viernes, 17 de julio de 2020

CUARENTA Y TRES

Si te pareció exagerado que hubiera podido comprar un sequencer vendiendo libros de contrabando, chupate esta mandarina, también me compré una guitarra. Podrán juzgarme eternamente por haber participado en esta actividad ilícita, sin embargo, la sigo justificando ya que la compra de estos instrumentos, que aún utilizo desde hace más de veinticinco años, ha sido una causa noble. Desconozco qué giros hubiera tenido mi expresión musical de no haber tenido la posibilidad de acceder a estos equipos. 

Recuerdo que un día fui a la galería Bond Street y, para mi sorpresa, en el subsuelo, al lado de la disquería a la que usualmente iba a mirar discos – los precios eran prohibitivos para mi magra billetera, de manera que me contentaba con anotar los títulos que soñaba con escuchar y solo me llevaba alguno que otro – habían instalado un local de venta de instrumentos de música que se llamaba, si mal no recuerdo, “El Coleccionista”. Me puse a mirar la vidriera y quedé extasiado con una guitarra que tenían en exhibición. Era un modelo que nunca antes había visto y de inmediato me enamoré. Tenía la forma de una Stratocaster con sobrepeso. Cuando la toqué, me sedujo aún más. Desde el mismo instrumento, podían crearse los sonidos de la madera gruesa de una Les Paul y a la vez los sonidos cortantes de una Fender. Tenía que ser mía, y lo es. Gracias a ese imprentero delincuente que murió de un bobazo porque le debía guita a medio mundo y encima intentaba salir con cuanta mina se le cruzaba. No resistió. Pero mi guitarra PEAVEY T-60 de madera de fresno macizo y mástil de arce, sí lo hizo. La tengo desde 1993 y no solo la he usado para grabar cada uno de los álbumes de todos mis proyectos, sino que la he usado en todos los recitales de NO:ID. Recuerdo también haberla llevado a Bahía Blanca donde me presenté como MUTANTES MELANCÓLICOS – aunque toqué solo – y, además, me ha acompañado durante mi estadía en Canadá, por más de cinco años. Somos inseparables.



jueves, 16 de julio de 2020

CUARENTA Y DOS

Mientras tocaba con SU REAL ORDEN, asistí a un curso de grabación y sonido. Ahí pude usar una gran cantidad de equipos que no conocía, lo que contribuyó a que tomara algunas decisiones con respecto a la formación por la que optaría en un futuro nuevo proyecto no muy lejano. Las consolas, los multiefectos, la cinta-abierta, los micrófonos, las salas de grabación me encantaron y me dieron muchas ideas que me han servido desde entonces. Sin embargo, a pesar de que en ese momento no lo valoré, y hasta quizás me reí un poco de lo que estaba viendo, el instrumento que realmente me marcó fue un sequencer. Para practicar, en ese curso, llevábamos grupos y músicos amigos para los que grabábamos y mezclábamos sus canciones. Como éramos varios estudiantes, tuve la posibilidad de ver cómo laburaba gente que no estaba habitualmente en mi entorno, músicos de otros palos. Así fue como conocí a un flaco que apareció solito y con un teclado grandote. Apenas lo vi me pregunté: ¿qué va a hacer este tipo? Claro, yo andaba más con las guitarras filosas, el feedback, y el único teclado que había tenido cerca era un CASIOTONE un poquito más completo que uno de juguete. Al final, el tecladista no tocó casi nada. Ya tenía almacenados todos los arreglos de su canción en el instrumento y en distintas pistas, cada una con el sonido que él le había asignado. ¡Cosa de mandinga! Fue mi primer contacto con ese tipo de instrumento musical y con el MIDI. Aunque no fue de inmediato, cuando pude, me compré uno. Claro, eran aparatos caros y yo acababa de terminar la escuela secundaria, estaba en el C.B.C. y no laburaba. Imposible. No, qué va. Un conocido imprentero bastante atorrante me ofreció una buena cantidad de dinero si lograba vender unas cuantas cajas de libros de contabilidad que había impreso de más. Sí, era algo turbio, pero lo hice. No solo vendí todos los libros que me había dado en un principio, sino que, mientras tanto, imprimió una segunda tirada que también vendí. Resumiendo. Con esa guita compré mi primer sequencer, un ENSONIQ SQ-1, con una disquetera y el pie. Todavía lo uso. Tiene unos sonidos de órgano que me encantan.


