domingo, 20 de diciembre de 2020

NOVENTA

En el mundillo de la música, a lo largo de los años, he establecido entrañables amistades y vínculos duraderos nacidos de una pasión en común, sin embargo, desafortunadamente, también he encontrado mucha gente envidiosa, mal intencionada y de poca monta que entre su mediocre ambición y su ego de cotillón, no deja de intentar hacer trastabillar a cualquiera poniéndole palos en la rueda. Por lo general, usan como arma palabras denigrantes y difamatorias con las que intentan esparcir calumnias y humillaciones. Hay diferentes tipos de estas personas pero todas ellas tienen una cualidad en común: suponen haber superado el estadío en el que estuvieron en algún momento de sus vidas, en tu mismo nivel, a tu lado, y te miran desdeñosamente por sobre sus hombros como si hubieran logrado elevarse, hacerse inalcanzables, intocables o ajenos al mundo terrenal. Como si estuvieran más allá del alcance de los humildes mortales. Imbéciles. Tengo dos anécdotas que ilustran la estupidez de este tipo de gentuza de pacotilla justo en la misma época de mi vida musical, ambas relacionadas con el disco “Sing” de mi grupo NO:ID. No me interesa dar nombres por dos razones. Primero, los he sepultado en el olvido. Segundo, sería darle a pobres individuos, tan muertos de hambre como vos y como yo, demasiado crédito. 

El primer encuentro se dio mientras grabábamos la primera canción del disco, “Dead”. Para un corte que separaba las estrofas, se me antojó grabar un arreglo que se entrelazaba con el bajo y para hacerlo no se me ocurrió mejor idea que llamar a un flaco con el que había tocado muchos años antes. Yo sabía exactamente cómo quería que sonara su instrumento y la melodía que quería que ejecutara. Quería que hubiera un toque de melancolía en esa canción. Con los destellos de un spaghetti western y el humo espeso y brumoso de una taberna sudorosa pasada la medianoche. Cuando le dijimos lo que queríamos que tocara, el muy imbécil nos miró, a cada uno de los presentes en el estudio, y con el máximo de desdén posible a la música que estábamos creando con el grupo, dejó salir de su boca un "yo ahora no toco más así". Sin salir de mi asombro y un perplejo por ese azote sin piedad, recuerdo haberle dicho que tocara lo que quisiera. Para sorpresa de todos, lo único que salía de su instrumento eran pitiditos sin sentido que demostraban que el tipo no tenía ni la más mínima noción de la estética. Esos soniditos seguramente hubieran quedado bien en otro contexto, en algún otro de mis proyectos. Nunca en el primer proyecto en el que intentaba crear canciones de fogón, alejándome de las sonoridades bizarras por un tiempo. Finalmente, Alejandra, la mujer de mi amigo Omar grabó, la melodía con su voz y la canción quedó impecable.

