viernes, 25 de noviembre de 2022

CIENTO SESENTA

Es muy difícil encontrar las palabras adecuadas, las palabras justas, las palabras precisas, para describir la emoción que sentí al enterarme de que el cantante de uno de mis grupos preferidos de todos los tiempos se había embarcado en un nuevo proyecto y que, después de más de diez años de silencio, estaba por publicar un nuevo álbum. Todo era prometedor. Desde el título del álbum, pasando por la misteriosa imagen de la portada, por el curriculum del músico electrónico que lo acompañaba, hasta la ansiedad del fan que quería volver a escuchar aquella voz grave interpretar nuevas melodías y hacer vibrar los parlantes. En lo único en lo que le pifiaron – y bastante fulero – fue en el nombre del grupo. Quisieron hacerse los geniecillos, los lingüistas avezados, e inventaron una palabra sin ninguna gracia ni sentido, quizás hasta infantil, poco pregnante y para el olvido. Errare humanum est.

Intenté comprarlo en las habituales tiendas de discos nuevos que frecuentaba en Montréal y me desayuné con que no estaba disponible en ninguno de los catálogos de las distribuidoras. Inhabitual para un país en el que logré conseguir de todo. Sin hacerme demasiado drama, encargué el disco por correo, directamente al ignoto y minúsculo sello europeo. El vocalista británico acababa de publicar su primer álbum en muchísimos años, con un colega italiano del que nunca había escuchado hablar, a través de un sello discográfico sueco desconocido hasta para la madre de su propio dueño. Una decisión un tanto excéntrica, creo. ¿Habrá querido asegurarse de que nadie lo reconociera para no quedar pegado con su propia historia, para poder despojarse de su personaje? ¿De artista de culto a artista oculto? Me da la impresión de que un tipo fácil nunca debe haber sido. Nunca lo sabremos con certeza, no hay suficiente información circulando por internet sobre este tipo.

Una vez más, había que armarse de paciencia y esperar. Afortunadamente, la espera fue breve y me fue preparando para el momento en el que inserté el disco en el equipo. Con ganas pero sin desesperación, pude disfrutar de la nueva propuesta musical de este artista al que empecé a escuchar a los quince años de edad gracias a un par de casetes del enigmático sello británico 4AD que habría publicado el empresario argentino Daniel Grimbank a través de su sello DG discos, allá por la mitad de los años ’80. ¡Qué lo parió! Habían pasado una ponchada de años y había podido deleitarme gracias a unas cuantas experiencias enriquecedoras para mi vida musical non-stop. Sin embargo, estaba atento a la sorpresa y tan contento como perro con dos colas al poder disfrutar nuevamente de la voz grave de este cantante que tanto me había cautivado. Desde los primeros sonidos, la música me dejó sin palabras, casi perplejo, y me llenó de emociones. El título de la obra se amoldaba a la perfección a la propuesta sonora y rítmica. Mejor, imposible. La cadencia de la música, entre gomosa y oscura, donde los pulsos electrónicos avanzaban con dificultad, daba ganas de sumergirse en un sofá esponjoso y dejarse engullir por sus almohadones. Un placer. “Mud Black” era, sin duda alguna, el título ideal para un álbum con tales características. Michael Allen, el vocalista en cuestión, no se conformaba con haberme seducido, con haberme hipnotizado con su magnífico grupo The Wolfgang Press en mi tierna adolescencia sino que apostaba aún más fuerte, me dejaba boquiabierto y a la espera de una nueva entrega de su maduro y casi incuestionable Geniuser. – Como te imaginarás, el muy turro no tuvo mejor idea que dejar macerar su proyecto y hacer desear a todos sus fans hasta el hartazgo, como se le había hecho costumbre. – Se trataba claramente palabras mayores entre las propuestas existentes, entre las producciones de un género que suele repetirse, que suele apostar a hipnotizar al oyente con su monotonía. Que suele estar loopeado y ofrecer mínimas variaciones. Se trataba de un paso más allá para la música electrónica. Una música creada gracias a las nuevas tecnologías en expansión, a los bits y a los beats. Una paradoja… Este grupo creó una música sin tiempo preciso, atemporal, que logra alinearse con un género musical que requiere y exige una precisión rítmica milimétrica no negociable. Se trata de un grupo que se atreve a quebrantar al género del que se alimenta para ofrecernos una música personal y sublime, única e impagable.

Es cierto que los nombres que los artistas eligen para sus proyectos nos hacen soñar, nos hace volar. Algunos más, otros menos, otros casi nada. También es cierto que esos nombres pueden llegar a desmerecer la calidad de un proyecto, de su música. Una mala elección puede llegar a condenar al proyecto de un artista reconocido a que pase desapercibido, a que su público lo pase por alto al no provocarle ninguna sensación que lo invite a descubrirlo, además, a que no despierte el interés en ningún potencial nuevo oyente. No nos olvidemos que el nombre marca, que el nombre define. Sin embargo, aunque el nombre del proyecto no sea prueba fehaciente de ninguna genialidad, lo que finalmente debe importarle a un melómano, a un sonívoro, es el genio musical, la impronta sonora, las sensaciones auditivas que provoca el ruido armónico, el ruido elegante. ¿No?

martes, 25 de octubre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y NUEVE

Como todo sonívoro que se precie, he comprado discos por correo en todo el mundo, provenientes desde los cuatro puntos cardinales. Desde Alemania, Argentina, Australia, Bélgica, Brasil, Canadá, China, Dinamarca, Escocia, España, Estados Unidos, Francia, Gales, Grecia, Holanda, Inglaterra, Irlanda, Israel, Italia, Japón, México, Noruega, Polonia, Portugal, Rusia, Suecia, Suiza, Venezuela; y andá a saber si no me olvidé de alguno… 

Tuve la suerte de no tener demasiados disgustos con esas compras a distancia, aunque si algo tenía que salir mal, salió mal. Mi nombre mal escrito. Mi dirección con errores. Algún disco partido, algún otro rayadito. Tapas deterioradas, ajadas, perforadas, plagadas de huellas digitales, con etiquetas de precios, con el nombre de su antiguo propietario, con incisiones profundas provocadas por algún elemento cortante o punzante, pegadas con cinta de embalaje. Paquetes rotos o desarmados de los que podría haberse escapado el contenido. Recuerdo uno, todo mojado, que conservaba algunas gotitas de agua dentro de la cajita del CD, además del librito húmedo y totalmente dañado. Algún título equivocado – que afortunadamente resultó contener una música genial obligándome a conseguir más material del grupo en cuestión. Algún otro, decepcionante – una de cal, una de arena. A veces, algún disco de menos, otras, alguno de más. Paquetes por duplicado. Incluso, diferentes formatos del disco pedido en cada paquete. Pero el más llamativo de todos fue uno que estaba impecablemente embalado, con todos los cuidados, para que el digipack no se estropeara, pero, al abrirlo, sorpresa: el disquito plateado no estaba… brillaba por su ausencia.

