Mostrando entradas con la etiqueta Oíd Mortales. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Oíd Mortales. Mostrar todas las entradas

miércoles, 8 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y CUATRO

Pocos artistas nacen con todas las herramientas necesarias para producir un lenguaje musical rico, distintivo y cautivante. Habitualmente, todo lenguaje se nutre con el paso del tiempo, se construye gracias a la experiencia, a los aprendizajes, a los errores; se pule gracias a las vivencias, a las interrelaciones con el medio que nos rodea, a la observación. 

La primera vez que compré un disco de este muchacho, oriundo de Brest, Francia, no lo hice por su propio mérito. Honestamente, no tenía ni puta idea de quién era. Me enteré de que los Têtes Raides habían colaborado con él en su más reciente álbum de aquella época – “L’absente” – y se lo encargué inmediatamente a Damián de Oíd Mortales. Me llegó casi recién salidito del horno. Unos meses más tarde, fui al cine en las salas del Village Recoleta y, mientras miraba la película, reconocí el estilo, la impronta, de la música de este pibe en la banda de sonido. Al salir, leí los créditos en el póster para confirmar que mi oreja no me había fallado. Allí estaba su nombre: Yann Tiersen. Un par de años más tarde cuando me fui a vivir a Montréal, rastreé sus álbumes y los fui consiguiendo uno a uno. Linda música componía este tipo, de esas que te movilizan alguna fibra íntima. Algo que muy pocos compositores logran. Debo admitir que casi que se me escapa un lagrimón cada vez que vuelvo a escuchar sus discos. Mientras vivía en Canadá, conseguí todos sus álbumes, hasta la banda de sonido de la película “Tabarly”, que la tuve que encargar por correo porque solamente fue publicada en su país natal. Un par de años más tarde, cambió de compañía discográfica y algo se alteró. Ninguno de los álbumes publicados a través de su nuevo sello británico logró sorprenderme ni renovar mi interés. Sigo comprando sus discos por inercia, por devoción o por estupidez.

Quizás, para este flaco, lo mismo que lo catapultó a la fama fue lo que lo sepultó de por vida. Participar en la banda de sonido de la película “Le fabuleux destin d’Amélie Poulain” del director francés Jean-Pierre Jeunet fue tanto una bendición como una maldición. La película fue un éxito, la música no podía pasar desapercibida. Sin embargo, una música tan íntima, casi artesanal, creada a partir del lamento melancólico del fuelle del acordeón, del filoso aullido de las cuerdas del violín – acariciadas para oírlas sufrir, de los penetrantes tintineos de las teclitas de un piano de juguete en los que se perciben reverberancias de plástico barato, metal oxidado, madera sintética y cola vinílica; una música que desgarra desde las vísceras hasta el alma – perteneciente al mundo de lo interno, de lo profundo, de lo personal. Al exhibirla de una manera tan exuberante en el mundo de la alfombra roja – relacionado con lo externo, con lo superficial, con lo aparente – han obligado a este compositor a cargar con un pesado lastre del que veinte años más tarde debe continuar lamentándose cuando llega el momento de los bises en sus conciertos y el público enajenado le exige a coro “La valse d’Amélie.” Contrariamente a lo que el vulgo se imagina, muchas expresiones artísticas pierden paulatinamente el encanto para sus creadores conforme la popularidad de la obra se acrecienta. Lo que quizás justifique que este tipo haya salido corriendo para buscar otra forma de hacer música. Lamentablemente, en el proceso creativo ha perdido esa voz que lo hacía tan particular, tratando de encontrar una nueva piel, una cáscara con la que cubrirse y ocultarse, para reencontrarse consigo mismo.

A veces me pregunto si pretender que un artista que te gusta te sorprenda con cada nuevo álbum que publica no es una pelotudez. Pero rápidamente recuerdo la guita que invierto en la compra de discos y me siento con absoluto derecho a pedir, a exigir, que el material valga la pena; a reclamar, a patalear, cuando uno se siente defraudado, engañado en su confianza, estafado por la industria de la música.