El segundo encuentro tuvo lugar apenas terminada la grabación del disco. Por si hubiera sido poco, este otro tarado no tuvo mejor idea que intentar despreciarme dos veces en la misma tarde. Si hubiera sido violento, le habría llenado la cara de dedos, y el culo de patadas. Sin embargo, me conformé con disfrutar silenciosamente cómo un tipo que se cree superior cae en cuenta, al menos internamente, que su soberbia le hace cometer errores tontos e irreparables. Recuerdo que a los pocos minutos de haber entrado en mi estudio, divisó mi colección de CDs de los Têtes Raides. Claro, en ese momento, no seríamos muchos los que teníamos la discografía completa de estos magníficos franchutes en la ciudad de Buenos Aires. Pero, como suponía que el único con derecho a conocerlos y a disfrutarlos era él solito, no pudo resistir y preguntar con la insistencia de una víbora que se traga un poco de su veneno pero que no puede resistir intentar esparcir otro poco para ver si logra hacer algo de daño. Repitiendo “¿vos tenés esto?, ¿vos conocés esto? ¿a vos te gusta esto?”, no podía soltar mis discos mientras los miraba nerviosamente por delante y por detrás. Finalmente, se calmó, pero al rato, no pudo con su genio e intentó fustigarme atentando contra mi ego. Recientemente habíamos terminado de grabar, mezclar y masterizar el disco “Sing”, el mismo del que estuve hablando hasta ahora. Estábamos todos muy contentos porque el resultado excedía nuestras expectativas, sobre todo sabiendo que lo habíamos grabado con un DAT, una computadora que no supimos aprovechar demasiado, una máquina de ritmos, un sequencer, un par de guitarras con cuerdas oxidadas, algunos pedales y varios instrumentos prestados. Todo muy precario. No teníamos un mango. Nuestro presupuesto se agotó al comprar las cuerdas del bajo. Estaban tan viejas que parecían alambre de púas y era imposible afinarlas, no nos quedaba otra que reemplazarlas. Vuelvo a la anécdota que me compete. Como te dije, mi estudio siempre fue LO-FI. Berreta, pero en serio. Para hacer sonar las pistas de la computadora tenía que hacer unas conexiones que requerían pasar cables por diversos lados y como no disponía de mucho tiempo, decidí hacerle escuchar a este ganso mis canciones con auriculares. ¿Para qué? Como sabía del paupérrimo equipamiento del que disponíamos a la hora de grabarlas, y él acababa de gastarse una buena suma de dinero en un estudio de grabación en el que no había logrado un mejor resultado que nosotros, cargado de envidia y desazón, lo único que pudo balbucear fue la furtiva estocada “la música siempre suena bien con auriculares”. Pobre loser. Seguí participando. Yo sé que no soy un músico famoso, ni un gran guitarrista, ni un aclamado cantante, pero tampoco me interesa serlo. Este pobre tipejo, hace añares busca desaforadamente salir del anonimato y a pesar de sus esfuerzos no es mucho más conocido que cualquiera de nosotros. Ya que tenés plata, comprate una vida. Gil.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/sing




sábado, 19 de diciembre de 2020

OCHENTA Y NUEVE

¡Qué lástima que estos pibes hayan grabado tan poquitos discos! Los conocí gracias a su primer álbum. Cuando lo pedí prestado en la Alianza Francesa, creo que lo hice porque me gustó la foto de la tapa. Pero cuando lo escuché, me di cuenta de que era un grupo que prometía. Era un diamante en bruto. Hoy puedo decir que pienso que no se trata de un excelentísimo disco, a pesar de eso, decidí encargarlo en Oíd Mortales. Cuando Damián se fijó en su catálogo, me ofreció también otro título que acababa de publicarse. Así fue que al poco tiempo sumé a mi colección “Bazar” y “Ciel d´encre” de los Hurleurs. El primero, como decía antes, me gustó preo no me sorprendió. El segundo, me impactó. Como tantos otros álbumes que me movilizaron y despertaron tanta admiración en mí, lo escuché sin parar durante una semana. No tiene canciones de esas de las que uno recuerde el estribillo. No tiene melodías pegadizas de esas que uno no pueda dejar de tararear. No tiene ritmos de esos que a uno le hagan mover la patita y, más tarde, el esqueleto. Pero tiene un sonido demoledor. ¡Qué suerte que se me ocurrió comprarlo! Como después de su tercer álbum, el grupo se disolvió, hoy, todos sus discos – LPs, EPs y simples – son inconseguibles o carísimos.