Como siempre, cuando me obsesiono con algún artista, muevo cielo y tierra para conseguir todos o, por lo menos, la mayoría de sus discos. Algunos se autodefinen como completistas. Yo me defino como insistente y obstinado. No puedo parar hasta encontrar el material que quiero escuchar y coleccionar. Aclaro, si no lo voy a escuchar, no lo colecciono. Por esa razón, solo compro CDs, porque como no tengo bandeja para escuchar vinilos, no tiene ningún sentido para mí acumularlos para no poder disfrutar de los sonidos que contienen. Tampoco soy tan obsesivo, che. Me los pierdo, mala leche.

Una tarde de sábado en la que había salido a dar una vuelta en bicicleta, iba paseando por la rue Saint-Hubert a una altura a la que nunca había llegado antes. De repente, dejó de ser una calle residencial y coqueta para transformarse en una especie de galería a cielo abierto, con un negocio al lado de otro durante unas cuatro ó cinco cuadras hasta llegar a la rue Jean-Talon est. Entre tanta tienda de pilchas o de otras boludeces, no podía faltar una disquería. ¡Menos mal! Como no la conocía, clavé los frenos, encadené mi vehículo de dos ruedas al poste más cercano y me precipité a revolver las bateas. Tengo que admitir que al empezar a revisar los discos, sentí un leve disgusto. Estaba todo desordenado, mal catalogado. Como si estuvieran los Parchís en el mismo estante que Metallica. Vergonzoso. No encontraba nada que me gustara y seguía pasando los discos por inercia, casi sin mirarlos, sin prestarles demasiada atención, cuando una foto sepia de una escena cuasi teatral se destacó entre la mediocridad reinante. Para leer el título tuve que hacer un esfuerzo importante porque nunca salgo a pasear con mis anteojos y la letra era demasiado pequeñita. Finalmente, pude descifrar “Each Man Kills the Thing He Loves”, un título quizás no tan estimulante pero, al menos, movilizante. Un poquito más abajo, escondido en el ángulo inferior derecho de la portada, estaba escrito el nombre del artista, también casi ilegible. Sin embargo, lo reconocí de inmediato. Era uno de los tres vocalistas de los salvajes irlandeses Virgin Prunes. Subversivo y escandaloso grupo que había conocido gracias a Juan Carlos en algún momento de los años ‘80. Interesante hallazgo. Inmediatamente, saqué el librito del CD y traté de leer los nombres de los músicos que participaban. Reconocí, además, a Fernando Saunders – en bajo, a Bill Frisell y a Marc Ribot – en guitarras. Hasta ese momento nunca había encontrado la excusa para seguir la carrera de este explosivo cantante. Aunque había disfrutado intensamente del álbum “The Moon Looked Down and Laughed” y del video “Sons Find Devils” – ambas producciones de su primera banda, estimo que la dificultad para conseguir este tipo de material en Buenos Aires y la falta de dinero para comprarlo me llevaron a desistir de su búsqueda. Ésta fue la primera ocasión en la que me topé con uno de sus discos en una tienda, a un precio accesible y razonable. Por suerte, no lo dejé pasar. A pesar de la alegría que me dio, a esta disquería no volví a visitarla nunca más. No cubrió mis expectativas, era un bordel, una pena.

Este disco, como tantos otros, fue la punta del ovillo gracias a la que tuve acceso a la discografía de un artista genial. Buscando y buscando, en otras de las tiendas de la avenue Mont-Royal est, encontré “Shag Tobacco”, casi regalado, en un cajón de ofertas. Un golazo. Como no conseguía ninguno más en Montréal, empecé a rastrearlos por Ebay y luego por Discogs. Encargué “Adam ´n´ Eve” – el álbum que me faltaba, alguna de las bandas de sonido en las que el cantante había trabajado con Maurice Seezer – compositor y arreglador con el que grabó su primer álbum donde firmaba The Man Seezer – y algunos de sus simples. Uno de ellos, “You Me and World War Three”, recuerdo haberlo encargado a un flaco de Irlanda, tierra natal de mi objetivo de turno: Gavin Friday. Estaba barato, el paquete llegó rapidísimo y súper bien embalado. El digipack estaba impecable a pesar de ser usado. Había resistido estoicamente a la travesía transatlántica, al arduo clima canadiense y a la brutalidad de los agentes aduaneros. Me puse contento. Aunque la alegría me duró bastante poco. Dispuesto a escuchar nueva música, al abrir la portada para sacar el CD e insertarlo en el equipo, me desayuné con la peor noticia: el disquito plateado no estaba en la bandeja. Una patada en las bolas. Inmediatamente, reflexioné sobre los pasos a seguir. El importe que había pagado por el envío por correo era mayor que el precio de venta que había pagado por el disco. Devolverlo al remitente, también me costaría más que ese valor. Conclusión, luego de explicar lo sucedido al vendedor, le propuse que en lugar de reenviarle el digipack vacío y que él reembolsara mi pago – considerando que en ese caso el único que seguiría ganando dinero sería el servicio de correos, que solo me devolviera el valor del disco sin sumarle el costo del envío. De esa manera, yo me quedaría con el envase sin el contenido y él no habría gastado dinero sin sentido al enviarlo. Aceptó. Nunca sabré si era verdad que el tipo no se había dado cuenta de que el disco no estaba en su lugar o si lo sabía muy bien, se hizo el boludo, y me quiso cagar. Who knows? Como te imaginarás, no podía quedarme con los brazos cruzados, ni dejar de buscar esa pieza para mi colección. Inconcebible dejarla chueca. Al tiempo lo conseguí nuevamente, esta vez completito. Sin embargo, nunca pude deshacerme del digipack vacío. Lo conservo como un trofeo más de la lucha contra un sistema que tiende a usar y defraudar al coleccionista. Un sistema para el que muchos de nosotros solemos ser el hazmerreír de los traficantes de discos. Un sistema que en algún momento nos perderá y se extinguirá sin derecho a réplica. No les queda mucho tiempo de vida, lo saben. Su ambición desmedida los ha perdido muchachos y su fracaso es irreversible. Chau, chau, adiós. 


sábado, 1 de octubre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y OCHO

La tentación se presenta en varias formas para un comprador de discos. Podemos decidir fanatizarnos por un grupo, por sus integrantes. Podemos obsesionarnos por seguir la carrera de algún cantante, de algún músico, de algún compositor, de algún intérprete, de algún arreglador, de algún productor. Podemos apasionarnos por tal o cual instrumento; sea por los de cuerdas, sea por los de viento, sea por los de percusión, sea por los acústicos, sea por los eléctricos, sea por los electrónicos. Podemos enfermarnos por un género, por un estilo, por un tipo de música. Podemos embobarnos por algún sello discográfico. El problema se presenta cuando nos enganchamos con cada una de las formas con las que se nos presenta la tentación. Jodido para el cerebro pero fundamentalmente para el bolsillo. Cuando el gusto es amplio, no hay billetera que aguante. Por esa razón, uno se ve obligado a convertirse en un experto especulador, conocedor de los mejores reductos donde estirar al máximo los billetes, las tarjetas de crédito o de débito, para no quemar el presupuesto diario estipulado para la compra de discos y quedar en rojo desde la primera semana del mes. Tanto en Buenos Aires como en Montréal me especialicé en encontrar las disquerías que ofrecieran los mejores precios sin necesidad de recurrir al desagradable, al infame regateo; sin prescindir ni de la calidad de la música que consumo ni del buen estado de los discos que compro, obvio. 

