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martes, 8 de diciembre de 2020

OCHENTA Y CINCO

Cualquiera que estudie durante largo tiempo cómo tocar un instrumento, llegará a hacerlo con cierta soltura, logrará la agilidad necesaria para demostrar cuán dotado es y cuánto le han beneficiado las largas horas de estudio y práctica. La gran dedicación y el profundo sacrificio, aparentemente, habrán dado sus frutos. Sin embargo, todo ese circo no garantiza que esa persona, ese instrumentista, llegue a expresar algún sentimiento a través de su instrumento, que su interpretación musical sea movilizante para el oyente. Creo que en este punto existe una confusión bastante común. Ejecutar bien un instrumento musical, lograr cierta velocidad en la digitación, conocer miles de escalas, permitirse demostrar que esos raros acordes de libro son moneda corriente para el intérprete, hacer malabares y acrobacias tanto al ejecutar el instrumento como mientras se lo ejecuta, no debería elevar al instrumentista superdotado, o súper entrenado, al rango de “artista”. Ser buen músico, ser buen instrumentista, no significa ser creativo. Pienso que para ser considerado un “artista”, en la rama del arte que sea, el tipo debe transpirar creatividad. Al resto, se los puede apreciar por otras cualidades, pero, lamentablemente, no nos ofrecen nada nuevo, nada diferente, nada singular, nada único en su música.

Cualquiera puede hacer ruido. Solo algunos consiguen, o se permiten, encontrar la belleza en el caos. Claro, para algunas cosas hay que animarse. Ojo, para hacer mucho batifondo, no hace falta romper nada. Quizás, el secreto esté en lo primitivo, en lo que ha dado origen, en aquello que sirve de base, en algo que está ahí desde tiempos inmemoriales aunque permanece aún virgen, sin ser descubierto, sin ser develado...

Cuando compré el disco del que voy a hablar en este capítulo de mis memorias, fue como un cachetazo. Primero, porque nada ni nadie me había anticipado ninguna noticia sobre su publicación y un día que entré en la disquería El Oasis, lo vi ahí, en el anaquel que tenían detrás del mostrador. Obviamente, no demoré ni un nanosegundo en decidir que lo compraba, esta vez, sin importar el precio. (Entendé que se trata de uno de mis dos guitarristas de predilección – el otro es el de Echo & the Bunnymen, que posee un toque menos visceral y corrosivo aunque igualmente particular y único.) Segundo, porque, tras siete años sabáticos, este monstruo de las seis cuerdas presentaba finalmente su primer álbum solista. Hasta ese momento, a pesar de haber sido opacado por los egos de sus colegas y compañeros de banda, había logrado brillar y trascender casi desde el anonimato, desde la oscuridad, desde las sombras. Claro, aunque no conozcas su nombre, nunca dejarás de reconocer el sonido que extraen sus penetrantes e incisivos garfios de su desgarradora guitarra. Tampoco podrás olvidarlo. Estará ahí latente, latiendo hasta su próxima entrega. Tercero, y último, porque cuando puse el disco en el lector, no pude dejar de escucharlo durante una semana completa. Contrariamente a sus proyectos anteriores, en este se disfrutaba de un silencio ensordecedor, de una sobrecarga despojada de sonidos y de instrumentos que demolía casi con delicadeza. Era el famoso power-trio, aunque sin la necesidad de estresarse, ni de alocarse, ni de patear ningún tacho de basura o el pie de micrófono. Es un disco atemporal, maduro y preciso en el que Rowland S. Howard tomó las riendas e hizo todo bien. Lo único malo que tiene el disco es que ha puesto la varita tan alta para los discos del género que nunca he logrado encontrar otro que lo iguale ni, mucho menos, que lo supere. 

En definitiva, “Teenage Snuff Film” no es un disco que sirva para mostrarnos la técnica de este magnífico guitarrista. No es un disco que exhiba un catálogo de las habilidades musicales, ni de Howard ni de los tipos que lo acompañan. No es un disco en donde los arreglos resulten engorrosos y desvíen la atención del oyente hasta que pierda noción de la canción que está escuchando. Es un disco directo y a la vez creativo, especial, único, personal. Es un disco que expresa las pasiones al desnudo de un tipo que excede la calificación de “músico”: Un tipo al que nadie podría acusar de “comerciante”. Un tipo que se ha ganado su merecido lugar en el panteón de los “artistas”.



