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miércoles, 27 de marzo de 2024

CIENTO SETENTA

La primera vez que escuché un disco de ellos fue gracias a mi amigo Nacho. Recuerdo que me prestó un compilado de las codiciadas Peel Sessions. Nostalgia mediante, al tenerlo entre mis manos, instantáneamente, me hizo recordar mi charlas con Juan Carlos en la disquería del gordo Charly, allá, a finales de los años ’80. ¡Cómo venerábamos a esas sesiones sin siquiera saber quién mierda era ese tal John Peel! Loco, ¿no? Pensábamos que acceder a grabar con ese tipo daba a los artistas una certificación de calidad. Con el correr de los años fui descubriendo que en el Reino Unido, en las esferas de la música independiente, era todavía más respetado y apreciado de lo que me hubiera podido imaginar. Además, aparentemente, muchos artistas se desvivían por ser incluidos en su colección de discos y le regalaban cada uno de los álbumes que publicaban. El tipo era un freak, padecía de glotonería musical. Uno de los míos, aunque dudo de que algún día llegue a alcanzarlo. Difícil, muy difícil. Parece que en vida llegó a amarrocar toneladas de vinilos: más de veintiséis mil LPs, más cuarenta mil singles; además de miles de CDs, de los que no era devoto, aunque, sin embargo, los compraba cuando no existía una versión en vinilo del álbum en cuestión. Cassettes, VHS, DVD y otros formatos menos convencionales tampoco se privaría de tener, me imagino. 

Hablar de pluralidad frente a tanta singularidad parece extraño, raro. Vuelvo… Todo es poco comparado con las estadísticas que rodean a esta banda de Manchester. Si se la puede llamar así, claro. Tuvieron solo un miembro estable desde el primer ensayo hasta el último concierto. Cuando ese tipo crepó, luego de haber existido durante cuarenta y dos años, la banda también murió sin siquiera haber agonizado. Sigamos con los números. A lo largo de los años en los que el proyecto estuvo en actividad, circularon más de sesenta músicos en unas treinta formaciones diferentes, los que entre idas y vueltas lograron grabar unos treinta y pico álbumes en estudio, una enorme cantidad de singles y EPs – más de sesenta entre ambos formatos; además de innumerables álbumes en vivo, tanto oficiales como piratas o bootlegs, si preferís. Sin olvidarnos de que también fueron prolíficos a la hora de publicar recopilaciones de la más variada índole – contándose más de cincuenta; a la hora de grabar sesiones con el antes mencionado John Peel – llegándose a contabilizar unas veinticuatro, entre junio de 1978 y agosto de 2004. ¡Un montón! Me imagino que para los fans debe ser bastante difícil coleccionar los discos de este grupo, pobrecitos. Tienen demasiados. Rozan lo inaccesible, lo inabordable. Además, me pregunto si todos valdrán la pena. Quizás el fanático número uno de la banda, John Peel – sí, otra vez él, nos haya dado la respuesta cuando afirmó: “They are always different; they are always the same”. Y nos cagó: dijo de todo sin decir absolutamente nada, connard. Parece que todo el mundo estaba al tanto de que este DJ británico había escuchado cada uno de los álbumes, singles y EPs que este grupo publicaba y de que todos esos discos formaban parte de su vasta colección, entonces, la pregunta obligada era cuál de todos ellos podría recomendar como punto de partida para adentrarse en semejante masa de discos, en semejante masa de plástico redondo, negro o plateado. El tipo estoicamente respondía con un profunda capacidad de síntesis: “all of them.” 

Tengo que ser totalmente honesto. Aquella primera vez que los escuché no disfruté demasiado de esta propuesta musical. El grupo me llamaba la atención, sobre todo por una nota que había leído en mi adolescencia en la revista española Rockdelux en la que recorrían la discografía de la banda hasta ese momento, intensa aunque todavía en expansión. Creo que lo que me interesó fue la sensación de hecho a mano que se reflejaba en las portadas de sus álbumes. Se veía algo elemental, primario, primitivo, sin agregados superfluos. Finalmente, lo mismo que me cautivó en un primer momento fue lo que me fastidió cuando pude escuchar uno de sus discos. Tosco, destartalado, repetitivo, quizás, vulgar. Recién en Montréal, comprendí que tenía que darles una nueva oportunidad. Me informé un poquito más para descubrir que debía comenzar por escuchar sus álbumes de mediados de los años ’80 para no salir espantado por su enfático quilombo. El primero que encargué a los muchachos de Atom Heart fue “This Nation’s Saving Grace”. Cuando lo fui a buscar, Raymond me contó que cada vez que salía algo nuevo de The Fall, él lo compraba, que no lo podía evitar, que acumulaba los discos de los británicos religiosamente en su habitación de la primera planta de la casa de sus padres, la que gracias al descomunal peso de su gigantesca colección de vinilos mostraba una notoria deformación e inclinación en el piso de madera. ¡Otro loco lindo! Hoy, después de muchos años de mi bautismo de fuego, sin considerarme fanático, me arrepiento de no haber acumulado unos cuantos discos más de estos tipos en mi colección. Tristemente, tengo apenas ocho. Si bien es cierto que escuchar al áspero Mark E. Smith es una ardua tarea que puede provocar sensaciones encontradas, hay que admitir que no existe ningún grupo, de ningún género, que le llegue a los talones a este coloso sin rival, que es imposible que no queden como unos nenes de pecho al intentar medir su dureza, su consistencia, su furia, con la de los poderosos, los “Mighty Fall”. También lo ha dicho John Peel: “The Fall are the group against which all others must measure themselves.” Hay que darle pelota. Él lo supo comprender antes que cualquiera de nosotros. No nos resistamos más.



viernes, 7 de abril de 2023

CIENTO SESENTA Y CINCO

Debo admitir que bajo alguna excusa sin sentido, durante largos años, censuré la posibilidad de deleitarme con una música sin tiempo. Una de esas músicas que no se desgastan, que perduran intachables, incuestionables. Una música de barrio, de sótano o de alcantarilla. Desfachatada, irreverente. ¿Oculta o culta? Sobre todo oculta, solapada. Un secreto muy bien guardado. Una música con tan poca repercusión masiva que lo primero que me pregunto es cómo mierda llegué a conocerla en una época tan primitiva que no teníamos las herramientas necesarias ni siquiera para sospechar que en algún momento iba existir algo que se llamaría World Wide Web que pondría toneladas de información al alcance de nuestra imaginación. Seguramente, mi primer contacto fue de rebote, de pedo. Gracias a alguna nota que habré leído en la Rock de Lux, en El Musiquero o en la Cerdos & Peces. Quizás en el suplemento Sí, en el No o en el Sur; los que caían en mis manos siempre por casualidad. Mucho más que esas fuentes no tenía a mi alcance. 