miércoles, 15 de julio de 2020

CUARENTA Y UNO

Ahora sí, es necesario que me ponga un poco serio. Del disco del que voy a escribir, solamente puedo decir un par de cosas. Lo compré un día a la tardecita, antes de ir a la facultad. Cursaba en Ciudad Universitaria. Lejos de mi querido barrio de Flores, lejos del centro. En fin, lejos de todos lados. Imaginate, toda la tarde con un disco en el bolsillo del que solo podía fantasear cómo sonaba porque conocía a algunos de sus integrantes. Resumiendo, recién lo pude escuchar cerca de las nueve de la noche, cuando regresé a mi casa. Creo que lo que me sucedió con este álbum nunca antes lo había experimentado (uso el verbo suceder, porque escuchar esta música fue un suceso único e irrepetible). Puse el CD en el reproductor y me quedé sentado en mi cama, frente al equipo, absorto, hipnotizado por el sonido que surgía de los altoparlantes. No tengo palabras para describir la experiencia, porque me quedé mudo, quieto y seducido por una música que sentía familiar aunque era la primera vez que la escuchaba. Era una música que estaba ahí, latente en mi universo sónico, y acababa de descubrirla. Finalmente, escuché el disco seis veces seguidas antes de irme a dormir. No solo es un disco más que me marcó, sino que es un disco que se transformó en inolvidable. Gracias a este disco, decidí que mi canción “Mutantes melancólicos” daría nombre a mi nuevo proyecto. Gracias a este disco, decidí que quería hacer una música corrosiva que corroyera el alma tanto como los oídos. Gracias a este disco, terminé de comprender que una música de cadencia lenta puede taladrar y horadar aún más que cualquier música con ritmo alocado y sin sentido. No pienses que me iba a olvidar de mencionar el nombre de esta maravilla. Se trata de “Get Lost (Don’t Lie)” de These Immortal Souls, el grupo en el que Rowland S. Howard pudo demostrar que aunque el despliegue vocal de un cantautor de fama esquiva no sea el de un carismático líder, igualmente, tiene la capacidad de transportar al oyente a mundos impensados sin que éste logre ofrecer resistencia alguna. 


martes, 14 de julio de 2020

CUARENTA

En el año 1992 decidí estudiar fotografía en una escuela de La Boca, lo que parecería una traición a mi pasión por la música. Pero no. Como todo tiene que ver con todo. Esta decisión tiene una explicación. El año anterior, había decidido que cambiaría la carrera de Ingeniería por la de Diseño Gráfico. Lo cierto es que desde la adolescencia, como ya lo he dicho en varias oportunidades, no solo había comenzado a apreciar los discos que compraba por la música, sino que también prestaba especial atención a las portadas, a los sobres internos, al centro de los discos, a la paleta de colores que usaban, a la fotografía. Entonces, pensé que un buen complemento para mi futura carrera universitaria sería este curso. Duraba dos años. En el primero se estudiaba fotografía en blanco y negro, en el segundo en color. Hice solo el primero porque los horarios me impidieron continuar con las dos cosas a la vez. Sin embargo, este curso me dio infinidad de herramientas, de buenos momentos, de gratas sorpresas y de recuerdos inolvidables. En fin, muchas de las fotos que usé para las portadas de los discos de MUTANTES MELANCÓLICOS las tomé en los safaris fotográficos que hacíamos para tener material para revelar películas o para practicar los procesos de copiado en papel fotográfico. Hoy, 28 años más tarde, estoy trabajando en la portada de mi nuevo álbum que se llamará “Autres Directions” para la que decidí utilizar una fotografía que tomé en aquella época practicando el barrido de un auto en movimiento en la esquina de Caminito sobre diapositiva. 

