, con dos cantautores ingeniosos y personales. Con una serie de acompañantes inestables que supieron ser reemplazados sin remordimientos. Con esos dos líderes que eran el corazón del proyecto. Ellos dos eran los que estaban en el centro de la atención, los que llevaban y traían las bellas canciones, los intermediarios entre la razón y las pasiones.

A pesar de que conocía sobre su existencia desde mi adolescencia, recién pude empezar a comprar discos de estos grupos mientras vivía en Montréal. Recuerdo que el primero que conseguí fue “Liberty Belle and the Black Diamond Express” de los Go-Betweens. Lo compré en la disquería Cheap Thrills, sobre la rue Metcalfe, a media cuadra de la rue Sherbrooke ouest, cerquita de la Université McGill, en un primer piso por escalera. Iba en bicicleta o a pata, según el clima o la época del año. Me quedaba a unas quince cuadras. Ese día había salido a pasear con la bici. De pasada, subí a pispear las bateas y, como de costumbre, encontré algo de mi interés. Lo que me sorprendió ese día, no fue mi proceder, no fue esa disquería que llegué a conocer casi de memoria. Sino que, al regresar al edificio donde vivía, me encontré en el hall de entrada con un vecino con el que solía conversar. Seguramente, yo estaba muy contento por haber finalmente conseguido un disco de este grupo australiano y quise compartirlo con el primero que se me cruzó. Luego de mostrarle el disco, la jeta del tipo combinada con un comentario desvalorizante sobre el gasto de dinero en este tipo de objetos, que para él eran innecesarios, superfluos e inútiles, me invitaron a reflexionar sobre lo aburrida que debía ser la vida de ese pobre mortal. No solo no escuchaba música de ningún tipo, sino que parecía no tener ninguna pasión. ¿Para qué carajo amarrocar los pocos morlacos que un laburante llega a acumular si no es para darse un gustito con pequeños placeres cotidianos? ¡Vaya vida de mierda llevaba ese flaco! Aunque, pensándolo bien, quizás me equivoque. Andá a saber si no se patinaba toda la guita en escorts. Mmmmm... Ahora que recuerdo, siempre me presentaba un primo diferente. Seguro que se la patinaba toda en taxi-boys. No queda otra. 

lunes, 25 de octubre de 2021

CIENTO VEINTIOCHO

Un órgano burdo, desvencijado, destartalado, avejentado, aletargado, que se arrastra, que suena desfalleciente, debilucho, enfermo. Si me dicen que los muchachos del grupo británico ...Bender leyeron en algún momento de sus vidas la novela “Mont-Oriol”, del escritor y poeta naturalista francés Guy de Maupassant, no me atrevería a ponerlo en duda. Aunque el cuento más conocido de este autor, “Le Horla”, es genial, tenés que profundizar. No te quedes solo con la lectura de su obra más famosa. Hacé como estos pibes que le prestaron especial atención a las preciosas descripciones con las que el autor nos presenta a la banda que tocaba en el casino, y le sacaron provecho. Cuando el francés definía el sonido de aquella orquesta que se percibía a la distancia como “un orgue de Barbarie aux sons fluets, un orgue de Barbarie usé, poussif, malade,” seguramente les vino como anillo al dedo, les sirvió como inspiración para precisar los sonidos que buscaban para decidirse a grabar su primer álbum. Este grupito suena a roto pero sin estridencias. Ofrece una música que da la sensación de no avanzar, de necesitar un empujoncito, de estar agonizando por falta de vitaminas. ¡Tiene su encanto! Pareciera que a James Johnston – otrora guitarrista furibundo – cuando lo condenaron a tocar el organito en los Bad Seeds, le hicieron un favor. Le abrieron la puerta para que desempolvara sus viejos y gastados teclados para sacarles el jugo en este proyecto que conocí casi por casualidad. Cuando descubrí E-Bay, hacía rato que coleccionaba sus discos con Gallon Drunk. Gracias a este sitio de internet por fin conseguí los que me faltaban. En una de tantas transacciones, un tipo que vendía un par de EPs que me interesaban, ofrecía incluir en el paquete el mini-álbum “Run Aground” y el álbum homónimo “...Bender”. Anunciaba al grupo como un proyecto paralelo de Johnston. Hasta ese momento, desconocía su existencia. Me picó el bichito. Le compré todo. Finalmente, un hallazgo. 

Con cuatro, es suficiente. No se necesitan muchos más para que el barullo sea considerable. Años más tarde, cuando me enteré de una colaboración entre Lydia Lunch y las tres cuartas partes de Gallon Drunk que llevaba el nombre de Big Sexy Noise, no pude resistirme y encargué el álbum sin preámbulos, creo que en la difunta disquería Parklife del barrio porteño de Belgrano. Se trata de artistas que valoro y de los que colecciono discos, no necesitaba ningún otro estímulo para pelar la billetera. Si me dicen que los muchachos de Big Sexy Noise se han inspirado en la obra de Guy de Maupassant para concebir su proyecto musical, no me atrevería a ponerlo en duda. Si bien es cierto que Gallon Drunk siempre desplegó un fastuoso batifondo a altos decibeles, este nuevo grupo anunciaba desde su nombre que el ruido sería enorme. Por ende, “ils sont quatre à faire ce bruit-là,” podría haber sido el comentario del álbum en la edición original de Les Inrockuptibles en francés. Lástima, Maupassant les ganó de mano. Este enunciado proviene directamente de su pluma. Interesante, sincera, divertida, perspicaz; calificativos que a la revistita quizás le queden un poco grandes. Una vez más, una cita de la novela “Mont-Oriol”, en la que el autor continúa con la descripción de la banda que toca en el casino, parece servir de puntapié inicial para dar vida a un proyecto del guitarrista devenido tecladista devenido guitarrista, para dar vida a un nuevo cuarteto rompe tutti, aunque esta vez, menos tradicional: voz, guitarra, saxo, batería. Sí, leíste bien, sin bajo. Es cierto que el grupo al que hace mención Guy de Maupassant en su novela ejecuta, tortura, masacra, otros instrumentos. Es cierto que nunca podría haber descripto grupos similares a los que nos propone el líder de Gallon Drunk, simplemente por haber vivido en una época diferente. Además, lo habrían tildado de anacrónico, contrario al Naturalismo, movimiento literario que buscaba reproducir en sus obras la realidad con objetividad documental. Sin embargo, debemos darle crédito al francés por haberse animado a la anticipación, a la concepción teórica de sonidos, de músicas, que vieron la luz más de cien años después de su muerte. Para mí, Maupassant era un melómano empedernido. Quizás, hasta un sonívoro. Como prueba, te ofrezco otro pasaje de la novela que ya he citado en dos oportunidades. Estoy seguro de que para lograr expresar de esta manera lo que la música, el sonido de los instrumentos, provocan a su personaje, él debe haber experimentado lo mismo en carne propia. Enjoy! 

