martes, 29 de junio de 2021

CIENTO QUINCE

Mi relación con los bateristas siempre ha sido distante. Miento. Con uno de ellos mantuve una relación muy cercana durante una gran cantidad de años. Sin embargo, debo aclarar que durante todo el tiempo en el que hicimos música juntos, Omar, a pesar de ser un eximio baterista y percusionista, rara vez golpeó algún parche. Primero, en el proyecto ASUSTADOS UNIDOS decidió cantar y tocar la guitarra. Más tarde, en el proyecto NO:ID. se vio casi obligado a tocar el bajo porque no queríamos tener que transportar demasiados trastos cada vez que hiciéramos un recital. Una batería es imposible de trasladar en colectivo, en cambio, un bajo abulta menos. Finalmente, para nuestras grabaciones, no pudo evitar dar algunos golpes. Golpes a los botones de la máquina de ritmos, golpes a alguna caja de cartón, golpes a algún pedazo de plástico o golpes a algún objeto de metal. Elementos con los que reemplazamos, sin mucha reflexión previa, a las percusiones afinadas que ofrecen las tiendas de instrumentos musicales. Los resultados han sido diversos, lo admito. Debo confesar que desde mis primeros pasos por la música, preferí las máquinas de ritmos a los bateristas de carne y hueso. No voy a mentir. No tiene que ver con una voluntad de explorar nuevos sonidos, de fusionar nuevas tecnologías con instrumentos tradicionales. La explicación es una sola. Este tipo de instrumentos tienen no solo un botón "start/stop" y otro "on/off", sino que además cuentan con un control de volumen, elementos muy convenientes cuando querés apagarlos o simplemente silenciarlos. Lamentablemente, los bateristas humanos no se consiguen con este tipo de botones o perillas y, por desgracia, generalmente es difícil lograr que hagan silencio cuando la canción lo requiere, que no golpeen demasiado fuerte los platillos, que dejen de golpear lo que tengan a mano en cada momento de su existencia. Pareciera que para ser baterista fuera condición sine qua non ser hiperquinético. Por todas esas razones que acabo de mencionar, uso máquinas de ritmos. He usado dos. Una ROLAND TR-707, con la que grabé todos los discos de MUTANTES MELANCÓLICOS, y una BOSS DR-660, que compré con la indemnización que me dieron en el diario Metro cuando cerró y nos rajaron a todos. Esta maquinita me acompañó a Montréal. La usé para componer algunas canciones que he ido reversionando y grabando durante estos últimos años además de otras que nunca nadie escuchará mientras que me quede vida para impedirlo. La primera máquina, la vendí hace rato. La segunda, está juntando polvo en un estante porque ahora prefiero usar otro tipo de sonidos menos precisos, más primitivos, en mis grabaciones. Des-evolución, le dicen. Evolución degenerativa, le decían. Evolución degenerada, corrijo.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/track/reflejo

lunes, 28 de junio de 2021

CIENTO CATORCE

Tantas veces le dije a mi vieja durante mi adolescencia “éste va a ser el último” mientras le pedía unos mangos para comprarme algún disquito que había visto en Abraxas al salir de la escuela secundaria que saber que uno de los últimos CDs que compré en Buenos Aires antes de ir a vivir a Montréal lo hice precisamente en esa disquería me da escalofríos. Recuerdo que mi amigo Cristian me había prestado “Casanova”. Yo había conseguido “A Short Album About Love”. Resultado: había encontrado un grupo que empezaba a movilizarme como para procurarme algunos títulos más. Un día pasé por Abraxas después de una breve ausencia por la zona y distinguí “Liberation”, también de Divine Comedy, en el mismo y preciso sitio en el que recordaba haberlo visto la última vez que había pasado por allí. Haciendo memoria, recordé que conservaba ese lugar desde hacía varios años. En esa misma esquinita. Inmóvil. Esperándome encajado entre las varillitas de aluminio que recorrían desde las paredes del local hasta las vidrieras, seguramente desde que había sido habilitado. ¿Quién sabe? Quizás, ya estaban allí desde antes de que existiera la tienda de discos. Incluso desde antes de que existiera la Galería 5ta Avenida de la avenida Santa Fe. Era como si ese lugar hubiera estado reservado para ese único título. Extravagante o demencial, el tiempo dirá. A pesar de todo, lo compré. No solo porque tenía ganas de hacerlo sino porque siempre me sentí intimidado por la punzante mirada del dueño. A penas pasabas más de cinco segundos con la vista posada sobre un disco, parecía exigirte la compra pues podrías haberlo ojeado. Sin duda, otro de los tantos personajes con los que uno ha debido toparse en la búsqueda de discos en nuestra querida ciudad de Buenos Aires.

