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lunes, 5 de diciembre de 2022

CIENTO SESENTA Y UNO

Cupones vienen, cupones van, nuevos discos sonarán… Gracias a esta iniciativa de los muchachos de Atom Heart fui enriqueciendo mi colección. Ya te había contado que esta disquería de música alternativa situada sobre la rue Sherbrooke est, a metros de la rue Saint-Denis, en el Quartier Latin de la ciudad de Montréal, con cada compra te reconoce el 10% del importe de la factura transformándolo en cupones con puntos. Una vez que juntás suficientes cupones, si al sumar sus puntos te acercás al precio de un disco que te interesa, te lo llevás sin más trámite que darle los papelitos que fuiste guardando celosamente en tu billetera tanto a Francis, a Raymond, como al empleado de turno. ¡Un éxito! De esta manera, multipliqué la cantidad de los discos de mi colección sin prisa, pero sin pausa. Cada tanto me hacía de algún título nuevo que no conocía más que de vista. Con los cupones siempre elegía algo que me llamaba la atención pero que no habría comprado naturalmente, que de otra manera no habría llegado a mis manos. Así fue que empecé a conocer nuevas propuestas musicales a las que el saldo de mi cuenta de banco no me habría permitido acceder. Finalmente, gracias a Atom Heart, logré expandir mis gustos. Pensá que en una época, cuando sacaba un billete, como el dinero siempre ha sido un bien medianamente escaso en mi realidad, iba a lo seguro. Con el tiempo me volví un poco más osado, más impulsivo. Lamentablemente, terminé comprando muchos discos a los que hoy no les encuentro el sentido en mi colección. Ocupan lugar, juntan mugre y polvo. Algún día los venderé, no te preocupes. 

Todos los sonívoros – algunos más, otros menos – nos obsesionamos con los árboles genealógicos de los grupos y de los artistas que nos apasionan. Seguimos sus ramificaciones considerando proyectos paralelos, colaboraciones y apariciones varias para degustar las trayectorias de esos músicos que muchas veces se convierten en una insignificante agujita en el pajar cuando barajamos los nombres de aquellos que han hecho su aporte a nuestra cultura musical. Nos preguntamos qué le hace una manchita más al tigre y compramos otro disco, y otro, y otro más… Aunque el tipo solo haya estado respirando en el estudio mientras se grababa una canción, lo consideramos un aporte inestimable e imprescindible para su discografía. Somos bastante pelotudos. Nadie lo puede negar.

El rock nunca ha sido mi fuerte. El rock de garage, menos. Sin embargo, unos cuantos exponentes del género me han permitido descubrir algo digno de apreciar en esta música tan primitiva como visceral. Creo que lo que más me atrae es el componente tribal, hipnótico, que obliga al oyente a entrar en un trance brutal que lo abstrae de su realidad cotidiana, que lo hace moverse y saltar impulsivamente como una bestia irracional con ánimos de romper todo lo que se cruce por su camino. Además, el cántico simple y directo de estas canciones suele ser altamente recordable. No se puede decir que las melodías o las armonías que se escuchan en los discos de este género sean de una gran sofisticación, pero cumplen con su cometido: instalarse en la memoria colectiva del rebaño que las usará como himno hasta el hartazgo y les extirpará de raíz el sentido – siempre y cuando hubiera existido alguno, que las tarareará desvergonzadamente, que agitará tanto la cabeza como los pies al recordarlas, que se verá obligado a mover gran parte de su esqueleto sin lograr contener los impulsos espasmódicos provocados en su cuerpo al confrontarse con el incesante pulso del ritmo de esta música. Creo que los que me iniciaron en el género fueron The Birthday Party y, más tarde, The Stooges. Para muchos sería más que suficiente conformarse con esos dos pesos pesados. No para mí. Seguí indagando. 