« – Aimez-vous la musique, Madame ?

– Beaucoup.

– Moi, elle me ravage. Quand j’écoute une œuvre que j’aime, il me semble d’abord que les premiers sons détachent ma peau de ma chair, la fondent, la dissolvent, la font disparaître et me laissent, comme un écorché vif, sous toutes les attaques des instruments. Et c’est en effet sur mes nerfs que joue l’orchestre, sur mes nerfs à nu, frémissants, qui tressaillent à chaque note. Je l’entends, la musique, non pas seulement avec mes oreilles, mais avec toute la sensibilité de mon corps, vibrant des pieds à la tête. Rien ne me procure un pareil plaisir, ou plutôt un pareil bonheur. »

sábado, 18 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTISIETE

Todos tienen que ver con todos. Los entramados de las relaciones entre los músicos del universo del dilecto Nick Cave, para desgracia del bolsillo del coleccionista fiel, aumentan exponencialmente. En algún momento me interesé por escuchar la producción discográfica de los distintos proyectos de esta gente, hasta que me parecieron demasiados. Al enterarme de la existencia de un álbum en el que uno de los percusionistas de los Bad Seeds cantaba sus propias canciones engrosando un extenso currículum vitæ que lo avalaba como percusionista de culto, lo rastreé por internet y lo encargué, creo que al sello que lo había publicado. Colaboraban una gran cantidad de personajes, también vinculados al adorado australiano, como era de esperar. Me gustaron las canciones de ese álbum debut, por lo que decidí arriesgarme con la segunda producción del grupo que vio la luz tres años más tarde. El proyecto llevaba el mismo nombre, The Vanity Set. Sin embargo, desafortunadamente, no conservaba ninguno de los músicos que habían participado en el primer álbum. El cantante se había quedado solo como perro malo. Dicen las malas lenguas que Jim Sclavonus, percusionista devenido vocalista, habría reclutado a los nuevos miembros de su banda en alguna fiesta de la colectividad griega de New Jersey. No hay forma de probarlo. Fue suficiente. Quizás demasiado. Supongo que no publicaron otros discos. Por el bien de la reputación del otrora respetado baterista, espero que no hayan osado hacerlo. No me dediqué a informarme. Hasta aquí llegó mi amor, macho.



jueves, 16 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTICINCO

¿Qué le dirías a un tipo que se cuelga una guitarra y que, a pesar de no demostrar habilidad alguna, insiste y consigue tocar en unos cuantos grupos junto a varios pesos pesados de la música independiente? Chapeau ! ¿Qué le dirías a un tipo que tiene una voz espantosa y que a pesar de eso se anima a cantar y, encima, logra codearse con varios pesos pesados de la música alternativa, tanto en Europa como en los Estados Unidos? Chapeau ! ¿Qué le dirías a un tipo que escribe y compone canciones intelectualmente básicas que te hacen mover la patita y mientras las escuchás se te va dibujando una sonrisa? Chapeau ! ¿Qué le dirías a un tipo muy pero muy fulero que tiene toda la onda? Chapeau ! 

La primera vez que vi una foto de la trucha de este flaco que aparentaba ser un proxeneta chicano de alguna película de los años ´70 fue en el librito del álbum “The Good Son” de los Bad Seeds. En los créditos lo citaban como guitarrista. Sin embargo, no puedo asegurar que haya distinguido sus aportes en ese disco. No fue sino hasta años más tarde que sus infortunadas cualidades musicales me sorprendieron y me desestabilizaron. No logro comprender cómo un tipo con una voz tan horrible, ronca, áspera, logró caerme tan simpático. ¿Será por su entrañable sonrisa? Cuando lo escuché cantar en “Headless Body in Topless Bar” de Die Haut comprendí que sus habilidades como vocalista eran expresivas, aunque muy limitadas. Quizás tan limitadas como sus habilidades como instrumentista. Dicen las malas lenguas que lo echaron de los Cramps por ser poco diestro con la guitarra, por no llegar a cumplir con las expectativas del grupo. Sin eufemismos, porque pensaban que era de madera. La guitarrista líder del grupo asegura que para uno de sus álbumes en el que participó Kid Congo, ella tuvo que hacerse cargo de regrabar todas las partes que él había interpretado porque no servían para nada, porque el tipo no le había puesto ni un poquito de onda al grabarlas. La verdad, no le creo demasiado. Considero que este muchacho, que no puede ni cantar ni tocar la guitarra como Dios manda, debe poseer algún encanto. Debe desplegar alguna que otra herramienta de seducción. Considero que en la música la sangre, el sudor y las lágrimas, combinados con cierto carisma pueden ofrecer sensaciones que desequilibren las bases de los teóricos y compositores más detallistas, más perfeccionistas, más avezados. También las de los instrumentistas más instruidos, más virtuosos, más abnegados. Muchos estudiosos se preguntarán ¿qué diantres le habrán visito a este tipejo falto de toda cultura musical? Les respondo: salve Kid Congo Powers, el cautivador serial. 





miércoles, 15 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTICUATRO

Pasaron varios años desde la primera vez que vi la tapa de aquel disco en el que dominaban tintes azules de pinceladas gruesas para delinear la silueta de una sirena. Pasaron varios años hasta que tuve unos mangos disponibles para comprarlo en La Subalterne, en Montréal. Recuerdo haberlo visto infinidad de veces colgado en la pared de una de las disquerías del subsuelo de la galería Bond Street. Recuerdo haberme interesado tanto por el nombre del grupo como para preservar la imagen de esta portada grabada en mi retina. Recuerdo no haber logrado encontrar excusas válidas para pedir escucharlo. Recuerdo haber intentado comprender sin éxito las dos o tres palabras que el disquero anotaba en una microscópica etiquetita con la que intentaba seducir a su clientela. Recuerdo que mencionaba algo sobre Nick Cave, lo que seguramente debería haber garantizado algo. Recuerdo mis ilusiones sobre Australia. Creo que aún las conservo.