Retomando el tema del que quería hablar, presentaré el evento que permitió que enriqueciera mi magra colección de discos de esa época. Toda oportunidad para conseguir nueva música siempre es bienvenida y si, además, se trata de algún artista que uno aprecia, los límites para lograrlo se desvanecen. En el edificio de la escuela, había un balcón desde el que se veía el Riachuelo. Allí salíamos a tomar aire en los recreos. Todas las escuelas tienen banderas. Ésta, no era la excepción. Tenía un mástil amurado en ese balcón del que pendía y ondulaba nuestra bandera argentina. Era un mástil largo. La bandera no estaba cerca. Sin embargo, le aposté a una compañera que yo lograría agarrarla con la mano sin ningún esfuerzo ni riesgo sobre mi vida. El premio, para mí, sería un CD que acababa de ver, “Some Girls Wander by Mistake” de Sisters Of Mercy, un compilado imperdible que incluía todos los temas de los EPs que había tenido en vinilo y unos cuantos temas más que nunca había tenido la posibilidad de escuchar. Sabía que no debía fallar. Ansiaba tener ese disco en mis manos y no tenía dinero para comprarlo. Observé el viento, cómo subía y bajaba la tela dejándose llevar por la brisa proveniente de un espacio tan abierto y en un solo y certero movimiento, ya sujetaba nuestro símbolo patrio sin haber puesto en peligro mi vida. Resultado, esa compañera me compró ese disco y fui muy feliz. Años más tarde, en Montréal, tuve la suerte de avistar, en una tienda de discos usados, una versión impagable de ese disco. Era la edición limitada que viene en un una caja de cartón bien grueso y con un desplegable en acordeón impreso sobre una cartulina bastante sólida con la reproducción de cada una de las tapas de los EPs que están incluidos en el CD. Ya sin apuros económicos, no tuve más que sacar la billetera y pedirle a la empleada que lo bajara del anaquel porque, desde el instante en el que le clavé los ojos, cual cazador furtivo, supe que no podría escaparse de mí.  

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/autres-directions




lunes, 13 de julio de 2020

TREINTA Y NUEVE

Al terminar con SU REAL ORDEN ya tenía, como lo he dicho anteriormente, una idea clara: no quería tocar con un baterista humano para poder estipular previamente en qué partes de cada canción se escucharían los sonidos de la percusión y en qué partes el instrumento no aparecería, estaría en silencio. Por si no lo sabés, por lo general, los bateristas no pueden lograr quedarse quietos ni dejar de mover sus palillos y necesitan imperiosamente estar tocando todo el tiempo. Pareciera que sienten que apenas apoyan el culo en la banqueta de la batería, se encienden y no paran hasta que no se levantan. Es raro encontrar delicadeza en ese mundo primitivo de la percusión. No olvidemos que se trata de instrumentos que preceden a los registros históricos y no queda claro si los inventaron para amenizar danzas rituales donde los tipos entraban en un trance hipnótico del que les era muy difícil salir, para comunicarse con alguna tribu vecina con la que mantenían lazos de alguna índole o para romperle las bolas al resto de los instrumentistas que no pueden escuchar bien lo que están tocando porque la bestia del baterista le pega a los parches como si quisiera dejar salir a su otro yo maligno, que no lo deja tranquilo, y mientras tanto lo usa para torturar al resto de la banda. Si bien es cierto que he conocido dos o tres bateristas que aprecio, no puedo asegurar que mi lista se prolongue mucho más.

Lo cierto es que empecé a escribir canciones que un baterista hubiera intentado reformular. Se trataba de ritmos un poquito trabados, imposibles de bailar porque no respetaban las métricas convencionales. La máquina de ritmos que había conseguido me permitía hacer de todo. Además, esas canciones las pude grabar gracias a que mi vieja, ese mismo año, me regaló un portaestudio FOSTEX 280. Se me abrió un mundo impensado hasta ese momento: tenía cuatro pistas y podía grabar un instrumento diferente en cada una y podía hacerlo yo solo, pista por pista. Era lo que siempre había soñado con tener, sin siquiera saber que existía. Gracias a este equipo nuevo, mi guitarra, el “pedo bajo” – que en esa época aún funcionaba, el multiefectos, el pedal de distorsión que me quedaba y la máquina de ritmos pude grabar las cuarenta y cinco canciones que publiqué exclusivamente en formato digital a través del sitio bandcamp.com bajo el nombre de: “Chirriantes demonios primitivos”. La antesala de lo que sería mi proyecto MUTANTES MELANCÓLICOS.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/chirriantes-demonios-primitivos