Recuerdo que un día, cuando trabajaba en la agencia Soleil Communications de marque, rompieron el chanchito y me inscribieron en un curso para que aprendiera los rudimentos básicos del lenguaje HTML para poder enchufarme algunos sitios de internet para que los laburara – responsabilidad que hasta ese momento había eludido con extremada destreza diciendo que no conocía ese lenguaje de programación. ¡Mentira! No solo sabía perfectamente cómo manejar ese lenguaje, sino que además lo detestaba desde lo más profundo de mi ser. Razón por la cual, me hice debidamente el boludo para evitar tener que lidiar con el infame y desagradable Diseño Web. Resumiendo, durante una semana tuve que fumarme un curso en el que me explicaron todos y cada uno de los conceptos que ya conocía. A pesar de que fue un plomazo, tuve buena suerte porque además de pagarme para no ir al trabajo, el cursito terminaba a las tres de la tarde. ¡Un golazo! Lo mejor: quedaba a dos pasitos de Cheap Thrills una de las tantas disquerías que me permitieron acceder a material de segundamano que contribuyó con mi educación musical. Durante esa semana, creo que fui a ver discos todos los días. Te preguntarás si compré alguna cosita. ¡Claro que sí! 

Creo que cada uno de los discos que fui comprando durante mi vida llegó en el momento justo, acompañando algún interés que se había despertado para llamar mi atención. Durante esta semana de vagancia, caí sobre un grupo del sello Thrill Jockey. Sello que había conocido gracias a Tortoise y a algunos otros exponentes de la música norteamericana que optaban por mantenerse apartados de los clichés típicos de la música yanqui. En una entrevista al grupo en cuestión, los muchachos citaban como gran influencia a Gavin Bryars – un compositor y contrabajista inglés, reconocido por sus aportes al minimalismo, a la música experimental, al neoclasicismo y al ambient; que escuché por primera vez gracias a Tom Waits. Como después de tanto tachín-tachín, de tanto sonido al palo, se hace necesario un período de introspección, calculo que previamente había estado enganchado con algo de música electrónica. Me fui para el otro lado. Este grupo usaba todos instrumentos acústicos. Tentador. En alguna de esas tardes en la disquería de la rue Metcalfe, recorriendo las bateas, vi uno tras otro todos y cada uno de los álbumes de Town and Country. Cuando sumé los precios de los seis discos, me percaté de que el monto se elevaba a chirolas si lo prorrateaba con la cantidad de material nuevo que tenía entre mis manos. Sin dudarlo, sin haberlos escuchado antes, me los llevé, sin titubear. Esta compra fue el puntapié inicial para comenzar a profundizar en la obra del contrabajista Joshua Abrams. Un tipo que años más tarde me mostraría nuevas formas de pensar y ejecutar el jazz. Un tipo en tensión entre la tradición y la experimentación. El agua y el aceite. Aunque te parezca mentira, todo tiene que ver con todo. 

domingo, 18 de septiembre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y SIETE

A veces, tengo miedo de estar convirtiéndome en un bicho raro. Conste que me remito simplemente a la observación de mi entorno, de la vida cotidiana. Por el momento, no he detectado en mí síntomas demasiado preocupantes. 

Un día en el que iba a buscar un CD de Chet Baker que había encargado en Insomnio Discos, me crucé en la esquina con un flaco que visiblemente acababa de retirar su pedido en esa misma tienda. Sin conocerlo, pude adivinar que se trataba de un melómano, de un sonívoro o, al menos, de un comprador compulsivo de discos. Compradores de música envasada nunca ha habido demasiados, los reconozco de un vistazo. A veces, los huelo. Lamentablemente, cada vez quedamos menos y no nos queda otra que recurrir a los mismos lugares, a los mismos dealers, para conseguir nuestros tan preciados disquitos y, en algún momento, vamos a terminar conociéndonos todos, seguro. Aunque el pibe era un extraño, un desconocido, me vi reflejado en él, en su actitud. Sin embargo, algo me hizo ruido. Hay que admitir que era un poco más raro que yo. Su forma de manipular el objeto que llevaba entre sus manos, me dejó ver que la situación de compra-venta de discos tiene, además, algo de marginal. Llega a parecer que uno está haciendo algo ilegal. Todo despierta la desconfianza. Se duda de la pureza de esa especie de droga que se acaba de conseguir en un mercado paralelo, informal. Finalmente, para el fisco, no deja de ser un mercado negro, ya que es muy difícil que en estas cuevas te emitan una factura. Todo explica porqué el tipo miraba el frente de su nuevo CD. Lo daba vuelta frenéticamente, le miraba el dorso. Le miraba los cantos, las puntas, los detalles, acercando peligrosamente las extremidades del objeto a su órgano ocular. Está bien jodido, pensé, hecho mierda. A pesar de saber que no tenía nada que ver con ese personaje, no pude dejar escapar mi autocrítica para tratar de comprender mi propia forma de actuar frente a un momento semejante. Ese instante de éxtasis al conseguir un disco nuevo, un disco buscado. Es cierto que cuando compro discos usados los miro un poco para comprobar el estado de la superficie donde se almacena la información, que no haya demasiadas marcas ni rayaduras que puedan afectar su buen funcionamiento. También es cierto que cuido mis discos para que no se dañen, que los limpio si están sucios, que trato de que cada uno esté dentro de una bolsita protectora, que los tengo bastante bien ordenaditos, que no dejo de comprar alguno nuevo cada vez que puedo, que no dejo de leer ni los nombres de las canciones ni los créditos. Sin embargo, nunca me pondría a mirar ninguno de los discos de mi colección de esa manera salvo que alguien me hubiera insinuado que algún mensaje oculto imprescindible para disfrutar plenamente de la música allí contenida se pudiera descubrir solo de esa manera. Lo que me hizo llegar a la conclusión de que el tipo era, lisa y llanamente, un enfermito. 