Pasaron varios años desde la primera vez que vi la tapa de aquel disco en la que dominaba una ilustración central que se asemejaba a un rostro humano visto de perfil al que parecían haberle arrancado la piel para dejar a la vista solo músculos y tendones faciales sobre un fondo negro pleno. Pasaron varios años hasta que Francis de Atom Heart, gran disquería alternativa de Montréal, me aseguró que podría conseguirme un ejemplar. Recuerdo haberlo visto infinidad de veces en los escasos sitios de internet que ofrecían cierta información sobre su existencia mientras estaba al pedo en el diario PubliMetro. Recuerdo haber anotado con éxito el título de este álbum que me cautivó desde el momento en el que lo descubrí. Recuerdo no haber logrado escuchar ni una sola nota para justificar mi interés. Recuerdo que su veracidad rondaba el campo de lo hipotético y que su tangibilidad fue cuestionada. Recuerdo que se mencionaba algo sobre Rowland S Howard, lo que para mí resultaba una garantía. Recuerdo mis pasiones sobre Australia. Creo que aún las conservo. 

Robert Forster, sutil e ingenioso australiano, cantante, guitarrista, compositor y cofundador de una banda genial que se hacía llamar Go-Betweens, escribió en sus “Diez reglas para el Rock and Roll” que el trío es la forma más pura en la expresión del rock and roll. Es cierto. Hubo más de un trío rockero famoso por su contundencia, con lo justo y necesario para incitarnos a dejar salir al primitivo que todos llevamos dentro. Finalmente, es un estilo musical que justifica su fama en un clamor visceral que provoca, en un pulso tribal que unifica, en una insistencia mántrica que hipnotiza. Resulta interesante que todo esto sirva también para definir a la perfección a otras formas de la expresión musical bastante alejadas de este género, no obstante, igualmente intensas. Sin alejarnos demasiado, en su Australia natal, encontramos dos ejemplos concretos: Dirty Three y Hungry Ghosts. Se trata de dos tríos, en apariencia similares, aunque de naturaleza diferente. En el primero, Warren Ellis, más conocido por ser casi el único que continúa siguiéndole el tren a Nick Cave, parece tan colgado como sus solos de violín, parece que todavía no se dio cuenta de que el resto de los integrantes de los Bad Seeds ya se fueron a la mierda, sigue tocando su instrumento endemoniado en un vórtice de feedback que lo envuelve y lo aísla del mundo. Tiene cierto encanto, obvio. Sin embargo, en el segundo grupo, alejado de la popularidad, abrazando el concepto “obscurity is the new fame” que conocí gracias al artista y escritor irlando-canadiense Andrew Forster, amigo de uno de mis tantos jefes en Montréal, el violín de J.P. Shilo me resulta aún más punzante y desgarrador. Más económico en lo que a decibeles se refiere, los abundantes silencios que acompañan a las melodías resultan más perturbadores que las toneladas de acoples, distorsiones y disonancias que hacen que los vúmetros permanezcan clavados al rojo vivo. Ambos tríos, instrumentales, me transportan, logran hipnotizarme. Sin embargo, como desde muy joven abrazo la máxima “menos es más”, me quedo con la magra e ignota discografía de los Hungry Ghosts y espero que nunca se junten a grabar otro disco. Sería demasiado.


martes, 14 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTITRÉS

Durante la infancia, durante la adolescencia, nos vemos forzados a padecer las inquisidoras demandas de cuanto adulto nos rodea. La envidia de aquel al que el tiempo le ha ganado la partida no hace más que revelar una ansiedad devastadora que se traduce en la voluntad de sabotear lo poco de niñez que aún le quede a ese ser en desarrollo al que se suele interrogar sin piedad para luego pisotear sus sueños como a un miserable insecto. La jugada más vil a la que más de uno se ha visto expuesto viene de la mano de un inocente salto temporal que invita a definir qué es lo que ese pibe sin experiencias piensa que va a querer ser cuando sea grande, en qué sitio va a querer trabajar, cómo pretende ganarse la vida... ¿Para qué mierda le sirve a un purrete exponerse a un futuro impreciso, vago, indefinido, cuando en ese momento de su vida seguramente no le interese pensar en lo que le están preguntando ni mucho menos ponerse a planificar a largo plazo? No jodan. No recuerdo qué profesiones pasaron por mi imaginario cuando niño. No recuerdo ninguna afirmación contundente con la que podría haber definido mi camino. Algunos querrían ser bomberos, otros como Martín Karadagian o Mister Moto. Otros seguir el camino de Charly o de León. De Vilas o de Kempes. Yo quería seguir siendo niño y seguir jugando con mis muñequitos de Star Wars, con mis Playmobil o con mis Matchbox. Hoy, la música me subyuga. Sin embargo, debo admitir que de chico la música estaba muy lejos de mis prioridades o de mis intereses. No tocaba ningún instrumento, no me interesaba hacerlo tampoco. Tenía una guitarra criolla arrumbada, llena de polvo y humedad, desvencijada, olvidada sobre un ropero en la casa de mis abuelos. También tuve un par de flautas dulces Melos que pasaron fugazmente, sin pena ni gloria, entre mis manos para luego ser rematadas en alguna venta de artículos usados en la que me deshice de esos objetos que consideraba de una enorme inutilidad. Nunca definí qué quería hacer de mi vida con demasiada firmeza. Sin embargo, desde una tierna edad tuve muy claro que haría lo posible por no trabajar en una oficina. Además, como desde primer grado estuve obligado a vestirme de saco y corbata para ir a la escuela, siempre supe que trataría de evitar cualquier trabajo en el que el código vestimentario exigiera el uso de corbata. Por otro lado, como cualquier pibe con rulos, odiaba peinarme. Te tira, te duele. En resumen, siempre estaba despeinado. Jamás me he vestido a la moda. La ropa de marca me chupa un huevo. Usé jeans gastados y agujereados desde muy chico. Recuerdo cuando iba a la casa de mi amigo Jorge, su mamá, con ternura, me preguntaba si no tenía algún otro pantalón sanito. A lo que le respondía que me gustaban así porque eran fresquitos. Te darás cuenta que ni la prolijidad, ni la etiqueta, ni mi apariencia, han sido mi fuerte.

