domingo, 21 de junio de 2020

TREINTA Y DOS

Apenas terminé la escuela secundaria, luego de haber pasado todo el año 1989 ensayando con MATEN AL DISC-JOCKEY, decidí que era el momento de formar un grupo que se acercara más a mis intereses musicales. Así fue como me dirigí a la receptoría de anuncios de la revista Segundamano que se encontraba en la calle Argerich y Rivadavia y redacté un aviso, de los gratuitos, en el que solicitaba gente que quisiera formar una banda que se dejara influenciar por los artistas que me gustaban en ese momento: Joy Division, Bauhaus, Sisters of Mercy, The Smiths, The Cure, Siouxsie and the Banshees... No recuerdo cuántos más habré citado pues el espacio disponible estaba limitado a unas veinte o treinta palabras. A los pocos días de publicado, recibí el llamado de una chica, Flopa, que se postulaba para el puesto de bajista. La fui a ver a la casa y quedé muy satisfecho porque además de que vivíamos muy cerca uno del otro, me cayó simpática enseguida (espero que ella diga lo mismo de mi porque le guardo un gran aprecio). Durante ese verano nos pusimos arduamente a confeccionar nuestro repertorio. Yo ya tenía unas cuantas ideas que había ido anotando en la época de mi anterior grupo y que no habían encontrado su lugar. Rápidamente arreglamos un par de temas y como yo todavía tenía la COMMODORE 128, programamos unos ritmos de lo más básicos para grabarlos. En esa época todavía seguía en contacto con Fabio, el antiguo cantante de MATEN AL DISC-JOCKEY, y él escribió un par de letras que bauticé “Recuerdo el vidrio en sus ojos” y “El símbolo del mal”. La intención era grabar un demo que nos sirviera para buscar un baterista y una cantante. Sí, al principio queríamos escuchar la voz de una chica mientras tocábamos, pero con el tiempo fuimos desistiendo y nos daba lo mismo: solo queríamos a alguien que cantara, fuera del género que fuera. Con el baterista, fue fácil y difícil al mismo tiempo. El primero que vino a tocar era genial, Gustavo, también se llamaba. El problema era que vivía muy lejos, en provincia. Una semana antes del primer show que dimos en Sigfrido Bar de Flores, en la calle Ramón L. Falcón, junto a Homenaje a Joy Division y Víctimas de Hiroshima, todavía no habíamos encontrado cantante. Como Fabio había ido escribiendo letras para las canciones a medida que las armábamos, el repertorio estaba listo, aunque no del todo ensayado. Él se ofreció para hacernos la gamba y cantar, aunque lo hizo con los papeles de las letras en la mano porque memorizarlas en tan corto plazo hubiera sido imposible. Yo, por mi lado, le pegué una linterna al puente de mi guitarra porque el escenario estaba tan mal iluminado que no veía dónde estaban los pedales para pisarlos. Así nació SU REAL ORDEN, a los tumbos. 

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/nunca-pensaste-en-este-final



sábado, 20 de junio de 2020

TREINTA Y UNO

Un día que fui a la casa de mi compañero de banco de la escuela secundaria, me hizo escuchar a The Church. Tenía “Remote Luxury”. Recuerdo que la foto de la tapa me pareció movilizante, inquietante. Me lo grabé en un casete y lo escuché durante muchos años: me gustaba. Un par de años después, mi amigo Juan Carlos se compró el compilado “Hindsight 1980-1987” en CD doble de caja gruesa y como no tenía cómo escucharlo en su casa me pidió que se lo grabara en unos casetes y me lo dejó en préstamo: lo pude escuchar, degustar y disfrutar durante bastante tiempo. La foto de la tapa de este disco no proponía el giro poético que me había impactado de la otra, sin embargo, a pesar de ofrecer el cliché rockero obvio: los jeans despedazados en las rodillas, las botas de cuero y la guitarrita entre las piernas; algo ofrecía. Quizás, como no mostraba más que eso y no aparecía la trucha de ninguno de los integrantes proponía la reconstrucción del mito a partir de una imagen realista. ¿Quién sabe? Quizás, el flaco salió tan mal en la foto que lo único que valía la pena mostrar era la parte inferior de la foto y se acabó el misterio. No sé cuál sea la razón, pero ambas fotos, a pesar de provenir de universos tan dispares como la ensoñación y la cruda realidad, me siguen gustando. Y los discos también, a pesar de que años más tarde cuando por fin pude escuchar a los Go-Betweens y a los Triffids, sus coterráneos contemporáneos, perdieron varios puestos en mi ranking personal. 