domingo, 12 de julio de 2020

TREINTA Y OCHO

A mediados del año 1991, cuando decidimos que no íbamos a tocar más como SU REAL ORDEN, para mí comenzó una época de grandes cambios y tomé una decisión irrevocable, nunca más iba a tocar con un baterista humano. Aunque años más tarde me desdije, no me sonrojé: empecé a tocar con Omar, el baterista de Exhibición Atroz, en un proyecto que se llamó ASUSTADOS UNIDOS y años después, cuando creé NO:ID., decidí que solamente él podía ocupar el lugar de acompañante y guía al mismo tiempo. Finalmente, tocamos juntos durante cuatro años y dejamos de hacerlo solo porque me mudé a Montréal: quedaba lejos de Flores y juntarnos a ensayar los sábados por la tarde, se hizo imposible. Sin embargo, como en el primer proyecto Omar tocaba la guitarra y cantaba y, en el segundo, tocaba el bajo y cantaba, no creo que cuente como para acusarme de versero. Es cierto, él programaba algunas máquinas de ritmo y tocaba algún instrumento de percusión, pero ahí está el asunto, era un baterista que no tocaba la batería. Rebobinando. Después de mi experiencia con SU REAL ORDEN, quise volver a encarar algún proyecto personal en el que las decisiones que parecieran descocadas, alocadas, no fueran descartadas ni desoídas, lo que sucede generalmente en el contexto de un grupo, ya que hay que conformar a varias personas y las ideas que tratan de salir del molde son las primeras en ir a parar al tacho. Por esa razón, compré la revista Segundamano para averiguar los precios de las máquinas de ritmo usadas. Ya sabía que muchos de los grupos que apreciaba las usaban (Sisters of Mercy, Cocteau Twins, Wolfgang Press) y me importaba un bledo que mis amigos insistieran en que un grupo sin batero no es un grupo. Se pierde la escena, se pierde la sangre, se pierde el rock and roll, decían. No entendían nada. Al final, tomé el toro por las astas, hice lo que se me cantó y compré una ROLAND TR-707, que usé en todas las grabaciones de MUTANTES MELANCÓLICOS. Lamentablemente, al regresar de Canadá, por falta de espacio en mi departamento, tuve que optar por deshacerme de algunos equipos y esa máquina cayó en la volteada porque sentía que, además, ya había cumplido su ciclo.



sábado, 11 de julio de 2020

TREINTA Y SIETE

Cuando uno es aún joven y supera cierta edad, ya no recibe más regalos para los cumpleaños, sino un poco de dinero. Sea porque no saben qué regalarte pues tus gustos pasaron a ser incomprensibles y no quieren sufrir el momento incómodo de la sonrisa falsa acompañada por un “qué lindo” o un “qué bueno, justo lo que necesitaba”, sea porque no han tenido ni tiempo ni ganas de ir a comprarte algo o, peor aún, porque han olvidado esa fecha tan importante y cubren el bache con unos manguitos, total, lo pueden adornar con un “para que te compres lo que necesites”. Aunque creo que desde los quince o dieciséis años recibía con exclusividad dinero como regalo, la única vez que me dieron una suma considerable y que valiera la pena, fue mi abuela Dora la que lo hizo. Imaginate que salí corriendo y me compré un CD doble. Había visto en Oíd Mortales, sobre la avenida Corrientes, casi en el Obelisco, un compilado de un grupo alemán que una vez un compañero de la escuela secundaria me había recomendado pero que en vinilo eran difíciles de encontrar: Einstürzende Neubauten. Ese disco, “Strategies Against Architecture II”, me abrió las puertas a un mundo totalmente nuevo. Se trataba de una forma de hacer música, de entender la música, que rompía con lo que había logrado comprender hasta ese momento. Hacía mierda las bases de la teoría musical y al romper con esas ataduras lograba reinventar el concepto y la noción de lo que conocía como “música”. Fue más que desestabilizante, más que una sacudida; fue un sismo más un terremoto más un cataclismo más una hecatombe, provenientes de cada uno de los cuatro puntos cardinales a los que se les sumó un tsunami por si algo había quedado en pie. Es un grupo que aprecio enormemente al que tuve la suerte de ver en vivo cuando vivía en Montréal. Aunque ya no estaba F.M. Einheit en la percusión y recién habían publicado el álbum “Perpetuum Mobile” que estaba lejos de sus más grandes éxitos, disfruté muchísimo de ese recital. Además, tuve la suerte de comprarles, en persona, una versión doble en digipack del álbum “Tabula Rasa”. La cereza del postre. 