Conforme pasaban los años y me adentraba en el mundo del coleccionismo discográfico, me sorprendí apreciando las fotos de un tal Thomas Wydler en las portadas de los discos de los Bad Seeds. Un baterista que suele sostener el ritmo, imperturbable, sin que se le escape un solo pelo de su peinado engominado, digno de un oficinista de los años ´50. Siempre trajeado, impecable con su corbata al tono. Prolijísimo. Una imagen diametralmente opuesta a la que anticipaba para mí mismo. También me resulta raro admitir que disfruto de su estilo al ejecutar la percusión. Difícil de creer, lo sé. He confesado en varias oportunidades no tolerar demasiado los arranques de los bateristas ni de los percusionistas. Esta debe ser la excepción que confirma la regla, obvio. No solo disfruto de su estilo cuando toca con los Bad Seeds. También disfruto de su estilo en sus grabaciones con Die Haut, su banda de rock instrumental. Sin embargo, disfruto muchísimo más de cualquiera de sus cuatro discos solistas. Los atesoro celosamente pues considero que incrementan el valor de mi colección de discos, mucho más que otros álbumes de los satélites de Nick el icónico acaparador. Piezas difíciles de ver, opacadas, eclipsadas, por el brillo de la obra de los otros proyectos en los que este suizo de bajo perfil participa. Si pudieras elegir entre distintas obras de su vasta carrera, no te dejes obnubilar por los títulos más difundidos. Osá, animate a lo desconocido. Vas a desear que la historia sea diferente, que de una puta vez los que cantan bajito logren ser escuchados. Vas terminar de comprender lo que querían decir los pibes cuando gritaban desde el fondo del micro de la escuela: “canto que es el mejor, infinito punto rojo”.

sábado, 31 de julio de 2021

CIENTO VEINTIDÓS

Todos tenemos alguna que otra obsesión. Están los que escuchan sus discos según el orden que les han asignado en una caja de zapatos y respetan el turno de cada uno de ellos para evitar reproducir más uno que otro. Están los que escuchan discografías completas siguiendo el orden de aparición de cada álbum. Están los que compran distintas versiones de un mismo disco solo porque una trae un póster y otra una postal. Están los que compran las versiones japonesas de los discos a pesar de saber que los bonus tracks exclusivos para el mercado japonés generalmente son el desecho de las sesiones de grabación del álbum. Estamos los que compramos un disco por la imagen de la portada apostando al buen gusto y a la experiencia. Están los que solo compran un disco siempre y cuando no sea la edición nacional. Están los que aseguran no poder disfrutar de la música grabada si no la escuchan en vinilo. Están los que compran vinilos porque se han vuelto chic y se sienten atraídos por la onda retro-vintage que emana de ese objeto inútil si no tenés bandeja giradiscos en tu casa. Están los que saben que querés comprarles un disco que ellos tienen, te lo muestran y cuando le preguntás por el precio, finalmente, te dicen que decidieron no venderlo. Están los que compran CDs, compran vinilos, compran DVDs, compran casetes, compran lo que venga, y no tienen ni puta idea, ni de lo que han acumulado, ni de dónde han apilado el nuevo material que, evidentemente, nunca escucharán. Están los que compran y venden, vuelven a comprar para volver a vender el mismo disco por segunda vez, para finalmente confirmar que les sigue interesando tenerlo en su colección y que son unos pelotudos que perdieron tanto guita en las operaciones de compra-venta como un álbum que les gustaba y del cual nunca deberían haberse desprendido. Están los que atesoran discos por duplicado sin esgrimir ningún tipo de argumento. Están los que van tachando los títulos de los álbumes que consiguen en el catálogo del sello que coleccionan. Estamos los que hacemos listas interminables con todos los discos que desearíamos incluir en nuestra colección. Están los que aseguran que nunca comprarán otro disco mientras revisan las bateas desbordantes de alguna disquería que nunca antes habían visitado. Están los que han sido beneficiados por la tecnología y cada vez que visitan una disquería comprueban en un listado de Excel que llevan en su tablet que el disco que están a punto de comprar no lo tienen repetido. Están los que solo conocen la carrera discográfica de sus artistas preferidos a través de compilados o greatest hits. Están los que entran a una disquería decididos a salir del local con algún disquito que no exceda el presupuesto miserable que se han fijado de antemano, sin importarles ni el intérprete ni el género. Están los que compran cualquier cosa que tenga impreso el nombre de su artista de predilección. Están los que nunca han desarrollado un gusto personal y son llevados de las narices por alguna moda o por algún individuo carismático que les sirva de referente. Están los supuestos melómanos rockeros que en su vida solo han escuchado cuatro discos de los Beatles o, quizás, de los Ricotitas, tres de Soda o, quizás, de los Stones, dos de Floyd o, quizás, de Divididos y uno de Serú o, quizás, de Nirvana. Están los supuestos audiófilos que solo bucean nuevos sonidos a través de Spotify, pues ofrece los MP3 en alta calidad. Estamos los sonívoros que buscamos nutrirnos con todos los ruidos y todos los sonidos que andan dando vueltas por ahí, donde sea, como sea. Están los monofanáticos que le brindan fascinación exclusiva a un único artista. Están los que cuando te ven comprar un disco te advierten que la primera época de ese grupo era muchísimo más copada, pretendiendo hacerte sentir que tiraste tu plata a la basura. Están los que conocen y escucharon algún disco más que vos de tu artista preferido y te lo restriegan por la cara. Están los que sabiendo que hacés música y que coleccionás los discos de algún fulano inmediatamente te etiquetan como imitador del artista en cuestión. Está el que pensando que algún artista top está en franca decadencia sostiene que él logrará ocupar el lugar vacío que deja esa estrella caída. Están los que cuando compran un disco nuevo cortan el celofán con extrema prolijidad usando una trincheta para poder reutilizarlo. Están los que conservan cada uno de los stickers promocionales que acompañan a los discos, en los que los sellos discográficos suelen brindar, sea alguna información relevante para seducir al potencial comprador, sea algún comentario o crítica favorable de la prensa que estiman atrayente para cautivar nuevo público para sus artistas. Están los que al comprar un disco cuya tapa está impresa en negro pleno sufren como condenados al anticipar las marcas de sus huellas dactilares y saber que nunca lograrán removerlas. Están los que al comprar discos usados los someten a una limpieza profunda utilizando diversos productos – alcohol, bencina, detergente, jabón líquido, pasta de dientes – como si de esa manera fueran a lograr borrarles su pasado en manos de otro y pudieran recuperar su estado original, rebobinar el tiempo hasta el momento justo en el que el disco salió del celofán. Están los que usan guantes de cirujano para sacar los discos del empaque y ponerlos en el equipo. Están los que no logran conciliar el sueño y sufren de insomnio cuando prestan algún disco de su colección. Están los que escriben su nombre en los discos esperando que, si los pierden, de esa manera, podrían llegar a recuperarlos. Están los que escriben música para películas imaginarias, inexistentes. Estoy yo que adoro los simples y los EPs y sigo comprándolos a pesar de que muchos de mis amigos insistan sobre su inutilidad por su breve duración y por la poca cantidad de canciones que ofrecen.

