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viernes, 31 de mayo de 2024

CIENTO SETENTA Y DOS

Mi instrumento de elección fue la guitarra. No puedo precisar una razón para justificar esta opción. Quizás el hecho de no haber tenido en mis inicios nada más que dos instrumentos musicales a mi disposición – una armónica de juguete desvencijada, olvidada en algún cajón de mi pieza y una guitarra polvorienta, arrumbada sobre un placard de la casa de mis abuelos – sirva para anticipar una férrea argumentación. Mmmm… No sé. Ni siquiera puedo mencionar ases de la guitarra que hayan influenciado sobre mi decisión. Es cierto que desde mis comienzos como ávido devorador de discografías tuve gran interés por la propuesta sónica de un par de guitarristas que aunque no sean de consumo masivo no dejan de ser mucho más que grossos. Hablo de William Alfred Sergeant – encantador guitarrista de los británicos Echo and the Bunnymen – y de Rowland Stuart Howard – fascinante guitarrista de los australianos Birthday Party. Ambos me acompañan desde mis primeros pasos como consumidor serial de sonidos, como sonívoro empedernido. Entonces, teorizar sobre las razones por las que elegí usar la guitarra como instrumento para crear música, implica un anacronismo inevitable. 

Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que uno puede transportar este instrumento sin demasiado esfuerzo para tocar música en fogones o reuniones diversas. Sin embargo, cualquier tipo de expresión que se aproxime aunque sea vagamente al universo de todo lo conocido como “hippie” siempre me ha dado urticaria, alergia, vómitos o ganas de convertirme en un asesino de masas. Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que las clavijas pueden ser manipuladas a gusto para crear nuevas sonoridades al tensar o al destensar las cuerdas. Sin embargo, durante muchos años pensé que existía una sola manera de afinar el instrumento: E, A, D, G, B, E. ¿Quoi? Mi, La, Re, Sol, Si, Mi; si preferís. Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que uno puede decidir qué calibre de cuerdas usar y cuál será su disposición, optando por utilizar 6 cuerdas idénticas, o tres pares de cuerdas similares, por ejemplo. Sin embargo, nunca se me hubiera ocurrido hacerlo porque los costos de semejante atrevimiento resultaban prohibitivos para mi bolsillo. Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que una guitarra eléctrica permite al usuario enchufar el instrumento a una gran variedad de procesadores de sonido con los que se generan ruidos impensables. Sin embargo, en mis comienzos desconocía sobre la existencia de más de uno de estos aparatos y al pensar en efectos de sonido, pensaba solamente en el distorsionador; el resto lo fui descubriendo con los años. Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que cada uno puede decidir cómo ejecutar el instrumento, sea con una púa, sea con los dedos, sea con un arco de violín, sea con un slide, sea con un e-bow, sea con una varilla de madera, sea con una barreta de acero, sea con un destornillador, sea con una pinza pico de loro, sea con un taladro, sea con un batidor de crema, sea con un consolador, sea con un ladrillo o con un pedazo de plastilina. Sin embargo, mi dilema inicial radicaba entre aprender a usar los cinco dedos de la mano derecha o usar una púa de algún tipo de plástico. Además, esta segunda opción me tomó tiempo considerarla ya que mi primer profesor de guitarra se negó a hablar de su existencia pues consideraba que tocar con púa era un sacrilegio para todo argentino que llevara en la sangre un poco de zamba, otro de chacarera y algo de tango. Se podrían decir muchas otras cosas más. Sin embargo, a todas esas elucubraciones, a todos esos palabrerios se los lleva el viento. Me tomó bastante tiempo aprender que para concebir un estilo propio y personal cada uno tiene que tocar la guitarra como se le cante el culo. Fijate. Brian May tocaba con una monedita. Jimi Hendrix, con los dientes. Robert Fripp, sentado. Eddie Van Halen, haciendo piruetas y malabares. Tony Iommi, con un par de garfios de menos. Los Sonic Youth, con instrumentos maltrechos y destartalados. Arto Lindsay no se conformaba con no usar la afinación en La 440 Hz sino que, además, parece que hubiera decidido ponerle a su instrumento alambres de púa en lugar de cuerdas. Kurt Cobain, el muerto de Nirvana, tocaba solos usando una sola cuerda. Mark Sandman, el líder de Morphine, se zarpaba y le ponía dos cuerdas a su instrumento. Hay enfermos que le ponen siete u ocho a la guitarra y otros cinco o seis al bajo. Finalmente, hay opciones para todos los gustos.

Vengo de un contexto donde lo habitual era escuchar bandas que tuvieran una guitarra rítmica, una para los solos y un bajo. Como mucho podían sumarle alguna acústica. Lo habitual en ese contexto era lograr diferenciar las partes que ejecutaba cada uno de los instrumentos al escuchar una pieza de música. Lo habitual en ese contexto era que una guitarra sonara como una guitarra, no como un tornado que se transforma en terremoto, no como un tsunami que se transforma en huracán, no como una erupción volcánica que se transforma en diluvio universal, no como un fenómeno antinatural inexplicable, irreconocible. 