Gracias a una remera amarilla con la ilustración de un zombi medio punk que parecía salir de una película de terror de clase B con la leyenda “Bad Music for Bad People” que llevaba un compañero de la escuela secundaria, conocí el nombre de los Cramps. Ni él, ni yo los escuchábamos por aquel entonces. Pero, al menos, el nombre me quedó picando. Cuando pude, compré algunos de sus álbumes. La intriga había quedado intacta a pesar de todo el tiempo que había pasado. Finalmente, al escuchar la música de estos exacerbados yanquis, la promesa de aquella imagen con mirada torcida que parecía exigirte sin derecho a réplica que prestaras atención a este grupo de deformes fue cumplida con creces, lo que me hizo sentir que la larga espera había valido la pena. 

Muchos años más tarde, en la casa de mi amigo Cristian, pude escuchar por primera vez “The Modern Dance” de Pere Ubu. Grupo raro, cautivante. Todavía hoy sigo buscando sus discos para completar mi colección. Tranquillement, pas vite.

Creo que también gracias a Cristian me introduje en el extraño mundo de Captain Beefheart & His Magic Band. Todos sus discos me han dejado sin palabras y me han hecho mover la patita sin parar. ¿Ocultismo, hechicería, encantamiento o brujería? Simplemente magia, pura magia.  

La revista Esculpiendo Milagros, allá por 1992 ó 1993, me llevó a descubrir a Gallon Drunk, de los que pude conseguir los dos primeros álbumes casi de inmediato gracias a mi amigo Leo que por aquel entonces importaba discos para vender en el Parque Rivadavia. Quedé pegado a la primera escucha. Desprolijos, rotosos, gritones. Con la mejor de las ondas. Encima, las tapas eran geniales. Me hice fan instantáneamente y fui consiguiendo cada uno de sus álbumes, simples y todo disco que incluyera alguna de sus canciones que no estuviera disponible en otro lado. Como dicen, me hice completista. Tal fue mi interés que seguí la trayectoria de sus integrantes. Por suerte mis magra economía, era breve y sin demasiados meandros. Algún que otro disco solista del cantante. Alguna colaboración con otros grupos. Efímeros proyectos. Efímeras participaciones. El único que montó un verdadero proyecto paralelo, fue Max Décharné, el primer baterista de este combo londinense. Desarmó los tachos, se las tomó y agarró el micrófono. Se hizo cantante, che. Lamentablemente, demoré en percatarme de sus talentos vocales. Pasaron muchísimos años hasta que gracias a los famosos cuponcitos de la disquería Atom Heart, me decidí a llevarme de las bateas “A Walk on the Wired Side”, cuarto álbum de su banda The Flaming Stars. Había logrado sobrevivir sin esa música durante largos lustros y no me parecía reveladora. Sin embargo, tenían algo que me enganchó y me hizo seguirles la carrera hasta el último de sus alientos, en 2006. Si no los ubicás, fijate en el arte de las tapas de sus discos, seguro que te terminás tentando con alguno.

viernes, 29 de julio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y CUATRO

Pocas veces he conocido a un artista de nombre o he accedido a cierta información sobre su obra sin haber tenido la posibilidad de ver cómo luce alguno de sus discos. No me refiero a la experiencia tangible de tener alguno de sus álbumes entre mis manos, sino a la experiencia visual de ver, al menos, la imagen de la portada de alguno de ellos impresa en pequeño formato en un diario o en una revista al acompañar una crítica o un comentario sobre su obra. 

Cuando un coleccionista de discos visita una disquería puede tener una idea precisa de lo que busca o puede dejar que el azar juegue a su favor, que le haga más sencillo encontrar una aguja en un pajar. Personalmente, encuentro que la segunda opción es la más gratificante. La sorpresa, el asombro, que me provoca encontrar un disco que no esperaba, que quizás ni siquiera conocía, es incomparable, inexplicable. Ver que las estrellas comienzan a alinearse es un gran momento. Cuando todo te sale a pedir de boca, de puta casualidad, sin haber previsto que se te cumpliera ningún deseo, te das cuenta de que lo inesperado es aún mejor que un sueño hecho realidad.