viernes, 7 de agosto de 2020

CUARENTA Y SIETE

Toco la guitarra, es cierto. Sin embargo, no puedo asegurar qué fue lo que me motivó a empezar a hacer música con ese instrumento. No me considero un amante del rock and roll. No me gustan los interminables solos de guitarras filosas. No me sorprende la acrobacia de la enorme mayoría de los violeros. Es más, creo que hasta esas habilidades me repugnan. Hace unos años, apenas había regresado de mi larga estadía en Montréal, intenté volver a tomar clases de guitarra. La primera y única vez que vi al flaco que se autodenominaba “profesor”, me preguntó qué guitarristas me gustaban. Cuando le mencioné a Will Sergeant de Echo & the Bunnymen y a Rowland S. Howard de Birthday Party puso una jeta que me hizo darme cuenta de que estaba perdiendo mi tiempo y que si continuaba con el chiste, también iba a perder mi dinero. Es cierto que conozco muchísimos más guitarristas que aprecio y que gracias a sus diferentes estilos y formas de tocar han nutrido mi propia forma de hacer música. Sin embargo, supongo que hace muchísimos años que me di cuenta, aunque no lo exteriorice con frecuencia, que como guitarrista soy un caso perdido. El secreto es que no tomo a la guitarra como una herramienta para exhibir mis progresos técnicos sino, más bien como una herramienta para la composición y la tortura. Es un instrumento versátil que me permite crear canciones, melodías y sonidos inesperados cuando me lo propongo. 

Vuelvo al tema del que quería hablar, aunque, esta vez, no me había dispersado tanto. Quiero contarte de otro álbum que compré gracias a Roberto, también en Oíd Mortales. En realidad, son tres los discos que compre ese día. En realidad, no los compré yo. Lo que sí es cierto, es que todavía los tengo en mi casa. Alguien me los regaló y no puedo decir quién fue. Una tarde, mi amigo me llamó por teléfono para avisarme que en la disquería había visto en la vidriera un CD del guitarrista de Birthday Party con otro que ni conocía que se llamaba Nikki Sudden. Como buen fan, al día siguiente me acerqué a la disquería y como iba con billetera ajena, terminé llevándome los tres discos del tal Nikki que tenían en stock: “ Kiss You Kidnapped Charabanc”, con Howard, “Dead Men Tell No Tales / Texas”, con los Jacobites, y “The Jewel Thief”, con los de R.E.M. Literalmente, un hallazgo. Si bien es cierto que no profundicé demasiado en la vasta discografía de este cantautor británico, el tipo me parece un capo. Además, no puedo negar que el álbum que grabó en colaboración con Rowland S. Howard es uno de los que terminó de justificar mi pereza en el aprendizaje de las técnicas de ejecución de la guitarra pues me demostró que, sin grandes talentos de instrumentista superdotado y con la mínima expresión, un guitarrista puede ser auténticamente desgarrador y emotivo al tocar la nota justa en el momento adecuado.


miércoles, 15 de julio de 2020

CUARENTA Y UNO

Ahora sí, es necesario que me ponga un poco serio. Del disco del que voy a escribir, solamente puedo decir un par de cosas. Lo compré un día a la tardecita, antes de ir a la facultad. Cursaba en Ciudad Universitaria. Lejos de mi querido barrio de Flores, lejos del centro. En fin, lejos de todos lados. Imaginate, toda la tarde con un disco en el bolsillo del que solo podía fantasear cómo sonaba porque conocía a algunos de sus integrantes. Resumiendo, recién lo pude escuchar cerca de las nueve de la noche, cuando regresé a mi casa. Creo que lo que me sucedió con este álbum nunca antes lo había experimentado (uso el verbo suceder, porque escuchar esta música fue un suceso único e irrepetible). Puse el CD en el reproductor y me quedé sentado en mi cama, frente al equipo, absorto, hipnotizado por el sonido que surgía de los altoparlantes. No tengo palabras para describir la experiencia, porque me quedé mudo, quieto y seducido por una música que sentía familiar aunque era la primera vez que la escuchaba. Era una música que estaba ahí, latente en mi universo sónico, y acababa de descubrirla. Finalmente, escuché el disco seis veces seguidas antes de irme a dormir. No solo es un disco más que me marcó, sino que es un disco que se transformó en inolvidable. Gracias a este disco, decidí que mi canción “Mutantes melancólicos” daría nombre a mi nuevo proyecto. Gracias a este disco, decidí que quería hacer una música corrosiva que corroyera el alma tanto como los oídos. Gracias a este disco, terminé de comprender que una música de cadencia lenta puede taladrar y horadar aún más que cualquier música con ritmo alocado y sin sentido. No pienses que me iba a olvidar de mencionar el nombre de esta maravilla. Se trata de “Get Lost (Don’t Lie)” de These Immortal Souls, el grupo en el que Rowland S. Howard pudo demostrar que aunque el despliegue vocal de un cantautor de fama esquiva no sea el de un carismático líder, igualmente, tiene la capacidad de transportar al oyente a mundos impensados sin que éste logre ofrecer resistencia alguna.