En algún momento de mi adolescencia, conocí un par de las canciones de este grupo yanki gracias a las reinterpretaciones propuestas por otros artistas. Recuerdo la de Siouxsie & the Banshees y la Echo & the Bunnymen; menos la de The Church. Poder escuchar las versiones originales, me llevó más tiempo. Mucho más tiempo. Antes de decidirme a comprar los escasísimos discos de este grupo neoyorquino en sus versiones remasterizadas que incluyen bonus tracks, recuerdo haber asegurado con firmeza a Francis de Atom Heart que no disfrutaba demasiado de la voz del flaco que cantaba. Lo cual tiene algo de verdad. Honestamente, su voz no es el punto álgido de la música de esta banda. Interpretan canciones, sí. Muy buenas, obvio. Con letras trabajadas, con intención, claro. Pero podrían haber decidido ofrecernos un rock instrumental que habríamos disfrutado sin chistar. De la misma manera que nos regocijamos con los álbumes de música instrumental que ha publicado el vocalista principal del cuarteto, cuando decidió cortarse solito.

Abro paréntesis. A pesar de que aprecio a una buena cantidad de cantautores, de cantantes, de canciones, hace rato que me deleito mucho más escuchando música instrumental que tratando de descubrir el sentido de las palabras que conforman la letra de una canción. Disfruto de alguna que otra frase, cuando sacude. Disfruto del sonido de determinadas palabras, cuando desestabilizan. Aunque, finalmente, me cago en la semántica. Me cago en el sentido – literal o encubierto – que se le da a las palabras cuando están relacionadas con la música. Mientras la combinación, la fusión, entre los sonidos de los instrumentos y los sonidos de las voces humanas suene interesante, me conformo. Solo eso es lo que valoro de la intervención literaria en la música. Creo que para la música, la poesía es simplemente un instrumento más dentro del abanico de timbres, dentro de la paleta de sonidos disponibles para la composición. Un aporte, una colaboración. No un requisito para que la música tenga su razón de ser. Cierro paréntesis. 

Sin embargo, a pesar de mi opinión, seguramente este muchacho debe haber estado más que interesado en la poesía, en el sentido que ha decidido encontrar en las palabras que ha elegido para sus textos. No en vano tomó prestado el apellido de un poeta simbolista francés que ha ofrecido a través de su obra un mundo lleno de misterios por descifrar, repleto de recursos literarios por interpretar; poeta que, además, se esforzó por dar a conocer la obra literaria de otros pesos pesados del género, también franceses, conocidos en el ambiente como los “poetas malditos”. No hay más que aceptar que la poesía de Paul Verlaine y, seguramente, la de sus protegidos han sido una influencia decisiva para que el joven Thomas Joseph Miller comenzara a delinear el rumbo que tomarían las canciones que escribiría tanto para sus proyectos solistas como para su grupo Television. ¿Para qué me enrosco? ¿Para qué buscarle el pelo al huevo?, si el resultado es impecable.  

Nota bene: ¡Atención! Lamentablemente, las imágenes de las portadas de los álbumes de estos tipos dejan bastante que desear. Las gráficas parecen poco estudiadas, para salir del paso. Si sos uno de esos coleccionistas a los que además de la música, le interesa el aspecto decorativo de los discos, de sus tapas, es el único punto negativo que le podés reprochar a la discografía de estos muchachos. Aunque va a depender un poco del gusto y de la exigencia de cada uno, claro. 


lunes, 5 de diciembre de 2022

CIENTO SESENTA Y UNO

Cupones vienen, cupones van, nuevos discos sonarán… Gracias a esta iniciativa de los muchachos de Atom Heart fui enriqueciendo mi colección. Ya te había contado que esta disquería de música alternativa situada sobre la rue Sherbrooke est, a metros de la rue Saint-Denis, en el Quartier Latin de la ciudad de Montréal, con cada compra te reconoce el 10% del importe de la factura transformándolo en cupones con puntos. Una vez que juntás suficientes cupones, si al sumar sus puntos te acercás al precio de un disco que te interesa, te lo llevás sin más trámite que darle los papelitos que fuiste guardando celosamente en tu billetera tanto a Francis, a Raymond, como al empleado de turno. ¡Un éxito! De esta manera, multipliqué la cantidad de los discos de mi colección sin prisa, pero sin pausa. Cada tanto me hacía de algún título nuevo que no conocía más que de vista. Con los cupones siempre elegía algo que me llamaba la atención pero que no habría comprado naturalmente, que de otra manera no habría llegado a mis manos. Así fue que empecé a conocer nuevas propuestas musicales a las que el saldo de mi cuenta de banco no me habría permitido acceder. Finalmente, gracias a Atom Heart, logré expandir mis gustos. Pensá que en una época, cuando sacaba un billete, como el dinero siempre ha sido un bien medianamente escaso en mi realidad, iba a lo seguro. Con el tiempo me volví un poco más osado, más impulsivo. Lamentablemente, terminé comprando muchos discos a los que hoy no les encuentro el sentido en mi colección. Ocupan lugar, juntan mugre y polvo. Algún día los venderé, no te preocupes. 

Todos los sonívoros – algunos más, otros menos – nos obsesionamos con los árboles genealógicos de los grupos y de los artistas que nos apasionan. Seguimos sus ramificaciones considerando proyectos paralelos, colaboraciones y apariciones varias para degustar las trayectorias de esos músicos que muchas veces se convierten en una insignificante agujita en el pajar cuando barajamos los nombres de aquellos que han hecho su aporte a nuestra cultura musical. Nos preguntamos qué le hace una manchita más al tigre y compramos otro disco, y otro, y otro más… Aunque el tipo solo haya estado respirando en el estudio mientras se grababa una canción, lo consideramos un aporte inestimable e imprescindible para su discografía. Somos bastante pelotudos. Nadie lo puede negar.