Cuando comencé a interesarme por el No Wave neoyorquino, el punto de partida fue Lydia Lunch, quizás por su vínculo con Nick Cave y sus secuaces australianos. Más o menos en el mismo momento conocí a los Lounge Lizards, los que con su visión de vanguardia del jazz me llevaron a escuchar por primera vez la guitarra estropeada de Arto Lindsay. También en aquella época, gracias a una descripción en un catálogo del sello ROIR, incluso me interesé por el despliegue rítmico del saxo de un tal James Chance, James Black o como mierda quisiera llamarse según si se presentaba con su grupo The Contortions, conThe Blacks o con The Flaming Demonics. Sin olvidarme de que además conocí, casi al mismo tiempo, las canciones destartaladas de Sonic Youth. Tiempos de novedades, tiempos de iniciación, tiempos de apertura a nuevos sonidos, tiempos difíciles de olvidar. Todas y cada una de estas propuestas me presentaba un punto de vista particular, diferente y singular. Sin embargo, eso no era todo. Con el correr de los años, me fui enterando de nombres de artistas, de nombres de álbumes, de nombres de sellos, de nombres de estilos, de nombres y más nombres que parecían ser nada más que una serie interminable, infinita, de mitos urbanos concebidos únicamente para hacer desear hasta al más estoico de los sonívoros. Entre aquellos nombres que se barajaban se destacaban D.N.A., Teenage Jesus and the Jerks, Mars, Theoretical Girls. Atando cabos, muchos de ellos reconocían la influencia de un tal Glenn Branca que con su Ensemble ejecutaba sinfonías de su autoría para múltiples guitarras preparadas para dar miedo a cualquier purista del instrumento. Otros, la de Rhys Chatham y sus composiciones para cientos de guitarras eléctricas. En el caso de Branca, mi punto de partida fue “Symphony No. 5 (Describing Planes of an Expanding Hypersphere)”, del que conseguí un ejemplar usado en la disquería Beatnick sobre la rue Saint-Denis, en Montréal. En el de Chatham, comencé con “Die Donnergötter”, una reedición impresa con una bellísima tinta metalizada de color azul del increible sello Radium, subsidiario de Table of the Elements, que conseguí en Cheap Thrills sobre la rue Metcalfe, en Montréal. Ambos discos anunciaban un camino de búsqueda implacable de sonidos tajantemente demoledores. Agarrate de lo que puedas. Atenti con el marcapasos, corre riesgo de descalabrarse. Atenti con la peluca, a ver si se te vuela.

jueves, 9 de mayo de 2024

CIENTO SETENTA Y UNO

Búsqueda incansable, búsqueda inagotable, búsqueda interminable, búsqueda sin fin, búsqueda eterna. 

Es difícil saber a partir de qué punta o de qué ovillo se empiezan a desmadejar los entramados del mundillo de la música. ¿Cuál será la pista que nos permitirá encontrar un disco más para la colección? En la telaraña de relaciones que se entretejen entre grupos, entre artistas, entre productores, entre sellos discográficos, entre cuanto boludo alegre que se calce algún instrumental hombro, ya sea por similitudes estéticas, amistades, casualidades o, simplemente, por lugar de residencia, si uno se deja llevar, llega, casi siempre de pedo, a conocer propuestas interesantes, cautivantes, sugerentes, o al menos, entretenidas. Muchas veces resulta graciosa la forma en que se descubren ciertas cosas, después de haber dado mil y una vueltas, después de haber sentido que ya no hay lugar para nada nuevo, después de haber pensado en abandonar la búsqueda. Sin embargo, azar, persistencia, constancia y un poco de olfato se conjugan para dirigir al ojo entrenado durante esas eternas búsquedas hacia algún disquito que para cualquier otro pobre mortal pasaría inadvertido en el montón. Si bien es cierto que uno nunca busca al tuntún y algo le permite asumir el riesgo de comprar sin referencias previas algún álbum desconocido de algún grupo aún más desconocido todavía. Arrojo, valentía, coraje, osadía, audacia, dan el empujoncito final para pelar la billetera. Para el común de los mortales se trata simplemente de locura o de estupidez. Pobre gente, de lo que se pierden. Prosigamos… En un principio, todo entra por la vista. Ya lo he dicho antes. Entonces, una portada con una gráfica que llame la atención de alguna manera, que estimule el sentido de la vista y, a veces, el del tacto, es un buen comienzo. Luego, cualquier tipo de corazonada se confirmará al abrir el empaque para echarle un vistazo a los créditos. Si entre los nombres que se presentan aparece alguno conocido de antemano, bingo, sonrisa de oreja a oreja, otro disco que ha encontrado a su dueño definitivo. 

Lo más importante para cualquier sonívoro es estar bien al pedo y tener mucho tiempo disponible para malgastar deambulando sin rumbo fijo por distintas disquerías, tiendas de discos, puestos o sucuchos infectos, para revolver cuanta batea se le presente prestando atención hasta al disco menos apetecible, al menos deseado, al más ignorado, al más oculto del cajón. Después, si tiene la billetera cargada o crédito en la tarjeta, mejor. Aunque no es una condición sine qua non porque generalmente estas gemas secretas se pueden encontrar en los tachos de ofertas en los que se tiran discos para olvidarlos, para dejarlos que circulen a la buena de Dios, para que algún desgraciado se anime a escucharlos. En definitiva, porque no encontraron su lugar en ninguna batea de ningún género. Paso previo al cesto de reciclado de papel o de plástico, claro. Todas estas condiciones se cumplían cuando vivía en Montréal: estaba al pedo, había muchas disquerías para visitar incansablemente porque el flujo de material disponible era inagotable y, por si fuera poco, disponía de suficiente contante y sonante como para darme ciertos gustitos, para darme el lujo de comprar algún que otro disco de algún que otro artista ignoto sin haberme enterado previamente sobre su existencia. 

Cheap Thrills, sucio y encantador antro maloliente de mala muerte que solía visitar bastante a menudo, era uno de mis proveedores habituales de música rara. Allí pasaba el rato, tanto las tardes de niebla espesa como las tardes de sol rajante, mientras los niveles de oxígeno continuaran siendo aceptables y el aire respirable. Cuando los hedores pestilentes de la alfombra vieja, grasienta, hecha jirones; de la madera húmeda, añeja, en descomposición; del papel apolillado, amarillento, rancio; y de la mugre acumulada, olvidada, abandonada en los rincones desde tiempos inmemoriales, se hacían sentir y era necesario salir a respirar aire fresco con cierta urgencia, me iba raudamente y sin despedirme. A pesar de que estas condiciones de sanidad me obligaban a permanecer atento para no flaquear y desfallecer con riesgo de perder el conocimiento mientras revolvía las bateas, lograba manotear en cada una de mis visitas a este divino tugurio material jugoso y poco frecuente. 