viernes, 10 de julio de 2020

TREINTA Y SEIS

En algún momento del año 1991 se rompió mi bandeja giradiscos. Como no era una bandeja de las buenas y ya habían empezado a circular los CDs, no pensé en repararla y compré un equipo para escuchar CDs. Un cambio cualitativo importante. Aunque los defensores del vinilo me salten a la yugular, lo voy a decir: yo prefiero los CDs a los discos de vinilo. Es cierto que los vinilos con su gran tamaño, y su inmensa mística, son objetos preciados para un coleccionista, sin embargo, un CD tiene muchas más ventajas. Primero, no requiere cuidados tan extremos como el vinilo (con las bandejas, sucede lo mismo: que no se dañe la púa, que el brazo tenga el peso adecuado porque sino destruye el surco...) El vinilo se ensucia y la mugre se traduce en una desagradable fritura que te impide disfrutar de los pasajes a bajo volumen de la música. Además, cuando vivís en un espacio reducido, podés almacenar mucha más cantidad de CDs que de vinilos; o, cuando te mudás, no estás obligado a deshacerte de algunos CDs porque no podés transportarlos, ya que muchos vienen en cajitas de plástico, los podés meter en sobrecitos y cuando llegás a tu nueva morada, comprás cajitas nuevas, los volvés a empacar y listo (en mi caso, traje cerca de 3.000 CDs de Canadá, estoy seguro de que no hubiera podido traer esa misma cantidad de vinilos). Un dato que no es menor, es el precio al que los usureros de siempre te quieren fajar los discos de vinilo: primero vendé un par de órganos en el mercado negro y apalabrate al diablo para venderle tu alma y después andá a tu disquería preferida. Finalmente, el mito de que el vinilo suena mejor que el CD, no lo comparto: para escuchar un vinilo, seguro que tenés un equipo razonable, con parlantes medianamente buenos, una buena potencia para amplificar... Para escuchar un CD, muchos usan el estéreo del auto o el minicomponente de plástico que tiene parlantitos de diez centímetros de diámetro. Obvio que en esas condiciones va a sonar mejor un vinilo. Comparalos en equipos con prestaciones semejantes y después hablamos. Igualmente, no te juzgo. Los vinilos, como objeto, son más lindos. Pero, siendo más que pragmático, trato de optar por las soluciones más prácticas. De manera que, apenas compré mi primer equipo para escuchar CDs, empecé a ir al Parque Rivadavia para vender los vinilos que había ido atesorando pero que, lamentablemente, ya no podría escuchar. Por otro lado, mis prácticas musicales cada vez me resultaban más interesantes aunque onerosas. Quería producir sonidos que solo lograría con instrumentos de los que no disponía. Tampoco disponía del dinero suficiente para equiparme. Entonces, decidí que los billetes que ahorrara por la venta de los vinilos lo destinaría a la compra de un multiefectos para la guitarra. Muy a mi pesar, dejé de comprarme nueva música por bastante tiempo, hasta que un día, pude tener en mi casa un equipo YAMAHA FX500. Aún hoy lo uso para mi guitarra. Durante mucho tiempo lo usé para lo que fuera, porque era el único procesador que tenía. Imaginate que para poder comprarlo tuve que vender, además, tres de mis cuatro pedales: el flanger, el phaser y el digital delay. 