El rock nunca ha sido mi fuerte. El rock de garage, menos. Sin embargo, unos cuantos exponentes del género me han permitido descubrir algo digno de apreciar en esta música tan primitiva como visceral. Creo que lo que más me atrae es el componente tribal, hipnótico, que obliga al oyente a entrar en un trance brutal que lo abstrae de su realidad cotidiana, que lo hace moverse y saltar impulsivamente como una bestia irracional con ánimos de romper todo lo que se cruce por su camino. Además, el cántico simple y directo de estas canciones suele ser altamente recordable. No se puede decir que las melodías o las armonías que se escuchan en los discos de este género sean de una gran sofisticación, pero cumplen con su cometido: instalarse en la memoria colectiva del rebaño que las usará como himno hasta el hartazgo y les extirpará de raíz el sentido – siempre y cuando hubiera existido alguno, que las tarareará desvergonzadamente, que agitará tanto la cabeza como los pies al recordarlas, que se verá obligado a mover gran parte de su esqueleto sin lograr contener los impulsos espasmódicos provocados en su cuerpo al confrontarse con el incesante pulso del ritmo de esta música. Creo que los que me iniciaron en el género fueron The Birthday Party y, más tarde, The Stooges. Para muchos sería más que suficiente conformarse con esos dos pesos pesados. No para mí. Seguí indagando. 

Gracias a una remera amarilla con la ilustración de un zombi medio punk que parecía salir de una película de terror de clase B con la leyenda “Bad Music for Bad People” que llevaba un compañero de la escuela secundaria, conocí el nombre de los Cramps. Ni él, ni yo los escuchábamos por aquel entonces. Pero, al menos, el nombre me quedó picando. Cuando pude, compré algunos de sus álbumes. La intriga había quedado intacta a pesar de todo el tiempo que había pasado. Finalmente, al escuchar la música de estos exacerbados yanquis, la promesa de aquella imagen con mirada torcida que parecía exigirte sin derecho a réplica que prestaras atención a este grupo de deformes fue cumplida con creces, lo que me hizo sentir que la larga espera había valido la pena. 

Muchos años más tarde, en la casa de mi amigo Cristian, pude escuchar por primera vez “The Modern Dance” de Pere Ubu. Grupo raro, cautivante. Todavía hoy sigo buscando sus discos para completar mi colección. Tranquillement, pas vite.

Creo que también gracias a Cristian me introduje en el extraño mundo de Captain Beefheart & His Magic Band. Todos sus discos me han dejado sin palabras y me han hecho mover la patita sin parar. ¿Ocultismo, hechicería, encantamiento o brujería? Simplemente magia, pura magia.  

La revista Esculpiendo Milagros, allá por 1992 ó 1993, me llevó a descubrir a Gallon Drunk, de los que pude conseguir los dos primeros álbumes casi de inmediato gracias a mi amigo Leo que por aquel entonces importaba discos para vender en el Parque Rivadavia. Quedé pegado a la primera escucha. Desprolijos, rotosos, gritones. Con la mejor de las ondas. Encima, las tapas eran geniales. Me hice fan instantáneamente y fui consiguiendo cada uno de sus álbumes, simples y todo disco que incluyera alguna de sus canciones que no estuviera disponible en otro lado. Como dicen, me hice completista. Tal fue mi interés que seguí la trayectoria de sus integrantes. Por suerte mis magra economía, era breve y sin demasiados meandros. Algún que otro disco solista del cantante. Alguna colaboración con otros grupos. Efímeros proyectos. Efímeras participaciones. El único que montó un verdadero proyecto paralelo, fue Max Décharné, el primer baterista de este combo londinense. Desarmó los tachos, se las tomó y agarró el micrófono. Se hizo cantante, che. Lamentablemente, demoré en percatarme de sus talentos vocales. Pasaron muchísimos años hasta que gracias a los famosos cuponcitos de la disquería Atom Heart, me decidí a llevarme de las bateas “A Walk on the Wired Side”, cuarto álbum de su banda The Flaming Stars. Había logrado sobrevivir sin esa música durante largos lustros y no me parecía reveladora. Sin embargo, tenían algo que me enganchó y me hizo seguirles la carrera hasta el último de sus alientos, en 2006. Si no los ubicás, fijate en el arte de las tapas de sus discos, seguro que te terminás tentando con alguno.

sábado, 26 de marzo de 2022

CIENTO CUARENTA Y CINCO

En la disquería Atom Heart, en Montréal, las cosas podrían haber sucedido de la siguiente manera, la charla podría haber tomado estos giros, entre uno de los propietarios de la tienda y yo – un cliente recurrente que piensa que después de tantos años podríamos empezar a considerarnos amigos, mientras sonaba algún disco que me pasaba inadvertido y divagábamos sobre álbumes, grupos, estilos musicales, géneros musicales. Sobre música. ¿Qué más?

– ¡Qué bueno que Tortoise haya grabado un álbum nuevo! – dije con una sonrisa en la cara mientras se me licuaba la cera de los oídos preparando mi sistema auditivo para la experiencia enriquecedora de escuchar el nuevo álbum de uno de mis grupos favoritos.

– ¡Claro que sí! ¡Son geniales! – asintió Raymond.

– ¿Ya se sabe el título que va a tener? – pregunté con ansias.

– “It’s all Around you” – respondió Raymond con seguridad, aunque con su inconfundible acento francocanadiense.

– Siempre me pregunto cómo se les ocurren los títulos a la gente que hace música instrumental. ¿En dónde encuentran la inspiración? – filosofé.

– A mí no me queda claro si inventan el título y a partir de ahí se les disparan ideas para escribir la música o si escriben y graban la música, y luego se tiran sobre un sofá a escuchar los temas para decidir los títulos según lo que les sugiera el producto terminado – agregó Raymond filosofando aún más.

– Lástima que estos tipos no graben discos más frecuentemente. Les debe llevar mucho laburo... – me lamenté.

– Claro... Debe ser un proceso largo, pero ellos tienen otras actividades que los mantienen ocupados. Chicago tiene una escena en ebullición – aseguró Raymond con conocimiento de causa ya que Canadá recibe la inmensa mayoría de las propuestas musicales que surgen en yankilandia.

– ¿Qué hacen? – pregunté ingenuamente.

– Producen... tocan y graban música con un montonazo de grupos... – plantó la semillita mi amigo por la música.

– ¡Noooo! ¿En serio? No tenía idea... – dije como novato sorprendido.

– Cada uno de los miembros participa de varios proyectos, algunos con mayores semejanzas a Tortoise, otros bastante alejados, formal y estéticamente. Las ramificaciones son diversas. Los resultados, también – dijo Raymond pelando sus dotes de crítico musical y genealogista erudito.