Cuando conocí a este cantautor australiano, se dieron todas estas condiciones. El nombre del flaco me sonaba, pero no puedo decir que haya dedicado mi tiempo a la búsqueda de sus discos. Aprecio la obra de muchos artistas australianos, por lo que me he cruzado con más de un nombre en distintas ocasiones sin que en el momento le diera suficiente importancia. Tal es el caso de Ed Kuepper. Había leído sobre la existencia de su grupo Laughing Clowns en alguna nota en la que lo mencionaban junto a The Birthday Party. Más tarde, caí sobre una página de trouserpress.com en la que comparaban a este cantante con Robert Smith y no se privaban de decir que su voz era extraña, nasal, asquerosa, con un rango limitado aunque no dejaban de admitir que se trataba de una presencia dominante. Estimo que lo que logró fijar en mi inconsciente el nombre de este artista fue la forma en la que describían el estilo de su grupo, anunciando que estaba repleto de “los clichés tanto románticos como musicales de una banda de ambiente de club con sonido de jazz de película que se vuelve loca en una elocuentemente asombrosa e intensa declaración sobre la desilusión y la frustración.” Andá a saber qué mierda querían decir con todo eso. Lo cierto es que me debe haber parecido simpático el comentario porque después de casi veinte años de haberlo leído originalmente, para escribir el texto que estás leyendo, lo busqué nuevamente en internet y me di cuenta de que lo recordaba con bastante precisión.

Una tarde de sábado, o de domingo, recuerdo haber pasado por L’Oblique, en Le Plateau Mont-Royal, para mirar las bateas de usados que siempre guardaban alguna sorpresita – no me quedan dudas sobre el día porque durante el fin de semana el que estaba al frente del negocio era Michel en lugar de Luc. Me instalé delante de la batea. Pasando los discos, cautivó mi mirada un sticker con la leyenda “Bonus Album”. Instantáneamente, el nombre del artista me hizo click. Era el australiano del que había leído algunos comentarios interesantes, del que nunca había visto ningún disco. Éste, lo vi de pedo, lo compré por casualidad. En síntesis, tuve más culo que cabeza. El primer disco que encontré de Ed Kuepper, no solo estaba en un impecable estado en la batea de discos usados a escasos $ 12 CAD, sino que además me lo llevé en su edición limitada doble que contenía un disco de regalo. Una verdadera ganga. Con el tiempo fui consiguiendo otros títulos de este prolífico australiano pero creo que ninguno giró en mi lector de CDs más que “Character Assassination / Death To The Howdy-Doody Brigade”. Por si mi suerte no hubiera sido suficiente, resultó ser una joyita.

martes, 20 de julio de 2021

CIENTO DIECINUEVE

Es cierto que he ido coleccionando discos de Nick Cave. Tanto con los Boys Next Door y Birthday Party como con los Bad Seeds. Admito que me han gustado mucho y que siguen complaciéndome, sobre todo los más corrosivos. La única diferencia entre la primera vez que escuché uno de sus álbumes y hoy es que se ha ido gestando una sensación irreversible en mí. Antes pensaba que el viejo Nicholas era genial. Ahora pienso que es muy bueno, sobre todo, eligiendo compañeros de banda, músicos o musas inspiradoras que al colaborar con él en sus proyectos los enriquecen y los hacen brillar más intensamente. Lamentablemente, el talento de todos estos colaboradores, tarde o temprano, se ve eclipsado por el carisma de Cave, o por alguna otra de sus cualidades. Al final, el cantante se lleva todo el crédito por una obra que no habría alcanzado tales dimensiones de no haber sido por la mano, el consejo, el arreglo o la letra de esos que siempre están allí pero que nunca logran que la cámara haga foco sobre ellos pues el dominio escénico del querido Nick logra que nadie pueda quitarle los ojos de encima. Opacados, invisibilizados, ocultos, velados. Muchos han transitado por su lado, por la derecha o por la izquierda, esperando recibir alguna migaja de popularidad de un supuesto amigote que se traga la hogaza de un solo bocado. Los ejemplos son muchos y el aporte al sonido de la música del australiano poquito a poco se va reconociendo más allá de su propia discografía, lo que nos permite disfrutar de esos grandes artistas a sus anchas y con todas las de la ley. Se lo merecen, el reconocimiento, obvio. Aunque nunca vayan a seducir y conquistar estadios repletos de gente con palmas y movimientos premeditados simulando espontaneidad.

