miércoles, 27 de octubre de 2021

CIENTO TREINTA

Estéticamente, nada tienen que ver estos dos autores que me vinieron a la memoria al tratar de reconstruir mis pasos en el descubrimiento de melodías, sonidos o, simplemente, ruidos grabados y comercializados en algún formato, sea disco compacto, sea vinilo, sea casete. Uno pareciera ser condescendiente, presto a ofrecerte una caricia. El otro, descortés, presto a sacudirte de una bofetada. Tampoco los une su lugar de origen. Uno es australiano. El otro, francés. Uno publicó unos pocos discos solistas y se dedicó a acompañar con su voz angelical y su piano celestial a otro cantautor australiano que ya he mencionado hasta el hartazgo. El otro publicó gran cantidad de discos solistas pero también hizo carrera logrando que las más bellas mujeres de su época tomaran el micrófono para interpretar canciones de su autoría, las que ensayaban en la intimidad de su lecho, seguramente a media luz, ligeras de ropa, trasnochando. Uno ofrece canciones simples, directas, sin meandros. El otro, juega con el lenguaje, la fonética, la semántica; se anima a combinar palabras, términos, en diferentes idiomas, en diferentes lenguas, onomatopeyas, simples sílabas, a veces sonidos producidos por el aparato fonatorio que no necesariamente entran en ninguna de estas categorías gramaticales, todo para crear su propio universo de sentido. Formalmente, nada tienen que ver estos dos objetos que me vinieron a la memoria. Uno es un CD. El otro, un libro. Lo único que tienen en común es que los compré en la misma tienda. Mi queridísima Librairie L´Échange, sobre la rue Mont-Royal Est, donde conseguí una enorme cantidad de discos que aún hoy sigo disfrutando. Siempre me quedaba de paso. Cuando laburaba en Associés libres Design o en Agence code, cuando iba al supermercado L´inter marché, cuando iba a la panadería La première moisson, cuando salía a pasear en bicicleta o a pie. Los empleados ya me conocían de memoria. Si no era por todos los discos que les pedía escuchar antes de pelar la billetera, era porque me veían a cualquier hora del día. Además, tenían un horario amplio y sept-jours-sur-sept. Siempre que pasaba por la puerta, estaba abierta y me invitaba a pasar. No estoy seguro de que supieran con certeza qué material ofrecían. Creo que cuando compré el disco de Conway Savage, la chica de la caja debe haber pensado: “al fin nos sacamos esto de encima, tenía que estar casi regalado para que alguien se interesara en llevarlo.” Sí, es cierto, lo pagué muy barato: “$ 8.00 CAD”, dice la etiquetita del precio que está pegada en la cajita del disco. Una verdadera ganga. Sin embargo, si hubiera estado marcado doce ó catorce, como la mayoría de los álbumes, también lo habría comprado. Hoy, este mismo disco cotiza entre veinticinco y cincuenta dólares en Discogs. ¡Toda una inversión! Al fin puedo asegurar que la música me ha dado un poco de dinero. Con el libro de Gainsbourg, fue un poco diferente. La misma cajera, que habitualmente me sonreía, frunció el ceño y masculló un “tabarnak” que mi fino oído delicado, entrenado, no pudo dejar pasar. Resulta que la piba hacía rato que estaba esperando que apareciera en la tienda un ejemplar de la única novela que escribió el estimadísimo Serge. Sin preverlo, yo le había ganado de mano al manotear de la estantería la única copia de “Evguénie Sokolov” que tenían en stock. Tant pis, à la prochaine !


martes, 26 de octubre de 2021

CIENTO VEINTINUEVE

Australia... el mar que rodea a esa inmensa isla, las grandes olas, el surf. Australia... una fauna salvaje más que extraña: el koala, el canguro, el ualabí, el dingo, el ornitorrinco. Australia... Cocodrilo Dundee, Steve el cazador de cocodrilos – que en paz descanse. Australia... Nick Cave, cantautor de culto adorado hasta el hartazgo. Australia... cuna de algunos otros artistas de la música pop tan geniales como desconocidos para el vulgo. 