sábado, 31 de julio de 2021

CIENTO VEINTIDÓS

Todos tenemos alguna que otra obsesión. Están los que escuchan sus discos según el orden que les han asignado en una caja de zapatos y respetan el turno de cada uno de ellos para evitar reproducir más uno que otro. Están los que escuchan discografías completas siguiendo el orden de aparición de cada álbum. Están los que compran distintas versiones de un mismo disco solo porque una trae un póster y otra una postal. Están los que compran las versiones japonesas de los discos a pesar de saber que los bonus tracks exclusivos para el mercado japonés generalmente son el desecho de las sesiones de grabación del álbum. Estamos los que compramos un disco por la imagen de la portada apostando al buen gusto y a la experiencia. Están los que solo compran un disco siempre y cuando no sea la edición nacional. Están los que aseguran no poder disfrutar de la música grabada si no la escuchan en vinilo. Están los que compran vinilos porque se han vuelto chic y se sienten atraídos por la onda retro-vintage que emana de ese objeto inútil si no tenés bandeja giradiscos en tu casa. Están los que saben que querés comprarles un disco que ellos tienen, te lo muestran y cuando le preguntás por el precio, finalmente, te dicen que decidieron no venderlo. Están los que compran CDs, compran vinilos, compran DVDs, compran casetes, compran lo que venga, y no tienen ni puta idea, ni de lo que han acumulado, ni de dónde han apilado el nuevo material que, evidentemente, nunca escucharán. Están los que compran y venden, vuelven a comprar para volver a vender el mismo disco por segunda vez, para finalmente confirmar que les sigue interesando tenerlo en su colección y que son unos pelotudos que perdieron tanto guita en las operaciones de compra-venta como un álbum que les gustaba y del cual nunca deberían haberse desprendido. Están los que atesoran discos por duplicado sin esgrimir ningún tipo de argumento. Están los que van tachando los títulos de los álbumes que consiguen en el catálogo del sello que coleccionan. Estamos los que hacemos listas interminables con todos los discos que desearíamos incluir en nuestra colección. Están los que aseguran que nunca comprarán otro disco mientras revisan las bateas desbordantes de alguna disquería que nunca antes habían visitado. Están los que han sido beneficiados por la tecnología y cada vez que visitan una disquería comprueban en un listado de Excel que llevan en su tablet que el disco que están a punto de comprar no lo tienen repetido. Están los que solo conocen la carrera discográfica de sus artistas preferidos a través de compilados o greatest hits. Están los que entran a una disquería decididos a salir del local con algún disquito que no exceda el presupuesto miserable que se han fijado de antemano, sin importarles ni el intérprete ni el género. Están los que compran cualquier cosa que tenga impreso el nombre de su artista de predilección. Están los que nunca han desarrollado un gusto personal y son llevados de las narices por alguna moda o por algún individuo carismático que les sirva de referente. Están los supuestos melómanos rockeros que en su vida solo han escuchado cuatro discos de los Beatles o, quizás, de los Ricotitas, tres de Soda o, quizás, de los Stones, dos de Floyd o, quizás, de Divididos y uno de Serú o, quizás, de Nirvana. Están los supuestos audiófilos que solo bucean nuevos sonidos a través de Spotify, pues ofrece los MP3 en alta calidad. Estamos los sonívoros que buscamos nutrirnos con todos los ruidos y todos los sonidos que andan dando vueltas por ahí, donde sea, como sea. Están los monofanáticos que le brindan fascinación exclusiva a un único artista. Están los que cuando te ven comprar un disco te advierten que la primera época de ese grupo era muchísimo más copada, pretendiendo hacerte sentir que tiraste tu plata a la basura. Están los que conocen y escucharon algún disco más que vos de tu artista preferido y te lo restriegan por la cara. Están los que sabiendo que hacés música y que coleccionás los discos de algún fulano inmediatamente te etiquetan como imitador del artista en cuestión. Está el que pensando que algún artista top está en franca decadencia sostiene que él logrará ocupar el lugar vacío que deja esa estrella caída. Están los que cuando compran un disco nuevo cortan el celofán con extrema prolijidad usando una trincheta para poder reutilizarlo. Están los que conservan cada uno de los stickers promocionales que acompañan a los discos, en los que los sellos discográficos suelen brindar, sea alguna información relevante para seducir al potencial comprador, sea algún comentario o crítica favorable de la prensa que estiman atrayente para cautivar nuevo público para sus artistas. Están los que al comprar un disco cuya tapa está impresa en negro pleno sufren como condenados al anticipar las marcas de sus huellas dactilares y saber que nunca lograrán removerlas. Están los que al comprar discos usados los someten a una limpieza profunda utilizando diversos productos – alcohol, bencina, detergente, jabón líquido, pasta de dientes – como si de esa manera fueran a lograr borrarles su pasado en manos de otro y pudieran recuperar su estado original, rebobinar el tiempo hasta el momento justo en el que el disco salió del celofán. Están los que usan guantes de cirujano para sacar los discos del empaque y ponerlos en el equipo. Están los que no logran conciliar el sueño y sufren de insomnio cuando prestan algún disco de su colección. Están los que escriben su nombre en los discos esperando que, si los pierden, de esa manera, podrían llegar a recuperarlos. Están los que escriben música para películas imaginarias, inexistentes. Estoy yo que adoro los simples y los EPs y sigo comprándolos a pesar de que muchos de mis amigos insistan sobre su inutilidad por su breve duración y por la poca cantidad de canciones que ofrecen.