Rowland S. Howard, guitarrista único con un sonido que ha despeinado a más de uno que, además, escribía canciones con mayúsculas. Mick Harvey, el responsable de la composición y de los arreglos de gran cantidad de las canciones del repertorio del estimado Cave, además de multiinstrumentista comodín que se ha sabido adaptar a todas y cada una de las necesidades del grupo ocupándose de las guitarras, los bajos, los pianos, los órganos, las baterías y andá a saber de cuántos instrumentos más con tal de que el grupo no se quedara rengo y permaneciera en la ruta. Blixa Bargeld, cuya sola presencia debe ser tanto intimidante como inspiradora pues pareciera que la creatividad emana de sus poros y que su férrea voluntad es fulminante. Evidentemente, la lista continúa. Barry Adamson, quien ha demostrado ser un grandísimo maestro en la composición de bandas de sonido sin película. Conway Savage, el de la voz angelical y el piano celestial. Hugo Race, un cantautor que parece entender al blues como una expresión cósmica de dimensiones mántricas de anticipación. Thomas Wydler, el que sostiene el ritmo, imperturbable, sin que se le escape un solo pelo de su peinado engominado, digno de un oficinista de los años ’50. Martyn P. Casey, al que a primera vista pareciera que el bajo le queda un par de talles más grande. No obstante, se las ingenia para taparnos la boca con sus bases monumentalmente sólidas y precisas. No sé si Tracy Pew hubiera logrado la misma destreza musical con el correr de los años y la práctica, pero no creo que le hiciera falta. El flaco tenía una estampa que muy pocos han igualado en la ardua tarea de compartir escenario con el histriónico Nick. James Johnston, un guitarrista demoledor al que mandaron a tocar el organito. Kid Congo Powers, con su espantosa voz y su entrañable sonrisa que oculta una boca más que sucia que se anima a vocalizar con más onda que justeza. Un vomitador serial de esos que tan simpáticos nos caen. Jim Sclavunos, con un extenso currículum vitæ que lo avala como percusionista de culto, que ha sabido demostrar que también escribe buenas canciones. Warren Ellis, casi el único que le ha seguido el tren hasta nuestros días. Andá a saber, ¿será porque es tan colgado como sus solos de violín y todavía no se dio cuenta de que el resto de los integrantes del grupo ya se fueron a la mierda? 

Creo que me olvido de mencionar a unos cuantos de los que han acompañado a Nick Cave en sus proyectos y ambiciones. Sin embargo, a la que más me apena haber pasado por alto es a Anita Lane. Queda claro que ella no solo ha asistido al que fuera su pareja con la inspiración, con el estímulo necesario que favoreciera la creatividad del muchacho, con la escritura de sus textos, sino que también ha sabido grabar unos cuantos discos exquisitos que atesoro celosamente en mi repisa. Finalmente, queda claro que nadie puede jactarse de existir solo por mérito propio. Las relaciones, la interacción con el medio, contribuyen enormemente en el flujo de las ideas. No sos una ostra, aunque pretendas vivir en una cueva. Quieras aceptarlo o no. Solo solo, no se hace casi nada. Una paja, quizás.