Así fue como di con el primer álbum de los Eternals, sin haberlo buscado, sin haberlo deseado, sin haber sabido de su existencia de antemano. Al manotearlo me enteré de su relativa relación con los muchachos de Tortoise. Palabras mayores para la música instrumental. 

Como todo tiene que ver con todo y los vínculos se establecen de maneras aleatorias e imprevisibles, al continuar hurgando entre la discografía de estos muchachos de Chicago, me topé con un álbum split en el que los yanquis compartían cartel con unos brazucas todavía menos conocidos que ellos. Mi prejuicio me hizo dudar y casi no lo compro. Cuando me dicen Brasil, pienso en minas en pelotas moviendo sus culos sudados – algunos dignos, otros no tanto. Pienso en joda eterna. Pienso en samba y tengo pesadillas. Pienso en algún que otro traba gordo, fofo y espantoso que aparece revoloteando entre esos carruajes decadentes, sobrecargados de lentejuelas y telas brillantes, que no hacen más que rebajar a la dignidad humana a su mínima expresión. Honestamente, no consumo música bailable, te habrás dado cuenta. Me irrita que la gente piense que la música debe rebajarse a acompañar a cualquier tipo de danza o expresión corporal en lugar de ser la auténtica protagonista del evento. 

Finalmente, me equivoqué. El grupito brasileño, llamado Hurtmold, me sorprendió para bien y terminé rastreando sus discos en varios países y en varios continentes. El primero que compré lo conseguí en Estados Unidos, el famoso split. El segundo, en Toronto, Canada. Otros, en Tokyo, Japón, porque uno de los integrantes tiene ascendencia japonesa y sus contactos los habilitaron para que varios de sus álbumes fueran publicados en el país del sol naciente. Los últimos que compré, los encargué directamente a su sello de São Paulo, en Brasil, un país que no tiene mucho más para ofrecerme. Sólo alguna que otra minita apetitosa, alguna que otra playa más o menos linda, algún que otro chocolate gustoso o alguna que otra fruta refrescante. Nada que no logre superarse.



sábado, 1 de octubre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y OCHO

La tentación se presenta en varias formas para un comprador de discos. Podemos decidir fanatizarnos por un grupo, por sus integrantes. Podemos obsesionarnos por seguir la carrera de algún cantante, de algún músico, de algún compositor, de algún intérprete, de algún arreglador, de algún productor. Podemos apasionarnos por tal o cual instrumento; sea por los de cuerdas, sea por los de viento, sea por los de percusión, sea por los acústicos, sea por los eléctricos, sea por los electrónicos. Podemos enfermarnos por un género, por un estilo, por un tipo de música. Podemos embobarnos por algún sello discográfico. El problema se presenta cuando nos enganchamos con cada una de las formas con las que se nos presenta la tentación. Jodido para el cerebro pero fundamentalmente para el bolsillo. Cuando el gusto es amplio, no hay billetera que aguante. Por esa razón, uno se ve obligado a convertirse en un experto especulador, conocedor de los mejores reductos donde estirar al máximo los billetes, las tarjetas de crédito o de débito, para no quemar el presupuesto diario estipulado para la compra de discos y quedar en rojo desde la primera semana del mes. Tanto en Buenos Aires como en Montréal me especialicé en encontrar las disquerías que ofrecieran los mejores precios sin necesidad de recurrir al desagradable, al infame regateo; sin prescindir ni de la calidad de la música que consumo ni del buen estado de los discos que compro, obvio. 

Recuerdo que un día, cuando trabajaba en la agencia Soleil Communications de marque, rompieron el chanchito y me inscribieron en un curso para que aprendiera los rudimentos básicos del lenguaje HTML para poder enchufarme algunos sitios de internet para que los laburara – responsabilidad que hasta ese momento había eludido con extremada destreza diciendo que no conocía ese lenguaje de programación. ¡Mentira! No solo sabía perfectamente cómo manejar ese lenguaje, sino que además lo detestaba desde lo más profundo de mi ser. Razón por la cual, me hice debidamente el boludo para evitar tener que lidiar con el infame y desagradable Diseño Web. Resumiendo, durante una semana tuve que fumarme un curso en el que me explicaron todos y cada uno de los conceptos que ya conocía. A pesar de que fue un plomazo, tuve buena suerte porque además de pagarme para no ir al trabajo, el cursito terminaba a las tres de la tarde. ¡Un golazo! Lo mejor: quedaba a dos pasitos de Cheap Thrills una de las tantas disquerías que me permitieron acceder a material de segundamano que contribuyó con mi educación musical. Durante esa semana, creo que fui a ver discos todos los días. Te preguntarás si compré alguna cosita. ¡Claro que sí! 

Creo que cada uno de los discos que fui comprando durante mi vida llegó en el momento justo, acompañando algún interés que se había despertado para llamar mi atención. Durante esta semana de vagancia, caí sobre un grupo del sello Thrill Jockey. Sello que había conocido gracias a Tortoise y a algunos otros exponentes de la música norteamericana que optaban por mantenerse apartados de los clichés típicos de la música yanqui. En una entrevista al grupo en cuestión, los muchachos citaban como gran influencia a Gavin Bryars – un compositor y contrabajista inglés, reconocido por sus aportes al minimalismo, a la música experimental, al neoclasicismo y al ambient; que escuché por primera vez gracias a Tom Waits. Como después de tanto tachín-tachín, de tanto sonido al palo, se hace necesario un período de introspección, calculo que previamente había estado enganchado con algo de música electrónica. Me fui para el otro lado. Este grupo usaba todos instrumentos acústicos. Tentador. En alguna de esas tardes en la disquería de la rue Metcalfe, recorriendo las bateas, vi uno tras otro todos y cada uno de los álbumes de Town and Country. Cuando sumé los precios de los seis discos, me percaté de que el monto se elevaba a chirolas si lo prorrateaba con la cantidad de material nuevo que tenía entre mis manos. Sin dudarlo, sin haberlos escuchado antes, me los llevé, sin titubear. Esta compra fue el puntapié inicial para comenzar a profundizar en la obra del contrabajista Joshua Abrams. Un tipo que años más tarde me mostraría nuevas formas de pensar y ejecutar el jazz. Un tipo en tensión entre la tradición y la experimentación. El agua y el aceite. Aunque te parezca mentira, todo tiene que ver con todo. 