Completar la colección de los discos de un artista, ¿será de enfermito? Querer escuchar a todos – o a la mayoría de – los artistas de un género musical, ¿también será de enfermito? En ocasiones me pregunto si semejante glotonería musical valdrá la pena. Suelo cuestionarme si seguir comprando discos y más discos tendrá algún sentido. Ante la duda, sigo buscando y sigo juntando. Para arrepentirse, cuando uno ya los consiguió, hay tiempo, lo jodido es rastrearlos cuando se te pasaron sin prestarles atención en su debido momento. El mercado del usado puede llegar a ser muy tirano con un coleccionista sediento, con un completista inquebrantable. En fin, por todas estas razones he ido acumulando una buena cantidad de discos. Por las dudas, por si me van a gustar, por si me van a sorprender. He acumulado de todo, de muchos géneros diferentes. Entre tantos, hay muchos de trip hop y de otros subgéneros similares de la música electrónica, claro. Teniendo en mi haber varios álbumes de las contundentes aunque magras discografías de Portishead, de Massive Attack y de Tricky, sentí la necesidad de explorar este estilo musical que me resultaba más que interesante. Me gustaba la idea de que para esta gente la electrónica no se asociara con la fiesta, con el baile, sino sobre todo, con las sensaciones, con el reposar en un sofá para disfrutar de los sonidos que emanan de los altoparlantes. Después de conseguir los discos de Moonshake y de Laika, que me volaron la cabeza y me marcaron un camino sin igual, seguí investigando. Con el tiempo, caí sobre Alpha – protegidos por uno de los grandes grupos del género; Lamb – comparados por los críticos con otros que realmente valían la pena, aunque a estos les faltaba algo de sangre; Mono – estaba en la misma batea y me gustó la tapa; 12 Rounds – proyecto paralelo de un miembro de otro grupo que estimaba, duerme en un estante sin pena ni gloria; Solex – curiosidad e intriga acompañadas por un precio tentador; Unkle – recomendado por algún desconocido; Cuba – avalado por un sello bastante importante, olvidado entre los otros; y Lakuna – respaldado por el mismo sello importante y por el pasado pomposo de sus integrantes. De todos y cada uno de ellos no puedo expresar más que cierta simpatía. Malos, no son. Pero no siento que hayan producido un cambio contundente en mi percepción sobre este género, ni sobre la música. Algo parecido me pasó con Leila y Bows, otros que no han aportado más que fibra de papel y plástico a mi colección. Para el primero de estos dos, no desembolsé ni un mango, sino que me lo regaló mi amigo Philippe, razón por la cual lo conservo con bastante estima. Como el segundo tiene un arte de tapa muy interesante, con la caja de plástico impresa con serigrafía y el librito diseñado sobre papel vegetal. Como tiene una gráfica muy cuidada, también se justifica su presencia en mi colección. ¿Qué le hace una mancha más al tigre? 

Algo un poco diferente me pasó cuando empecé a escuchar a Broadcast. Tengo que admitir que lo que primero me cautivó de este dúo británico fue la gráfica de las portadas de sus discos, como en muchas otras ocasiones me pasó con otras bandas. Sin embargo, al conocer su música, comprendí que se alejaban un poco de los estereotipos del género, lo que los hacía superarse y ofrecer una propuesta más interesante que la media de sus congéneres. Me gustaron lo suficiente como para rastrear cada uno de sus simples y cada uno de sus álbumes. No eran tantos, pero algunos fueron difíciles de conseguir porque los vendían solo en sus recitales o en su página de internet. Como no iba a ir hasta el Reino Unido para comprárselos, recurrí a mi computadora y a mi paciencia.

Con los discos de Pram, me pasó algo diametralmente opuesto. Las imágenes de las tapas me parecían espantosas y cada vez que las veía me alejaba de esos CDs como si se tratara de agentes transmisores de pestes incurables, leprosos o andá a saber qué otra cosa aún peor. ¡Qué equivocado estaba! Cuando finalmente me decidí. Cuando no encontré qué otra cosa llevar. Cuando embolsé los discos que tenía el flaco de La Subalterne – la disquería de la rue Saint-Denis – y me senté a escucharlos, fueron un puñetazo certero al cerebro. A través del tímpano, claro. Un sonido único. Instrumentos de viento, instrumentos de cuerdas, instrumentos de percusión, instrumentos modernos, instrumentos antiguos, instrumentos clásicos, instrumentos de juguete, ruidos raros. No creo que para los puristas del género esta banda quepa dentro del trip hop, pero como en casi todos los grupos del género cantan chicas inglesas y se coquetea con elementos de la música electrónica, cayó en la misma bolsa, con la misma etiqueta. Además, mi regla mnemotécnica me hizo almacenarlos en el mismo estante, bajo un criterio unificador. Retomo el hilo. A pesar del dudoso gusto del arte de tapa de sus álbumes, no pude resistir y acumulé todos y cada uno de sus discos, hasta los de las tapas más horribles. No me arrepiento. No los escondo. Están ahí, entre mis preferidos, entre los que te recomiendo sin dudarlo. Entre los que jamás prestaría a nadie, bajo ningún concepto.

sábado, 3 de septiembre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y SEIS

Conocí el nombre de este grupo gracias a la insistencia de los flacos que atendían la disquería Stone Crazy, la que estaba en Suipacha y Santa Fe. Sobre todo, gracias al fanatismo de Claudio. El nombre de esta banda de San Francisco era inspirador. Las tapas de los discos que me mostraron, me gustaban. Todo encajaba para que me dieran ganas de conocer su música, pero no me alcanzaba la guita para comprar ninguno de sus discos. Pude escucharlos por primera vez muchos años más tarde, en Montréal, gracias a las ofertas de la Librairie L´Échange, sobre la rue Mont-Royal est. Como siempre, a contramano. Empecé de atrás para adelante. El primero de sus álbumes que conseguí era el último que habían publicado. Además, no era uno de sus álbumes de estudio más laburados, con canciones y arreglos grupales; sino una banda de sonido para una suerte de documental. Además, era un rejunte de grabaciones espontáneas, de composiciones inesperadas, con pistas instrumentales y sonidos varios para completar una propuesta inusual. A pesar de todo pronóstico, me sorprendió. Me movilizó y me abrió la puerta no solo para obsesionarme por rastrear todos y cada uno de los álbumes anteriores de Tuxedomoon y los de cada uno de sus integrantes en solitario. Como si no hubiera sido suficiente, además, me presentó a la colección Made to Measure, de la que me hice fanático y de la que trato de conseguir cada nuevo volumen a medida que va apareciendo aunque no tenga ni puta idea ni de qué hizo, ni de qué hace cada uno de los grupos que participan. Esta rama del sello Crammed Discs se dedica a publicar, generalmente, álbumes de música instrumental bien alejada del consumo masivo. Música compuesta para el cine, para el teatro, para la danza o para otras expresiones artísticas a las que decidan que se ajusten esos sonidos. En algunos casos, ofrecen música compuesta para acompañar el imaginario de algún poeta, cineasta, dramaturgo, escultor, pintor, artista sin obra ni contexto que sueña con la creación de alguna que otra obra de arte sin llegar a concretarla. De ahí el nombre, claro. Se trata de una colección que nos ofrece composiciones hechas a medida y según las necesidades de otro arte, de otra forma de expresión, de otro medio. Esta serie me introdujo a un mundo nuevo de sonidos que nunca antes había pensado encontrar en un mismo espacio, en un mismo entorno. Todo gracias a “Bardo Hotel Soundtrack”, un disco que compré de segundamano, un álbum sin tanta relevancia para la carrera de estos yanquis devenidos ciudadanos del mundo que para esa altura ya no tenían nada que demostrar. Habiendo coqueteado con un sinfín de estilos, incluyendo elementos de la música contemporánea, del jazz, del punk, de la música electrónica, de la canción del bajo mundo y atreviéndose a experimentar con lo que venga, queda claro que ya eran únicos e inconfundibles. Estos capos nos han dejado, nos han legado, un desborde de creatividad inusual en el mundo de la música pop, solo para el deleite de aquel que se atreva a dejarse transportar por terrenos escabrosos y poco confortables, terrenos que parecieran pertenecer a diferentes dimensiones, que parecieran no tener puntos de encuentro, que mezclan lo inmiscible, que nos preparan para aceptar que muchos de los que se proclaman artistas usan equivocadamente el concepto de “creación”. Allí donde debería existir la sorpresa, lo inesperado como ingrediente recurrente, no se encuentran más que fórmulas probadas y aceptadas. Por suerte, es un ingrediente al que algún que otro loquito marginal recurre sin temor a exponerse a parecer desfasado por no adherir al modelo vigente, a la moda. ¿Quién dijo que hace falta bailar y sonreír al cantar o al tocar algún instrumento? 