– Nunca escuché nada de esos proyectos paralelos... no tenía ni idea de su existencia – me excusé de mi ignorancia abriendo los ojos a más no poder, respirando profundamente y agachando la cabeza para asumir que sabía muy poco de este género musical que circulaba sin obstáculos por la ciudad que me albergaba desde hacía poco menos de un año. 

– Si no querés alejarte demasiado del sonido de Tortoise, te conviene empezar por Isotope 217, donde participan John Herndon en la batería y Jeff Parker en la guitarra, con el trompetista Rob Mazurek. ¡Un caño! – me recomendó mi querido Raymond. 

– Tomo nota… La trompeta es mi instrumento de viento preferido. Me imagino ciertos tintes de jazz… ¡Ya tengo ganas de escucharlos! – al comenzar a descubrir nombres de nuevos artistas que merecían ser escuchados, me animaba cada vez más y encontraba una nueva razón para decir que me gusta la música.  

– Con éstos, tenés para entretenerte. Además, ese trompetista es incansable. Es el motor de infinidad de proyectos muy interesantes. Anotá: Chicago Underground en sus diferentes variantes – duo, trio, quartet, orchestra – Tigersmilk. Además de sus discos solistas y de muchísimas colaboraciones que no podés dejar de escuchar – continuaba Raymond con sus conocimientos de enciclopedista musical.

– Tengo para un rato... Son bastantes discos para escuchar – constaté.

– Mirá que acá no termina la lista. No guardes la libretita. – por suerte, Raymond me pinchó el globo y la sonrisa se me hizo aún más evidente.

– Dale, dale. – insistí para que no perdiera el hilo y que no se olvidara de ninguno de los artistas que se relacionaban con esta movida. 

– Enteramente instrumental, también tenés a Brokeback del bajista Douglas McCombs, que no se aleja demasiado del sonido de Tortoise aunque con una propuesta más austera, espaciosa, quizás ambient. El flaco también participa en el combo de improvisación Boxhead Ensemble con el que musicalizan películas viejas en sus conciertos. Nunca los vi en vivo, pero asumo que debe ser una experiencia interesante. También ha grabado con Pullman, The For Carnation y Toe, todos diferentes aunque el sonido de Chicago no logren sacárselo de encima. Son de ahí, no se les puede pedir otra cosa. Obviamente, son todos muy disfrutables – aseguró Raymond con su cara cómplice de coleccionista de discos.

– Buenísimo... ¡Ojalá me dé el tiempo para escuchar todo! – dije con cierta preocupación.

– Ahora que pienso, también están los proyectos de David Pajo, guitarrista de Tortoise en la primera época. Tiene algunos discos de canciones de variado interés pero los que firma como Aerial M y Papa M son instrumentales y bastante buenos. El flaco tiene currículum. Venía del archifamoso grupo Slint que dicen que solo con un par de álbumes en su haber reinventó el hardcore y allanó el camino para la creación del post-rock – agregó Raymond mientras yo trataba de escucharlo atentamente, aunque sin caer del asombro al descubrir que tanta cantidad de grupos me resultaban ajenos y desconocidos.

– Parece interesante, aunque el hardcore nunca fue santo de mi devoción… si encuentro sus discos a buen precio, los compro – rendido ante las evidencias, no podía hacer otra cosa que continuar anotando todos los nombres que mi amigo el disquero mencionaba.

– Si querés algún otro proyecto instrumental, no podés dejar pasar a Directions, en el que participó Bundy K. Brown. Otro miembro de la primera formación de Tortoise. También tenés a HiM, del baterista Doug Scharin – agregó Raymond con cierta reticencia. 

– Tengo una duda: no sé si cada vez me gusta menos escuchar las pelotudeces que dicen en sus letras algunos cantantes o si cada vez disfruto más el sonido abstracto de la música instrumental. Res non verba. Quizás empecé a perder la fe en las palabras, como dijera alguna vez Peter Hammill. Siento que solo unos pocos cantantes me ofrecen al menos una frase que me abofetea y me despierta, que me mantiene atento a lo que van a decir después. Otros, me dejan indiferente desde su primera sílaba – confesé casi con vergüenza.

– No te preocupes. A mí me pasa algo parecido. A las palabras se las lleva el viento, dicen algunos. Lamentablemente no todos los que toman una pluma tienen algo interesante para escribir, para comunicar. Para colmo, más de uno canta para el ojete, sin onda, sin carisma, sin convicción, sin sangre... – afirmó con cierta bronca Raymond, quien hasta ese momento me había parecido tan gentil.

– Así es... – asentí afianzando nuestra complicidad.

– En esta movida, la mayoría de las propuestas son instrumentales, pero tenés algunos con vocalistas. No sé si son de lo mejor, sin embargo, tienen algunos discos interesantes. The Sea and Cake, en el que participa el baterista John McEntire. Gastr Del Sol, con David Grubbs y Jim O’Rourke. June of 44, Codeine, The Eternals, Town and Country... – empezó a enumerar Raymond entrecerrando los ojos para tratar de no dejar a ninguno fuera de la lista. 

– ¡Mil gracias! De a poco los iré buscando... – dije resignado ante semejante avalancha de grupos que me interesaba escuchar.

– Tené en cuenta que muchos de esos artistas no tocan más y la mayoría de sus discos solo se consiguen en las tiendas de segunda mano, nosotros podemos buscarte algunos, pero no todos – anunció Raymond.

– Voy a empezar con los de Isotope 217 y los de Brokeback – afirmé con seguridad.

– Dale, deben tener tres discos cada uno. Dejame que busque en la web de la distribuidora... – dijo Raymond con la seriedad de un profesional en la materia.

– ¡Buenísimo! – respondí con cierta emoción.

– No te olvides que acá en Montréal, también tenemos exponentes del post-rock que no podés dejar pasar. Godspeed you Black Emperor!, Fly Pan Am, A Silver Mt. Zion... y en Toronto a Do Make Say Think – agregó Raymond.

– Lo sé, lo sé... me los presentó Francis.

jueves, 17 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA

¿Rock o electrónica? ¿Jazz o ambient? ¿Blues o world music? ¿Soundtrack o field recording? ¿Pulso humano o pulso artificial? Acordes de guitarras brutales que quizás ni siquiera hayan sido ejecutados por instrumentos de cuerdas. Instrumentos de viento con estática. Brasses con surface noise, para los entendidos. Loops y samples. Samples y loops. Poca gente, muchos cables, mucha cinta, muchos bits. Sonidos sintéticos, sonidos expansivos. Ensoñación, brutalidad. Sonido exponencial. Hostil, jodido. Mucho sentimiento. Ritmos desgarradores, ensordecedores, hipnóticos. ¿Tribales o esotéricos? ¿Pared de sonido o paredón de fusilamiento?