lunes, 27 de junio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y DOS

Para todo existe una primera vez. En el día que me viene a la memoria, estrené dos experiencias musicales de diferente índole. Una fue mi presencia en un concierto, la otra fue la compra de un CD. Dirás que desvarío, que, conociéndome, no tiene nada de extraño que un sonívoro avezado como yo asista a un concierto o que compre un CD, que se trata de una obviedad que no altera en nada la habitual evolución de los hechos para mi estilo de vida, que no es un suceso aislado que pueda llamar la atención en el cotidiano de un amante de la música que colecciona discos, que se trata casi de una rutina, que no tiene nada de especial, de raro. Es cierto. Sin embargo, un par de detalles comprueban la sutileza de la diferencia. 

Primero, el concierto en cuestión no era un concierto cualquiera, sino una ópera. Tampoco se trataba de una ópera cualquiera, sino de una en la que tocaban con instrumentos de época: laúd, clavecín, viola da gamba… Además, el concierto en cuestión no tuvo lugar en un teatro cualquiera, sino en una universidad. Tampoco era una universidad cualquiera, sino la mismísima Université McGill sobre la rue Sherbrooke Ouest. Desde la vereda, antes de entrar, te das cuenta de que se trata de un edificio de lujo.

Por otro lado, el CD en cuestión no era un disco cualquiera sino la obra de un venerado chanteur de charme devenido artista de culto. No se trataba de un artista de culto cualquiera, sino de uno que se merecía el honor de ocupar tal lugar, aunque para mí, al momento de comprar su disco, se tratara de un auténtico desconocido. Miento. Su nombre, lo conocía por los típicos rumores que te incitan a acercarte a uno u otro artista, por el boca en boca. Su obra, era un misterio. Finalmente, el CD en cuestión no lo compré en un lugar cualquiera, sino en la mismísima Cheap Thrills, la icónica disquería de Montréal que tantas alegrías le ha dado al melómano empedernido que llevo dentro – aunque en algún momento el pútrido aire espeso que se respiraba al comenzar a subir las escaleras que llevan al local haya comenzado a parecerme repulsivo. Desde la vereda, antes de entrar, te das cuenta de que se trata de un edificio en decadencia.

A la ópera, me invitó mi amigo Daniel, especialista en la materia. Al salir del recinto, hablando de algún que otro libro, quizás estimulado por los aires británicos del “quartier anglophone” en el que nos encontrábamos, me preguntó si conocía alguna librería de usados que ofreciera sobre todo títulos en la lengua de Shakespeare. Sin dudarlo, lo invité a cruzar la calle y a caminar una o dos cuadritas hasta la rue Metcalfe. Era viernes y la tienda que le quería hacer visitar solía estar abierta hasta las 22:00 horas. Teníamos tiempo de visitarla. Delante de la puerta, Daniel constató al leer el cartel que también se trataba de una disquería. ¿Cuando no?, habrá pensado. Finalmente, le interesó. Mientras él miraba los estantes de los libros, no pude hacer otra cosa que mirar los de los discos. Como cada una de las tantas veces que visité esta disquería, este templo, este antro, no logré salir con las manos vacías. La verdad es que Cheap Thrills es una tienda de discos ideal para arriesgarse a comprar álbumes de artistas desconocidos. No solo porque tienen discos que jamás encontrarás en otro lado, sino porque, además, los precios suelen ser accesibles. Imposible resistirse a la tentación.

Recuerdos de la ópera no conservo muchos más de los que acabo de mencionar. Sin embargo, de la visita de aquella noche a la disquería, aún conservo celosamente el álbum “Tilt” del emérito Scott Walker, retirado del foco de los flashes y de las cámaras de las revistas consagradas a adolescentes perturbadas por la belleza y la vida íntima de sus ídolos para dedicarse a diseñar, pergeñar, álbumes de una perfección atípica que lo han alejado de la efímera frivolidad de la juventud para instalarlo en el trono de lo imperecedero al que solo unos pocos artistas extraordinarios logran acceder. Pero sobre todo, conservo una sensación que no logro definir en palabras. Una sensación que creo entender como la certeza de la existencia de un antes y un después de esta experiencia sonora sin igual. Como si la música de este benemérito señor me hubiera abierto una puerta, una brecha, para presentarme con anticipación el futuro lejano, distante, remoto, improbable, de la canción popular, después de haberme despertado sin piedad con un baldazo de agua fría. Con un lenguaje musical singular, particular, me ofreció su punto de vista de cómo sería una canción: procesada, desmenuzada, amalgamada, hecha añicos, hecha trizas, para luego transformarla en algo único e irrepetible, impensable. Un lenguaje propio, nunca antes imaginado, visionario. Un lenguaje que hasta el momento ningún otro artista ha sido capaz de descifrar, de comprender. O, simplemente, nadie se ha animado ni a retomar, ni a continuar.