miércoles, 12 de agosto de 2020

CINCUENTA Y DOS

Cuando empecé a escuchar música, en ningún momento se me pasó por la cabeza que iba a terminar escuchando sobre todo música instrumental. Hoy, a la distancia, analizando la evolución de mis gustos, veo que no existían muchas más posibilidades. Si bien es cierto que me gustan los cantautores, también me queda claro que las condiciones y cualidades que debe tener un cantante para que me guste, aunque no sean demasiadas, son precisas y no negociables. Primero, la pasión con la que el vocalista interprete las canciones, la onda que le ponga, que deje todo al cantar una canción, en una palabra, que movilice. Segundo, el toque personal que lo haga único e irremplazable, que no quede duda de quién es él. Tercero, que aunque cante pelotudeces, que uno no se de por aludido porque, sorprendentemente, cante lo que cante, cualquier cosa queda bien en el contexto de sus canciones ya que sus dotes de intérprete le permiten hacer maravillas de una canción que en boca de otro sería olvidable, pésima y hasta vergonzosa. Finalmente, son pocos los cantantes que han logrado entrar en mi rango de aceptación, de manera que he ido inclinándome por los sonidos de los instrumentos más que por los de las voces. Quizás ese giro no sea enteramente la responsabilidad de los cantantes que no lograron cautivarme. Es muy probable que me haya topado con algunos álbumes que sirvieron para introducirme en este mundo infinito que se abre cuando uno descubre las posibilidades de la música instrumental, de la música que no está al servicio de un texto, de una letra, de un boludo que canta. Esa música que se libera y vuela sin límites. Recuerdo que de chico disfrutaba de la música de jazz que acompañaba a los dibujitos animados. De las bandas de sonido de los spaghetti westerns, las de “James Bond”, “El agente de C.I.P.O.L.”, “Los vengadores”, “Misión imposible” o “Los invasores”. También recuerdo un casete de Glenn Miller, que mi viejo solía poner en el auto. Todas músicas instrumentales que me gustaban. Años más tarde, el primer tema instrumental de una música cercana al rock que me impactó en un álbum que compré por mi propia voluntad fue “No Motion” de Dif Juz que apareció en el compilado “Lonely Is An Eyesore” del sello 4AD. No puedo decir que por esa razón haya sentido que algo iba a cambiar en mis preferencias musicales, sin embargo, fue un comienzo sólido. En fin, en algún momento comencé a explorar las bateas de bandas de sonido, lo que fue revelador. Creo que allá por 1994, la primera que compré, aunque no tenía ni idea de qué película se trataba, fue “Alta Marea & Vaterland”. Sí, ya sé que el autor no era un total desconocido para mí, que era uno de los pilares de uno de mis grupos preferidos. Sin embargo, en este caso, Mick Harvey dejó de lado tanto el sonido de Birthday Party como el de los Bad Seeds o el de Crime and the City Solution y creó una música distinta, atemporal y desgarradora que no me canso de escuchar.



