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lunes, 5 de abril de 2021

CIENTO CINCO

Este disco no lo compré por la imagen de la portada. Lo compré porque la caja plástica es de un azul opaco muy llamativo, algo que nunca antes había visto. Además, trae pegada una etiqueta en forma de “+”, bastante vistosa también, sobre la que han impreso cierta información acerca del álbum: nombre del proyecto, título, logo del sello discográfico, código de barras y textos legales, lo usual. Sin embargo, ninguna pista sobre el género musical del disco. Demasiada intriga. En lo que siempre imaginé como la contratapa – aunque no estoy tan seguro de poder afirmar que lo sea – han decidido incluir una imagen que sigue embarrando la cancha. No hay nada que invite a fantasear sobre el tipo de sonidos que contiene el disco. Resumiendo, no tenía ni idea de lo que se trataba “Positive” de Grassy Knoll. De muy poco me hubiera servido tratar de analizar la foto medio movida de un pibe en cuero, de espaldas frente a una casa de la que no se adivina ningún detalle relevante. Diseño de autor, quizás. La semiología de la imagen de Roland Barthes te la metés por el culo pues adivino que la única explicación que debe haber dado el director de arte de este proyecto fue: porque se me cantó. Evidentemente, habrá adornado su discurso en defensa de su trabajo con excusas posmodernas vacías de sentido que marean al que las escucha para hacerle pensar que si no entendió nada de nada, seguramente, debe haberse tratado de algún argumento bien fundamentado y, en una de esas, inteligente. ¡Patrañas! No le creas a nadie que intente explicarte su obra. Si no entendés el mensaje de una, significa que no hay mensaje. Si tenés que darle mil vueltas, te quieren empaquetar. Buscan justificarse a toda costa, a como dé lugar, tratando de hacerte quedar como un boludo minusválido porque no lográs comprender su obra, porque es de avanzada, porque está más allá de tu comprensión. Si no te dice nada, no hay nada de qué preocuparse. No es la muerte de nadie, no dice nada y listo. Olvidate. Como tantas otras veces, no le busqué ningún sentido oculto. Me dejé seducir por ese objeto, que finalmente es bastante lindo, y, además, por su precio que era bastante barato. Con el tiempo compré un par de discos más de estos tipos que han pasado sin pena ni gloria por mi equipo de música. A decir verdad, lo único memorable que ofrece esta banda es la cajita de su segundo álbum y la banda elástica – con el nombre del grupo impreso – que impedía que se abriera el digipack de la primera versión de su tercer disco. Lindo objeto también. Lo tuve en mis manos en la disquería Cheap Thrills, en la calle Metcalfe, en Montréal. Como ya tenía la versión en cajita acrílica y, lamentablemente, la música, que a pesar de ofrecer cierto groove electrónico, no lograba moverme ni un solo pelo, opté por devolverlo al cajón de las ofertas pensando que aunque estaba marcado con una etiqueta de cinco dólares canadienses, solamente me lo hubiera llevado solapadamente escondido entre las capas de las ropas que me protegían del frío invernal del hemisferio norte y poniendo los pies en polvorosa.