Quizás la respuesta se encuentre en el título del documental “Scott Walker - 30th Century Man”, donde se lo puede ver a Walker en el estudio, escondido detrás de la visera de su gorrita y de sus gafas oscuras, mientras graba su álbum de “The Drift”. Cuando una persona, un artista, posee cualidades fuera de lo común, fuera de serie, se suele decir que proviene de otro planeta. En este caso, a dichos atributos extraordinarios se los carga con la facultad de la anticipación. Lo que presenta a Scott Walker – Noel Scott Engel de nacimiento – como un genio incomprendido en su época por valerse de un lenguaje musical visionario, de avanzada, aún inexistente en el momento en el que produjo su obra. Sin lugar a dudas, se trata de un auténtico rebelde que transita su propio tiempo, que se niega a respetar las exigencias del mercado – desinteresado por el éxito comercial, que esquiva la popularidad, que pareciera aspirar al anonimato, a la invisibilidad, en un mundo donde la imagen es tan valorada, que da rienda suelta a sus obsesiones personales sin pedir permiso para hacerlo, que se anima a exponer sus pesadillas y a confrontarlas. Razones por las que, lamentablemente, mucha gente ha quedado excluida del beneficio de disfrutar de una genuina e incomparable obra de arte sonoro que influenciará a las futuras generaciones que osen aventurarse en una experiencia musical desestabilizante.      

martes, 7 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y TRES

En épocas de vacas flacas, conocí muchos nombres de artistas que me llamaban la atención, otros que me recomendaban, unos cuantos con los que me cruzaba por ahí cuando visitaba las tiendas de discos. En suma, eran muchísimos más los artistas de los que tenía que privarme la compra de discos que aquellos a los que accedía a escuchar e incluir en mi colección. Acumulaba largas listas con nombres de álbumes o canciones, nombres de grupos o solistas, nombres de sellos o compañías discográficas, nombres de estilos o géneros musicales, con la esperanza, con la ilusión, de que algún día pudiera encontrar, conseguir, alguno de esos álbumes a un precio que me permitiera confirmar que la espera había valido realmente la pena. Debo admitir que el final no siempre fue feliz, que muchos de esos artistas se quedaron en la promesa, que la música que ofrecían no había resistido al paso de los años y que habría sido mejor quedarse con la ilusión. Afortunadamente, con otros el deleite fue tan inmenso que me atrevo a decir que sirvió para compensar las desilusiones, el trago amargo al reconocer las expectativas como vanas e inútiles. No todo lo que brilla es oro. No todos los discos, no todos los artistas, que te recomiendan valen la pena ser escuchados. No todos los discos que ofrecen las tiendas valen la pena ser comprados para hacerles un lugarcito en nuestra colección, para atesorarlos. No toda la música que ha sido grabada vale la pena. Mucha de esa música solo sirve para ilustrar cómo se puede perder el tiempo en un estudio de grabación al registrar sonidos reiterados, imitados, hasta el hartazgo. Sonidos que no proponen nuevas ideas, nuevas sensaciones, nuevas combinaciones, nuevos rumbos. Sonidos a los que les digo basta, les digo que es suficiente, que me cansaron, que me resultan aburridos, sin vida. Hace muchos años, el cantante de un grupo con el que solíamos hacer recitales me preguntó a qué artista imitaba para concebir mi música. Me descolocó. No podía creer su pensamiento. Me parece inútil andar ofreciendo música afanada sin un toque personal. Si bien es cierto que las influencias son necesarias, imprescindibles, para definir el rumbo que se comenzará a transitar, también es cierto que cuando se escucha mucha música las referencias se vuelven difusas, se entrelazan, se entremezclan, se enriquecen. Por otro lado se espera que los distintos grupos que ofrecen músicas que encasillamos en el mismo género, en el mismo estilo, tengan algo diferente, algo singular, para ofrecer que justifique su existencia. 

Conocí al trip-hop gracias a Portishead. Grupo que me impactó por su profunda melancolía y su cadencia eterna. Luego, conseguí algo de Massive Attack, cuya condescendencia a la hora de producir hits tan memorables como cuestionables al navegar por aguas un tanto turbias me pareció digna de admiración. Más tarde, pude escuchar a Tricky, el chico malo. Feo, feísimo, mezcla de asesino serial, violador, pedófilo, proxeneta, dealer, mafioso, o simplemente sociópata. Tan pero tan feo que un día en el que lo vi tomando un café, por la tarde, en una terraza en las calles de París, a plena luz del día, salí corriendo cuando me devolvió la mirada. Una mirada penetrante, de esas que meten miedo, que te dice: me reconociste, pero no te atrevas ni a acercarte ni a dirigirme la palabra o sos boleta. Su música me había causado un efecto similar, casi salgo corriendo, espantado. Entre esquiva y desagradable, con cierto gustito amargo, autodestructivo, que llamaba la atención, a pesar de todo, como para intentar dedicarle un tiempito y enriquecer mis oídos con sus ritmos fracturados, sus voces quebradas, roncas, de noctámbulo crónico que parece no dormir desde que nació. Desafortunadamente, muy a pesar de las recomendaciones de mi amigo Cristian no logré escuchar ni a Laika ni a Moonshake sino hasta varios más tarde. En Montréal, en menos de una semana de hurgar en varias de las disquerías que frecuentaba, en la de Sainte-Catherine est que conocí el día que llegué a la ciudad, en La Subalterne que quedaba a pocas cuadras del departamento donde vivía, en L’échange que me sorprendía cada vez que la visitaba, en la de la esquina de Mont-Royal Est y Saint-Hubert que desapareció sin dejar rastros, en L’oblique que me dio tantas alegrías, en Cheap Thrills en la que a medida que subía las escaleras, el machimbre vencido por la humedad, los años o las polillas, exhalaba el hedor de la decadencia. Cada vez que visitaba esta tienda pensaba que podría ser la última. No me habría extrañado que un día esa casa vieja se derrumbara o que sus cimientos terminaran por hundirse definitivamente. En todas ellas conseguí algún disco sea de Laika, sea de Moonshake, que como sabrás tienen un pasado común, una historia que los emparienta. Sin embargo, el abordaje estético de cada uno de ellos ofrece tintes que los alejan al punto de parecer aguas turbulentas y aceite en ebullición. Ninguno de los dos grupos detenta una basta discografía. Algunos LPs, algunos EPs, algunos singles. Me impactaron, me sorprendieron tanto que no pude resistirme a rastrear todos y cada uno de los CDs que me faltaban por internet. En poco tiempo, había conseguido todos los discos disponibles de estas dos bandas que supieron abusar del sampler y de los loops para crear una música basada en el plagio creativo, en el afano honesto, en la toma de referencias para la deformación, en la influencia sin recurrir a la imitación, al calco. En síntesis, dos bandas que supieron como ninguna crear, cada una de ellas a su manera, su sonido, totalmente nuevo y reconocible – uno femenino y sensual, el otro masculino y desbocado – tomando prestados elementos sonoros de las más diversas fuentes para manipularlos y apropiárselos logrando reinventar un género para el que se suponía que otros pesos pesados ya habían sentado las bases, ya habían creado la receta. Un chispazo, un fogonazo. Sangre nueva que enriquece a este género musical con el que lamentablemente cada uno de sus exponente más interesantes sólo han sabido deleitarnos publicando un puñado de LPs, algunos EPs y unos cuantos singles. Lo bueno, si breve, dos veces bueno, decía una profesora de historia de mi escuela secundaria a la que seguramente le molestaba leer las interminables tareas mal escritas de sus estudiantes. Lo transpolo al mundo de la música en el que algunos artistas no hacen más que acrecentar, abultar – innecesariamente – su carrera discográfica sumando grabaciones en las que no dejan de repetir, de imitar a otros músicos. No dejan de repetirse ofreciendo una y otra vez la misma canción con distinto título. Valoro la honestidad de grupos como Laika, Moonshake o Portishead que quizás sintieron que no tenían nada nuevo para ofrecer y prefirieron guardarse antes que continuar refritando ideas de antaño hasta el infinito. 