viernes, 18 de diciembre de 2020

OCHENTA Y OCHO

Mientras el Diseño Gráfico era mi segunda pasión, consultaba y leía libros; miraba y atesoraba revistas; conservaba y coleccionaba recortes, fotos y cualquier pedazo de papel impreso que despertara algún interés en mi retina. En la Alianza Francesa, además de los CDs de música, también tuve acceso a mucho material de este tipo. Tomaba en préstamo todas las publicaciones del tema que tuvieran disponibles. Fue así que me enteré que el cantante de los Têtes Raides tenía un atelier artístico que lleva el nombre de Les Chats Pelés junto a dos colegas. En ese estudio de diseño realizaban todo el material gráfico del grupo: tapas de discos, afiches, volantes, anuncios, esculturas, collages, ilustraciones, escenografías; además de hacer libros para niños muy bonitos e interesantes. Resulta que uno de esos dos muchachos también era cantante y tenía un grupito. Parecían los hermanitos menores de los Têtes Raides. No porque fueran inferiores en calidad, porque a decir verdad eran buenísimos, sino porque eran menos en cantidad de integrantes. Eran solo tres, y con eso bastaba. Atención: uso el pasado al mencionar a este proyecto musical porque, lamentablemente, han dejado de hacer música. Recomiendo ampliamente su breve discografía compuesta por cuatro discos en estudio y uno en vivo. La Tordue probablemente no cause el mismo impacto inicial que sus hermanos mayores, pero los acordes de sus guitarras, las melodías de su acordeón, los sonidos de su batería de cocina y de cada uno de sus otros instrumentos sumados a la lírica de la voz y las palabras de su cantante, perduran y vencen al inexorable paso del tiempo demostrando que la buena música, la buena poesía, son atemporales.


jueves, 17 de diciembre de 2020

OCHENTA Y SIETE

Conocí a esta banda irlandesa gracias a mi amigo Omar. Recuerdo haber visto un VHS con la grabación de un concierto en el que festejaban el Saint Patrick´s Day junto a Joe Strummer y a algunos otros invitados. Creo que se trataba de “Live at the Town and Country”, aunque me es imposible asegurarlo porque se trataba de una copia sin ningún tipo de portada ni mayor información que el nombre del grupo escrito de puño y letra de mi amigo sobre la etiqueta del videocasete. El grupo me produjo algo profundo, intenso. Tocaban con la naturalidad, la destreza y la poca necesidad de esfuerzo que solo aquellos que han nacido con un instrumento musical bajo el brazo pueden lograr. Las canciones me parecieron emotivas, vibrantes. Quizás haya sido su costado rockero y aguerrido el que hizo reflotar mi adolescencia rebelde. Quizás hayan sido sus melodías gancheras, pegadizas, anticipables y encantadoras. Quizás haya sido su ritmo festivo y entrador que me invitaba a mover la patita. Quizás, simplemente, hayan caído en el momento justo porque como estaba muy enganchado con los Têtes Raides, que también usaban acordeón, me encontraron permeable a su sonido celtic-punk-folk. Debo admitir que unos cuantos años antes había conseguido un simple en el que Nick Cave interpretaba a dúo con el cantante de este grupo la canción “What a Wonderful World”. Aunque la versión me gustó y me parecía bastante sobria, a pesar de la eterna borrachera de sendos intérpretes, no busqué conocer la procedencia de este tipo tan bizarro. 

Nada de lo anteriormente citado puede asegurarse total y completamente sin incurrir en una afirmación desatinada. Lo único que me es posible afirmar sin temor a equivocarme es que un día que estaba paseando por el barrio más cheto y chic de la ciudad de Buenos Aires, descubrí que en el shopping de la calle Vicente López, que otrora se llamara Village Recoleta, también había un Tower Records y, para mi sorpresa, bastante grande y bien surtido. En las bateas encontré tres discos del grupo del que había visto el recital en la casa de Omar. El hallazgo me agarró desprevenido porque no tenía idea ni de la envergadura de la discografía de la banda ni de cuál sería la mejor opción entre sus discos de estudio para iniciarme en su mundo. Luego de meditar unos breves instantes, al no encontrar respuestas a mis interrogantes, tomé una decisión desfachatada y desenfrenada. Compré: “If I Should Fall from Grace with God”, “Rum Sodomy & the Lash” y “Red Roses for Me”. Sí, contás bien, los tres de los Pogues que tenían en stock en ese momento. Si ese día también hubiera encontrado algún otro título, seguro que habría formado parte de mi colección un tiempito antes. Como siempre, todo es cuestión de tiempo. 