La Subalterne me proveyó de los primeros tres discos que escuché de este hombre orquesta que no deja de renacer con un nuevo seudónimo cada vez que nos entrega composiciones nuevas, sin embargo, lo esencial de su música siempre está allí. Raymond, de Atom Heart, me dijo un día que todos los discos de Foetus eran iguales. Quizás sea cierto que los elementos sonoros con los que J.G. Thirlwell trabaja siempre sean los mismos. Quizás sea cierto que las obsesiones de este australiano expatriado sean las mismas que aterran a sus fans desde su primer álbum. Quizás sea cierto que a pesar de ser uno de los más originales exponentes de la música industrial haya sido ignorado por la escena del palo por ofrecer un sonido indomable que se escapa, que evade con destreza, las categorizaciones. Quizás sea más fácil decir que es único y que por esa razón haya que dejarlo ser. Te guste o no, más de uno le debe algo a este tipo. Su influencia nos atraviesa. Quizás por esa razón, a pesar de que escuché el primer disco firmado por Foetus en 2003, ciertos periodistas avezados, de anticipación, reconocieron elementos de la música de este muchacho en mi álbum “Voom Voom Va Hell La”, grabado y publicado en 1993 – escasos diez años antes de que conociera la música del australiano. Ahora me van a acusar de practicar magias oscuras y de tener una bola de cristal. ¡Dale!

jueves, 30 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y OCHO

¡Qué lindos son los box-sets! Los que ofrecen un álbum y todos sus singles; los que presentan la edición limitada del álbum con material extra – desde recitales en los que se presentan las mismas canciones del álbum en su versión en vivo, sanguínea, sin retoques ni ardides de estudio – pasando por los outtakes de las mismas sesiones de grabación, las tomas descartadas, las mezclas alternativas, los remixes, hasta las famosas sesiones en la radio – las codiciadas Peel Sessions de la BBC; los que suman un DVD con la filmación de algún concierto, de algunas entrevistas o con algunos video clips; los que incluyen la discografía completa de la banda, álbum tras álbum, con su portada de rigor; los que incluyen cada uno de los singles, con la reproducción exacta de las portadas de las ediciones originales; los que compilan minuciosamente y respetando con riguroso orden cronológico las fechas de publicación – o de grabación, si se tratara de alguna pista inédita hasta ese momento – todas y cada una de las grabaciones que el grupo haya producido durante su carrera musical. 

Para el primer cumpleaños que festejé en Montréal, mi vieja me fue a visitar. El regalo, cae de maduro. Me dio rienda suelta para que encargara algún disquito que me interesara. No hizo falta que pensara demasiado, ya sabía lo que quería. Me precipité hasta Atom Heart, que quedaba a escasas cinco cuadritas del departamento donde vivía, y les encargué un box-set con tres discos de una bandita francesa un tanto ignota, aunque prometedora. Hasta ahí todo andaba a la perfección, tanto Francis como Raymond sabían sobre mis gustos eclécticos y tomaron nota de mi pedido sin vacilar. A la semana siguiente, cuando fui a retirar mi regalo, una clienta que estaba charlando con los muchachos, al verme llevar esa cajita amarilla con el nombre de un artista que le resultaba totalmente ajeno, me preguntó de qué se trataba lo que tenía entre manos. Con honestidad brutal, le respondí que no tenía ni la más mínima idea, que desconocía de qué se trataba el grupo, que lo había comprado porque la imagen de la portada me resultaba muy inspiradora. La jeta de la piba me hizo adivinar que pensaba que había entablado conversación con un demente, con un desquiciado o, al menos, con un loco lindo. Hasta se le leía en la cara un nítido “¿en dónde me metí, para qué pregunté?”. Esta compra no fue un acto suicida porque mi vida no corría ningún riesgo, pero debo admitir que podría haberme salido muy mal. Anteriormente había comprado discos siguiendo mi intuición al ver una imagen estimulante sobre una portada, pero era la primera vez que me basaba en mi olfato para comprar una caja conteniendo tres CDs. ¡Demasiado osado! Ojo, al escucharlo, descubrí que este box-set que había elegido como regalo de cumpleaños contenía música más que interesante, que ofrecía todas y cada una de las canciones que el grupo francés Bästard había grabado durante su breve carrera, respetando rigurosamente el orden cronológico de las fechas de grabación o de publicación de cada tema. Otro hallazgo. ¿Entrenamiento, muñeca o, simplemente, culo? 

jueves, 9 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y CINCO

Un antiguo jefe de mi vieja, que había sido marino y había viajado durante largo tiempo de acá para allá recorriendo el mundo y viviendo lejos de su hogar en la vasta provincia de Buenos Aires, cuando se enteró de que había decidido mudarme a Montréal, me dio un consejo que aún hoy, casi veinte años más tarde, resuena en mi cabeza y lo considero uno de los mejores que recibí al tomar esa decisión. Evidentemente, sabiendo de lo que hablaba luego de muchos años de reflexión, me dijo: “Gustavo, cuando estés en el extranjero, evitá las reuniones de mate y dulce de leche”. Creo haber comprendido hacia dónde iban sus palabras y, en Montréal, cuna de uno de los grupos más emblemáticos del post-rock, no pude hacer otra cosa que dedicarme a explorar un género que había empezado a degustar tímidamente unos cuantos años antes de mi viaje cuando compré de un plumazo todos los discos de Tortoise que encontré en uno de los Tower Records de la ciudad de Buenos Aires. Ya sabrás que me refiero a los muchachos de Godspeed You Black Emperor!, con cada una de las variantes con las que suelen denominar a su grupo. Con el tiempo, fui comprando muchos de sus CDs. Sin embargo, no fue gracias a esta banda que comencé a engrosar mi colección con álbumes del sello Constellation.

