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viernes, 8 de mayo de 2020

SEIS

Era una época en la que escaseaba la información. Solo contaba con las revistas Pelo, Rock & Pop o El Musiquero, según el tipo de datos que estuviera buscando. Con suerte, a veces conseguía la Rock de Lux, revista española que me parecía mucho más interesante y abundante. También estaban los disqueros que, con tal de vender algo, solían ser bastante fabuleros. Así fue como descubrí el parentesco entre The Cure y Siouxsie and the Banshees, grupo del que me hice inmediatamente fanático. Lo prefería porque la cantante no se lamentaba sino que blasfemaba e injuriaba: era ruda. Tuve muchos de sus álbumes. Creo que uno de mis preferidos era “Juju” ya que hoy distingo la gran influencia de los arpeggios de John McGeoch en la forma en que tocaría la guitarra en la época de mi grupo SU REAL ORDEN. Aunque no lo supiera, al escuchar este disco una y otra vez estaba recibiendo una valiosísima educación musical. También sin saberlo, “Feast”, otro álbum que Siouxsie Sioux grabó en Hawaii bajo el nombre de The Creatures – el que por casualidad conseguí en la disquería Abraxas de la calle Santa Fe – me abrió nuevos horizontes hacia el World Music. Quizás esto sea lo que explique mi expansivo gusto musical y mi preferencia por los artistas que no se estancan en una sola forma de expresión, en un solo género musical. El dark y el post-punk, para mí, tenían los minutos contados, aunque en ese momento todavía no me había dado cuenta.


jueves, 7 de mayo de 2020

CINCO

En algún momento, empezaron a interesarme, además de la música, las portadas de los discos. Ese interés me llevó a estudiar Diseño Gráfico en la Universidad de Buenos Aires y luego a trabajar durante al menos quince años en publicidad. Con el tiempo, creo haber desarrollado cierta habilidad que me permite, al ver la tapa y la contratapa de un disco, saber de antemano si al escucharlo me gustará o no. Cuando una portada llama mi atención, seguramente la música también lo haga. La mayoría de los discos que escuchaba durante mi adolescencia, los tenía grabados en casetes virgen, sin tapa o con alguna fotocopia en blanco y negro totalmente empastada, reducida unas cuantas veces del arte original, lo que causaba esa marcada pérdida de calidad. En esa época, no había ni fotocopiadoras color ni escáner para la computadora, de manera que cuando lograba tener en mis manos un LP, ver y tocar la tapa en su tamaño real, era deslumbrante. Era como tocar el cielo con las manos. Por suerte, algunos de los discos que más me gustaban los fui consiguiendo en vinilo, generalmente importados, porque las ediciones nacionales no eran frecuentes. Así fue con “Seventeen Seconds”, “Faith” y “Pornography” de The Cure. Tres tapas con imágenes que invitaban a soñar, o a tener pesadillas... Con esos álbumes comencé a comprender la importancia de la elección de la gráfica para la portada. Me di cuenta de que debía acompañar y enriquecer el concepto de la música que contuviera para terminar de justificar la obra. “Pornography” me sacudió, desde las imágenes fantasmales de sendas tapa y contratapa hasta el último acorde de la música. A los quince años, me parecía inexplicable cómo solamente tres tipos podían haber creado un sonido tan inmenso. Todo sonaba a reventar o a punto de hacerlo. Las guitarras y los bajos habían dejado de lado el sonido chicloso de los discos anteriores y al baterista, sea que lo habían mandado a hacer pesas, sea que lo habían amenazado de muerte si no dejaba de tocar como si su instrumento fuera de juguete y tuviera miedo de romperlo. En definitiva, salieron a destrozarlo todo. Es un disco brutal, en el que Robert Smith había dejado de sollozar y cantaba como si algo lo hubiera hecho enojar, como si hubiera tenido una bronca guardada que no aguantaba más. Todo eso es lo que hace que este disco haya resistido al paso del tiempo y que, muchos años más tarde, me haya decidido a comprarlo también en CD.


martes, 5 de mayo de 2020

TRES

A mediados de 1986, compré mis primeros casetes de The Cure: “The Head on the Door” y “Standing on a Beach”, en Cesar-Po, una disquería – ya desaparecida – de mi barrio porteño de Flores en la que también conseguí mis primeros vinilos de Echo & the Bunnymen, “Ocean Rain” y “Songs to Learn and Sing”, además de “Psychocandy”, álbum que mis padres creían que me provocaría una segura sordera precoz. Claro, las guitarras chirriantes a un altísimo volumen generando un sonido desconocido para mis padres hasta ese entonces, el feedback, los alarmaba. Temían lo peor para mi integridad física cuando me veían escuchar una y otra vez unas canciones donde a alguien se le había ocurrido, además, ecualizar el sonido ya agudo de las guitarras distorsionadas llevando las perillas de la consola al punto máximo. Yo, por el contrario, sentía que había descubierto algo genial, único, revelador. Los ritmos de batería, elementales, rozando lo tribal, lo hipnótico, me fascinaban. Los bajos, como latidos, tan elementales como fundamentales, sostenían el caos. Las voces adolescentes de los hermanos Reid cantándole a botas de cuero y a distintos sabores, dulces o amargos, comenzaron a mostrarme que era posible crear, expresar algo mediante el sonido, o simplemente hacer ruido estimulante. Además, con este disco aprendí que en la música no se requería de habilidades acrobáticas para lograr escribir una bella canción.