Tengo que admitir que cuando se me pone algo en la cabeza, no paro hasta lograrlo. Yo quería tener la discografía completa de un negrito que había tocado el bajo en un par de bandas que me resultaban más que interesantes. Creo que ya te he hablado de él. En Buenos Aires había logrado conseguir algunos de sus álbumes, cada uno en una tienda distinta. “Moss Side Story” en Tabú. “Soul Murder” en Rock’n Freud. “The Negro Inside Me” en Abraxas. “Oedipus Schmoedipus” en El Oasis. “As Above So Below” en Oíd Mortales. “The King of Nothing Hill” en Bonus Track. También estaba decidido a conseguir sus simples, que eran unos cuantos. En Buenos Aires, imposible. Por suerte, al llegar a Montréal conocí rápidamente la existencia de La Subalterne donde pude encontrar al menos tres de ellos. Luego, conocí Beatnik, L’Oblique, L’Échange y Cheap Thrills, donde fui consiguiendo los que me faltaban. Cuando para completar su discografía solamente tenía que sumar “Delusion”, la única banda de sonido que Barry Adamson había compuesto hasta ese momento – sin contar la de “Gas Food Lodging” en la que su participación era más que breve, álbum que ya había conseguido en una disquería de mala muerte que en algún momento operaba en la avenida Corrientes a metros de la avenida Callao, supe que no me quedaba otra opción que encargársela a los muchachos de Atom Heart que en unos pocos días me hicieron tan feliz al entregarme el CD como debe haber estado el viejo Barry cuando por fin le comisionaron la música para una película. A él que desde hacía rato venía demostrando que era un grandísimo maestro en la composición de bandas de sonido, aunque les faltara la película. 

Estamos los que en la pesquisa de los discos que queremos para nuestra colección abrimos el abanico y nos damos la posibilidad de conocer todas y cada una de las tiendas que estén a nuestro alcance, sin atarnos a ninguna de ellas.

viernes, 30 de julio de 2021

CIENTO VEINTIUNO

Allá por agosto de 2003, cuando comencé a recorrer el barrio donde me había instalado en Montréal, encontré todo lo que necesitaba en las proximidades del departamento que había alquilado. Incluso una disquería de usados muy bien provista que ofrecía precios más que acomodados. Estaba en un sótano – sous-sol, le dicen ellos – sobre la calle Saint-Denis, a la vuelta de la estación de metro Sherbrooke. Era bastante grande, por lo que era imposible recorrerla entera en una sola visita. Encontrar una excusa para entrar a revisar las bateas me resultaba muy sencillo pues me quedaba de paso cuando salía a hacer los mandados. Cada vez que iba, algún disquito me sorprendía y no podía dejarlo pasar. En síntesis, rara vez salía con las manos vacías. Fue uno de mis más recurrentes proveedores de discos, hasta que al dueño se le ocurrió cerrar el negocio y desaparecer. El flaco era un tipo de pocas palabras, no del todo simpático, pero como yo no iba a su local en busca de amistades entrañables sino que lo que me interesaba era encontrar todos y cada uno de los CDs de los que había tenido que privarme durante mi vida en la República Argentina, su sequedad no me afectaba en lo más mínimo. A las dos o tres semanas de haber conocido esta tienda, ya había encontrado cerca de veinte discos de mi interés. Lo que se te ocurra. Simples, EPs, ediciones limitadas, ediciones japonesas, álbumes remasterizados, CDs dobles, recopilaciones. De todo un poco. Al entrar al local, meditaba sobre mi extensa wantlist, de la que nunca he tenido copia en papel, y fijaba un rumbo para mi pesquisa. A veces apuntaba a la sección de “Franco”, otras a las de “Electro”, “Alternative” o “Punk”. Evidentemente, según el estado de ánimo del momento o el disparador que me motivara. Un día se me cruzó la imagen de una hoja de papel, que creo que aún conservo, que había impreso años antes durante las tediosas tardes de domingo mientras esperaba la aprobación del envío de los archivos del diario PubliMetro a la imprenta. Alguna ventaja tenía que ofrecerme trabajar con una computadora todo el día y tener acceso ilimitado a internet sin cargo. Era una herramienta nueva y había que recurrir a todas las cualidades detectivescas que uno pudiera tener a mano pues todavía no se habían popularizado los sitios de internet de música. Recordá que en aquella época Discogs.com aún no existía y que rastrear información sobre mis artistas de predilección no era tarea sencilla. Muchos de ellos under, indies o simplemente ignotos o ignorados por los medios. Por esa razón, todo lo que encontraba, lo imprimía. En aquella hojita que recordé la tarde en cuestión, había conseguido una lista con los títulos de cada uno de los discos de un cantautor que parece entender al blues como una expresión cósmica de dimensiones mántricas de anticipación. Un tipo del que una sola vez había visto material en Oíd Mortales, un millón de años atrás. Lamentablemente, en aquel entonces no llegué a tiempo a juntar el dinero para comprarlo. En consecuencia, su mística y mis deseos de escucharlo no solo permanecieron intactos durante varios lustros sino que aumentaron en intensidad con el paso del tiempo. Hoy, puedo decir que no solo la espera valió la pena sino que, además, fui recompensado con creces. Todo empezó cuando encontré en esta valiosa tienda de discos de mi querido barrio de Ville-Marie, que llevaba el nombre de La Subalterne, el compilado doble “Long Time Ago” de Hugo Race + True Spirit. Como te imaginarás, el disco giró en mi bandeja por más de una semana, non stop. Además, recuerdo haberlo llevado de aquí para allá en mi discman Sony. No quería que dejara de sonar ni un segundo. Esa música, esos ritmos, me hechizaban. Escucharlo era casi como entrar en trance. Era brutal y tranquilizante a la vez. Si bien es cierto que llegué a interesarme por escuchar a Hugo Race y su banda al enterarme de sus vínculos y de pasado con los Bad Seeds, cuando finalmente tuve la posibilidad de sentarme a escuchar uno de sus propios discos comprendí que el muchacho contaba con atributos personales mucho más valiosos que el simple hecho de que su nombre aparezca citado en algunos de los álbumes de Nick Cave. Un guitarrista interesado por el blues que se inclina por ciertos aspectos de la música electrónica es prometedor. El resultado: una música que ofrece un punto de vista bastante diferente al que se le ha intentado atribuir desde algunos giros publicitarios. Ardides con forma de guiño que no buscan otra cosa que levantar las migajas, las sobras, los restos, del séquito de fans que sigue incondicionalmente a su antiguo jefe. Este muchacho debería buscar definitivamente la forma de liberarse del yugo de su herencia. Independizarse sin dudar ni un miserable segundo y dejar de mirar hacia atrás en su propio pasado pues no le debe nada a nadie. Debería abandonar ese traje negro, viejo y usado que ya le queda chico. Debería olvidar quién fue y recordar en quién ha evolucionado. Debería confiar ciegamente en todas aquellas cualidades que lo hacen único y dejarse de joder. Hipnótico, constante, embriagador, estimulante. Áspero, antes que seductor. Intimidante, aunque sin ningún tipo de agresión. Intensamente serio en su laburo. Irrefutable, incuestionable. ¡Aguante Hugo! Me gustó tanto su propuesta que con un solo disquito no me alcanzaba. No solo busqué por cielo y tierra cada uno de los álbumes que había publicado antes de que yo lo escuchara por primera vez sino que no he dejado de seguir su carrera discográfica desde entonces. Aunque las tapas de sus discos sean espantosas, muchas veces impresentables y que no logren realzar el verdadero valor de su obra, no puedo resistir al impulso de comprarlos a penas veo que están disponibles. Logró cautivarme una vez que empecé a escuchar más atentamente su música, una vez que logré callar algunos de los comentarios que circulan por el ciberespacio que lo vinculan a cuevas o cavernas de las que ha logrado salir con éxito hace mucho tiempo. You’ve come a long way, man.