En la escuela secundaria, leí para la clase de inglés la novela post-apocalíptica “The Day of the Triffids”, del escritor británico de ciencia ficción John Wyndham. Casi una premonición. Años más tarde, no solo continué interesándome por este género literario sino que, además, comprendí que el título de esta obra había servido de inspiración para que los muchachos de una bandita originaria de la ciudad australiana de Perth dieran nombre a su proyecto musical. Para mi sorpresa, se dice que otra bandita australiana, esta vez oriunda de la ciudad de Brisbane también tomó su nombre de una obra literaria, aunque de otro novelista británico, claro. No he leído “The Go-Between”, no he leído ninguna obra de L. P. Hartley. Sin embargo, la perspicacia que adivino en ambos cantautores del grupo en cuestión me lleva a confiar en que se trata de una lectura pendiente para mi cultura general. Resulta muy interesante descubrir que unos pibes que comenzaron su carrera artística estimulados por los coletazos del movimiento punk de la época, movimiento habitualmente estereotipado como contracultural, movimiento que busca demoler los pilares de la cultura establecida, recurrieran desde un principio a la literatura, a los libros, como base en la construcción de su obra, medio tradicional e históricamente utilizado para la conservación y la transmisión de la cultura.

Ambos grupos poseen una calidad inestimable para la música pop. Su carrera ha sido incuestionable e intachable. No han grabado ni un solo álbum flojo. Algo que no se pude asegurar de otros que detentan público a rabiar. Dado que estos dos grupos sostienen su valor gracias a diferentes elementos, me resulta imposible establecer una preferencia. El primero, con un cantautor carismático y metódico. Con un bajista al que a primera vista pareciera que el instrumento le queda un par de talles más grande y, no obstante, se las ingenia para taparnos la boca con sus bases monumentalmente sólidas y precisas. Con otros cuatro miembros que completan a la perfección un combo inigualable. El segundo, más sintético aunque no por eso menos contundente, con dos cantautores ingeniosos y personales. Con una serie de acompañantes inestables que supieron ser reemplazados sin remordimientos. Con esos dos líderes que eran el corazón del proyecto. Ellos dos eran los que estaban en el centro de la atención, los que llevaban y traían las bellas canciones, los intermediarios entre la razón y las pasiones.

A pesar de que conocía sobre su existencia desde mi adolescencia, recién pude empezar a comprar discos de estos grupos mientras vivía en Montréal. Recuerdo que el primero que conseguí fue “Liberty Belle and the Black Diamond Express” de los Go-Betweens. Lo compré en la disquería Cheap Thrills, sobre la rue Metcalfe, a media cuadra de la rue Sherbrooke ouest, cerquita de la Université McGill, en un primer piso por escalera. Iba en bicicleta o a pata, según el clima o la época del año. Me quedaba a unas quince cuadras. Ese día había salido a pasear con la bici. De pasada, subí a pispear las bateas y, como de costumbre, encontré algo de mi interés. Lo que me sorprendió ese día, no fue mi proceder, no fue esa disquería que llegué a conocer casi de memoria. Sino que, al regresar al edificio donde vivía, me encontré en el hall de entrada con un vecino con el que solía conversar. Seguramente, yo estaba muy contento por haber finalmente conseguido un disco de este grupo australiano y quise compartirlo con el primero que se me cruzó. Luego de mostrarle el disco, la jeta del tipo combinada con un comentario desvalorizante sobre el gasto de dinero en este tipo de objetos, que para él eran innecesarios, superfluos e inútiles, me invitaron a reflexionar sobre lo aburrida que debía ser la vida de ese pobre mortal. No solo no escuchaba música de ningún tipo, sino que parecía no tener ninguna pasión. ¿Para qué carajo amarrocar los pocos morlacos que un laburante llega a acumular si no es para darse un gustito con pequeños placeres cotidianos? ¡Vaya vida de mierda llevaba ese flaco! Aunque, pensándolo bien, quizás me equivoque. Andá a saber si no se patinaba toda la guita en escorts. Mmmmm... Ahora que recuerdo, siempre me presentaba un primo diferente. Seguro que se la patinaba toda en taxi-boys. No queda otra. 