sábado, 30 de julio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y CINCO

Actuar, de alguna manera, implica engañar, estafar. Para los maestros del engaño que se autodefinen como actores es moneda corriente poner en escena farsas que, a veces, hasta ellos mismos llegan a creer. Vender humo, ilusiones vanas, es su especialidad. Sabemos que solo podemos creer en ellas durante un período de tiempo limitado. Cuando el actor finalmente se saca la careta, la ilusión se desvanece, solo le queda un mísero instante de vida. Cuando se encienden las luces y todo se ilumina, se vuelve a la realidad, se descubren los artificios, las artimañas. La veracidad de lo vivido se pone en tela de juicio. Al bajar el telón, al actor no le queda otra que sacarse el maquillaje y asumir que se ha quedado solo. Que no es a él al que quieren. Que el público fue seducido por su personaje. Que al volver a su hogar para compartir su vida con sus seres queridos, el espectador ya ha despertado de la ensoñación y se ha olvidado de él.

Mudanza va, mudanza viene… Organizar el desplazamiento de las pertenencias personales siempre es un dolor de cabeza – o de bolas. Cajas, cajitas, valijas, bolsos, mochilas, ropa, calzado, vajilla, trastos, papelerío, quizás muebles y electrodomésticos. En mi caso, además, guitarras, teclados, computadoras, micrófonos, cables de todo tipo, más instrumentos, muchos libros, discos y más discos. De todo. Cuando la movida implica un simple cambio de domicilio, de un departamento a otro, de un barrio a otro dentro de la misma ciudad, el nivel de dificultad de la operación puede ser negociable. Cuando el cambio de domicilio incluye trámites consulares, pasaportes al día, documentación, visados internacionales, repatriación de bienes, vuelos con escalas y transbordos, la cosa se pone peluda, se complejiza exponencialmente. Tanta declaración y papeleo te hacen sentir interrogado, cuestionado, como un delincuente. Es así que uno comienza a elucubrar planes siniestros cual traficante o contrabandista; empieza a rebuscárselas de las maneras más inverosímiles para lograr mudar sus pertenencias tratando de gastar la mínima cantidad de dinero y tratando de extraviar la menor cantidad de cosas posibles en el intento. 

Cuando supe que, a pesar de los encantos y beneficios de ser ciudadano del primer mundo, no soportaría vivir de por vida en Montréal, aunque no tenía fecha de retorno a la madre patria, comencé a planificar mi fuga teniendo en cuenta un par de criterios simples y sencillos de aplicar. Diferenciar entre: aquello que necesitaba y quería conservar hasta el final de mi estadía, aquello que quería conservar y podía enviar a Buenos Aires  porque no lo usaba con tanta frecuencia, aquello de lo que podía prescindir y que no me interesaba conservar bajo ningún punto de vista, aquello que necesitaba conservar hasta último momento y que descartaría cuando partiera.

Toda la movida tuvo un laburo de logística impresionante. Estaba atento y cada vez que me enteraba de que algún amigo o conocido estaba por viajar a Buenos Aires le pedía el inmenso favor de llevarme alguna que otra cosita. A veces alguna pilcha, otras, muestras de mis laburos como Diseñador Gráfico. Una vez, una guitarra. Pero, sobre todo, libros y discos. Siempre cuidando de no exagerar con la cantidad de bultos que enviaba para no sobrecargar ni sobreexigir a mis “mulas”. La operación, generalmente, salía a pedir de boca. Sin embargo, como era de esperar, alguna vez tenía que salir para el culo. Entonces, el diablo metió la cola. 

Un día, me enteré de que el padre de una chica argentina que conocí en la casa de uno de mis tantos jefes viajaría a Montréal para conocer a su nieto recién nacido. No dudé en solicitarle un pequeñísimo favor: que le llevara a mi vieja un libro que me había regalado mi amigo Cristian para un cumpleaños, que ya había leído, que no quería perder; además de unos discos que, aunque no los escuchaba asiduamente, quería conservar pues se trataba de un lindo box-set de cuatro CDs que había salido con el matutino Página 12. La chica en cuestión recibió mi paquete y el número de teléfono de mi vieja para que la contactaran y que ella pudiera acercarse a retirar mis cosas donde se lo indicaran. El padre de la piba viajó a Canadá y regresó a la Argentina apenas una semana más tarde. Mi devota madre aguardó pacientemente. Pasaban los días y su teléfono seguía sin sonar ni dar noticias sobre mi paquetito. Pasaron unas cuantas semanas, quizás más de un mes, y el que recibió el llamado telefónico fui yo. Era raro, muy raro. Casi nadie tenía mi número. Mi forma de ser no suele convocar a la gente para que me llame. Estoy lejísimos del millón de amigos de Roberto Carlos, lejísimos, enterate. Del otro lado de la línea, escuché una voz de mujer. Mucho más raro todavía. Rápidamente, reconocí a Marina, la chica argentina cuyo padre se suponía que debería haber llamado a mi madre hacía largo rato. Para ese entonces, había pasado bastante tiempo desde la culminación de su viaje y era la primera vez que daban señales de vida. La piba me llamaba para hacerme una confesión. Daba vueltas y lloraba. Lloraba y daba vueltas. Su balbuceo ininteligible carecía de sentido. Hasta que al final, habrá tomado coraje y se animó a decirme que creía que era muy, pero muy difícil que recuperara mi box-set “Revolucionario” de Astor Piazzolla. ¿Qué? ¿Cómo? Sí, sí… Resulta que su padre, al bajar del avión en Ezeiza, al presentarse para hacer los trámites aduaneros, como tenía pedido de captura por una estafa millonaria perpetrada en el ANSES, gracias a la cual él y sus secuaces – todos empleados de la entidad – habían cobrado durante varios años las jubilaciones de todo pobre difunto al que pudieron hacer salir de la tumba virtualmente para usurparle la identidad y así embolsillar parvas de dinero malhabido. El tránfuga quedó detenido y todas las maletas con las que regresaba de su viaje fueron confiscadas por el personal policial, o el de la Prefectura – vaya uno a saber a quién pertenezca esa jurisdicción.