martes, 20 de julio de 2021

CIENTO DIECINUEVE

Es cierto que he ido coleccionando discos de Nick Cave. Tanto con los Boys Next Door y Birthday Party como con los Bad Seeds. Admito que me han gustado mucho y que siguen complaciéndome, sobre todo los más corrosivos. La única diferencia entre la primera vez que escuché uno de sus álbumes y hoy es que se ha ido gestando una sensación irreversible en mí. Antes pensaba que el viejo Nicholas era genial. Ahora pienso que es muy bueno, sobre todo, eligiendo compañeros de banda, músicos o musas inspiradoras que al colaborar con él en sus proyectos los enriquecen y los hacen brillar más intensamente. Lamentablemente, el talento de todos estos colaboradores, tarde o temprano, se ve eclipsado por el carisma de Cave, o por alguna otra de sus cualidades. Al final, el cantante se lleva todo el crédito por una obra que no habría alcanzado tales dimensiones de no haber sido por la mano, el consejo, el arreglo o la letra de esos que siempre están allí pero que nunca logran que la cámara haga foco sobre ellos pues el dominio escénico del querido Nick logra que nadie pueda quitarle los ojos de encima. Opacados, invisibilizados, ocultos, velados. Muchos han transitado por su lado, por la derecha o por la izquierda, esperando recibir alguna migaja de popularidad de un supuesto amigote que se traga la hogaza de un solo bocado. Los ejemplos son muchos y el aporte al sonido de la música del australiano poquito a poco se va reconociendo más allá de su propia discografía, lo que nos permite disfrutar de esos grandes artistas a sus anchas y con todas las de la ley. Se lo merecen, el reconocimiento, obvio. Aunque nunca vayan a seducir y conquistar estadios repletos de gente con palmas y movimientos premeditados simulando espontaneidad.

Rowland S. Howard, guitarrista único con un sonido que ha despeinado a más de uno que, además, escribía canciones con mayúsculas. Mick Harvey, el responsable de la composición y de los arreglos de gran cantidad de las canciones del repertorio del estimado Cave, además de multiinstrumentista comodín que se ha sabido adaptar a todas y cada una de las necesidades del grupo ocupándose de las guitarras, los bajos, los pianos, los órganos, las baterías y andá a saber de cuántos instrumentos más con tal de que el grupo no se quedara rengo y permaneciera en la ruta. Blixa Bargeld, cuya sola presencia debe ser tanto intimidante como inspiradora pues pareciera que la creatividad emana de sus poros y que su férrea voluntad es fulminante. Evidentemente, la lista continúa. Barry Adamson, quien ha demostrado ser un grandísimo maestro en la composición de bandas de sonido sin película. Conway Savage, el de la voz angelical y el piano celestial. Hugo Race, un cantautor que parece entender al blues como una expresión cósmica de dimensiones mántricas de anticipación. Thomas Wydler, el que sostiene el ritmo, imperturbable, sin que se le escape un solo pelo de su peinado engominado, digno de un oficinista de los años ’50. Martyn P. Casey, al que a primera vista pareciera que el bajo le queda un par de talles más grande. No obstante, se las ingenia para taparnos la boca con sus bases monumentalmente sólidas y precisas. No sé si Tracy Pew hubiera logrado la misma destreza musical con el correr de los años y la práctica, pero no creo que le hiciera falta. El flaco tenía una estampa que muy pocos han igualado en la ardua tarea de compartir escenario con el histriónico Nick. James Johnston, un guitarrista demoledor al que mandaron a tocar el organito. Kid Congo Powers, con su espantosa voz y su entrañable sonrisa que oculta una boca más que sucia que se anima a vocalizar con más onda que justeza. Un vomitador serial de esos que tan simpáticos nos caen. Jim Sclavunos, con un extenso currículum vitæ que lo avala como percusionista de culto, que ha sabido demostrar que también escribe buenas canciones. Warren Ellis, casi el único que le ha seguido el tren hasta nuestros días. Andá a saber, ¿será porque es tan colgado como sus solos de violín y todavía no se dio cuenta de que el resto de los integrantes del grupo ya se fueron a la mierda? 

