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sábado, 17 de julio de 2021

CIENTO DIECISÉIS

He visitado tantas tiendas de discos usados de mala muerte que he perdido la cuenta. Muchas de ellas no podrían ser consideradas disquerías porque vendían otros artículos de variadas naturalezas. Desde libros hasta electrodomésticos, pasando por amoblamientos, bazar o vestimenta. Generalmente, sin respetar ningún tipo de orden a la hora de exhibir la mercadería. El famoso popurrí. En francés, pot-pourri. Término utilizado corrientemente en el mundo de la decoración que incluye el sema “pourri” que significa ni más ni menos que “podrido”. Así que imaginate con lo que te podés encontrar. Durante mucho tiempo, pensé que en esos lugares llegaría a descubrir algún tesoro escondido, alguna perla olvidada, alguna gema oculta, alguna joya desestimada. Hoy, pienso que con suerte, en la mayoría de esos antros, solamente me toparé con bastante polvo, mucha mugre y abundante humedad – acompañados de sus hedores correspondientes. Además, lo más probable es que haya pulgas, cucarachas o algún que otro bicho adaptado al biosistema de dicho medio putrefacto. Cualquiera sea el bicharraco que encuentres, seguro que nadie se ha animado a desalojarlo por temor a las represalias de las organizaciones de ecologistas defensores del medio ambiente y de la vida de los insectos. Diciendo “una mugre”, me quedo corto. Ya no me dan ganas de entrar a revisar las bateas, las estanterías o los cajones de esos sucuchos. Tocar los discos, sentir el hollín, la grasa, el pegote de cerveza derramada o de alguna otra substancia más desagradable aún al intentar pispear desde cierta distancia para que el olor a humedad y cosa vieja estancada no afecte demasiado mi sistema respiratorio demanda un entrenamiento de gimnasta olímpico. Ya no estoy para esos trotes. Me aburguesé. Ahora quiero los discos limpitos y, de ser posible, con bolsita o celofán. Uno, cuando tiene plata, hace lo que quiere. Es cierto que cuando no tenía un mango frecuentaba esos tugurios sin chistar. Hasta disfrutaba de la experiencia. Admito que buena parte de mi educación musical se la debo agradecer a estos comercios que me ofrecían material “bon marché”, “pas cher”, “d’occasion”, de enésima mano. Allí encontré donde abrevar otros sonidos, diferentes ritmos, diversas músicas, sin demasiados lujos. Hasta no hace mucho tiempo, existían este tipo de locales repletos de discos de dudosa estirpe entre los que era realmente muy difícil encontrar algo que valiera la pena. Era realmente muy difícil volver a encontrar algo una vez que había dejado de estar en contacto con tus manos. Era muy difícil comprender ese quilombo. Entiendo que estos negocios fenecieron, se fueron al tacho, fueron bajando sus persianas sin pena ni gloria y muy poca gente los recuerda. Quién sabe, quizás alguno haya sobrevivido. Por mi parte, no tengo referencias ciertas. Tampoco estoy interesado en conseguirlas. Sin embargo, si son útiles para que alguien tiente a la suerte e intente descubrir algún tesoro escondido, alguna perla olvidada, alguna gema oculta, alguna joya desestimada, bienvenidos sean estos locales de compra-venta de dudosa calaña. Lo cierto es que aún conservo, desde hace muchísimo tiempo, algunos discos por los que no debo haber pagado ni siquiera un par de pesos. Al momento de comprarlos, la seducción operaba siempre de manera diferente, heterogénea. Me viene a la memoria “Solo Boys” de Charlélie Couture. Un cantante francés con cierta gracia del que había escuchado alguno de sus álbumes en la Alianza Francesa. También, “Sacred Cow” de Geggy Tah. Un disco que me conquistó por la foto del perrito de la tapa. Cute. También me arriesgué con la banda de sonido de la película “Sling Blade”, solo porque había sido compuesta e interpretada por el canadiense Daniel Lanois. Debo admitir, ahora que entré en confianza, que no he visto casi ninguna de las películas de las que he comprado las bandas de sonido. Ésta, no es la excepción. 

No pienses que esos comercios se encuentran exclusivamente en nuestra querida Buenos Aires. Incluso en Canada, país del primer mundo, son moneda corriente. Es más, cuando vivía en Montréal, también los frecuentaba con asiduidad. Recuerdo que en un local enorme en el que ofrecían muchísimos libros de descarte y CDs para el olvido, encontré “Lost In Space - Volume One (1993 - 2002)”, el primer álbum de Laika que tuve, a un precio irrisorio. Ahí también conseguí la banda de sonido de la película “Le Cœur Au Poing” en la que participaba Lhasa De Sela. Une découverte. Como no podía traicionar al azar, cuando vi entre las pilas de discos “Into The Oh”, otro título de Geggy Tah, temiendo algún gualicho que me impidiera seguir encontrando discos de mi interés en ese bordel, lo compré. Total, valía dos mangos. Solo una moneda. Lamentablemente, se ha ido perdiendo la sana costumbre de reutilizar los CDs porque, simplemente, ya casi nadie compra discos que puedan aspirar a una nueva vida en las manos de un segundo dueño. Primero, porque la oferta de CDs nuevos está en franca decadencia. Segundo, porque los discos salen tanta guita que cuando te decidís a comprar algún título tratás de elegir a conciencia para que jamás se te cruce por la cabeza desprenderte de ese objeto que roza lo suntuario. Para el que no haya conocido la bonanza de las épocas doradas del CD, cuando los encontrabas hasta en los kioscos, debe saber que hoy, “l’occase” ha quedado relegada a los puestitos, tanto del parque Rivadavia como del parque Centenario. Donde, con suerte, podés encontrar algún que otro disco que no esté decorado por una cagadita de paloma o por un mordisquito de rata.