Por suerte, una vez más en Montréal, conseguí el CD de “Remote Luxury” a un miserable dólar en una disquería que estaba rematando todo. Claro, ese día no compré solo ese disco sino que salí del negocio con una pila de diez o doce. Seguramente, si hubiera buscado un poquito más, habría duplicado esa cantidad, pero como había ido en bicicleta, más no cabían en el bolsito que llevaba. Años más tarde, en 2019, ya en Buenos Aires, a través de Mercado Libre, encontré a un flaco de Caballito que vivía a cinco cuadras de mi casa, que vendía “Hindsight 1980-1987”, nuevo, con celofán y a la mitad de precio de lo que podría haber pretendido por un disco importado en esas condiciones. ¡Un golazo! Sin pensarlo, lo compré. No es el de la caja gruesa, pero es doble, tiene la misma lista de temas y la misma foto en la tapa. Estoy muy contento de haber podido escucharlos nuevamente.



viernes, 19 de junio de 2020

TREINTA

Siguiendo a la estela de los satélites del universo de Sisters of Mercy, cuando me enteré de la existencia del proyecto The Sisterhood, rompí el chanchito y sin escatimar un solo peso me compré el único disco de este proyecto paralelo del cantante de Sisters en el que él no canta ni una sola nota: “Gift”. De esta realidad no me enteré sino muchísimos años más tarde, gracias a discogs.com, ya que el disco de tapa negra no detallaba mucha información sobre el rol de cada uno de los nombres citados en los créditos. Solamente dejaba claro que Andrew Eldritch había escrito y producido la música. El disco, aunque bastante corto, me parecía buenísimo y me lamentaba de que Sisters of Mercy hubiera decidido tomar solo las ideas menos jugadas de este experimento para “Floodland”. Quizás si se hubieran animado a continuar explorando la veta marginal de estas canciones, no habrían caído en la tentación de grabar un tercer disco para el olvido. Sí, en algún momento de mi vida lo compré, lo escuché, me pareció espantoso y me lo saqué de encima tan rápido como si temiera contagiarme de alguna enfermedad incurable. Prefiero no recordar esa pérdida de tiempo y dinero. 


jueves, 18 de junio de 2020

VEINTINUEVE

Otra fija del mundillo de los grupetes dark era The Mission. Cuando vi el vinilo de “Gods Own Medicine” de fabricación nacional en Cesar Po, me lo compré. En aquella época me gustaba. Creo que las canciones quizás sigan gustándome, aunque hace tanto tiempo que no las escucho que no puedo asegurarlo al ciento por ciento. Lo que sí me parece que puedo asegurar, y con énfasis, es que la imagen de la portada es de una pobreza y de un mal gusto exagerado. Creo que jamás he visto algo tan obvio, ni tan berreta. Decidir poner una estampita en la tapa, porque tocan temas religiosos en sus textos, ya era bastante. Sin embargo, como al parecer esa idea no era suficientemente decadente, decidieron llevarla a cabo de la peor manera posible, para que no quedaran dudas de que el diseño de la tapa era horrible. Agrandaron al máximo un dibujito tipo clip-art – afanado de la colección de ilustraciones del Corel Draw – y lo pegaron sobre un fondo de mármol azul marino y, por si fuera poco, agregaron el dorado – infaltable en toda reliquia religiosa para agregarle la Luminosidad Divina que convence a los pobres feligreses de seguir agachando la cabeza. 

Tuve varios vinilos del grupo: “Gods Own Medicine”, “Children”, “Carved in Sand”, todos con tapas espantosas. Para un cumpleaños, a penas me había comprado la primera máquina para escuchar CDs, un amigo me regaló “The First Chapter” que sucumbió a mi necesidad de cambiarlo por otra cosa que me resultara de mayor interés durante los años 90. Afortunadamente, porque debo admitir que este disco me caía bien, en Montréal compré el CD a escasos cinco dólares y como justito al lado estaba “Gods Own Medicine” al mismo irrisorio precio, no quise abandonarlo a su suerte y me llevé los dos. Aunque, insisto, hace muchísimo tiempo que no me apetece escuchar la música de estos muchachos.