Creo que me olvido de mencionar a unos cuantos de los que han acompañado a Nick Cave en sus proyectos y ambiciones. Sin embargo, a la que más me apena haber pasado por alto es a Anita Lane. Queda claro que ella no solo ha asistido al que fuera su pareja con la inspiración, con el estímulo necesario que favoreciera la creatividad del muchacho, con la escritura de sus textos, sino que también ha sabido grabar unos cuantos discos exquisitos que atesoro celosamente en mi repisa. Finalmente, queda claro que nadie puede jactarse de existir solo por mérito propio. Las relaciones, la interacción con el medio, contribuyen enormemente en el flujo de las ideas. No sos una ostra, aunque pretendas vivir en una cueva. Quieras aceptarlo o no. Solo solo, no se hace casi nada. Una paja, quizás.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

SETENTA Y OCHO

Quién hubiera dicho que mi reintroducción a la música francesa debería agradecérsela a un australiano al que se le ocurrió grabar canciones originalmente escritas en francés pero cantando los textos en inglés. Un poco rebuscado, pero así fue. Como ya te he contado con anterioridad, mi vieja es fanática de la lengua francesa. Siempre lo fue. En mi casa siempre hubo muchos libros en francés y un poco de música también. Pero nunca me había terminado de picar el bichito hasta que no escuché “Pink Elephants”. El álbum anterior en el que Mick Harvey interpretaba canciones de Serge Gainsbourg, “Intoxicated Man”, lo tenía hacía un par de años, aunque no le había dado suficiente pelota. A decir verdad, lo había comprado porque el flaco era uno de los Bad Seeds y siempre lo consideré como uno de los tantos bastones a los que el viejo Nick recurría para que sus proyectos tuvieran cierta calidad. Hoy, creo que me gusta más el primero que publicó, aunque no puedo precisar la razón. Quizás, me guste más la foto de la tapa.


viernes, 14 de agosto de 2020

CINCUENTA Y CUATRO

En la búsqueda por la confirmación de los gustos musicales, uno tiene tendencia a escalar el árbol genealógico de los artistas que le agradan, a transitar las distintas ramificaciones de los senderos que cada uno de los integrantes de un grupo apreciado ha trazado o que comienza a esbozar para tratar de encontrar esa nota perdida, ese sonido esquivo que termine de justificar un fanatismo que se ha ido construyendo con amor, entrega y pasión. Así fue que conocí a Die Haut. Primero, no recuerdo si lo compré o me lo regalaron, tuve el álbum “Die Hard” en vinilo. Me habían dicho que Nick Cave era amigo de esta gente y que participaba cantando en alguno de sus temas. No había dudas de que algún vínculo existía pues el baterista era el que tocaba con los Bad Seeds, sin embargo, no solo Nick brillaba por su ausencia sino que, además, nueve de los diez temas eran instrumentales, bastante rockeros y con un sonido que por alguna razón me parecía inusual para un grupo alemán. (Otro álbum que me mostraba el camino a seguir, diría algún prestidigitador.) Ninguna de las realidades anteriormente citadas me molestó. De hecho creo que la música de esta gente me sorprendió positivamente. Lo que sí me molestó fue la elección de la imagen de la portada del álbum. Recuerdo que cada vez que miraba la contratapa, no podía dejar de pensar que esa foto chiquita de un auto en llamas hubiera representado mucho mejor a esa música explosiva y ardiente que el dibujito pixelado y sin gracia, plagado de colores primarios, que habían pegado en la portada. Con los años fui consiguiendo sus otros discos y pude escuchar a Cave y a otros integrantes de los Bad Seeds colaborando con estos muchachos. Los he disfrutado, claro. Sin embargo, siempre llego a la misma conclusión: a pesar de que cada uno de estos cantantes que aprecio en otros contextos ha dado lo mejor de sí y ha tratado de brindar su mejor performance al grabar canciones con Die Haut, este grupo no los hubiera necesitado para hacer un gran disco. Si hubieran tenido las bolas bien puestas para animarse a grabar un álbum totalmente solos, totalmente instrumental, seguramente habrían recibido el respeto que se merecían. Demasiado tarde.



miércoles, 12 de agosto de 2020

CINCUENTA Y DOS

Cuando empecé a escuchar música, en ningún momento se me pasó por la cabeza que iba a terminar escuchando sobre todo música instrumental. Hoy, a la distancia, analizando la evolución de mis gustos, veo que no existían muchas más posibilidades. Si bien es cierto que me gustan los cantautores, también me queda claro que las condiciones y cualidades que debe tener un cantante para que me guste, aunque no sean demasiadas, son precisas y no negociables. Primero, la pasión con la que el vocalista interprete las canciones, la onda que le ponga, que deje todo al cantar una canción, en una palabra, que movilice. Segundo, el toque personal que lo haga único e irremplazable, que no quede duda de quién es él. Tercero, que aunque cante pelotudeces, que uno no se de por aludido porque, sorprendentemente, cante lo que cante, cualquier cosa queda bien en el contexto de sus canciones ya que sus dotes de intérprete le permiten hacer maravillas de una canción que en boca de otro sería olvidable, pésima y hasta vergonzosa. Finalmente, son pocos los cantantes que han logrado entrar en mi rango de aceptación, de manera que he ido inclinándome por los sonidos de los instrumentos más que por los de las voces. Quizás ese giro no sea enteramente la responsabilidad de los cantantes que no lograron cautivarme. Es muy probable que me haya topado con algunos álbumes que sirvieron para introducirme en este mundo infinito que se abre cuando uno descubre las posibilidades de la música instrumental, de la música que no está al servicio de un texto, de una letra, de un boludo que canta. Esa música que se libera y vuela sin límites. Recuerdo que de chico disfrutaba de la música de jazz que acompañaba a los dibujitos animados. De las bandas de sonido de los spaghetti westerns, las de “James Bond”, “El agente de C.I.P.O.L.”, “Los vengadores”, “Misión imposible” o “Los invasores”. También recuerdo un casete de Glenn Miller, que mi viejo solía poner en el auto. Todas músicas instrumentales que me gustaban. Años más tarde, el primer tema instrumental de una música cercana al rock que me impactó en un álbum que compré por mi propia voluntad fue “No Motion” de Dif Juz que apareció en el compilado “Lonely Is An Eyesore” del sello 4AD. No puedo decir que por esa razón haya sentido que algo iba a cambiar en mis preferencias musicales, sin embargo, fue un comienzo sólido. En fin, en algún momento comencé a explorar las bateas de bandas de sonido, lo que fue revelador. Creo que allá por 1994, la primera que compré, aunque no tenía ni idea de qué película se trataba, fue “Alta Marea & Vaterland”. Sí, ya sé que el autor no era un total desconocido para mí, que era uno de los pilares de uno de mis grupos preferidos. Sin embargo, en este caso, Mick Harvey dejó de lado tanto el sonido de Birthday Party como el de los Bad Seeds o el de Crime and the City Solution y creó una música distinta, atemporal y desgarradora que no me canso de escuchar.