miércoles, 9 de diciembre de 2020

OCHENTA Y SEIS

Del artista del que voy a hablar ahora ya he mencionado varios álbumes. Su impronta ha dejado huella en mi música, me ha influenciado profundamente. Este álbum, primero lo tuve en casete, importado. Lo había conseguido en algún boliche del centro. Para ser honesto, muchos años más tarde cuando lo conseguí en CD, como ya conocía todos los temas de memoria, mucho no lo escuché. Como es un disco que no puede faltar en una colección que se digne, siempre estuve contento de saber que estaba ahí, a mi alcance, disponible para ser escuchado. Mientras trataba de definir el sonido que quería adoptar para mi música post MUTANTES MELANCÓLICOS, sabía que buscaba un estilo un poco más directo y frontal, con pocos elementos; cancionero y de fogón, que me permitiera interpretar mi música en cualquier lado, sin necesidad de grandes desplazamientos, ni de instrumentos, ni de equipos. Una formación simple, guitarra-bajo-batería, era lo que se anunciaba. Revisando mis estanterías de discos, llegué a “New York” del viejo y estimado Lou Reed. Inmediatamente comprendí que era precisamente lo que andaba buscando. A pesar de haber estado guardado durante varios años, cuando lo puse en el equipo, todas y cada una de sus canciones resonaban instantáneamente en mi cabeza, Era música inolvidable, para mover la patita aunque sin la euforia desenfrenada de cualquier grupete adolescente, con la instrumentación justa y necesaria. Fue la inspiración que dio el puntapié inicial para mi proyecto NO:ID. 


martes, 8 de diciembre de 2020

OCHENTA Y CINCO

Cualquiera que estudie durante largo tiempo cómo tocar un instrumento, llegará a hacerlo con cierta soltura, logrará la agilidad necesaria para demostrar cuán dotado es y cuánto le han beneficiado las largas horas de estudio y práctica. La gran dedicación y el profundo sacrificio, aparentemente, habrán dado sus frutos. Sin embargo, todo ese circo no garantiza que esa persona, ese instrumentista, llegue a expresar algún sentimiento a través de su instrumento, que su interpretación musical sea movilizante para el oyente. Creo que en este punto existe una confusión bastante común. Ejecutar bien un instrumento musical, lograr cierta velocidad en la digitación, conocer miles de escalas, permitirse demostrar que esos raros acordes de libro son moneda corriente para el intérprete, hacer malabares y acrobacias tanto al ejecutar el instrumento como mientras se lo ejecuta, no debería elevar al instrumentista superdotado, o súper entrenado, al rango de “artista”. Ser buen músico, ser buen instrumentista, no significa ser creativo. Pienso que para ser considerado un “artista”, en la rama del arte que sea, el tipo debe transpirar creatividad. Al resto, se los puede apreciar por otras cualidades, pero, lamentablemente, no nos ofrecen nada nuevo, nada diferente, nada singular, nada único en su música.

Cualquiera puede hacer ruido. Solo algunos consiguen, o se permiten, encontrar la belleza en el caos. Claro, para algunas cosas hay que animarse. Ojo, para hacer mucho batifondo, no hace falta romper nada. Quizás, el secreto esté en lo primitivo, en lo que ha dado origen, en aquello que sirve de base, en algo que está ahí desde tiempos inmemoriales aunque permanece aún virgen, sin ser descubierto, sin ser develado...