Rápidamente, al analizar mentalmente el discurso de esta señorita que parecía bastante perturbada, entre sollozo y sollozo pude comprobar que jamás había mencionado el título de mi libro de Juan Filloy. Interrumpiendo en seco sus lágrimas de cocodrilo y sus bien calculados lamentos, pregunté por “La potra”. ¿La qué?, retrucó. No había terminado de explicarle que se trataba del libro que había incluido en el famoso paquetito que estaba en manos de la cana, que confesó un segundo delito de su familia. ¿Qué esperabas? Descendientes de tanos, son. Claro, de tal palo, tal astilla. La muy turra se lo tenía bien guardadito, había metido mano y, sin pedírmelo, se había alzado con mi libro, el que nunca había tomado el avión con su padre y que reposaba en la biblioteca de su casa en Montréal, casi como si buscara nuevo dueño. No encontraba la forma de excusarse. Como te imaginarás, no dejé enfriar las cosas y recuperé mi libro con presteza. Además, dejé de hablar con esa gentuza sin escrúpulos sin ningún tipo de pena. ¡Con amigos así, quién necesita enemigos!

Para mi sorpresa, a pesar de que el vínculo se había extinguido desde hacía ya mucho tiempo, al año siguiente, la hija del estafador volvió a contactarse conmigo para darme el número de teléfono de la segunda esposa de su padre. La mujer había logrado recuperar todos los bártulos del tipo – de su cómplice. ¡Qué tarro! ¡Hay gente con suerte! Además, la mina había encontrado mis discos de Piazzolla entre las pilchas del delincuente. En síntesis, tuve más culo que cabeza y, a pesar de los malos tragos y de los malos augurios, recuperé todas mis pertenencias. No sin antes gastar mucha saliva en insultos. No sin antes gastar mucha saliva en charlas telefónicas vanas que me convirtieron en el espectador de siniestros ardides y estratagemas, de una gran hipocresía, de hábiles puestas en escena en las que esta gran actriz y farsante mostró la hilacha, la herencia genética de su padre, una gran habilidad en el verso para engatusar a un pobre desprevenido. Tené cuidado.

viernes, 29 de julio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y CUATRO

Pocas veces he conocido a un artista de nombre o he accedido a cierta información sobre su obra sin haber tenido la posibilidad de ver cómo luce alguno de sus discos. No me refiero a la experiencia tangible de tener alguno de sus álbumes entre mis manos, sino a la experiencia visual de ver, al menos, la imagen de la portada de alguno de ellos impresa en pequeño formato en un diario o en una revista al acompañar una crítica o un comentario sobre su obra. 

Cuando un coleccionista de discos visita una disquería puede tener una idea precisa de lo que busca o puede dejar que el azar juegue a su favor, que le haga más sencillo encontrar una aguja en un pajar. Personalmente, encuentro que la segunda opción es la más gratificante. La sorpresa, el asombro, que me provoca encontrar un disco que no esperaba, que quizás ni siquiera conocía, es incomparable, inexplicable. Ver que las estrellas comienzan a alinearse es un gran momento. Cuando todo te sale a pedir de boca, de puta casualidad, sin haber previsto que se te cumpliera ningún deseo, te das cuenta de que lo inesperado es aún mejor que un sueño hecho realidad.

Cuando conocí a este cantautor australiano, se dieron todas estas condiciones. El nombre del flaco me sonaba, pero no puedo decir que haya dedicado mi tiempo a la búsqueda de sus discos. Aprecio la obra de muchos artistas australianos, por lo que me he cruzado con más de un nombre en distintas ocasiones sin que en el momento le diera suficiente importancia. Tal es el caso de Ed Kuepper. Había leído sobre la existencia de su grupo Laughing Clowns en alguna nota en la que lo mencionaban junto a The Birthday Party. Más tarde, caí sobre una página de trouserpress.com en la que comparaban a este cantante con Robert Smith y no se privaban de decir que su voz era extraña, nasal, asquerosa, con un rango limitado aunque no dejaban de admitir que se trataba de una presencia dominante. Estimo que lo que logró fijar en mi inconsciente el nombre de este artista fue la forma en la que describían el estilo de su grupo, anunciando que estaba repleto de “los clichés tanto románticos como musicales de una banda de ambiente de club con sonido de jazz de película que se vuelve loca en una elocuentemente asombrosa e intensa declaración sobre la desilusión y la frustración.” Andá a saber qué mierda querían decir con todo eso. Lo cierto es que me debe haber parecido simpático el comentario porque después de casi veinte años de haberlo leído originalmente, para escribir el texto que estás leyendo, lo busqué nuevamente en internet y me di cuenta de que lo recordaba con bastante precisión.

Una tarde de sábado, o de domingo, recuerdo haber pasado por L’Oblique, en Le Plateau Mont-Royal, para mirar las bateas de usados que siempre guardaban alguna sorpresita – no me quedan dudas sobre el día porque durante el fin de semana el que estaba al frente del negocio era Michel en lugar de Luc. Me instalé delante de la batea. Pasando los discos, cautivó mi mirada un sticker con la leyenda “Bonus Album”. Instantáneamente, el nombre del artista me hizo click. Era el australiano del que había leído algunos comentarios interesantes, del que nunca había visto ningún disco. Éste, lo vi de pedo, lo compré por casualidad. En síntesis, tuve más culo que cabeza. El primer disco que encontré de Ed Kuepper, no solo estaba en un impecable estado en la batea de discos usados a escasos $ 12 CAD, sino que además me lo llevé en su edición limitada doble que contenía un disco de regalo. Una verdadera ganga. Con el tiempo fui consiguiendo otros títulos de este prolífico australiano pero creo que ninguno giró en mi lector de CDs más que “Character Assassination / Death To The Howdy-Doody Brigade”. Por si mi suerte no hubiera sido suficiente, resultó ser una joyita.

martes, 28 de junio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y TRES

A pesar de haber visto el video de “Orpheus” gracias a alguno de mis amigos, una canción que podría haberme enseñado el camino para disfrutar de la música de esta grande, solo me interesé en ahondar en su propuesta cuando escuché su álbum “Blemish” y un tiempito más tarde “Snow Borne Sorrow” del trío que tuvo con su hermano Steve Jansen y Bernd Friedmann, Nine Horses. Publicaron pocos discos pero todos geniales. Con el tiempo, fui comprando otros. Hasta tengo los últimos tres de Japan. 