Tengo que admitir que cuando se me pone algo en la cabeza, no paro hasta lograrlo. Yo quería tener la discografía completa de un negrito que había tocado el bajo en un par de bandas que me resultaban más que interesantes. Creo que ya te he hablado de él. En Buenos Aires había logrado conseguir algunos de sus álbumes, cada uno en una tienda distinta. “Moss Side Story” en Tabú. “Soul Murder” en Rock’n Freud. “The Negro Inside Me” en Abraxas. “Oedipus Schmoedipus” en El Oasis. “As Above So Below” en Oíd Mortales. “The King of Nothing Hill” en Bonus Track. También estaba decidido a conseguir sus simples, que eran unos cuantos. En Buenos Aires, imposible. Por suerte, al llegar a Montréal conocí rápidamente la existencia de La Subalterne donde pude encontrar al menos tres de ellos. Luego, conocí Beatnik, L’Oblique, L’Échange y Cheap Thrills, donde fui consiguiendo los que me faltaban. Cuando para completar su discografía solamente tenía que sumar “Delusion”, la única banda de sonido que Barry Adamson había compuesto hasta ese momento – sin contar la de “Gas Food Lodging” en la que su participación era más que breve, álbum que ya había conseguido en una disquería de mala muerte que en algún momento operaba en la avenida Corrientes a metros de la avenida Callao, supe que no me quedaba otra opción que encargársela a los muchachos de Atom Heart que en unos pocos días me hicieron tan feliz al entregarme el CD como debe haber estado el viejo Barry cuando por fin le comisionaron la música para una película. A él que desde hacía rato venía demostrando que era un grandísimo maestro en la composición de bandas de sonido, aunque les faltara la película. 

Estamos los que en la pesquisa de los discos que queremos para nuestra colección abrimos el abanico y nos damos la posibilidad de conocer todas y cada una de las tiendas que estén a nuestro alcance, sin atarnos a ninguna de ellas.