jueves, 9 de julio de 2020

TREINTA Y CINCO

No recuerdo de dónde saqué un compilado del sello Mute en el viaje a Brasil del que hablaba en el capítulo anterior. Era un casete. Quizás venía con alguna revista que compré. No lo sé. Sin embargo, lo que sí sé es que además de los artistas obvios del sello (Depeche Mode, Erasure), incluía una canción de Nick Cave and the Bad Seeds que estaba en “The Good Son”, que como lo había comprado en CD antes de mi viaje no me sorprendió. Sin embargo, también incluía la canción “I Have The Gun” de Crime & The City Solution, grupo del que hasta ese momento solo había escuchado “Six Bells Chime” en la película “Las alas del deseo”. Vaya sorpresa: era un temazo. No podía dejar de escucharlo. Por suerte, un tiempo después, cuando empecé a frecuentar el Parque Rivadavia, los domingos por la mañana, conseguí “Paradise Discotheque”, el primer disco del grupo que pude escuchar completo. Es un disco IM-PRE-SIO-NAN-TE que aún hoy disfruto muchísimo. También en el parque, conseguí el disco anterior de la banda, “The Bride Ship”, que, si mal no recuerdo, se lo compré a la misma persona. Lamentablemente, este álbum no me parece tan genial como el otro, aunque lo valoro por sentirlo como un esfuerzo previo gracias al cual el grupo pudo encontrar la veta para crear su obra maestra. Si lo escuchamos bien, es un disco que anticipa lo que finalmente lograron concretar en ese último disco de la clásica era de Berlin.


miércoles, 8 de julio de 2020

TREINTA Y CUATRO

Nuevamente en Brasil, descubrí un grupo que me sacudió. Compré dos casetes, solo porque eran de 4AD. Las imágenes de ambas tapas eran intrigantes: no podía adivinar qué música podrían contener esas cintas. Además, en ese viaje, no tenía forma de poder escucharlas y tuve que resistir hasta mi regreso a Buenos Aires para darme cuenta de que se trataba de una banda increíble de la que nunca antes había escuchado hablar. Después de mucho tiempo, me enteré de que, además, eran estadounidenses. Otra sorpresa que me llevaba, poco a poco, a amigarme con la expresión musical del gran país del norte. Eran un poquito punks, eran un poquito imprevisibles. Parecían tan graciosos como serios. Eran suaves y devastadores a la vez. No sé si eran lo que estaba buscando, porque se alejaban bastante del resto de los grupos del sello británico que había ido conociendo. Sin embargo, me cautivaron, a pesar de usar el formato clásico rockero: dos guitarras, bajo y batería. Hablo de los Pixies, claro, de quién más si no. Creo que “Doolittle” me sedujo más que “Bossanova” pero quizás sea porque lo escuché primero y uno tiende a establecer una leve preferencia por aquello que le ha sorprendido gratamente. Seguramente, si hubiera invertido el orden de la escucha, el orden de mi preferencia se invertiría también.



martes, 7 de julio de 2020

TREINTA Y TRES

Nunca fui amante de la música yanqui. Recuerdo que para algún cumpleaños, cuando estaba en la escuela primaria, un amigo de mi vieja me regaló un casete de Kiss; cuando terminé séptimo grado, fuimos a Brasil con mis padres y me compré el casete “1984” de Van Halen – sí, el del nene con el paquete de puchos en la tapa – y, cuando estaba en tercer año de la secundaria, volví a viajar a Brasil y compré el vinilo de “Licenced to Ill” de los Beastie Boys. Eso fue lo más cerca que estuve durante mi juventud de la música norteamericana. 

Un día que estaba paseando por Florida – o por Lavalle, en una de esas disquerías de mala muerte en las que vendían rezagos y ofertas, vi el disco “Green” de R.E.M. a un precio módico, bien barato. Como recordaba que mi amigo Jorge me había mencionado a ese grupo, lo llamé para comentarle sobre mi hallazgo y me pidió que si regresaba al centro, se lo comprara. Así lo hice y, ávido de nuevos sonidos, al llegar a mi casa, lo escuché. Para mi sorpresa, me gustó, y mucho. Resumiendo, no solo volví a ir a la disquería para comprarme un ejemplar para mí, sino que además, poquito a poco fui completando la discografía del grupo. No tengo ninguna rareza, ni simples, ni discos en vivo, ni nada de eso, solo los discos de estudio, pero no puedo negar que tienen muchas canciones que me gustan mucho.