miércoles, 17 de junio de 2020

VEINTIOCHO

En algún momento, en alguna de las charlas de la disquería de Charly, alguien me habló de una película que no podía dejar de ver. Para ser totalmente honesto, no me considero ni cinéfilo, ni conocedor del séptimo arte. En esa época, lo que más me acercaba a los amantes del cine era que los sábados por la noche miraba “Función Privada” por ATC. Con el tiempo, lo único que empezó a interesarme fueron las bandas de sonido, ni siquiera por las películas, porque tengo una basta colección de discos de soundtracks de films que no he visto, ni pienso sentarme a ver. En aquella película alemana, “Las alas del deseo”, aparecía Nick Cave and the Bad Seeds y un grupo que pertenecía a su universo que hasta ese momento no conocía, Crime and the City Solution. En el videoclub de al lado de mi casa, tenían la película. La alquilé y junté mi videocasetera con la de mi madrina, que vivía en mi mismo edificio, y me hice una copia. Para mi sorpresa, la película me gustó. Quizás por el uso de la imagen en blanco y negro, quizás por el ritmo lento, quizás porque no había diálogos sino voces que exponían pensamientos, quizás porque era la primera vez que escuchaba el alemán durante tanto rato y la lengua me hipnotizaba con algunas frases que se repetían. Muchos años después, en Montréal, vi el CD de la banda de sonido y como estaba muy barato, decidí comprarlo. Habían pasado muchos años desde la última vez que había visto la película y me sorprendió la intensidad de la música instrumental que habían usado. Satisfecho con esa compra, cuando encontré el CD de “Faraway, So Close!”, segunda parte deslucida de “Der Himmel über Berlin”, lo compré por segunda vez en mi vida ya que cuando vivía en Buenos Aires lo había tenido y en una urgencia monetaria había tenido que hacerlo guita.


martes, 16 de junio de 2020

VEINTISIETE

Recuerdo que en muchas entrevistas y notas de revistas que leía cuando era adolescente se mencionaba el nombre de un tal Lou Reed y el de un grupo suyo recubierto de cierta mística: Velvet Underground. Nunca tuve ni un vinilo de ninguno de los dos, ni tampoco nadie me hizo copias en casete de ninguno de sus discos, pero, mi amigo Jorge, que aunque vivía a escasas ocho cuadras de mi casa tenía cable a finales de los años 80 (a mi casa llegó recién a mediados de los 90 cuando ya me había aburrido de ver videos) logró grabarme un concierto de Lou Reed en Nueva York que me fascinó. Era un cuarteto de rock básico sin ambiciones escénicas, sin embargo, en este caso, el término “básico” no lo uso de manera peyorativa sino aprovechando la acepción que nos remite a “elemental”, a “fundamental”, a “esencial”. Cuando lo vi por primera vez, comprendí la razón por la cual ese hombre había pasado a un estadio superior y no podía ser juzgado como un común mortal. Estaba más allá de todo de lo que me habían hecho imaginar sobre un “rock and roll star”. Primero, aunque llevaba campera de cuero negra – prenda codiciada por cualquier rockero que se precie, su facha era más la de un camionero que la de un “chanteur de charme”. Además, el lugar donde tocaba se parecía más a una cantina de La Boca que a un bar chic de la Gran Manzana. Por otro lado, los tipos que lo acompañaban, lejos de haberse hecho lookear para dar un concierto, estaban vestidos como si hubieran salido a la esquina a comprar facturas: el baterista, casi un quinceañero, parecía el cadete de alguna empresa de mala muerte, el guitarrista pelado, un cajero de banco, y el bajista negro un pariente lejano y pobre de Lionel Richie. Sin embargo, era la banda de rock perfecta. No sobraba nada, ni faltaba nada: el baterista, en su sobriedad, mantenía el ritmo a la perfección; el bajista no se contentaba con delinear una base que sostenía impecablemente a las canciones sino que además usaba su bajo fretless para agregar unos toques de color que las enaltecían aún más; los juegos entre las guitarras, inmejorables en su austeridad de efectos, solos y cambios de acordes; y la voz, el narrador, el “contador” que me enseñó que se pueden decir cosas emotivas sin emocionarse, que se puede hacer una canción demoledora con solo usar los elementos apropiados, que se puede ser grande sin ser masivo.

Unos años más tarde, creo que fue en 1991, cuando compré mi primera máquina para escuchar CDs, uno de los primeros discos que compré, en Musimundo, fue “Legendary Hearts”, que no solo fue grabado por la misma formación que acompañaba a Lou Reed en este recital sino que contenía muchas de las canciones que allí tocaban. Luego conseguí “The Blue Mask”, que completa esa gran época del neoyorquino. Muchísimos años más tarde, creo que fue en 2018, conseguí en Mercado Libre el DVD de “A Night With Lou Reed” – que casualmente es el recital del que venía hablando – a dos mangos en una disquería de cuarta del barrio porteño de Liniers, cerquita de los comercios de especias de la comunidad boliviana. ¡Impagable!