jueves, 27 de mayo de 2021

CIENTO ONCE

La desgracia de escuchar discos de homenaje, o de tributo, o cualquier otro tipo de compilado es que tenés muchísimas posibilidades de descubrir algún artista que despierte cierta atracción en tu alma de melómano y que te haga caer en la tentación de indagar y profundizar un poco en su carrera discográfica. Cuando te pica el bichito es difícil escapar al impulso de comprar algunos discos y, lamentablemente, no hay billetera que aguante. He caído más de una vez en la trampa al comprar este tipo de discos. Recuerdo que en un momento en el que tenía la billetera cargada se me ocurrió encargar en Oíd Mortales “Aux suivant(s) : Hommage à Jacques Brel” y “Les oiseaux de passage” un tributo a Georges Brassens. Dos incunables de la chanson française de los que ya había escuchado varios discos en los que ellos mismos interpretaban sus propias canciones. Ambos interesantes, aunque Brassens, con su cadencia hipnótica, lograba que mis párpados se entregaran sin ofrecer demasiada resistencia y que al ratito de haber puesto el disco me quedara dormidísimo. Si bien es cierto que estos dos discos los compré por mi devoción a los Têtes Raides, de los que intentaba atesorar cada uno de sus discos, me sirvieron para conocer a Bénabar y a Weepers Circus, además de seguir alimentando mi interés por Alain Bashung, Arno, Arthur H y Yann Tiersen, artistas que ya me habían hecho caer en sus redes aunque por aquel entonces no había tenido la posibilidad de explayarme en sus discografías. No reniego de la existencia de este tipo de discos, pero termino sintiéndome un poco abusado porque finalmente nunca encontrás más que un solo tema interpretado por el artista que te invitó a comprar el álbum y siempre te quedás con las ganas de un poquito más. En algún punto, todos los fans hemos caído una y otra vez en la misma trampa y, por desgracia para todos, como a las compañías discográficas no se les ha ocurrido ninguna idea mejor para seguir sosteniendo la industria de la música y expandir sus horizontes, asistimos a la decadencia y el ocaso de un estilo de vida que a muchos nos ha marcado el rumbo desde nuestra adolescencia. Cada vez quedamos menos devotos dispuestos a entregar nuestros billetitos por tales migajas como un par de cancioncitas inéditas o versiones remezcladas de algún clásico olvidado. Cada vez quedamos menos fieles a este estilo de vida en el que la música sostiene nuestro imaginario como un pilar inquebrantable. Cada vez quedamos menos insensatos que no dejamos pasar un día sin mirar discos para comprar, sedientos de nuevos sonidos, hambrientos de completar alguna de las discografías de nuestra colección. Cada vez quedamos menos. Cada día que pasa siento que la llama se extingue, siento que quedan pocas brasitas para mantenerla viva, siento que algunos cerdos ambiciosos han cometido errores irreparables. Veo desaparecer disquería tras disquería y en las que van quedando la falta de interés generalizado del consumidor se refleja en las bateas entre vacías y deslucidas. Se me escapa un lagrimón. Mi universo agoniza.



jueves, 25 de febrero de 2021

NOVENTA Y SEIS

Una tarde en la que pasé a visitar a mi amigo Cristian por su departamento en una pensión de San Telmo, donde luego instalaría la primera versión de su disquería 33 1/3 RPM, en el equipo sonaba una música instrumental que me cautivó al instante. Caí rendido ante la dosis exacta de jazz, sonidos electrónicos, indie, ritmos que te llevan hasta donde quieren, minimalismo y otras tantos ardides sonoros que desplegaban esos tipos de Chicago. Se trataba de una música embriagadora. Creo que no debo haber escuchado ni dos temas y ya quería tener toda la discografía del grupo. La que ya habían publicado y la que publicarían en el futuro. El disco que estaba escuchando mi amigo se llamaba “TNT”. La imagen de la tapa no conmovió, aunque aprendí a apreciarla. Sabía que tenía que comprar ese disco. Empecé a buscarlo. A los pocos días, lo conseguí en el Tower Records de Recoleta. Por suerte, no estaba solo en las bateas. También tenían “Tortoise”, su primer álbum, e “In The Fishtank - 5”, un disco compartido con el grupo holandés The Ex. Esa gente producía una música que coincidía a la perfección con mis sueños sobre cómo debía sonar una banda. La mezcla de estilos, la mezcla de sonidos. Todo sin perder ni su personalidad ni su impronta. Es cierto que quizás en mis sueños aparecía algún que otro cantante. Sin embargo, Tortoise no necesitaba uno. Ellos solitos bastaban. No pasó mucho hasta que me enteré de la publicación un nuevo álbum de mis nuevos ídolos. Lo vi en la vidriera de Oíd Mortales y lo compré. En ese momento me enteré de que me faltaba el segundo disco que habían publicado, “Millions Now Living Will Never Die”, además de un par de discos de rarezas y remixes que parecían imposibles de conseguir. Resumiendo, al poco tiempo, también tenía ese disco de tapa celeste. Otra obra maestra. 

Ha pasado mucho tiempo desde que escuché por primera vez a este grupo. Han pasado muchas cosas. Viví durante unos cuantos años en Montréal. Tuve la suerte de verlos en vivo dos veces. En uno de los conciertos pude conseguir el disco de los remixes, en el otro un disco de un proyecto paralelo. Tanto en la disquería Atom Heart, como en Cheap Thrills o L´échange, pude conseguir, tanto nuevos como usados, el box-set, el disco de las rarezas, algún simple, alguna edición japonesa. El resto, lo rastreé por internet, tanto en Ebay como en Discogs, y finalmente puedo asegurar que he logrado conseguir, comprar y escuchar la mayoría de sus discos, incluidos los de sus proyectos paralelos y los de sus diversas participaciones. He disfrutado de mucha música genial durante toda mi vida y debo admitir, sin dudarlo, que uno de mi discos preferidos es “Standards”, el cuarto álbum oficial de mis estimadísimos Tortoise.