martes, 26 de octubre de 2021

CIENTO VEINTINUEVE

Australia... el mar que rodea a esa inmensa isla, las grandes olas, el surf. Australia... una fauna salvaje más que extraña: el koala, el canguro, el ualabí, el dingo, el ornitorrinco. Australia... Cocodrilo Dundee, Steve el cazador de cocodrilos – que en paz descanse. Australia... Nick Cave, cantautor de culto adorado hasta el hartazgo. Australia... cuna de algunos otros artistas de la música pop tan geniales como desconocidos para el vulgo. 

En la escuela secundaria, leí para la clase de inglés la novela post-apocalíptica “The Day of the Triffids”, del escritor británico de ciencia ficción John Wyndham. Casi una premonición. Años más tarde, no solo continué interesándome por este género literario sino que, además, comprendí que el título de esta obra había servido de inspiración para que los muchachos de una bandita originaria de la ciudad australiana de Perth dieran nombre a su proyecto musical. Para mi sorpresa, se dice que otra bandita australiana, esta vez oriunda de la ciudad de Brisbane también tomó su nombre de una obra literaria, aunque de otro novelista británico, claro. No he leído “The Go-Between”, no he leído ninguna obra de L. P. Hartley. Sin embargo, la perspicacia que adivino en ambos cantautores del grupo en cuestión me lleva a confiar en que se trata de una lectura pendiente para mi cultura general. Resulta muy interesante descubrir que unos pibes que comenzaron su carrera artística estimulados por los coletazos del movimiento punk de la época, movimiento habitualmente estereotipado como contracultural, movimiento que busca demoler los pilares de la cultura establecida, recurrieran desde un principio a la literatura, a los libros, como base en la construcción de su obra, medio tradicional e históricamente utilizado para la conservación y la transmisión de la cultura.

Ambos grupos poseen una calidad inestimable para la música pop. Su carrera ha sido incuestionable e intachable. No han grabado ni un solo álbum flojo. Algo que no se pude asegurar de otros que detentan público a rabiar. Dado que estos dos grupos sostienen su valor gracias a diferentes elementos, me resulta imposible establecer una preferencia. El primero, con un cantautor carismático y metódico. Con un bajista al que a primera vista pareciera que el instrumento le queda un par de talles más grande y, no obstante, se las ingenia para taparnos la boca con sus bases monumentalmente sólidas y precisas. Con otros cuatro miembros que completan a la perfección un combo inigualable. El segundo, más sintético aunque no por eso menos contundente, con dos cantautores ingeniosos y personales. Con una serie de acompañantes inestables que supieron ser reemplazados sin remordimientos. Con esos dos líderes que eran el corazón del proyecto. Ellos dos eran los que estaban en el centro de la atención, los que llevaban y traían las bellas canciones, los intermediarios entre la razón y las pasiones.

A pesar de que conocía sobre su existencia desde mi adolescencia, recién pude empezar a comprar discos de estos grupos mientras vivía en Montréal. Recuerdo que el primero que conseguí fue “Liberty Belle and the Black Diamond Express” de los Go-Betweens. Lo compré en la disquería Cheap Thrills, sobre la rue Metcalfe, a media cuadra de la rue Sherbrooke ouest, cerquita de la Université McGill, en un primer piso por escalera. Iba en bicicleta o a pata, según el clima o la época del año. Me quedaba a unas quince cuadras. Ese día había salido a pasear con la bici. De pasada, subí a pispear las bateas y, como de costumbre, encontré algo de mi interés. Lo que me sorprendió ese día, no fue mi proceder, no fue esa disquería que llegué a conocer casi de memoria. Sino que, al regresar al edificio donde vivía, me encontré en el hall de entrada con un vecino con el que solía conversar. Seguramente, yo estaba muy contento por haber finalmente conseguido un disco de este grupo australiano y quise compartirlo con el primero que se me cruzó. Luego de mostrarle el disco, la jeta del tipo combinada con un comentario desvalorizante sobre el gasto de dinero en este tipo de objetos, que para él eran innecesarios, superfluos e inútiles, me invitaron a reflexionar sobre lo aburrida que debía ser la vida de ese pobre mortal. No solo no escuchaba música de ningún tipo, sino que parecía no tener ninguna pasión. ¿Para qué carajo amarrocar los pocos morlacos que un laburante llega a acumular si no es para darse un gustito con pequeños placeres cotidianos? ¡Vaya vida de mierda llevaba ese flaco! Aunque, pensándolo bien, quizás me equivoque. Andá a saber si no se patinaba toda la guita en escorts. Mmmmm... Ahora que recuerdo, siempre me presentaba un primo diferente. Seguro que se la patinaba toda en taxi-boys. No queda otra. 

