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miércoles, 27 de octubre de 2021

CIENTO TREINTA

Estéticamente, nada tienen que ver estos dos autores que me vinieron a la memoria al tratar de reconstruir mis pasos en el descubrimiento de melodías, sonidos o, simplemente, ruidos grabados y comercializados en algún formato, sea disco compacto, sea vinilo, sea casete. Uno pareciera ser condescendiente, presto a ofrecerte una caricia. El otro, descortés, presto a sacudirte de una bofetada. Tampoco los une su lugar de origen. Uno es australiano. El otro, francés. Uno publicó unos pocos discos solistas y se dedicó a acompañar con su voz angelical y su piano celestial a otro cantautor australiano que ya he mencionado hasta el hartazgo. El otro publicó gran cantidad de discos solistas pero también hizo carrera logrando que las más bellas mujeres de su época tomaran el micrófono para interpretar canciones de su autoría, las que ensayaban en la intimidad de su lecho, seguramente a media luz, ligeras de ropa, trasnochando. Uno ofrece canciones simples, directas, sin meandros. El otro, juega con el lenguaje, la fonética, la semántica; se anima a combinar palabras, términos, en diferentes idiomas, en diferentes lenguas, onomatopeyas, simples sílabas, a veces sonidos producidos por el aparato fonatorio que no necesariamente entran en ninguna de estas categorías gramaticales, todo para crear su propio universo de sentido. Formalmente, nada tienen que ver estos dos objetos que me vinieron a la memoria. Uno es un CD. El otro, un libro. Lo único que tienen en común es que los compré en la misma tienda. Mi queridísima Librairie L´Échange, sobre la rue Mont-Royal Est, donde conseguí una enorme cantidad de discos que aún hoy sigo disfrutando. Siempre me quedaba de paso. Cuando laburaba en Associés libres Design o en Agence code, cuando iba al supermercado L´inter marché, cuando iba a la panadería La première moisson, cuando salía a pasear en bicicleta o a pie. Los empleados ya me conocían de memoria. Si no era por todos los discos que les pedía escuchar antes de pelar la billetera, era porque me veían a cualquier hora del día. Además, tenían un horario amplio y sept-jours-sur-sept. Siempre que pasaba por la puerta, estaba abierta y me invitaba a pasar. No estoy seguro de que supieran con certeza qué material ofrecían. Creo que cuando compré el disco de Conway Savage, la chica de la caja debe haber pensado: “al fin nos sacamos esto de encima, tenía que estar casi regalado para que alguien se interesara en llevarlo.” Sí, es cierto, lo pagué muy barato: “$ 8.00 CAD”, dice la etiquetita del precio que está pegada en la cajita del disco. Una verdadera ganga. Sin embargo, si hubiera estado marcado doce ó catorce, como la mayoría de los álbumes, también lo habría comprado. Hoy, este mismo disco cotiza entre veinticinco y cincuenta dólares en Discogs. ¡Toda una inversión! Al fin puedo asegurar que la música me ha dado un poco de dinero. Con el libro de Gainsbourg, fue un poco diferente. La misma cajera, que habitualmente me sonreía, frunció el ceño y masculló un “tabarnak” que mi fino oído delicado, entrenado, no pudo dejar pasar. Resulta que la piba hacía rato que estaba esperando que apareciera en la tienda un ejemplar de la única novela que escribió el estimadísimo Serge. Sin preverlo, yo le había ganado de mano al manotear de la estantería la única copia de “Evguénie Sokolov” que tenían en stock. Tant pis, à la prochaine !


sábado, 5 de diciembre de 2020

OCHENTA Y DOS

Tengo opiniones encontradas sobre la música francesa. Sobre todo si la que canta en francés termina siendo una británica a la que le cuesta tanto pronunciar como entonar. A pesar de todo, después de escuchar algunos discos de Jane Birkin gratuitamente gracias a los préstamos de la Alianza Francesa, terminé comprando cuatro CDs que recopilan una gran parte de su carrera. La época en la que su marido, Serge Gainsbourg, le escribía las canciones, o le daba las que le sobraban, las que sabía que no tenía intención de usar. No creo que sean malos discos y me gusta tenerlos en mi colección. Sin embargo, creo que en lugar de haberlos comprado, debería haberlos robado.