sábado, 19 de diciembre de 2020

OCHENTA Y NUEVE

¡Qué lástima que estos pibes hayan grabado tan poquitos discos! Los conocí gracias a su primer álbum. Cuando lo pedí prestado en la Alianza Francesa, creo que lo hice porque me gustó la foto de la tapa. Pero cuando lo escuché, me di cuenta de que era un grupo que prometía. Era un diamante en bruto. Hoy puedo decir que pienso que no se trata de un excelentísimo disco, a pesar de eso, decidí encargarlo en Oíd Mortales. Cuando Damián se fijó en su catálogo, me ofreció también otro título que acababa de publicarse. Así fue que al poco tiempo sumé a mi colección “Bazar” y “Ciel d´encre” de los Hurleurs. El primero, como decía antes, me gustó preo no me sorprendió. El segundo, me impactó. Como tantos otros álbumes que me movilizaron y despertaron tanta admiración en mí, lo escuché sin parar durante una semana. No tiene canciones de esas de las que uno recuerde el estribillo. No tiene melodías pegadizas de esas que uno no pueda dejar de tararear. No tiene ritmos de esos que a uno le hagan mover la patita y, más tarde, el esqueleto. Pero tiene un sonido demoledor. ¡Qué suerte que se me ocurrió comprarlo! Como después de su tercer álbum, el grupo se disolvió, hoy, todos sus discos – LPs, EPs y simples – son inconseguibles o carísimos.


viernes, 18 de diciembre de 2020

OCHENTA Y OCHO

Mientras el Diseño Gráfico era mi segunda pasión, consultaba y leía libros; miraba y atesoraba revistas; conservaba y coleccionaba recortes, fotos y cualquier pedazo de papel impreso que despertara algún interés en mi retina. En la Alianza Francesa, además de los CDs de música, también tuve acceso a mucho material de este tipo. Tomaba en préstamo todas las publicaciones del tema que tuvieran disponibles. Fue así que me enteré que el cantante de los Têtes Raides tenía un atelier artístico que lleva el nombre de Les Chats Pelés junto a dos colegas. En ese estudio de diseño realizaban todo el material gráfico del grupo: tapas de discos, afiches, volantes, anuncios, esculturas, collages, ilustraciones, escenografías; además de hacer libros para niños muy bonitos e interesantes. Resulta que uno de esos dos muchachos también era cantante y tenía un grupito. Parecían los hermanitos menores de los Têtes Raides. No porque fueran inferiores en calidad, porque a decir verdad eran buenísimos, sino porque eran menos en cantidad de integrantes. Eran solo tres, y con eso bastaba. Atención: uso el pasado al mencionar a este proyecto musical porque, lamentablemente, han dejado de hacer música. Recomiendo ampliamente su breve discografía compuesta por cuatro discos en estudio y uno en vivo. La Tordue probablemente no cause el mismo impacto inicial que sus hermanos mayores, pero los acordes de sus guitarras, las melodías de su acordeón, los sonidos de su batería de cocina y de cada uno de sus otros instrumentos sumados a la lírica de la voz y las palabras de su cantante, perduran y vencen al inexorable paso del tiempo demostrando que la buena música, la buena poesía, son atemporales.


viernes, 30 de octubre de 2020

SETENTA

¡Qué nombre artístico se fue a inventar este flaco! Lo conocí cuando compré el primer álbum de These Immortal Souls y me gustó su estilo al tocar y el sonido de su batería. Un día, vi en la vidriera de Oíd Mortales su álbum “Change My Life”. Lo cambié por algo o lo compré, no recuerdo. Lo cierto es que me gustaron sus canciones simples y su música despojada y todavía lo tengo. Luego, intenté comprar a través de Amazon sus otros dos álbumes: “Sleeping Star” y “Rise Above”, porque me había enterado de que Rowland S. Howard tocaba la guitarra en algunos temas. Como podía fallar, falló y los discos nunca me llegaron. La verdad es que no tuve mucho tiempo para lamentarme porque el primero lo conseguí en Abraxas, unos meses más tarde, mientras miraba la batea de las ofertas, y el otro, un par de años más tarde, cuando vivía en Montréal, se lo encargué a los muchachos de Atom Heart y me lo consiguieron sin mucho trámite. 

