Mostrando entradas con la etiqueta Musimundo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Musimundo. Mostrar todas las entradas

jueves, 10 de septiembre de 2020

CINCUENTA Y SIETE

“Songs for Drella” fue uno de los primeros álbumes que compré en CD, en 1990 ó 1991, en un Musimundo chiquito que había en Rivadavia y Acoyte. No tengo mucho para decir de este disco, salvo que nadie debería dejar de escucharlo. A pesar de haberlo reproducido infinidad de veces, creo que la influencia de estas canciones recién se empezó a sentir en mi música a partir de 1994 ó 1995 cuando comencé a trabajar en mi álbum “Ojalá pudiera”. En esa época, después de haber ido a ver en vivo a Peter Hammill en el Auditorio del Colegio Misericordia de Belgrano gracias a la insistencia de Roberto, compré “Room Temperature Live”. Un disco que proponía un sonido despojado, esquelético y aterrador que me hizo recuperar mi interés por aquel álbum de Lou Reed y John Cale. Instrumentos, los justos. Arreglos, los necesarios. Nada de malabares ni demostraciones fanfarronas. Solo lo esencial. Solo el calor de un par de amplificadores para encender la llama de un sinnúmero de emociones. Ambas obras, fundamentales, irremplazables, primordiales. Lo que para vos sirva para calificar aquello que es más que necesario.  

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/ojal-pudiera



martes, 16 de junio de 2020

VEINTISIETE

Recuerdo que en muchas entrevistas y notas de revistas que leía cuando era adolescente se mencionaba el nombre de un tal Lou Reed y el de un grupo suyo recubierto de cierta mística: Velvet Underground. Nunca tuve ni un vinilo de ninguno de los dos, ni tampoco nadie me hizo copias en casete de ninguno de sus discos, pero, mi amigo Jorge, que aunque vivía a escasas ocho cuadras de mi casa tenía cable a finales de los años 80 (a mi casa llegó recién a mediados de los 90 cuando ya me había aburrido de ver videos) logró grabarme un concierto de Lou Reed en Nueva York que me fascinó. Era un cuarteto de rock básico sin ambiciones escénicas, sin embargo, en este caso, el término “básico” no lo uso de manera peyorativa sino aprovechando la acepción que nos remite a “elemental”, a “fundamental”, a “esencial”. Cuando lo vi por primera vez, comprendí la razón por la cual ese hombre había pasado a un estadio superior y no podía ser juzgado como un común mortal. Estaba más allá de todo de lo que me habían hecho imaginar sobre un “rock and roll star”. Primero, aunque llevaba campera de cuero negra – prenda codiciada por cualquier rockero que se precie, su facha era más la de un camionero que la de un “chanteur de charme”. Además, el lugar donde tocaba se parecía más a una cantina de La Boca que a un bar chic de la Gran Manzana. Por otro lado, los tipos que lo acompañaban, lejos de haberse hecho lookear para dar un concierto, estaban vestidos como si hubieran salido a la esquina a comprar facturas: el baterista, casi un quinceañero, parecía el cadete de alguna empresa de mala muerte, el guitarrista pelado, un cajero de banco, y el bajista negro un pariente lejano y pobre de Lionel Richie. Sin embargo, era la banda de rock perfecta. No sobraba nada, ni faltaba nada: el baterista, en su sobriedad, mantenía el ritmo a la perfección; el bajista no se contentaba con delinear una base que sostenía impecablemente a las canciones sino que además usaba su bajo fretless para agregar unos toques de color que las enaltecían aún más; los juegos entre las guitarras, inmejorables en su austeridad de efectos, solos y cambios de acordes; y la voz, el narrador, el “contador” que me enseñó que se pueden decir cosas emotivas sin emocionarse, que se puede hacer una canción demoledora con solo usar los elementos apropiados, que se puede ser grande sin ser masivo.

Unos años más tarde, creo que fue en 1991, cuando compré mi primera máquina para escuchar CDs, uno de los primeros discos que compré, en Musimundo, fue “Legendary Hearts”, que no solo fue grabado por la misma formación que acompañaba a Lou Reed en este recital sino que contenía muchas de las canciones que allí tocaban. Luego conseguí “The Blue Mask”, que completa esa gran época del neoyorquino. Muchísimos años más tarde, creo que fue en 2018, conseguí en Mercado Libre el DVD de “A Night With Lou Reed” – que casualmente es el recital del que venía hablando – a dos mangos en una disquería de cuarta del barrio porteño de Liniers, cerquita de los comercios de especias de la comunidad boliviana. ¡Impagable!


viernes, 29 de mayo de 2020

VEINTIDÓS

Sobre la avenida Rivadavia, casi esquina Gavilán, había un local de Musimundo. Hablo de la época en la que esos locales eran pequeñitos y solo vendían casetes, grabados y vírgenes. Quedaba a la vuelta de la casa de mi amigo Jorge, de manera que cuando iba a su casa, de vez en cuando, me pegaba una vuelta para ver si me dejaba tentar por alguna oferta o para comprar algún TDK para grabarme algo. Ahí compré los tres casetes de Pink Floyd que tuve: “The Piper at the Gates of Dawn”, “A Saucerful of Secrets” y “Ummagumma”. Casi una premonición porque un tiempo más tarde me daría cuenta de que Christian, el que fuera cantante de MATEN AL DISC-JOCKEY y, más tarde, de SU REAL ORDEN, al que traté de Fabio durante muchísimo tiempo porque sus amigos así lo llamaban, era fanático de este grupo inglés. 

Si bien es cierto que estos álbumes me resultaban interesantes y que gracias a las relaciones que tenía en esas épocas pude escuchar un poco más de la discografía del grupo, nunca los sentí como una influencia determinante pues nunca me decidí a profundizar en el resto de su obra. Para mi sorpresa, a pesar de mi falta de conocimiento de la música de estos británicos, muchos años más tarde, cuando me presenté en vivo en uno de mis últimos recitales, solo con mi guitarra, un par de pedales y mi loop station, un muchacho que creo que se llamaba Renzo me dijo, a modo de piropo: “suena muy Pink Floyd lo tuyo, eh”. En ese entonces, mientras trabajaba en American Eccess, era costumbre hacer una colecta entre los empleados del sector para ofrecer ese dinero al que cumpliera años. Estimulado por el comentario de aquel muchacho adulador, cuando recibí mi regalo, pasé por una disquería y me compré “The Piper at the Gates of Dawn” en CD doble (con mezclas mono y estéreo), el único álbum de Pink Floyd que forma parte de mi colección. Quien desee regalarme algún otro título, será recibido con muchísimo gusto.