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domingo, 28 de febrero de 2021

NOVENTA Y NUEVE

Me gusta revisar las bateas de las ofertas. Siento que allí puede esconderse alguna gema. No sé si es para tanto pero casi siempre veo algo que llama mi atención y termino comprándolo. Me pregunto si será por el precio o por un interés genuino. Finalmente, no puedo asegurar que los discos que he conseguido en esas búsquedas sin rumbo hayan cambiado definitivamente ni mi vida ni mi percepción sobre la música, pero me resulta entretenido el momento. Se asemeja a la cacería de algún tesoro escondido, olvidado, abandonado, que espera ser descubierto. 

En la época en la que trabajaba en el diario PubliMetro, como estaba en el centro y cerca de todo, muchas veces durante la hora del almuerzo iba al local de Tower Records que estaba sobre la calle Florida, en una especie de sótano o subsuelo. Era un local enorme, en el que tenían mucho material. A pesar de ser un lugar en el que uno podría expresar el máximo nivel de júbilo al estar rodeado de tanta música, de tantos discos, el espacio me parecía un poco frío, quizás demasiado iluminado. Claro, de no ser por los tubos fluorescentes que daban un ambiente de heladera de supermercado, seguramente hubiera terminando asemejándose a una covacha, a una cueva o a una catacumba; lo que habría espantado a más de un potencial cliente. Como en esa época la gente compraba CDs como pan caliente, no me extraña que hayan optado por darle el look de las góndolas de un hipermercado. De última, la gente reconoce ese tipo de espacios, le son familiares y para enchufarle todos los discos que habían importado sin cuestionarse si coincidían con el gusto del público argento, necesitaban lograr que la clientela no se sintiera ajena, que se reconociera de alguna manera como perteneciente a ese sitio, aunque no entendiera ni jota de lo que se le presentaba ante los ojos o a través de los oídos. Como estaba medio de onda comprar discos en Tower, y la gente parecía sentir que había entrado en un micro-cosmos que la transportaba andá a saber a qué tienda de New York o de Los Angeles o de Chicago, muchos compraban cualquier cosa, sin cuestionarse si sería de su interés o de su gusto. Quizás, a mi podría haberme pasado lo mismo cuando tomé “Fuse” de Joe Henry del cajón de los saldos, pues debo admitir que lo compré porque estaba barato y me gustó la foto de la tapa, no porque tuviera referencia alguna sobre el tipo. Pero no. El disco, al final, me gustó. Aunque no era genial, me abrió el apetito para ir comprando otros álbumes de este cantante yanqui. La gran mayoría de ellos usados, por ende, también a bajo precio. Un beneficio que extraño de las disquerías de Montréal. Los usados, allá, los venden a la mitad de precio de los nuevos; a veces, aún menos. Un deleite. No sucede lo mismo con muchos de los disqueros porteños que con la muletilla “está fuera de catálogo” intentan desplumarte sin anestesia. Lamentablemente, ellos mismos se han ido cavando la fosa y nos arrastran con ellos. El argentino promedio no perdió interés en comprar discos. Siente y sabe que está siendo estafado y, como para la gran mayoría de los mortales comprar un disco no es esencial, dejan de hacerlo y se consiguen unos MP3 en algún torrent rumano que les llena las computadoras de virus. Al menos, los navegadores de sus máquinas se la pasan abriendo y mostrando sitios de pornografía. Todos contentos. Salvo los verdaderos amantes de la música, de los discos, porque cada vez se consiguen menos cosas interesantes en los barrios porteños.