Cuando compré el disco del que voy a hablar en este capítulo de mis memorias, fue como un cachetazo. Primero, porque nada ni nadie me había anticipado ninguna noticia sobre su publicación y un día que entré en la disquería El Oasis, lo vi ahí, en el anaquel que tenían detrás del mostrador. Obviamente, no demoré ni un nanosegundo en decidir que lo compraba, esta vez, sin importar el precio. (Entendé que se trata de uno de mis dos guitarristas de predilección – el otro es el de Echo & the Bunnymen, que posee un toque menos visceral y corrosivo aunque igualmente particular y único.) Segundo, porque, tras siete años sabáticos, este monstruo de las seis cuerdas presentaba finalmente su primer álbum solista. Hasta ese momento, a pesar de haber sido opacado por los egos de sus colegas y compañeros de banda, había logrado brillar y trascender casi desde el anonimato, desde la oscuridad, desde las sombras. Claro, aunque no conozcas su nombre, nunca dejarás de reconocer el sonido que extraen sus penetrantes e incisivos garfios de su desgarradora guitarra. Tampoco podrás olvidarlo. Estará ahí latente, latiendo hasta su próxima entrega. Tercero, y último, porque cuando puse el disco en el lector, no pude dejar de escucharlo durante una semana completa. Contrariamente a sus proyectos anteriores, en este se disfrutaba de un silencio ensordecedor, de una sobrecarga despojada de sonidos y de instrumentos que demolía casi con delicadeza. Era el famoso power-trio, aunque sin la necesidad de estresarse, ni de alocarse, ni de patear ningún tacho de basura o el pie de micrófono. Es un disco atemporal, maduro y preciso en el que Rowland S. Howard tomó las riendas e hizo todo bien. Lo único malo que tiene el disco es que ha puesto la varita tan alta para los discos del género que nunca he logrado encontrar otro que lo iguale ni, mucho menos, que lo supere. 

En definitiva, “Teenage Snuff Film” no es un disco que sirva para mostrarnos la técnica de este magnífico guitarrista. No es un disco que exhiba un catálogo de las habilidades musicales, ni de Howard ni de los tipos que lo acompañan. No es un disco en donde los arreglos resulten engorrosos y desvíen la atención del oyente hasta que pierda noción de la canción que está escuchando. Es un disco directo y a la vez creativo, especial, único, personal. Es un disco que expresa las pasiones al desnudo de un tipo que excede la calificación de “músico”: Un tipo al que nadie podría acusar de “comerciante”. Un tipo que se ha ganado su merecido lugar en el panteón de los “artistas”.



lunes, 7 de diciembre de 2020

OCHENTA Y CUATRO

El primer instrumento de música que toqué en mi vida fue un piano vertical. Pertenecía a una prima hermana de mi mamá que era concertista. Recuerdo que me gustaba el sonido de las notas graves, de las notas largas. Nunca supe tocarlo, pero tengo grabado en la memoria un momento en el tiempo en el que estaba sentado en el taburete, la luz tenue de la media tarde entrando por los vidrios de la puerta que daba al patio y mis deditos se apoyaban sin apuro sobre las teclas, dejando que las notas se prolongaran, apreciando las vibraciones de las disonancias, esperando que el sonido se extinguiera.

Después de muchos años de estar vinculado con el mundo de la música, tanto como espectador, tanto como creador, compositor o intérprete, he llegado a la conclusión que el sonido que más me gusta es el del piano acústico. Después de haber escuchado una gran cantidad de cantantes, he llegado a la conclusión que los que más me simpatizan son los intérpretes masculinos que detentan un registro grave y, si además su garganta presenta un tono rasposo, gastado, mucho mejor. Si se te presenta la imagen del viejo y querido Tom Waits, no te equivocás. Además, no es ningún misterio que me encanta su música. Su fusión tan personal de estilos. Su coqueteo con el jazz. Su humor. Pero sobre todo, su piano y su voz.