viernes, 4 de diciembre de 2020

OCHENTA Y UNO

Cuando mi vieja se decidió a volver a estudiar francés en la Alianza Francesa, tuve bastante suerte y pude escuchar mucha música que desconocía sin tener que desembolsar un solo pesito. Todas las semanas traía un CD y una historieta de la Médiathèque, en préstamo. Es cierto que no todos los discos que trajo me interesaron, que algunos discos eran horribles, otros espantosos, otros para el olvido, muchos de relleno. Es cierto que muy pocas veces, trajo discos de artistas que me resultaran interesantes, que me hicieran parar la oreja para prestarles mayor atención. Sin embargo, gracias a soportar tantos tragos amargos, tantos sinsabores, tuve la posibilidad de conocer algunas cositas que de alguna forma me marcaron. El artista más obvio del universo francoparlante, encima en la década de los 90, que fue en el momento en el que se lo hizo resurgir porque varios músicos del indie lo mencionaban como una gran influencia, se reconocían deudores de su estilo y hasta le rendían homenaje reversionando sus canciones, fue Serge Gainsbourg, del que pude escuchar la totalidad de un box-set que recopila una vasta cantidad de sus canciones separándolas por épocas. Hablo de los once discos que componen “De Gainsbourg A Gainsbarre”. Hay que reconocer que, a pesar de que su producción presenta altos y bajos, su música sigue siendo más que interesante. Además, si le prestás atención a sus letras, cosa que yo no hago con frecuencia, te das cuenta de que el tipo hacía un laburo fino con la fonética, estudiaba el sonido de cada palabra, permitiéndose desde inventar nuevas palabras hasta mezclar vocablos en distintas lenguas para lograr su cometido. Doble sentidos, burlas, guiños, sinsentidos, absurdos, onomatopeyas, gemidos, grititos, susurros, repeticiones insistentes de letras, vocales o consonantes, de sílabas, de palabras y muchas otras estrategias que lo hacen único. ¿La voz como instrumento musical? Quién sabe.

Tengo que admitir que en esta época también descubrí, gracias a la Alianza, a un compositor argentino, creo que radicado en Francia, sino ¿para qué los franchutes lo van a poner en su catálogo? Cuando mi vieja trajo “Metropolis - Musique Pour Le Film De Fritz Lang” de Martín Matalon, no pude quedar más impresionado. Primero, la gráfica de la portada era muy bonita, impresa con tintas metalizadas, sobre una cartulina de alto gramaje. Segundo, cuando leí que se trataba de una grabación de un concierto en el que habían proyectado la famosa película y habían usado una especie de sonido cuadrafónico, encerrando al público entre parlantes, me intrigó. Por último, cuando lo escuché, no pude más que sentarme para apreciar una obra inmensa. ¡Cómo sonaba! ¡Qué música! Era más poderosa que cualquier grupito de rock que se autodefina como power-lo-que-sea. Pensá que es una música que catalogan como “culta”, “contemporánea”, “electroacústica”, y lo que menos te imaginás es que te va a dejar totalmente despeinado. ¿Y la película? Ni idea. No la vi nunca. Jamás perdí el sueño por eso.

Te preguntarás si todo quedó así. Seguramente ya me conocés y te podés imaginar que no puede quedarme tranquilito y sin hacer nada. La caja de Gainsbourg, no fue tan difícil de conseguir. En el Tower Records de Santa Fe y Riobamba tenían un par de copias. No me quedó otra que tarjetearla y fue mía. El otro fue más difícil. Estuvo descatalogado durante varios años y tuve que esperar a que se les ocurriera republicarlo. Recuerdo que lo pedí por correo directamente al “Ircam” (Institut de recherche et coordination acoustique/musique) del Centre Pompidou de Paris, cuando vivía en Montréal. Recuerdo que estaba emocionado por haber encontrado este disco que había esperado durante tantos años. Lamentablemente, vaya uno a saber porqué, le cambiaron la gráfica de la portada. Pésima decisión. La nueva no es fea, sin embargo, no tiene el mismo impacto que tenía la primera edición. La música, sigue siendo la misma. Impactante, por suerte.



miércoles, 25 de noviembre de 2020

SETENTA Y OCHO

Quién hubiera dicho que mi reintroducción a la música francesa debería agradecérsela a un australiano al que se le ocurrió grabar canciones originalmente escritas en francés pero cantando los textos en inglés. Un poco rebuscado, pero así fue. Como ya te he contado con anterioridad, mi vieja es fanática de la lengua francesa. Siempre lo fue. En mi casa siempre hubo muchos libros en francés y un poco de música también. Pero nunca me había terminado de picar el bichito hasta que no escuché “Pink Elephants”. El álbum anterior en el que Mick Harvey interpretaba canciones de Serge Gainsbourg, “Intoxicated Man”, lo tenía hacía un par de años, aunque no le había dado suficiente pelota. A decir verdad, lo había comprado porque el flaco era uno de los Bad Seeds y siempre lo consideré como uno de los tantos bastones a los que el viejo Nick recurría para que sus proyectos tuvieran cierta calidad. Hoy, creo que me gusta más el primero que publicó, aunque no puedo precisar la razón. Quizás, me guste más la foto de la tapa.