lunes, 28 de junio de 2021

CIENTO CATORCE

Tantas veces le dije a mi vieja durante mi adolescencia “éste va a ser el último” mientras le pedía unos mangos para comprarme algún disquito que había visto en Abraxas al salir de la escuela secundaria que saber que uno de los últimos CDs que compré en Buenos Aires antes de ir a vivir a Montréal lo hice precisamente en esa disquería me da escalofríos. Recuerdo que mi amigo Cristian me había prestado “Casanova”. Yo había conseguido “A Short Album About Love”. Resultado: había encontrado un grupo que empezaba a movilizarme como para procurarme algunos títulos más. Un día pasé por Abraxas después de una breve ausencia por la zona y distinguí “Liberation”, también de Divine Comedy, en el mismo y preciso sitio en el que recordaba haberlo visto la última vez que había pasado por allí. Haciendo memoria, recordé que conservaba ese lugar desde hacía varios años. En esa misma esquinita. Inmóvil. Esperándome encajado entre las varillitas de aluminio que recorrían desde las paredes del local hasta las vidrieras, seguramente desde que había sido habilitado. ¿Quién sabe? Quizás, ya estaban allí desde antes de que existiera la tienda de discos. Incluso desde antes de que existiera la Galería 5ta Avenida de la avenida Santa Fe. Era como si ese lugar hubiera estado reservado para ese único título. Extravagante o demencial, el tiempo dirá. A pesar de todo, lo compré. No solo porque tenía ganas de hacerlo sino porque siempre me sentí intimidado por la punzante mirada del dueño. A penas pasabas más de cinco segundos con la vista posada sobre un disco, parecía exigirte la compra pues podrías haberlo ojeado. Sin duda, otro de los tantos personajes con los que uno ha debido toparse en la búsqueda de discos en nuestra querida ciudad de Buenos Aires.

Muchos años más tarde, al regresar de Canadá, no tuve mejor idea que tratar de retomar viejos hábitos y pasé a visitar la susodicha disquería. Tené en cuenta que desde la última vez que estuve ahí habían pasado más de cinco años y medio, quizás hasta un poquito más. Lo primero que me impactó fue el déjà-senti de un áspero olor a humedad mezclado con olor a cemento de contacto viejo, reseco, y olor a alfombras roñosas que me transportaron a mi adolescencia, cuando aún buscaba vinilos de algún que otro grupete dark. Quizás hasta alguna pulga vieja que anidaba allí desde los años ´80 me reconoció y volvió a picarme para confirmar nuestra amistad. Una ternurita de alimaña. El segundo impacto fue una sensación de déjà-fait que me invadió mientras recorría con mi miraba las mismas paredes forradas de discos sostenidos por las mismas varillitas de aluminio de las que tenía un recuerdo bien grabado en mi memoria. Aunque quizás, habían perdido un poco de su brillo original. Paredes que había recorrido con mi mirada una y mil veces en tiempos pasados. En tiempos en los que la mirada todavía estaba adquiriendo experiencia, en los que se juzgaban otras cosas. Lo que me impactó en un tercer lugar fue una mezcla de un déjà-vu y un déjà-vécu que, como un cachetazo, me hizo volver al aquí y ahora confirmándome que lo que estaba viendo, efectivamente, ya había estado delante de mis ojos en alguna otra oportunidad, que ese instante se asemejaba peligrosamente a otros que había vivido otrora y que no se trataba de ningún trastorno neuronal que me estuviera afectando. Nada había cambiado en ese sitio y me sentí aterrorizado. Tantas nuevas experiencias había tenido en los últimos años, tantas cosas nuevas había visto y vivido que encontrarme en un punto del universo en el que el tiempo pareciera no haber seguido su curso natural, me dio claustrofobia. Para colmo de males, ese día, el dueño de la disquería estaba atendiendo. Como no le hice ninguna pregunta sobre ningún disco ni me detuve demasiado sobre ninguna tapa en particular, pensé, ilusamente, que saldría airoso de ese lugar. Craso error. El tipo se acordaba de mí y me preguntó si yo había sido cliente suyo. Además, me dijo que hacía mucho que no me veía. Lo cual era totalmente cierto. Le expliqué lo de mi estadía en Canadá, brevemente. Luego, sinteticé mi regreso a la Argentina en un magro “llegué hace una semana”. Mucho que decirle no tenía. Amigos, nunca fuimos. Siempre fue una relación comercial la que mantuve con esa persona. Es más, nunca supe su nombre. Seguramente, él tampoco el mío. Sin embargo, el comerciante, en su soberbia, sintió la necesidad de hacerse el simpático, de esbozar una sonrisa, que yo veía por primera vez en mi vida, y me dijo: “volvés a Buenos Aires y no podés dejar de visitar la mejor disquería de la ciudad”. No ha existido momento más desalentador en mi vida de coleccionista de discos. Fui a visitar una disquería de la que guardaba un buen recuerdo, a la que tenía en alta estima desde mis tiempos mozos, y salí con la cabeza gacha, abatido por la realidad de haber vuelto a ver después de una ponchada de años los mismos discos de los mismos artistas en el mismo lugarcito de la pared. Como pienso que la música es necesariamente movimiento, la inmovilidad que experimenté en ese momento y en ese lugar, la sentí como el peor flagelo para este arte que nos permite que el sonido y el ritmo se expandan por el éter sin restricciones, sin límites. Como te podrás imaginar, nunca más volví a sentir la necesidad de pisar esa tienda de discos. Magister dixit. 

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