Esos dos elementos los encontré también en un francesito que oculta su apellido (parece que su viejo había sido un cantautor muy respetado en su país natal en los años 60 y quería despegarse un poco, lograr ser valorado por mérito propio, que su apellido no le allanara el camino o, quizás, que no lo condicionara de por vida). Gracias a la Alianza Francesa conseguí escuchar dos de sus álbumes. El primero que publicó que lleva simple y llanamente el nombre del flaco, “Arthur H”, y otro en vivo que se llama “En chair et en os”. Si bien es cierto que le queda un poco grande la comparación con un gigante con el señor Waits, hay que admitir que dentro de la música francesa es el que más se le acerca en género, en estilo. Toca el piano, flirtea con el jazz, tiene voz grave y cascada, recurre al humor con cierta frecuencia, ofrece canciones interesantes... Aunque lo aprecio bastante y he ido coleccionando una gran cantidad de sus discos, por no decir todos, nunca me animaría a decir que se le aproxima en genialidad, en ingenio, en picardía. Jamás. Sin embargo, animate y escuchalo porque es bueno.


domingo, 6 de diciembre de 2020

OCHENTA Y TRES

Palabras mayores. Mayores que las palabras que uno pueda imaginar para intentar definirlos. Sin hacer una música con la que traten de diferenciarse, estos tipos terminan haciendo una música única, especial. Sin ser música que uno conoce de antemano, cada vez que suena un disco nuevo de este grupo francés, las canciones resultan familiares. Como si ya las lleváramos adentro desde antes de haberlas escuchado. Como si al escucharlas se despabilara un recuerdo adormecido y nos reencontráramos con un mundo cercano y acogedor. ¿Música que se lleva en los genes? ¡Quién sabe! Lo cierto es que apenas escuché “Les oiseaux” de los Têtes Raides me sentí total y completamente a gusto en el universo que estos pibes proponían. ¿Será que hacía rato que venía escuchando música cantada en francés? ¿Será que las canciones me hipnotizaron? ¿Será que la firmeza de la voz del cantante no me dio lugar a la duda? ¿Será que la instrumentación era sanguínea y pulcra a la vez? ¿Será que lo poco que entendía de las letras me cautivaba? ¿Será que la poesía del arte de tapa me invitaba a soñar con mundos paralelos en los que la tecnología era innecesaria? ¿Será que percibía que había algo más, oculto aunque evidente a la vez? Podría seguir especulando sobre la razón que me hizo caer en las redes de estos muchachos durante días. Pero, en aquel momento, no filosofé demasiado. Conseguí contactarme con su manager – o algo así – le mandé una orden de pago a través del Banco Piano (no te olvides que los e-shops en los que podés usar la tarjeta de crédito o pagar con PayPal aparecieron mucho más tarde) y un mes después me llegaron los siete CDs que el grupo había publicado hasta ese momento. Ese día fui feliz. Hoy, después de haber escuchado la totalidad de sus discos – sí, siguieron publicando y, obvio, los seguí comprando –, después de haberlos visto en vivo dos veces; puedo asegurar que es uno de los pocos grupos cuya música logra dibujar una sonrisa en mis oídos, otra en mis ojos y otra en mi corazón.


sábado, 5 de diciembre de 2020

OCHENTA Y DOS

Tengo opiniones encontradas sobre la música francesa. Sobre todo si la que canta en francés termina siendo una británica a la que le cuesta tanto pronunciar como entonar. A pesar de todo, después de escuchar algunos discos de Jane Birkin gratuitamente gracias a los préstamos de la Alianza Francesa, terminé comprando cuatro CDs que recopilan una gran parte de su carrera. La época en la que su marido, Serge Gainsbourg, le escribía las canciones, o le daba las que le sobraban, las que sabía que no tenía intención de usar. No creo que sean malos discos y me gusta tenerlos en mi colección. Sin embargo, creo que en lugar de haberlos comprado, debería haberlos robado.