Creo que ya te había contado que Francis y Raymond, los muchachos de la disquería Atom Heart, ofrecen un sistema de puntos. Cuando comprás, el 10% del monto de tu factura se transforma en un cupón. Cuando acumulás suficientes cupones con suficientes puntos que sumen el precio sin impuestos de un disco de tu agrado, te lo llevás sin más trámite que entregarles los cuponcitos. De esta manera obtuve el primer CD del sello montréalais que ingresó en mi colección. Al tenerlo en mis manos, no pude sentir más que admiración. El empaque era impecable. Era impecable desde la bolsita que es reutilizable. Pasando por la etiquetita que anuncia tanto el nombre del grupo como el título del álbum. Hasta que al abrirlo, te das cuenta de que la elección de los materiales está perfectamente cuidada. La impresión, las tintas, el sobrecito interno que contiene al disco. Todo. ¡Así da gusto comprar un disco! Como si no fuera suficiente, supe de buena fuente que todos los CDs y vinilos de este sello están empacados a mano. No tengo más que agradecer a estos dos amigos a pesar de las distancias, también melómanos y de exquisito gusto, por haberme recomendado comenzar mi colección de post-rock con “Winter Hymn Country Hymn Secret Hymn”, el que era en ese entonces el último álbum de unos pibes de Toronto que se hacen llamar Do Make Say Think. Es cierto, no eran vecinos del barrio en el que hacía poco tiempo me había instalado. Sin embargo, al momento de elegir un álbum de un grupo canadiense, publicado por un sello canadiense, vendido por una tienda de discos canadiense, comprendí que no había vuelta atrás y que sin prisa y sin pausa había comenzado a insertarme en la sociedad del país que me había recibido. Lo único que me faltaba era visitar una “Cabane à sucre”, degustar una “Poutine” y “Aller aux pommes” pues “Jésus de Montréal” ya la había visto.

miércoles, 15 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTICUATRO

Pasaron varios años desde la primera vez que vi la tapa de aquel disco en el que dominaban tintes azules de pinceladas gruesas para delinear la silueta de una sirena. Pasaron varios años hasta que tuve unos mangos disponibles para comprarlo en La Subalterne, en Montréal. Recuerdo haberlo visto infinidad de veces colgado en la pared de una de las disquerías del subsuelo de la galería Bond Street. Recuerdo haberme interesado tanto por el nombre del grupo como para preservar la imagen de esta portada grabada en mi retina. Recuerdo no haber logrado encontrar excusas válidas para pedir escucharlo. Recuerdo haber intentado comprender sin éxito las dos o tres palabras que el disquero anotaba en una microscópica etiquetita con la que intentaba seducir a su clientela. Recuerdo que mencionaba algo sobre Nick Cave, lo que seguramente debería haber garantizado algo. Recuerdo mis ilusiones sobre Australia. Creo que aún las conservo.

Pasaron varios años desde la primera vez que vi la tapa de aquel disco en la que dominaba una ilustración central que se asemejaba a un rostro humano visto de perfil al que parecían haberle arrancado la piel para dejar a la vista solo músculos y tendones faciales sobre un fondo negro pleno. Pasaron varios años hasta que Francis de Atom Heart, gran disquería alternativa de Montréal, me aseguró que podría conseguirme un ejemplar. Recuerdo haberlo visto infinidad de veces en los escasos sitios de internet que ofrecían cierta información sobre su existencia mientras estaba al pedo en el diario PubliMetro. Recuerdo haber anotado con éxito el título de este álbum que me cautivó desde el momento en el que lo descubrí. Recuerdo no haber logrado escuchar ni una sola nota para justificar mi interés. Recuerdo que su veracidad rondaba el campo de lo hipotético y que su tangibilidad fue cuestionada. Recuerdo que se mencionaba algo sobre Rowland S Howard, lo que para mí resultaba una garantía. Recuerdo mis pasiones sobre Australia. Creo que aún las conservo. 

Robert Forster, sutil e ingenioso australiano, cantante, guitarrista, compositor y cofundador de una banda genial que se hacía llamar Go-Betweens, escribió en sus “Diez reglas para el Rock and Roll” que el trío es la forma más pura en la expresión del rock and roll. Es cierto. Hubo más de un trío rockero famoso por su contundencia, con lo justo y necesario para incitarnos a dejar salir al primitivo que todos llevamos dentro. Finalmente, es un estilo musical que justifica su fama en un clamor visceral que provoca, en un pulso tribal que unifica, en una insistencia mántrica que hipnotiza. Resulta interesante que todo esto sirva también para definir a la perfección a otras formas de la expresión musical bastante alejadas de este género, no obstante, igualmente intensas. Sin alejarnos demasiado, en su Australia natal, encontramos dos ejemplos concretos: Dirty Three y Hungry Ghosts. Se trata de dos tríos, en apariencia similares, aunque de naturaleza diferente. En el primero, Warren Ellis, más conocido por ser casi el único que continúa siguiéndole el tren a Nick Cave, parece tan colgado como sus solos de violín, parece que todavía no se dio cuenta de que el resto de los integrantes de los Bad Seeds ya se fueron a la mierda, sigue tocando su instrumento endemoniado en un vórtice de feedback que lo envuelve y lo aísla del mundo. Tiene cierto encanto, obvio. Sin embargo, en el segundo grupo, alejado de la popularidad, abrazando el concepto “obscurity is the new fame” que conocí gracias al artista y escritor irlando-canadiense Andrew Forster, amigo de uno de mis tantos jefes en Montréal, el violín de J.P. Shilo me resulta aún más punzante y desgarrador. Más económico en lo que a decibeles se refiere, los abundantes silencios que acompañan a las melodías resultan más perturbadores que las toneladas de acoples, distorsiones y disonancias que hacen que los vúmetros permanezcan clavados al rojo vivo. Ambos tríos, instrumentales, me transportan, logran hipnotizarme. Sin embargo, como desde muy joven abrazo la máxima “menos es más”, me quedo con la magra e ignota discografía de los Hungry Ghosts y espero que nunca se junten a grabar otro disco. Sería demasiado.