jueves, 9 de julio de 2020

TREINTA Y CINCO

No recuerdo de dónde saqué un compilado del sello Mute en el viaje a Brasil del que hablaba en el capítulo anterior. Era un casete. Quizás venía con alguna revista que compré. No lo sé. Sin embargo, lo que sí sé es que además de los artistas obvios del sello (Depeche Mode, Erasure), incluía una canción de Nick Cave and the Bad Seeds que estaba en “The Good Son”, que como lo había comprado en CD antes de mi viaje no me sorprendió. Sin embargo, también incluía la canción “I Have The Gun” de Crime & The City Solution, grupo del que hasta ese momento solo había escuchado “Six Bells Chime” en la película “Las alas del deseo”. Vaya sorpresa: era un temazo. No podía dejar de escucharlo. Por suerte, un tiempo después, cuando empecé a frecuentar el Parque Rivadavia, los domingos por la mañana, conseguí “Paradise Discotheque”, el primer disco del grupo que pude escuchar completo. Es un disco IM-PRE-SIO-NAN-TE que aún hoy disfruto muchísimo. También en el parque, conseguí el disco anterior de la banda, “The Bride Ship”, que, si mal no recuerdo, se lo compré a la misma persona. Lamentablemente, este álbum no me parece tan genial como el otro, aunque lo valoro por sentirlo como un esfuerzo previo gracias al cual el grupo pudo encontrar la veta para crear su obra maestra. Si lo escuchamos bien, es un disco que anticipa lo que finalmente lograron concretar en ese último disco de la clásica era de Berlin.


miércoles, 17 de junio de 2020

VEINTIOCHO

En algún momento, en alguna de las charlas de la disquería de Charly, alguien me habló de una película que no podía dejar de ver. Para ser totalmente honesto, no me considero ni cinéfilo, ni conocedor del séptimo arte. En esa época, lo que más me acercaba a los amantes del cine era que los sábados por la noche miraba “Función Privada” por ATC. Con el tiempo, lo único que empezó a interesarme fueron las bandas de sonido, ni siquiera por las películas, porque tengo una basta colección de discos de soundtracks de films que no he visto, ni pienso sentarme a ver. En aquella película alemana, “Las alas del deseo”, aparecía Nick Cave and the Bad Seeds y un grupo que pertenecía a su universo que hasta ese momento no conocía, Crime and the City Solution. En el videoclub de al lado de mi casa, tenían la película. La alquilé y junté mi videocasetera con la de mi madrina, que vivía en mi mismo edificio, y me hice una copia. Para mi sorpresa, la película me gustó. Quizás por el uso de la imagen en blanco y negro, quizás por el ritmo lento, quizás porque no había diálogos sino voces que exponían pensamientos, quizás porque era la primera vez que escuchaba el alemán durante tanto rato y la lengua me hipnotizaba con algunas frases que se repetían. Muchos años después, en Montréal, vi el CD de la banda de sonido y como estaba muy barato, decidí comprarlo. Habían pasado muchos años desde la última vez que había visto la película y me sorprendió la intensidad de la música instrumental que habían usado. Satisfecho con esa compra, cuando encontré el CD de “Faraway, So Close!”, segunda parte deslucida de “Der Himmel über Berlin”, lo compré por segunda vez en mi vida ya que cuando vivía en Buenos Aires lo había tenido y en una urgencia monetaria había tenido que hacerlo guita.


miércoles, 27 de mayo de 2020

VEINTE

En 1988, mientras cursaba cuarto año de la escuela secundaria, compré el primer vinilo que tuve de Nick Cave and the Bad Seeds, “The Firstborn is Dead”, en Abraxas. Así como los de Birthday Party me zarandearon para todos lados y me reacomodaron las ideas sobre qué se debía esperar de un grupo de rock, este álbum me presentó un mundo nuevo y me proponía alejarme del rock y de la música pop. Es un disco misterioso, creo. Aunque más misterioso fue que caminando por la playa en Pinamar, encontré un casete virgen en el que, para mi sorpresa, estaban grabados no solo este álbum sino también “From Her to Eternity”, el primero de los Bad Seeds. Este hallazgo fue premonitorio y marcaba la dirección que tomaría mi colección de discos en los años venideros. Para confirmar este cachetazo a los pilares del rock que no había llegado a comenzar a construir, mi compañero de banco de la escuela me grabó “Kicking Against the Pricks” y “Your Funeral ... My Trial”, el primero de los Bad Seeds que compré en CD. 

Al año siguiente, cuando estaba por empezar a cursar quinto año, la mamá de un amigo volvió de un viaje por Europa y me trajo dos casetes: “Automatic” de Jesus and Mary Chain y “Disintegration” de The Cure. Sí, el año anterior había comprado el vinilo de “Barbed Wire Kisses” en la disquería de Charly y tenía varios temas que me gustaban mucho, sin embargo, el nuevo de los hermanos Reid, no me movilizó demasiado. Mucho menos el de Robert Smith. En ambos casos, fue el último disco nuevo de cada una de las dos bandas que escuché y desconozco el rumbo que tomaron las carreras de sendos artistas. 

En esa época, una fricción similar, entre pasado, presente y futuro, se me presentaba en el plano de la creación musical. Ya hacía más de un año que experimentaba sin cesar haciendo grabaciones más que caseras con la doble casetera SHARP, la guitarra eléctrica FAIM STRATOCASTER, el distorsionador ARIA y la computadora COMMODORE 128 – con Funky Drummer programaba ritmos y con Kawasaki Synthesizer tocaba teclados; cuando un amigo del instituto de inglés me propuso formar parte de un grupo con algunos de sus amigos. Tuve que tomar la decisión de pausar mis experimentos sonoros para formar parte de MATEN AL DISC-JOCKEY, un grupo de garage-rock, porque ensayábamos en el garaje de la casa de la abuela de mi amigo. Alejado de la experimentación, porque el grupo intentaba hacer música de rock, aunque, siendo novatos, ninguno de nosotros sabía cómo hacerlo. Marginado desde el comienzo, no solo porque entre los otros cinco integrantes ya se conocían desde su tierna infancia, sino también porque a ninguno de ellos le interesaba la música que a mi me apasionaba. No me arrepiento de haber participado de ese proyecto porque fue parte de mi formación musical. Así como los álbumes de The Cure o Jesus and Mary Chain colaboraron a desarrollar mi gusto musical, esta primera experiencia de “banda”, sin que la apreciara demasiado en ese momento, comenzó a definir y delinear el futuro de mis creaciones musicales.