miércoles, 5 de agosto de 2020

CUARENTA Y CINCO

No tengo ni idea cómo, en algún momento me encontré con un ejemplar de la revista británica Record Collector. Una biblia, para el coleccionista de discos. O, quizás, más bien un babero que recibía los excesos de baba que derramaba al leer los nombres de una infinidad de discos inaccesibles, no solo por precio sino también por lejanía y distancia de los locales, ferias y disquerías que los ofrecían. Sus páginas repletas de información, listas de precios y anuncios marean a cualquiera. Si te enfrentás a este monstruo, tenés que saber qué estás buscando, sino terminás en un loquero. Imaginate que en esa época no existía internet. No había e-mail, y mucho menos, WhatsApp. Los anuncios pedían que enviaras tu pedido por fax, aclarando el número de tu tarjeta de crédito, de preferencia Visa o Mastercard, porque la American, en el Reino Unido, en aquella época, brillaba por su ausencia. ¡Mierda! Justo había encontrado en la inmensidad de esa descomunal publicación algo que me interesaba, y mucho, y desafortunadamente el negocio no aceptaba la tarjetita americana que había heredado de mi madre. Comentario va, comentario viene, un compañero de la facultad me ofreció su tarjeta para que hiciera el pedido. ¡Un crack ese pibe! El primer escollo sorteado, faltaba atreverse a soportar la ansiedad que provoca la espera de una encomienda conteniendo el deseado tesoro que debe atravesar montañas, valles, mesetas, ríos, mares y océanos; pero por sobre toda las cosas, correos y aduanas, dos de los peores males que se han inventado para torturar a todo coleccionista de discos no disponibles en su país natal o de residencia. Para ser breve, no me importó nada, o no barajé ninguna de esas posibilidades, y me tiré a la pileta e hice el que fuera mi primer pedido internacional de discos. Encargué: “Definitive Missing Link Recordings 1979-1982” de Birthday Party, un box-set con cinco discos que incluye toda la discografía oficial del grupo en el sello australiano Missing Link, con alguna que otra perla que no se encuentra en ninguna otra parte. Una gema que sigue brillando en mi colección de discos.



lunes, 1 de junio de 2020

VEINTICINCO

No tengo ni la más mínima idea de quién me hizo la primera copia del video “Pleasure Heads Must Burn” de Birthday Party. Lo que sí recuerdo es que me encantaba verlo. Ese grupo, en vivo, iba más allá de todos los otros grupos punk – o algo así – que conocía. Era todo desborde y descontrol, desde el color rojizo de la imagen pobremente iluminada hasta el enfoque de la escena tomado desde el peor punto de vista que no hace más que perder el momento que debería haber sido inmortalizado en la filmación. Quizás esas fueran algunas de las razones que llevaron a una chiquilla adolescente – que frecuentaba allá lejos y hace tiempo – a decir, aterrorizada, mientras comíamos un churrasquito con ensalada en el living de la casa de mis padres: “por favor, sacá ese video que me hace mal a la digestión”.

Ese comentario desalentador no logró alejarme de este grupo, que aún hoy, como ya lo he mencionado en otro momento, provoca en mí una extraña fascinación, atracción y devoción. Obvio, me encanta. Tampoco logró alejarme del video. Por casualidad, en algún momento encontré el original en venta en una de las disquerías de la galería Bond Street y pude seguir disfrutándolo durante largo tiempo, hasta que se dañó definitivamente la videocasetera y no pudo ser reparada. Cuando parecía que nunca más iba a poder disfrutar de esta magnífica filmación, mientras vivía en Montréal, me enteré de que “Pleasure Heads Must Burn” había sido republicado en DVD y, por si fuera poco, con material inédito. Sin dudarlo, se lo encargué a Francis – o quizás a Raymond – de Atom Heart. Finalmente, pude volver a disfrutar de este video que tanto me había inspirado durante mi paso por la escuela secundaria. Por suerte puedo seguir disfrutándolo...


miércoles, 27 de mayo de 2020

VEINTE

En 1988, mientras cursaba cuarto año de la escuela secundaria, compré el primer vinilo que tuve de Nick Cave and the Bad Seeds, “The Firstborn is Dead”, en Abraxas. Así como los de Birthday Party me zarandearon para todos lados y me reacomodaron las ideas sobre qué se debía esperar de un grupo de rock, este álbum me presentó un mundo nuevo y me proponía alejarme del rock y de la música pop. Es un disco misterioso, creo. Aunque más misterioso fue que caminando por la playa en Pinamar, encontré un casete virgen en el que, para mi sorpresa, estaban grabados no solo este álbum sino también “From Her to Eternity”, el primero de los Bad Seeds. Este hallazgo fue premonitorio y marcaba la dirección que tomaría mi colección de discos en los años venideros. Para confirmar este cachetazo a los pilares del rock que no había llegado a comenzar a construir, mi compañero de banco de la escuela me grabó “Kicking Against the Pricks” y “Your Funeral ... My Trial”, el primero de los Bad Seeds que compré en CD. 