Aquí no terminan mis aventuras (o desventuras) para conseguir los álbumes del difunto Epic Soundtracks. De alguna manera, en Canadá, me enteré de la existencia de un compilado llamado “Everything Is Temporary”. Lamentablemente, no aparecía en ninguno de los catálogos que Raymond y Francis consultaban por lo que era imposible encargarlo a través de la disquería de la calle Sherbrooke Est. Una auténtica rareza. 

Como te podrás imaginar, nunca he limitado mis compras de discos a una sola disquería. Me atrevo a asegurar que mientras viví en Montréal compré al menos un disco en cada una de las disquerías que existían en la ciudad. Además, nunca me rendí ante los malos presagios a la hora de preguntar por la disponibilidad de un disco. Si me dicen: está descatalogado, es de importación, es una edición limitada, nunca lo reeditaron; para mí no significa que no se pueda conseguir, e insisto en la búsqueda. Quizás eso sea lo más divertido, lo que le asigna un verdadero y auténtico valor a cada disco: el tiempo que uno le dedica a revolver entre pilas de discos y más discos para obtener como recompensa aquél que uno pensaba inconseguible.

Un día que visitaba La Bouquinerie du Plateau sobre la calle Mont-Royal Est, encontré este compilado fantasma de este muchachito. Para ese entonces, también me había enterado de que era el hermanito menor de Nikki Sudden, lo que acrecentaba un poco más mi respeto por su música y mi alegría al ver ese álbum por primera vez en vivo y en directo. No te apresures, no festejes tanto... Para alimentar aún más la mística de este CD, cuando llegué a mi departamento y lo puse en el reproductor. El único sonido que logré extraerle fue el de la bandeja girando. Subí el volumen. Toqué los cables. Los de los parlantes y los RCA. Nada. Mutis por el foro. No se me ocurrió otra idea mejor que la de insertarlo en el equipo de DVD para confirmar que la causa del inconveniente no era el reproductor de discos. Instantáneamente, al prender la televisión, no solo confirmé que el equipo de audio funcionaba a la perfección sino que también confirmé que sería imposible que pudiera reproducir ese disco porque no se trataba de un disco de música sino de una película: en la pantalla pude ver las imágenes de algún ignoto largometraje asiático que al no haber estado traducido ni subtitulado nunca pude identificar. Miré el disco por delante y por detrás. Las láminas no mostraban signos de falsificación. El estampado del CD era perfecto y coincidía con el álbum que yo esperaba escuchar. Pero nada. El contenido era otro. Si todo esto te parece difícil de creer, dame un poquito más de crédito y creeme un poquito más porque en el negocio me devolvieron la guita sin chistar cuando les expliqué lo que había sucedido. Se reían, claro, pero recuperé mi dinero.

Años más tarde, en alguna de mis salidas en bicicleta de los fines de semana, pasé por Cheap Thrills en la calle Metcalfe y a que no sabés qué encontré. Sí, por segunda vez, me topaba con un ejemplar de “Everything Is Temporary”. Para asegurarme de su contenido, le pedí permiso al vendedor para escucharlo un poco con la excusa de confirmar que esa música podría gustarme. Después de tantas peripecias di con el bueno. No hay duda, este álbum tenía que estar en mi colección. 



martes, 13 de octubre de 2020

SESENTA Y OCHO

Por recomendación de Damián (Q.E.P.D.) de Oíd Mortales, decidí comprar los discos “I, Swinger” y “Schizophonic!” de Combustible Edison, y “The Shadow of Your Smile” y “Retrograde” de Friends of Dean Martinez. Lamentablemente, no se los compré a él, sino que lo hice en un local descomunalmente enorme de Virgin Records en New York, creo que sobre la archifamosísima calle Broadway. Era la primera vez que visitaba un emporio semejante y los destellos y las luces me encandilaron. Pero no me arrepiento de haber visitado ese sitio. 

Los dos álbumes de Combustible Edison, son interesantes y los escuché una gran cantidad de veces, aunque no volví a comprar discos de este grupo hasta que los encontré de furiosa oferta en una caja que decía “tout à 2 pièces” en una disquería de Montréal que queda sobre la calle Sainte-Catherine Est, a dos cuadras de la estación Berri-UQAM. Este comercio ahora se llama “Volume Boutique Inc.”, cuando yo lo frecuentaba, allá entre el 2006 y 2008, no recuerdo. 