sábado, 31 de julio de 2021

CIENTO VEINTIDÓS

Todos tenemos alguna que otra obsesión. Están los que escuchan sus discos según el orden que les han asignado en una caja de zapatos y respetan el turno de cada uno de ellos para evitar reproducir más uno que otro. Están los que escuchan discografías completas siguiendo el orden de aparición de cada álbum. Están los que compran distintas versiones de un mismo disco solo porque una trae un póster y otra una postal. Están los que compran las versiones japonesas de los discos a pesar de saber que los bonus tracks exclusivos para el mercado japonés generalmente son el desecho de las sesiones de grabación del álbum. Estamos los que compramos un disco por la imagen de la portada apostando al buen gusto y a la experiencia. Están los que solo compran un disco siempre y cuando no sea la edición nacional. Están los que aseguran no poder disfrutar de la música grabada si no la escuchan en vinilo. Están los que compran vinilos porque se han vuelto chic y se sienten atraídos por la onda retro-vintage que emana de ese objeto inútil si no tenés bandeja giradiscos en tu casa. Están los que saben que querés comprarles un disco que ellos tienen, te lo muestran y cuando le preguntás por el precio, finalmente, te dicen que decidieron no venderlo. Están los que compran CDs, compran vinilos, compran DVDs, compran casetes, compran lo que venga, y no tienen ni puta idea, ni de lo que han acumulado, ni de dónde han apilado el nuevo material que, evidentemente, nunca escucharán. Están los que compran y venden, vuelven a comprar para volver a vender el mismo disco por segunda vez, para finalmente confirmar que les sigue interesando tenerlo en su colección y que son unos pelotudos que perdieron tanto guita en las operaciones de compra-venta como un álbum que les gustaba y del cual nunca deberían haberse desprendido. Están los que atesoran discos por duplicado sin esgrimir ningún tipo de argumento. Están los que van tachando los títulos de los álbumes que consiguen en el catálogo del sello que coleccionan. Estamos los que hacemos listas interminables con todos los discos que desearíamos incluir en nuestra colección. Están los que aseguran que nunca comprarán otro disco mientras revisan las bateas desbordantes de alguna disquería que nunca antes habían visitado. Están los que han sido beneficiados por la tecnología y cada vez que visitan una disquería comprueban en un listado de Excel que llevan en su tablet que el disco que están a punto de comprar no lo tienen repetido. Están los que solo conocen la carrera discográfica de sus artistas preferidos a través de compilados o greatest hits. Están los que entran a una disquería decididos a salir del local con algún disquito que no exceda el presupuesto miserable que se han fijado de antemano, sin importarles ni el intérprete ni el género. Están los que compran cualquier cosa que tenga impreso el nombre de su artista de predilección. Están los que nunca han desarrollado un gusto personal y son llevados de las narices por alguna moda o por algún individuo carismático que les sirva de referente. Están los supuestos melómanos rockeros que en su vida solo han escuchado cuatro discos de los Beatles o, quizás, de los Ricotitas, tres de Soda o, quizás, de los Stones, dos de Floyd o, quizás, de Divididos y uno de Serú o, quizás, de Nirvana. Están los supuestos audiófilos que solo bucean nuevos sonidos a través de Spotify, pues ofrece los MP3 en alta calidad. Estamos los sonívoros que buscamos nutrirnos con todos los ruidos y todos los sonidos que andan dando vueltas por ahí, donde sea, como sea. Están los monofanáticos que le brindan fascinación exclusiva a un único artista. Están los que cuando te ven comprar un disco te advierten que la primera época de ese grupo era muchísimo más copada, pretendiendo hacerte sentir que tiraste tu plata a la basura. Están los que conocen y escucharon algún disco más que vos de tu artista preferido y te lo restriegan por la cara. Están los que sabiendo que hacés música y que coleccionás los discos de algún fulano inmediatamente te etiquetan como imitador del artista en cuestión. Está el que pensando que algún artista top está en franca decadencia sostiene que él logrará ocupar el lugar vacío que deja esa estrella caída. Están los que cuando compran un disco nuevo cortan el celofán con extrema prolijidad usando una trincheta para poder reutilizarlo. Están los que conservan cada uno de los stickers promocionales que acompañan a los discos, en los que los sellos discográficos suelen brindar, sea alguna información relevante para seducir al potencial comprador, sea algún comentario o crítica favorable de la prensa que estiman atrayente para cautivar nuevo público para sus artistas. Están los que al comprar un disco cuya tapa está impresa en negro pleno sufren como condenados al anticipar las marcas de sus huellas dactilares y saber que nunca lograrán removerlas. Están los que al comprar discos usados los someten a una limpieza profunda utilizando diversos productos – alcohol, bencina, detergente, jabón líquido, pasta de dientes – como si de esa manera fueran a lograr borrarles su pasado en manos de otro y pudieran recuperar su estado original, rebobinar el tiempo hasta el momento justo en el que el disco salió del celofán. Están los que usan guantes de cirujano para sacar los discos del empaque y ponerlos en el equipo. Están los que no logran conciliar el sueño y sufren de insomnio cuando prestan algún disco de su colección. Están los que escriben su nombre en los discos esperando que, si los pierden, de esa manera, podrían llegar a recuperarlos. Están los que escriben música para películas imaginarias, inexistentes. Estoy yo que adoro los simples y los EPs y sigo comprándolos a pesar de que muchos de mis amigos insistan sobre su inutilidad por su breve duración y por la poca cantidad de canciones que ofrecen.

Tengo que admitir que cuando se me pone algo en la cabeza, no paro hasta lograrlo. Yo quería tener la discografía completa de un negrito que había tocado el bajo en un par de bandas que me resultaban más que interesantes. Creo que ya te he hablado de él. En Buenos Aires había logrado conseguir algunos de sus álbumes, cada uno en una tienda distinta. “Moss Side Story” en Tabú. “Soul Murder” en Rock’n Freud. “The Negro Inside Me” en Abraxas. “Oedipus Schmoedipus” en El Oasis. “As Above So Below” en Oíd Mortales. “The King of Nothing Hill” en Bonus Track. También estaba decidido a conseguir sus simples, que eran unos cuantos. En Buenos Aires, imposible. Por suerte, al llegar a Montréal conocí rápidamente la existencia de La Subalterne donde pude encontrar al menos tres de ellos. Luego, conocí Beatnik, L’Oblique, L’Échange y Cheap Thrills, donde fui consiguiendo los que me faltaban. Cuando para completar su discografía solamente tenía que sumar “Delusion”, la única banda de sonido que Barry Adamson había compuesto hasta ese momento – sin contar la de “Gas Food Lodging” en la que su participación era más que breve, álbum que ya había conseguido en una disquería de mala muerte que en algún momento operaba en la avenida Corrientes a metros de la avenida Callao, supe que no me quedaba otra opción que encargársela a los muchachos de Atom Heart que en unos pocos días me hicieron tan feliz al entregarme el CD como debe haber estado el viejo Barry cuando por fin le comisionaron la música para una película. A él que desde hacía rato venía demostrando que era un grandísimo maestro en la composición de bandas de sonido, aunque les faltara la película. 