sábado, 31 de julio de 2021

CIENTO VEINTIDÓS

Todos tenemos alguna que otra obsesión. Están los que escuchan sus discos según el orden que les han asignado en una caja de zapatos y respetan el turno de cada uno de ellos para evitar reproducir más uno que otro. Están los que escuchan discografías completas siguiendo el orden de aparición de cada álbum. Están los que compran distintas versiones de un mismo disco solo porque una trae un póster y otra una postal. Están los que compran las versiones japonesas de los discos a pesar de saber que los bonus tracks exclusivos para el mercado japonés generalmente son el desecho de las sesiones de grabación del álbum. Estamos los que compramos un disco por la imagen de la portada apostando al buen gusto y a la experiencia. Están los que solo compran un disco siempre y cuando no sea la edición nacional. Están los que aseguran no poder disfrutar de la música grabada si no la escuchan en vinilo. Están los que compran vinilos porque se han vuelto chic y se sienten atraídos por la onda retro-vintage que emana de ese objeto inútil si no tenés bandeja giradiscos en tu casa. Están los que saben que querés comprarles un disco que ellos tienen, te lo muestran y cuando le preguntás por el precio, finalmente, te dicen que decidieron no venderlo. Están los que compran CDs, compran vinilos, compran DVDs, compran casetes, compran lo que venga, y no tienen ni puta idea, ni de lo que han acumulado, ni de dónde han apilado el nuevo material que, evidentemente, nunca escucharán. Están los que compran y venden, vuelven a comprar para volver a vender el mismo disco por segunda vez, para finalmente confirmar que les sigue interesando tenerlo en su colección y que son unos pelotudos que perdieron tanto guita en las operaciones de compra-venta como un álbum que les gustaba y del cual nunca deberían haberse desprendido. Están los que atesoran discos por duplicado sin esgrimir ningún tipo de argumento. Están los que van tachando los títulos de los álbumes que consiguen en el catálogo del sello que coleccionan. Estamos los que hacemos listas interminables con todos los discos que desearíamos incluir en nuestra colección. Están los que aseguran que nunca comprarán otro disco mientras revisan las bateas desbordantes de alguna disquería que nunca antes habían visitado. Están los que han sido beneficiados por la tecnología y cada vez que visitan una disquería comprueban en un listado de Excel que llevan en su tablet que el disco que están a punto de comprar no lo tienen repetido. Están los que solo conocen la carrera discográfica de sus artistas preferidos a través de compilados o greatest hits. Están los que entran a una disquería decididos a salir del local con algún disquito que no exceda el presupuesto miserable que se han fijado de antemano, sin importarles ni el intérprete ni el género. Están los que compran cualquier cosa que tenga impreso el nombre de su artista de predilección. Están los que nunca han desarrollado un gusto personal y son llevados de las narices por alguna moda o por algún individuo carismático que les sirva de referente. Están los supuestos melómanos rockeros que en su vida solo han escuchado cuatro discos de los Beatles o, quizás, de los Ricotitas, tres de Soda o, quizás, de los Stones, dos de Floyd o, quizás, de Divididos y uno de Serú o, quizás, de Nirvana. Están los supuestos audiófilos que solo bucean nuevos sonidos a través de Spotify, pues ofrece los MP3 en alta calidad. Estamos los sonívoros que buscamos nutrirnos con todos los ruidos y todos los sonidos que andan dando vueltas por ahí, donde sea, como sea. Están los monofanáticos que le brindan fascinación exclusiva a un único artista. Están los que cuando te ven comprar un disco te advierten que la primera época de ese grupo era muchísimo más copada, pretendiendo hacerte sentir que tiraste tu plata a la basura. Están los que conocen y escucharon algún disco más que vos de tu artista preferido y te lo restriegan por la cara. Están los que sabiendo que hacés música y que coleccionás los discos de algún fulano inmediatamente te etiquetan como imitador del artista en cuestión. Está el que pensando que algún artista top está en franca decadencia sostiene que él logrará ocupar el lugar vacío que deja esa estrella caída. Están los que cuando compran un disco nuevo cortan el celofán con extrema prolijidad usando una trincheta para poder reutilizarlo. Están los que conservan cada uno de los stickers promocionales que acompañan a los discos, en los que los sellos discográficos suelen brindar, sea alguna información relevante para seducir al potencial comprador, sea algún comentario o crítica favorable de la prensa que estiman atrayente para cautivar nuevo público para sus artistas. Están los que al comprar un disco cuya tapa está impresa en negro pleno sufren como condenados al anticipar las marcas de sus huellas dactilares y saber que nunca lograrán removerlas. Están los que al comprar discos usados los someten a una limpieza profunda utilizando diversos productos – alcohol, bencina, detergente, jabón líquido, pasta de dientes – como si de esa manera fueran a lograr borrarles su pasado en manos de otro y pudieran recuperar su estado original, rebobinar el tiempo hasta el momento justo en el que el disco salió del celofán. Están los que usan guantes de cirujano para sacar los discos del empaque y ponerlos en el equipo. Están los que no logran conciliar el sueño y sufren de insomnio cuando prestan algún disco de su colección. Están los que escriben su nombre en los discos esperando que, si los pierden, de esa manera, podrían llegar a recuperarlos. Están los que escriben música para películas imaginarias, inexistentes. Estoy yo que adoro los simples y los EPs y sigo comprándolos a pesar de que muchos de mis amigos insistan sobre su inutilidad por su breve duración y por la poca cantidad de canciones que ofrecen.