Por el contrario, de Friends of Dean Martinez me hice fanático. Fue a Damián al que le compré sin chistar “Atardecer” y “A Place in the Sun”, discos que resultaron una excelente introducción al post-rock. Un género tan explotado desde la mitad de los años ´90 que fue lentamente cayendo en desgracia: muchos de sus representantes más interesantes lo transitaron hasta el hartazgo y quedaron atrapados en un callejón sin salida que ellos mismos se habían autoimpuesto con dogmas y premisas que fijaban los límites del género. Pura palabrería, porque al final, hay mucha música interesante que han etiquetado de esta manera. Lo triste es que al haber estado bastante de moda, fue sobreexplotado, sobredimensionado, y su lamentable caída en desgracia dejó un vacío difícil de llenar porque ahora pareciera que nadie quiere ser rotulado de esta manera. ¿Quién los entiende? Yo me quedo con todos mis discos de Friends of Dean Martinez, los que compré en New York, los que compré en Buenos Aires, los que compré en Montréal, el que afané en Montréal (porque era una versión diferente a la que yo ya tenía y venía con una tapa distinta, me gustaba, pero, no quería pagarlo), los que compré por correo, acá y allá. No me importa cómo los quieran definir, a mi, me encantan.



viernes, 7 de agosto de 2020

CUARENTA Y SIETE

Toco la guitarra, es cierto. Sin embargo, no puedo asegurar qué fue lo que me motivó a empezar a hacer música con ese instrumento. No me considero un amante del rock and roll. No me gustan los interminables solos de guitarras filosas. No me sorprende la acrobacia de la enorme mayoría de los violeros. Es más, creo que hasta esas habilidades me repugnan. Hace unos años, apenas había regresado de mi larga estadía en Montréal, intenté volver a tomar clases de guitarra. La primera y única vez que vi al flaco que se autodenominaba “profesor”, me preguntó qué guitarristas me gustaban. Cuando le mencioné a Will Sergeant de Echo & the Bunnymen y a Rowland S. Howard de Birthday Party puso una jeta que me hizo darme cuenta de que estaba perdiendo mi tiempo y que si continuaba con el chiste, también iba a perder mi dinero. Es cierto que conozco muchísimos más guitarristas que aprecio y que gracias a sus diferentes estilos y formas de tocar han nutrido mi propia forma de hacer música. Sin embargo, supongo que hace muchísimos años que me di cuenta, aunque no lo exteriorice con frecuencia, que como guitarrista soy un caso perdido. El secreto es que no tomo a la guitarra como una herramienta para exhibir mis progresos técnicos sino, más bien como una herramienta para la composición y la tortura. Es un instrumento versátil que me permite crear canciones, melodías y sonidos inesperados cuando me lo propongo. 

Vuelvo al tema del que quería hablar, aunque, esta vez, no me había dispersado tanto. Quiero contarte de otro álbum que compré gracias a Roberto, también en Oíd Mortales. En realidad, son tres los discos que compre ese día. En realidad, no los compré yo. Lo que sí es cierto, es que todavía los tengo en mi casa. Alguien me los regaló y no puedo decir quién fue. Una tarde, mi amigo me llamó por teléfono para avisarme que en la disquería había visto en la vidriera un CD del guitarrista de Birthday Party con otro que ni conocía que se llamaba Nikki Sudden. Como buen fan, al día siguiente me acerqué a la disquería y como iba con billetera ajena, terminé llevándome los tres discos del tal Nikki que tenían en stock: “ Kiss You Kidnapped Charabanc”, con Howard, “Dead Men Tell No Tales / Texas”, con los Jacobites, y “The Jewel Thief”, con los de R.E.M. Literalmente, un hallazgo. Si bien es cierto que no profundicé demasiado en la vasta discografía de este cantautor británico, el tipo me parece un capo. Además, no puedo negar que el álbum que grabó en colaboración con Rowland S. Howard es uno de los que terminó de justificar mi pereza en el aprendizaje de las técnicas de ejecución de la guitarra pues me demostró que, sin grandes talentos de instrumentista superdotado y con la mínima expresión, un guitarrista puede ser auténticamente desgarrador y emotivo al tocar la nota justa en el momento adecuado.