viernes, 4 de diciembre de 2020

OCHENTA Y UNO

Cuando mi vieja se decidió a volver a estudiar francés en la Alianza Francesa, tuve bastante suerte y pude escuchar mucha música que desconocía sin tener que desembolsar un solo pesito. Todas las semanas traía un CD y una historieta de la Médiathèque, en préstamo. Es cierto que no todos los discos que trajo me interesaron, que algunos discos eran horribles, otros espantosos, otros para el olvido, muchos de relleno. Es cierto que muy pocas veces, trajo discos de artistas que me resultaran interesantes, que me hicieran parar la oreja para prestarles mayor atención. Sin embargo, gracias a soportar tantos tragos amargos, tantos sinsabores, tuve la posibilidad de conocer algunas cositas que de alguna forma me marcaron. El artista más obvio del universo francoparlante, encima en la década de los 90, que fue en el momento en el que se lo hizo resurgir porque varios músicos del indie lo mencionaban como una gran influencia, se reconocían deudores de su estilo y hasta le rendían homenaje reversionando sus canciones, fue Serge Gainsbourg, del que pude escuchar la totalidad de un box-set que recopila una vasta cantidad de sus canciones separándolas por épocas. Hablo de los once discos que componen “De Gainsbourg A Gainsbarre”. Hay que reconocer que, a pesar de que su producción presenta altos y bajos, su música sigue siendo más que interesante. Además, si le prestás atención a sus letras, cosa que yo no hago con frecuencia, te das cuenta de que el tipo hacía un laburo fino con la fonética, estudiaba el sonido de cada palabra, permitiéndose desde inventar nuevas palabras hasta mezclar vocablos en distintas lenguas para lograr su cometido. Doble sentidos, burlas, guiños, sinsentidos, absurdos, onomatopeyas, gemidos, grititos, susurros, repeticiones insistentes de letras, vocales o consonantes, de sílabas, de palabras y muchas otras estrategias que lo hacen único. ¿La voz como instrumento musical? Quién sabe.

Tengo que admitir que en esta época también descubrí, gracias a la Alianza, a un compositor argentino, creo que radicado en Francia, sino ¿para qué los franchutes lo van a poner en su catálogo? Cuando mi vieja trajo “Metropolis - Musique Pour Le Film De Fritz Lang” de Martín Matalon, no pude quedar más impresionado. Primero, la gráfica de la portada era muy bonita, impresa con tintas metalizadas, sobre una cartulina de alto gramaje. Segundo, cuando leí que se trataba de una grabación de un concierto en el que habían proyectado la famosa película y habían usado una especie de sonido cuadrafónico, encerrando al público entre parlantes, me intrigó. Por último, cuando lo escuché, no pude más que sentarme para apreciar una obra inmensa. ¡Cómo sonaba! ¡Qué música! Era más poderosa que cualquier grupito de rock que se autodefina como power-lo-que-sea. Pensá que es una música que catalogan como “culta”, “contemporánea”, “electroacústica”, y lo que menos te imaginás es que te va a dejar totalmente despeinado. ¿Y la película? Ni idea. No la vi nunca. Jamás perdí el sueño por eso.

Te preguntarás si todo quedó así. Seguramente ya me conocés y te podés imaginar que no puede quedarme tranquilito y sin hacer nada. La caja de Gainsbourg, no fue tan difícil de conseguir. En el Tower Records de Santa Fe y Riobamba tenían un par de copias. No me quedó otra que tarjetearla y fue mía. El otro fue más difícil. Estuvo descatalogado durante varios años y tuve que esperar a que se les ocurriera republicarlo. Recuerdo que lo pedí por correo directamente al “Ircam” (Institut de recherche et coordination acoustique/musique) del Centre Pompidou de Paris, cuando vivía en Montréal. Recuerdo que estaba emocionado por haber encontrado este disco que había esperado durante tantos años. Lamentablemente, vaya uno a saber porqué, le cambiaron la gráfica de la portada. Pésima decisión. La nueva no es fea, sin embargo, no tiene el mismo impacto que tenía la primera edición. La música, sigue siendo la misma. Impactante, por suerte.