Debo confesarme, hacer mea culpa y admitir que el primer disco que tuve en el que participaba David Sylvian fue “Rain Tree Crow”, del grupo homónimo. Nombre que parece que los muchachos inventaron para que los fans de Japan no se hicieran falsas ilusiones porque lo que ofrecían, a pesar de contar con los mismos integrantes, era algo bastante alejado del art-pop de los años ´80 al que estaban acostumbrados. Para colmo, no se trataba de canciones tradicionalmente compuestas y arregladas sino de temas que surgieron de improvisaciones que el grupo grabó en el estudio. Luego, las editó, las recortó, las pulió, las toqueteó, para darles una forma más amigable. Todo esto no lo supe hasta mucho más tarde, de lo contrario, este álbum habría estado en mi colección desde mucho tiempo antes. Lo cierto es que mirando discos en la Librairie L´Échange, sobre la avenue Mont-Royal est, vi la tapa de este CD y me llamó la atención. No conocía al grupo, nunca había oído hablar de él hasta ese momento. El nombre que figuraba en el frente me pareció interesante. Además, otra cosa que me llamó la atención fue la etiquetita del precio: “$ 2.00 CAD”. ¡Una ganga! Me lo llevé sin abrirlo. Recién me di cuenta de que participaba Sylvian cuando me puse a leer el librito en el departamento mientras escuchaba por primera vez esa música esquiva. Menos sabía que se trataba del venerado grupo pop. Me enteré al día siguiente, en el laburo, durante la hora del almuerzo. Quedé boquiabierto. Unos años más tarde, como el disco me gustó mucho, compré también la versión remasterizada. Solamente por un bonus track de menos de dos minutos. No hace falta que me mientas. Seguro que alguna vez, vos también hiciste lo mismo. 

lunes, 27 de junio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y DOS

Para todo existe una primera vez. En el día que me viene a la memoria, estrené dos experiencias musicales de diferente índole. Una fue mi presencia en un concierto, la otra fue la compra de un CD. Dirás que desvarío, que, conociéndome, no tiene nada de extraño que un sonívoro avezado como yo asista a un concierto o que compre un CD, que se trata de una obviedad que no altera en nada la habitual evolución de los hechos para mi estilo de vida, que no es un suceso aislado que pueda llamar la atención en el cotidiano de un amante de la música que colecciona discos, que se trata casi de una rutina, que no tiene nada de especial, de raro. Es cierto. Sin embargo, un par de detalles comprueban la sutileza de la diferencia. 

Primero, el concierto en cuestión no era un concierto cualquiera, sino una ópera. Tampoco se trataba de una ópera cualquiera, sino de una en la que tocaban con instrumentos de época: laúd, clavecín, viola da gamba… Además, el concierto en cuestión no tuvo lugar en un teatro cualquiera, sino en una universidad. Tampoco era una universidad cualquiera, sino la mismísima Université McGill sobre la rue Sherbrooke Ouest. Desde la vereda, antes de entrar, te das cuenta de que se trata de un edificio de lujo.

Por otro lado, el CD en cuestión no era un disco cualquiera sino la obra de un venerado chanteur de charme devenido artista de culto. No se trataba de un artista de culto cualquiera, sino de uno que se merecía el honor de ocupar tal lugar, aunque para mí, al momento de comprar su disco, se tratara de un auténtico desconocido. Miento. Su nombre, lo conocía por los típicos rumores que te incitan a acercarte a uno u otro artista, por el boca en boca. Su obra, era un misterio. Finalmente, el CD en cuestión no lo compré en un lugar cualquiera, sino en la mismísima Cheap Thrills, la icónica disquería de Montréal que tantas alegrías le ha dado al melómano empedernido que llevo dentro – aunque en algún momento el pútrido aire espeso que se respiraba al comenzar a subir las escaleras que llevan al local haya comenzado a parecerme repulsivo. Desde la vereda, antes de entrar, te das cuenta de que se trata de un edificio en decadencia.

A la ópera, me invitó mi amigo Daniel, especialista en la materia. Al salir del recinto, hablando de algún que otro libro, quizás estimulado por los aires británicos del “quartier anglophone” en el que nos encontrábamos, me preguntó si conocía alguna librería de usados que ofreciera sobre todo títulos en la lengua de Shakespeare. Sin dudarlo, lo invité a cruzar la calle y a caminar una o dos cuadritas hasta la rue Metcalfe. Era viernes y la tienda que le quería hacer visitar solía estar abierta hasta las 22:00 horas. Teníamos tiempo de visitarla. Delante de la puerta, Daniel constató al leer el cartel que también se trataba de una disquería. ¿Cuando no?, habrá pensado. Finalmente, le interesó. Mientras él miraba los estantes de los libros, no pude hacer otra cosa que mirar los de los discos. Como cada una de las tantas veces que visité esta disquería, este templo, este antro, no logré salir con las manos vacías. La verdad es que Cheap Thrills es una tienda de discos ideal para arriesgarse a comprar álbumes de artistas desconocidos. No solo porque tienen discos que jamás encontrarás en otro lado, sino porque, además, los precios suelen ser accesibles. Imposible resistirse a la tentación.

Recuerdos de la ópera no conservo muchos más de los que acabo de mencionar. Sin embargo, de la visita de aquella noche a la disquería, aún conservo celosamente el álbum “Tilt” del emérito Scott Walker, retirado del foco de los flashes y de las cámaras de las revistas consagradas a adolescentes perturbadas por la belleza y la vida íntima de sus ídolos para dedicarse a diseñar, pergeñar, álbumes de una perfección atípica que lo han alejado de la efímera frivolidad de la juventud para instalarlo en el trono de lo imperecedero al que solo unos pocos artistas extraordinarios logran acceder. Pero sobre todo, conservo una sensación que no logro definir en palabras. Una sensación que creo entender como la certeza de la existencia de un antes y un después de esta experiencia sonora sin igual. Como si la música de este benemérito señor me hubiera abierto una puerta, una brecha, para presentarme con anticipación el futuro lejano, distante, remoto, improbable, de la canción popular, después de haberme despertado sin piedad con un baldazo de agua fría. Con un lenguaje musical singular, particular, me ofreció su punto de vista de cómo sería una canción: procesada, desmenuzada, amalgamada, hecha añicos, hecha trizas, para luego transformarla en algo único e irrepetible, impensable. Un lenguaje propio, nunca antes imaginado, visionario. Un lenguaje que hasta el momento ningún otro artista ha sido capaz de descifrar, de comprender. O, simplemente, nadie se ha animado ni a retomar, ni a continuar.