jueves, 6 de agosto de 2020

CUARENTA Y SEIS

Un compañero de laburo de mi vieja que escuchaba mucha música y que sabía que yo estaba ávido de nuevos sonidos, me recomendó a Lydia Lunch. Él conocía mi predilección por los australianos de Birthday Party y me la presentó como un Nick Cave pero en versión femenina. En ese momento todavía no la había escuchado y no pude hacer más que tomar nota de sus recomendaciones. Hoy, después de haber tenido la posibilidad de conocer muchísimos de los discos de esta mujer endemoniada, le corregiría. En mi opinión, ella es más bien la versión femenina de Satanás. Por más que a los metaleros les pese, esta mina es más pesada que cualquiera de ellos. Es cruda, salvaje, filosa e indomable. No hay más que escuchar a su banda Teenage Jesus and the Jerks en el compilado “Hysterie” para darse cuenta de que ella no toma chocolatada con vainillas.

Otro de aquellos amigos musicales con el que me encontraba religiosamente todos los domingos en el parque Rivadavia, que también conocía de mi pasión por Birthday Party, mientras repasábamos las discografías de los grupos y artistas que seguíamos, me hizo notar que a pesar de haber conseguido el box-set con todos los álbumes de los australianos, me faltaba una pieza para completarla como correspondía. Insisto, en esa época no existía internet y la información se conseguía de boca en boca y muchas veces te llegaba un tanto distorsionada. Sin embargo, a Roberto, yo lo tenía como una fuente de confianza y tomé nota del título “Honeymoon in Red”. Él me dijo que se trataba de una colaboración entre Lydia y los australianos. No se equivocó. Todavía hoy le agradezco que cuando vio un ejemplar en CD de este disco en la disquería Oíd Mortales, lo compró, me llamó por teléfono para contarme lo que me había conseguido y ante mi apasionada respuesta de júbilo no pudo hacer otra cosa que llevármelo a mi casa esa misma tarde. ¡Un fenómeno!  


sábado, 11 de julio de 2020

TREINTA Y SIETE

Cuando uno es aún joven y supera cierta edad, ya no recibe más regalos para los cumpleaños, sino un poco de dinero. Sea porque no saben qué regalarte pues tus gustos pasaron a ser incomprensibles y no quieren sufrir el momento incómodo de la sonrisa falsa acompañada por un “qué lindo” o un “qué bueno, justo lo que necesitaba”, sea porque no han tenido ni tiempo ni ganas de ir a comprarte algo o, peor aún, porque han olvidado esa fecha tan importante y cubren el bache con unos manguitos, total, lo pueden adornar con un “para que te compres lo que necesites”. Aunque creo que desde los quince o dieciséis años recibía con exclusividad dinero como regalo, la única vez que me dieron una suma considerable y que valiera la pena, fue mi abuela Dora la que lo hizo. Imaginate que salí corriendo y me compré un CD doble. Había visto en Oíd Mortales, sobre la avenida Corrientes, casi en el Obelisco, un compilado de un grupo alemán que una vez un compañero de la escuela secundaria me había recomendado pero que en vinilo eran difíciles de encontrar: Einstürzende Neubauten. Ese disco, “Strategies Against Architecture II”, me abrió las puertas a un mundo totalmente nuevo. Se trataba de una forma de hacer música, de entender la música, que rompía con lo que había logrado comprender hasta ese momento. Hacía mierda las bases de la teoría musical y al romper con esas ataduras lograba reinventar el concepto y la noción de lo que conocía como “música”. Fue más que desestabilizante, más que una sacudida; fue un sismo más un terremoto más un cataclismo más una hecatombe, provenientes de cada uno de los cuatro puntos cardinales a los que se les sumó un tsunami por si algo había quedado en pie. Es un grupo que aprecio enormemente al que tuve la suerte de ver en vivo cuando vivía en Montréal. Aunque ya no estaba F.M. Einheit en la percusión y recién habían publicado el álbum “Perpetuum Mobile” que estaba lejos de sus más grandes éxitos, disfruté muchísimo de ese recital. Además, tuve la suerte de comprarles, en persona, una versión doble en digipack del álbum “Tabula Rasa”. La cereza del postre.