martes, 2 de junio de 2020

VEINTISÉIS

Tuve unos cuantos profesores de guitarra. El primero, odiaba las guitarras eléctricas y me exigía que llevara la guitarra criolla de la Antigua Casa Núñez que había heredado de mi madrina. Estudié con él unos cuantos meses y logró enseñarme varias cosas que me han sido útiles a lo largo de mi carrera musical: algunos acordes y algunas escalas. Sin embargo, cuando se le ocurrió tratar de enseñarme a cantar “Vuele bajo” de Facundo Cabral, sentí que el tipo había enloquecido. Por si no hubiera sido suficiente, con el correr del tiempo, el pobre flaco había ido gestando una infinidad de tics nerviosos que poco a poco comenzaban a perturbarme y decidí que ya era suficiente folclore para un joven rebelde y, sin avisarle, dejé de ir a sus clases. Después, fui a algunas clases – no creo que haya llegado a resistir ni un solo mes – con una mujer que sabía tocar la guitarra tanto como yo con las manos atadas. Recuerdo que me decía: “tocá esta escala”, se iba a atender a sus hijitos y regresaba veinticinco minutos más tarde. Repetía la consigna. Volvía a desaparecer y regresaba para anunciarme que ya era la hora y que la clase ya había terminado. Nunca la vi agarrar una guitarra, ni siquiera para cambiarla de lugar. El tercero, Marcelo, fue diferente. Para empezar, me dejaba llevar la guitarra eléctrica. Además de profundizar en el manejo de las escalas me pasó una gran cantidad de ejercicios de digitación que, aparentemente, habían sido diseñados por un tal Robert Fripp (en esa época, para mí era un auténtico desconocido). Lo que más me interesaba de ese profesor era que, aunque no conocía ni uno de los grupos que yo escuchaba, no menospreciaba mis gustos musicales e intentaba buscar la forma de aprovecharlos para que yo aprendiera algo nuevo. Gracias a él, compré mi segundo pedal, un BOSS PS-2 Digital Pitch Shifter/Delay. Sí, él me lo vendió, pero me enseñó a usarlo. Y lo aproveché durante unos cuantos años. Lo usaba muchísimo porque me gustaba cómo engordaba el sonido de mi guitarra. Sin embargo, no lo usaba solo para procesar mis seis cuerdas. También recuerdo que cuando hice la banda de sonido para el cortometraje “El eterno retorno” (película que nunca vi ni empezada ni terminada) conecté un micrófono e hice estragos. Lamentablemente, por razones económicas, mi profesor tuvo que dejar de dar clases para irse a trabajar a la financiera de su tío y yo tuve que vender ese pedal. Afortunadamente, gracias a las bondades de Mercado Libre, hace un par de años, conseguí el mismo modelo de pedal y, encima, estaba como nuevo porque como el vendedor no quería que se le ensuciara, nunca lo había pisado. Aunque lo guardo en la cajita, debo decir que el pedal recuperó su función original: cada vez que lo uso, lo pongo en el piso, junto con otros pedales, y no dejo de pisarlo de tanto en tanto. 



lunes, 1 de junio de 2020

VEINTICINCO

No tengo ni la más mínima idea de quién me hizo la primera copia del video “Pleasure Heads Must Burn” de Birthday Party. Lo que sí recuerdo es que me encantaba verlo. Ese grupo, en vivo, iba más allá de todos los otros grupos punk – o algo así – que conocía. Era todo desborde y descontrol, desde el color rojizo de la imagen pobremente iluminada hasta el enfoque de la escena tomado desde el peor punto de vista que no hace más que perder el momento que debería haber sido inmortalizado en la filmación. Quizás esas fueran algunas de las razones que llevaron a una chiquilla adolescente – que frecuentaba allá lejos y hace tiempo – a decir, aterrorizada, mientras comíamos un churrasquito con ensalada en el living de la casa de mis padres: “por favor, sacá ese video que me hace mal a la digestión”.

Ese comentario desalentador no logró alejarme de este grupo, que aún hoy, como ya lo he mencionado en otro momento, provoca en mí una extraña fascinación, atracción y devoción. Obvio, me encanta. Tampoco logró alejarme del video. Por casualidad, en algún momento encontré el original en venta en una de las disquerías de la galería Bond Street y pude seguir disfrutándolo durante largo tiempo, hasta que se dañó definitivamente la videocasetera y no pudo ser reparada. Cuando parecía que nunca más iba a poder disfrutar de esta magnífica filmación, mientras vivía en Montréal, me enteré de que “Pleasure Heads Must Burn” había sido republicado en DVD y, por si fuera poco, con material inédito. Sin dudarlo, se lo encargué a Francis – o quizás a Raymond – de Atom Heart. Finalmente, pude volver a disfrutar de este video que tanto me había inspirado durante mi paso por la escuela secundaria. Por suerte puedo seguir disfrutándolo...