Tengo que admitir que cuando se me pone algo en la cabeza, no paro hasta lograrlo. Yo quería tener la discografía completa de un negrito que había tocado el bajo en un par de bandas que me resultaban más que interesantes. Creo que ya te he hablado de él. En Buenos Aires había logrado conseguir algunos de sus álbumes, cada uno en una tienda distinta. “Moss Side Story” en Tabú. “Soul Murder” en Rock’n Freud. “The Negro Inside Me” en Abraxas. “Oedipus Schmoedipus” en El Oasis. “As Above So Below” en Oíd Mortales. “The King of Nothing Hill” en Bonus Track. También estaba decidido a conseguir sus simples, que eran unos cuantos. En Buenos Aires, imposible. Por suerte, al llegar a Montréal conocí rápidamente la existencia de La Subalterne donde pude encontrar al menos tres de ellos. Luego, conocí Beatnik, L’Oblique, L’Échange y Cheap Thrills, donde fui consiguiendo los que me faltaban. Cuando para completar su discografía solamente tenía que sumar “Delusion”, la única banda de sonido que Barry Adamson había compuesto hasta ese momento – sin contar la de “Gas Food Lodging” en la que su participación era más que breve, álbum que ya había conseguido en una disquería de mala muerte que en algún momento operaba en la avenida Corrientes a metros de la avenida Callao, supe que no me quedaba otra opción que encargársela a los muchachos de Atom Heart que en unos pocos días me hicieron tan feliz al entregarme el CD como debe haber estado el viejo Barry cuando por fin le comisionaron la música para una película. A él que desde hacía rato venía demostrando que era un grandísimo maestro en la composición de bandas de sonido, aunque les faltara la película. 

Estamos los que en la pesquisa de los discos que queremos para nuestra colección abrimos el abanico y nos damos la posibilidad de conocer todas y cada una de las tiendas que estén a nuestro alcance, sin atarnos a ninguna de ellas.

viernes, 30 de octubre de 2020

SETENTA

¡Qué nombre artístico se fue a inventar este flaco! Lo conocí cuando compré el primer álbum de These Immortal Souls y me gustó su estilo al tocar y el sonido de su batería. Un día, vi en la vidriera de Oíd Mortales su álbum “Change My Life”. Lo cambié por algo o lo compré, no recuerdo. Lo cierto es que me gustaron sus canciones simples y su música despojada y todavía lo tengo. Luego, intenté comprar a través de Amazon sus otros dos álbumes: “Sleeping Star” y “Rise Above”, porque me había enterado de que Rowland S. Howard tocaba la guitarra en algunos temas. Como podía fallar, falló y los discos nunca me llegaron. La verdad es que no tuve mucho tiempo para lamentarme porque el primero lo conseguí en Abraxas, unos meses más tarde, mientras miraba la batea de las ofertas, y el otro, un par de años más tarde, cuando vivía en Montréal, se lo encargué a los muchachos de Atom Heart y me lo consiguieron sin mucho trámite. 

Aquí no terminan mis aventuras (o desventuras) para conseguir los álbumes del difunto Epic Soundtracks. De alguna manera, en Canadá, me enteré de la existencia de un compilado llamado “Everything Is Temporary”. Lamentablemente, no aparecía en ninguno de los catálogos que Raymond y Francis consultaban por lo que era imposible encargarlo a través de la disquería de la calle Sherbrooke Est. Una auténtica rareza. 

Como te podrás imaginar, nunca he limitado mis compras de discos a una sola disquería. Me atrevo a asegurar que mientras viví en Montréal compré al menos un disco en cada una de las disquerías que existían en la ciudad. Además, nunca me rendí ante los malos presagios a la hora de preguntar por la disponibilidad de un disco. Si me dicen: está descatalogado, es de importación, es una edición limitada, nunca lo reeditaron; para mí no significa que no se pueda conseguir, e insisto en la búsqueda. Quizás eso sea lo más divertido, lo que le asigna un verdadero y auténtico valor a cada disco: el tiempo que uno le dedica a revolver entre pilas de discos y más discos para obtener como recompensa aquél que uno pensaba inconseguible.

Un día que visitaba La Bouquinerie du Plateau sobre la calle Mont-Royal Est, encontré este compilado fantasma de este muchachito. Para ese entonces, también me había enterado de que era el hermanito menor de Nikki Sudden, lo que acrecentaba un poco más mi respeto por su música y mi alegría al ver ese álbum por primera vez en vivo y en directo. No te apresures, no festejes tanto... Para alimentar aún más la mística de este CD, cuando llegué a mi departamento y lo puse en el reproductor. El único sonido que logré extraerle fue el de la bandeja girando. Subí el volumen. Toqué los cables. Los de los parlantes y los RCA. Nada. Mutis por el foro. No se me ocurrió otra idea mejor que la de insertarlo en el equipo de DVD para confirmar que la causa del inconveniente no era el reproductor de discos. Instantáneamente, al prender la televisión, no solo confirmé que el equipo de audio funcionaba a la perfección sino que también confirmé que sería imposible que pudiera reproducir ese disco porque no se trataba de un disco de música sino de una película: en la pantalla pude ver las imágenes de algún ignoto largometraje asiático que al no haber estado traducido ni subtitulado nunca pude identificar. Miré el disco por delante y por detrás. Las láminas no mostraban signos de falsificación. El estampado del CD era perfecto y coincidía con el álbum que yo esperaba escuchar. Pero nada. El contenido era otro. Si todo esto te parece difícil de creer, dame un poquito más de crédito y creeme un poquito más porque en el negocio me devolvieron la guita sin chistar cuando les expliqué lo que había sucedido. Se reían, claro, pero recuperé mi dinero.

Años más tarde, en alguna de mis salidas en bicicleta de los fines de semana, pasé por Cheap Thrills en la calle Metcalfe y a que no sabés qué encontré. Sí, por segunda vez, me topaba con un ejemplar de “Everything Is Temporary”. Para asegurarme de su contenido, le pedí permiso al vendedor para escucharlo un poco con la excusa de confirmar que esa música podría gustarme. Después de tantas peripecias di con el bueno. No hay duda, este álbum tenía que estar en mi colección.