Estamos los que en la pesquisa de los discos que queremos para nuestra colección abrimos el abanico y nos damos la posibilidad de conocer todas y cada una de las tiendas que estén a nuestro alcance, sin atarnos a ninguna de ellas.

viernes, 30 de octubre de 2020

SETENTA

¡Qué nombre artístico se fue a inventar este flaco! Lo conocí cuando compré el primer álbum de These Immortal Souls y me gustó su estilo al tocar y el sonido de su batería. Un día, vi en la vidriera de Oíd Mortales su álbum “Change My Life”. Lo cambié por algo o lo compré, no recuerdo. Lo cierto es que me gustaron sus canciones simples y su música despojada y todavía lo tengo. Luego, intenté comprar a través de Amazon sus otros dos álbumes: “Sleeping Star” y “Rise Above”, porque me había enterado de que Rowland S. Howard tocaba la guitarra en algunos temas. Como podía fallar, falló y los discos nunca me llegaron. La verdad es que no tuve mucho tiempo para lamentarme porque el primero lo conseguí en Abraxas, unos meses más tarde, mientras miraba la batea de las ofertas, y el otro, un par de años más tarde, cuando vivía en Montréal, se lo encargué a los muchachos de Atom Heart y me lo consiguieron sin mucho trámite. 

Aquí no terminan mis aventuras (o desventuras) para conseguir los álbumes del difunto Epic Soundtracks. De alguna manera, en Canadá, me enteré de la existencia de un compilado llamado “Everything Is Temporary”. Lamentablemente, no aparecía en ninguno de los catálogos que Raymond y Francis consultaban por lo que era imposible encargarlo a través de la disquería de la calle Sherbrooke Est. Una auténtica rareza. 

Como te podrás imaginar, nunca he limitado mis compras de discos a una sola disquería. Me atrevo a asegurar que mientras viví en Montréal compré al menos un disco en cada una de las disquerías que existían en la ciudad. Además, nunca me rendí ante los malos presagios a la hora de preguntar por la disponibilidad de un disco. Si me dicen: está descatalogado, es de importación, es una edición limitada, nunca lo reeditaron; para mí no significa que no se pueda conseguir, e insisto en la búsqueda. Quizás eso sea lo más divertido, lo que le asigna un verdadero y auténtico valor a cada disco: el tiempo que uno le dedica a revolver entre pilas de discos y más discos para obtener como recompensa aquél que uno pensaba inconseguible.

Un día que visitaba La Bouquinerie du Plateau sobre la calle Mont-Royal Est, encontré este compilado fantasma de este muchachito. Para ese entonces, también me había enterado de que era el hermanito menor de Nikki Sudden, lo que acrecentaba un poco más mi respeto por su música y mi alegría al ver ese álbum por primera vez en vivo y en directo. No te apresures, no festejes tanto... Para alimentar aún más la mística de este CD, cuando llegué a mi departamento y lo puse en el reproductor. El único sonido que logré extraerle fue el de la bandeja girando. Subí el volumen. Toqué los cables. Los de los parlantes y los RCA. Nada. Mutis por el foro. No se me ocurrió otra idea mejor que la de insertarlo en el equipo de DVD para confirmar que la causa del inconveniente no era el reproductor de discos. Instantáneamente, al prender la televisión, no solo confirmé que el equipo de audio funcionaba a la perfección sino que también confirmé que sería imposible que pudiera reproducir ese disco porque no se trataba de un disco de música sino de una película: en la pantalla pude ver las imágenes de algún ignoto largometraje asiático que al no haber estado traducido ni subtitulado nunca pude identificar. Miré el disco por delante y por detrás. Las láminas no mostraban signos de falsificación. El estampado del CD era perfecto y coincidía con el álbum que yo esperaba escuchar. Pero nada. El contenido era otro. Si todo esto te parece difícil de creer, dame un poquito más de crédito y creeme un poquito más porque en el negocio me devolvieron la guita sin chistar cuando les expliqué lo que había sucedido. Se reían, claro, pero recuperé mi dinero.

Años más tarde, en alguna de mis salidas en bicicleta de los fines de semana, pasé por Cheap Thrills en la calle Metcalfe y a que no sabés qué encontré. Sí, por segunda vez, me topaba con un ejemplar de “Everything Is Temporary”. Para asegurarme de su contenido, le pedí permiso al vendedor para escucharlo un poco con la excusa de confirmar que esa música podría gustarme. Después de tantas peripecias di con el bueno. No hay duda, este álbum tenía que estar en mi colección. 



miércoles, 20 de mayo de 2020

DIECIOCHO

Cuando compré el primer álbum de Modern English, “Mesh & Lace”, lo hice por dos razones: lo había publicado el sello 4AD y me encantó la foto de la portada. Nunca había escuchado a ese grupo antes. Más tarde, leyendo los créditos de “It’ll End in Tears” de This Mortal Coil, me di cuenta de que el cantante participaba en uno de los temas. 

En algún momento, mientras vivía en Montréal, como conseguía CDs a un precio bastante razonable, me dio ganas de volver a comprar algunos discos que había tenido en vinilo y nunca había podido volver a escuchar desde que se me rompió la bandeja. Cerca del departamento donde vivía había una disquería de música alternativa: Atom Heart. Con frecuencia iba a charlar un rato sea con Raymond, sea con Francis. Hablábamos de música, obvio, y de muchas otras cosas. La pasaba muy bien. Un día le comenté a Francis que tenía ganas de volver a tener algún disco de los que escuchaba en mi adolescencia, sobre todo algunos de 4AD, a los que les había perdido el rastro hacía mucho tiempo. Con su usual sonrisa, él me anunció que los discos de ese sello se conseguían, nuevos, a un precio asombrosamente económico: acostumbrado a que en Buenos Aires, por un disco “Made in UK” me fajaran treinta dólares, cuando me dijo que cada uno salía 12,99 dólares canadienses (cerca de un 20% más barato que el yanqui), inmediatamente le encargué los tres de Modern English. Cuando los fui a retirar, como sabía que él estudiaba español de vez en cuando le enseñaba alguna expresión porteña. Ese día le dije: Francis, me agarró el viejazo, ahora encargame todos los de Joy Division (que también se conseguían a ese irrisorio precio). Cuando comprendió lo que quería decirle, aunque no paraba de reír, me hizo entender que si se trataba de buena música y que además me gustaba, no tenía por qué sentirme viejo al volver a escucharla. Lo cierto es que con el tiempo me he dado cuenta que la mayoría de la música que más me gusta, la que decido que forme parte de mi colección, tiene como factor común la atemporalidad o simplemente que no envejece patéticamente.