Quizás la respuesta se encuentre en el título del documental “Scott Walker - 30th Century Man”, donde se lo puede ver a Walker en el estudio, escondido detrás de la visera de su gorrita y de sus gafas oscuras, mientras graba su álbum de “The Drift”. Cuando una persona, un artista, posee cualidades fuera de lo común, fuera de serie, se suele decir que proviene de otro planeta. En este caso, a dichos atributos extraordinarios se los carga con la facultad de la anticipación. Lo que presenta a Scott Walker – Noel Scott Engel de nacimiento – como un genio incomprendido en su época por valerse de un lenguaje musical visionario, de avanzada, aún inexistente en el momento en el que produjo su obra. Sin lugar a dudas, se trata de un auténtico rebelde que transita su propio tiempo, que se niega a respetar las exigencias del mercado – desinteresado por el éxito comercial, que esquiva la popularidad, que pareciera aspirar al anonimato, a la invisibilidad, en un mundo donde la imagen es tan valorada, que da rienda suelta a sus obsesiones personales sin pedir permiso para hacerlo, que se anima a exponer sus pesadillas y a confrontarlas. Razones por las que, lamentablemente, mucha gente ha quedado excluida del beneficio de disfrutar de una genuina e incomparable obra de arte sonoro que influenciará a las futuras generaciones que osen aventurarse en una experiencia musical desestabilizante.      

martes, 31 de mayo de 2022

CIENTO CINCUENTA Y UNO

Hay gente que prefiere escuchar la música en vivo. Ir a recitales. Calculo que por lo sanguíneo del evento, por ver sudar a sus ídolos para confirmar que se trata de seres humanos, como cualquier hijo de vecino. Andá a saber cuántas otras razones esgrima la muchachada: conocer minitas rockeras porque se dice que suelen ser más que generosas en su hábitat; constatar que los sonidos que se escuchan en un álbum pueden ser reproducidos por un mono con un instrumento colgado, de lo contrario, se trataría de una ofensa mayor contra todo fan que confía en las habilidades de esos titanes que agitan sus melenas al viento cual semidioses ofreciendo su toque divino; sentir que la música revela todas sus dimensiones, todo su esplendor, gracias a un sistema de sonido de alta potencia – inalcanzable para los pobres mortales que habitualmente se conforman con escuchar sus canciones favoritas a través de los auriculares “bluetooth” de su “smartphone”; dejarse encandilar por los spots de un escenario para sentir que el que brilla no es otro que aquel que brinda parte de su alma con cada nota que produce su instrumento; dejarse llevar por la ingesta de alcohol, substancias o ambas porque resulta ser un lugar más que apropiado para hacerse los loquitos. 

Yo prefiero escuchar música grabada en estudio. Me gusta la situación de laboratorio. La posibilidad de la manipulación de los sonidos en un contexto cuidado, pulcro, pulido. La posibilidad de la acumulación de sonidos para buscar descubrir una nueva combinación original y distinta, creativa. Además, siempre fui un poco bacán. Yo prefiero escuchar música en el living de mi casa, en un ámbito libre de humo, tomando un tecito. Quedarme en casa al resguardo de todo el bullicio, del olor a chivo, de los golpes, de los saltos, de los vómitos, de los aplausos o las palmas que enturbian, opacan, silencian, la música. No toda “performance” requiere de aplausos. No toda “performance” requiere del acompañamiento de las palmas de un público sobreexcitado, sin habilidades para respetar tempo o métrica. 

En contra de todo pronóstico, debo admitir que he asistido a unos cuantos recitales y que, además, los he disfrutado. A Peter Hammill lo vi en vivo cuatro ó cinco veces – perdí la cuenta; a Divididos, por lo menos tres; a Tortoise, también tres; a los Têtes Raides, dos; a los Ricotita, también dos; a Four Tet, creo que dos, quizás tres; y a tantos otros solamente una, dejándome con las ganas de alguna más. 

Mientras vivía en Montréal, tenía a mano una gran cantidad de festivales y conciertos de verano gratuitos en distintos espacios, sea en la calle o en algún parque, sea en algún café o en alguna sala de espectáculos. La verdad es que los aprovechaba. Así como montaban escenarios gigantes en medio de la calle en el centro de la ciudad, también organizaban eventos pagos en salas y teatros. Sí, pagué un par de veces y no me arrepiento. En el Festival international de jazz de Montréal tuve la suerte de ver a un grupo de jazz noruego – mi primera incursión en el vasto mundo del jazz nórdico – que resultó ser más que interesante. Recuerdo que los fui a ver al Club Soda, sobre el boulevard Saint-Laurent, cerquita de la esquina de la rue Sainte-Catherine est. Recuerdo que por la entrada pagué solo veinte dólares canadienses. Recuerdo que los promocionaban haciendo alarde de la cantidad de músicos que estarían en escena. ¡Eran como diez! Como para no vanagloriarse. También anunciaban que su líder había fundado la banda con tan solo catorce añitos. Cuando yo los vi, en el 2004, el pibe ya tendría unos veintitrés o veinticuatro. Sin embargo, para el mundo del jazz, no dejaba de ser un pendejo. Esa realidad no le quitaba ningún mérito a su talento. Su música era gloriosa: creativa, novedosa, de avanzada, sin dejar de respetar ciertas tradiciones del género. Los medios especializados no se olvidaban de subrayar que este muchachito llamado Lars Horntveth nunca había consumado estudios académicos que lo orientaran para poner a punto su brillante lenguaje musical para el que abrevaba de una multitud ecléctica de fuentes, revisando hábilmente la enorme mayoría de sus variantes para sacarles bien el jugo. Desde rock, jazz moderno, electrónica, hip hop, minimalismo americano, música contemporánea, ambient, músicas étnicas hasta dub; todo sin olvidar las ventajas de las que disfruta un autodidacta que logra evadir los filtros, las ataduras institucionales. 

Salí del recital con la boca abierta. Creo solo poder comparar la experiencia con el primer recital de Peter Hammill en el que lo vi tocar totalmente solo, en Doctor Jekyll, sobre la calle Monroe, en el barrio porteño de Belgrano, allá por el año 1994. Al terminar el show de los noruegos, en el hall de entrada a la sala donde había tenido lugar el espectáculo, habían montado una mesa para vender merchandising relacionado con la banda: alguna que otra remera pero, sobretodo, discos. En el estado en el que estaba no podía dejar de pensar en incluir toda la discografía de este grupo que acababa de descubrir lo antes posible en mi colección. Me abalancé sobre la mesa. Mi vista se vio atraída inmediatamente por los tres discos que ofrecían. No me pude resistir y agarré firmemente un ejemplar de cada uno, marcando el terreno para que nadie se atreviera a arrebatármelos. Pregunté el precio: quince dólares canadienses por cada CD. La excitación no me impidió recurrir a mis conocimientos de álgebra para saber rápidamente que necesitaba sacar de mi billetera cuarenta y cinco mangos. En ese contexto, era una ganga. Metí la mano en el bolsillo y, para mi sorpresa, solo contaba con dos billetes de veinte. Por un instante no supe qué hacer. Cavilé. Tenía una única posibilidad. En el grupo había una chica. Tocaba la tuba. Era gordita y sonriente. Parecía simpática. Por suerte, estaba ahí, vendiendo sus discos. Esperé al momento apropiado y me acerqué a ella. Antes que nada, la felicité por el concierto – no tuve que exagerar pues me habían sacudido. Luego, le pedí disculpas porque no me gustaba nada la idea de regatear el precio de los discos – mucho menos cuando el que los vendía era el artista en carne y hueso. Sin embargo, como no me quedaba otra opción, pues el recital de Jaga Jazzist me había fascinado y no quería perder la posibilidad de llevarme a casa sus tres álbumes, le mostré mis dos billetes de veinte. La piba sonrió y me dijo que me los llevara con un cálido “no problem”, a lo que agregó: enjoy!