Al año siguiente, cuando estaba por empezar a cursar quinto año, la mamá de un amigo volvió de un viaje por Europa y me trajo dos casetes: “Automatic” de Jesus and Mary Chain y “Disintegration” de The Cure. Sí, el año anterior había comprado el vinilo de “Barbed Wire Kisses” en la disquería de Charly y tenía varios temas que me gustaban mucho, sin embargo, el nuevo de los hermanos Reid, no me movilizó demasiado. Mucho menos el de Robert Smith. En ambos casos, fue el último disco nuevo de cada una de las dos bandas que escuché y desconozco el rumbo que tomaron las carreras de sendos artistas. 

En esa época, una fricción similar, entre pasado, presente y futuro, se me presentaba en el plano de la creación musical. Ya hacía más de un año que experimentaba sin cesar haciendo grabaciones más que caseras con la doble casetera SHARP, la guitarra eléctrica FAIM STRATOCASTER, el distorsionador ARIA y la computadora COMMODORE 128 – con Funky Drummer programaba ritmos y con Kawasaki Synthesizer tocaba teclados; cuando un amigo del instituto de inglés me propuso formar parte de un grupo con algunos de sus amigos. Tuve que tomar la decisión de pausar mis experimentos sonoros para formar parte de MATEN AL DISC-JOCKEY, un grupo de garage-rock, porque ensayábamos en el garaje de la casa de la abuela de mi amigo. Alejado de la experimentación, porque el grupo intentaba hacer música de rock, aunque, siendo novatos, ninguno de nosotros sabía cómo hacerlo. Marginado desde el comienzo, no solo porque entre los otros cinco integrantes ya se conocían desde su tierna infancia, sino también porque a ninguno de ellos le interesaba la música que a mi me apasionaba. No me arrepiento de haber participado de ese proyecto porque fue parte de mi formación musical. Así como los álbumes de The Cure o Jesus and Mary Chain colaboraron a desarrollar mi gusto musical, esta primera experiencia de “banda”, sin que la apreciara demasiado en ese momento, comenzó a definir y delinear el futuro de mis creaciones musicales. 



martes, 12 de mayo de 2020

DIEZ

Durante la escuela secundaria, pasaba los veranos en el club. Entre la pileta, las canchas de tenis y algún que otro partido de basket, me había hecho amigo de unos pibes un poco más grandes que yo que andaban en skate. Se hacían llamar los Skate´s Mutants (quizás les deba una parte del nombre de mi futuro grupo MUTANTES MELANCÓLICOS). Eran buenos chicos, aunque en aquella época, en el año 1988, sus ropas andrajosas, jeans desflecados y zapatillas rotas los hacían parecer más malos de lo que en realidad eran. Ellos me presentaron a los Dead Kennedys, a los Clash, a los Sex Pistols y seguramente a algún otro grupete punk. Recuerdo que un día, antes de ir al club, pasé por la disquería Abraxas y me compré dos discos: “Prayers on Fire” y “Junkyard”, de Birthday Party. Mis amigos no los conocían hasta ese momento. Cuando los escucharon casi se mueren. No entendían nada. Claro, mi gusto musical había empezado a apartarse del sendero de lo previsible. Había encontrado en esos dos álbumes, que no podía dejar de escuchar mientras mi vieja me llamaba para comer el churrasco que me había servido para la cena, un sonido corrosivamente inesperado, unas canciones tan poco amigables que me cautivaban, una música diferente que trazaría mi camino para siempre. Nunca podré negar lo que siento por esos dos discos: son los únicos vinilos que conservo desde mi adolescencia y, además, tengo dos copias de cada uno en CD.