Muchos años más tarde, al regresar de Canadá, no tuve mejor idea que tratar de retomar viejos hábitos y pasé a visitar la susodicha disquería. Tené en cuenta que desde la última vez que estuve ahí habían pasado más de cinco años y medio, quizás hasta un poquito más. Lo primero que me impactó fue el déjà-senti de un áspero olor a humedad mezclado con olor a cemento de contacto viejo, reseco, y olor a alfombras roñosas que me transportaron a mi adolescencia, cuando aún buscaba vinilos de algún que otro grupete dark. Quizás hasta alguna pulga vieja que anidaba allí desde los años ´80 me reconoció y volvió a picarme para confirmar nuestra amistad. Una ternurita de alimaña. El segundo impacto fue una sensación de déjà-fait que me invadió mientras recorría con mi miraba las mismas paredes forradas de discos sostenidos por las mismas varillitas de aluminio de las que tenía un recuerdo bien grabado en mi memoria. Aunque quizás, habían perdido un poco de su brillo original. Paredes que había recorrido con mi mirada una y mil veces en tiempos pasados. En tiempos en los que la mirada todavía estaba adquiriendo experiencia, en los que se juzgaban otras cosas. Lo que me impactó en un tercer lugar fue una mezcla de un déjà-vu y un déjà-vécu que, como un cachetazo, me hizo volver al aquí y ahora confirmándome que lo que estaba viendo, efectivamente, ya había estado delante de mis ojos en alguna otra oportunidad, que ese instante se asemejaba peligrosamente a otros que había vivido otrora y que no se trataba de ningún trastorno neuronal que me estuviera afectando. Nada había cambiado en ese sitio y me sentí aterrorizado. Tantas nuevas experiencias había tenido en los últimos años, tantas cosas nuevas había visto y vivido que encontrarme en un punto del universo en el que el tiempo pareciera no haber seguido su curso natural, me dio claustrofobia. Para colmo de males, ese día, el dueño de la disquería estaba atendiendo. Como no le hice ninguna pregunta sobre ningún disco ni me detuve demasiado sobre ninguna tapa en particular, pensé, ilusamente, que saldría airoso de ese lugar. Craso error. El tipo se acordaba de mí y me preguntó si yo había sido cliente suyo. Además, me dijo que hacía mucho que no me veía. Lo cual era totalmente cierto. Le expliqué lo de mi estadía en Canadá, brevemente. Luego, sinteticé mi regreso a la Argentina en un magro “llegué hace una semana”. Mucho que decirle no tenía. Amigos, nunca fuimos. Siempre fue una relación comercial la que mantuve con esa persona. Es más, nunca supe su nombre. Seguramente, él tampoco el mío. Sin embargo, el comerciante, en su soberbia, sintió la necesidad de hacerse el simpático, de esbozar una sonrisa, que yo veía por primera vez en mi vida, y me dijo: “volvés a Buenos Aires y no podés dejar de visitar la mejor disquería de la ciudad”. No ha existido momento más desalentador en mi vida de coleccionista de discos. Fui a visitar una disquería de la que guardaba un buen recuerdo, a la que tenía en alta estima desde mis tiempos mozos, y salí con la cabeza gacha, abatido por la realidad de haber vuelto a ver después de una ponchada de años los mismos discos de los mismos artistas en el mismo lugarcito de la pared. Como pienso que la música es necesariamente movimiento, la inmovilidad que experimenté en ese momento y en ese lugar, la sentí como el peor flagelo para este arte que nos permite que el sonido y el ritmo se expandan por el éter sin restricciones, sin límites. Como te podrás imaginar, nunca más volví a sentir la necesidad de pisar esa tienda de discos. Magister dixit.