lunes, 25 de octubre de 2021

CIENTO VEINTIOCHO

Un órgano burdo, desvencijado, destartalado, avejentado, aletargado, que se arrastra, que suena desfalleciente, debilucho, enfermo. Si me dicen que los muchachos del grupo británico ...Bender leyeron en algún momento de sus vidas la novela “Mont-Oriol”, del escritor y poeta naturalista francés Guy de Maupassant, no me atrevería a ponerlo en duda. Aunque el cuento más conocido de este autor, “Le Horla”, es genial, tenés que profundizar. No te quedes solo con la lectura de su obra más famosa. Hacé como estos pibes que le prestaron especial atención a las preciosas descripciones con las que el autor nos presenta a la banda que tocaba en el casino, y le sacaron provecho. Cuando el francés definía el sonido de aquella orquesta que se percibía a la distancia como “un orgue de Barbarie aux sons fluets, un orgue de Barbarie usé, poussif, malade,” seguramente les vino como anillo al dedo, les sirvió como inspiración para precisar los sonidos que buscaban para decidirse a grabar su primer álbum. Este grupito suena a roto pero sin estridencias. Ofrece una música que da la sensación de no avanzar, de necesitar un empujoncito, de estar agonizando por falta de vitaminas. ¡Tiene su encanto! Pareciera que a James Johnston – otrora guitarrista furibundo – cuando lo condenaron a tocar el organito en los Bad Seeds, le hicieron un favor. Le abrieron la puerta para que desempolvara sus viejos y gastados teclados para sacarles el jugo en este proyecto que conocí casi por casualidad. Cuando descubrí E-Bay, hacía rato que coleccionaba sus discos con Gallon Drunk. Gracias a este sitio de internet por fin conseguí los que me faltaban. En una de tantas transacciones, un tipo que vendía un par de EPs que me interesaban, ofrecía incluir en el paquete el mini-álbum “Run Aground” y el álbum homónimo “...Bender”. Anunciaba al grupo como un proyecto paralelo de Johnston. Hasta ese momento, desconocía su existencia. Me picó el bichito. Le compré todo. Finalmente, un hallazgo. 

Con cuatro, es suficiente. No se necesitan muchos más para que el barullo sea considerable. Años más tarde, cuando me enteré de una colaboración entre Lydia Lunch y las tres cuartas partes de Gallon Drunk que llevaba el nombre de Big Sexy Noise, no pude resistirme y encargué el álbum sin preámbulos, creo que en la difunta disquería Parklife del barrio porteño de Belgrano. Se trata de artistas que valoro y de los que colecciono discos, no necesitaba ningún otro estímulo para pelar la billetera. Si me dicen que los muchachos de Big Sexy Noise se han inspirado en la obra de Guy de Maupassant para concebir su proyecto musical, no me atrevería a ponerlo en duda. Si bien es cierto que Gallon Drunk siempre desplegó un fastuoso batifondo a altos decibeles, este nuevo grupo anunciaba desde su nombre que el ruido sería enorme. Por ende, “ils sont quatre à faire ce bruit-là,” podría haber sido el comentario del álbum en la edición original de Les Inrockuptibles en francés. Lástima, Maupassant les ganó de mano. Este enunciado proviene directamente de su pluma. Interesante, sincera, divertida, perspicaz; calificativos que a la revistita quizás le queden un poco grandes. Una vez más, una cita de la novela “Mont-Oriol”, en la que el autor continúa con la descripción de la banda que toca en el casino, parece servir de puntapié inicial para dar vida a un proyecto del guitarrista devenido tecladista devenido guitarrista, para dar vida a un nuevo cuarteto rompe tutti, aunque esta vez, menos tradicional: voz, guitarra, saxo, batería. Sí, leíste bien, sin bajo. Es cierto que el grupo al que hace mención Guy de Maupassant en su novela ejecuta, tortura, masacra, otros instrumentos. Es cierto que nunca podría haber descripto grupos similares a los que nos propone el líder de Gallon Drunk, simplemente por haber vivido en una época diferente. Además, lo habrían tildado de anacrónico, contrario al Naturalismo, movimiento literario que buscaba reproducir en sus obras la realidad con objetividad documental. Sin embargo, debemos darle crédito al francés por haberse animado a la anticipación, a la concepción teórica de sonidos, de músicas, que vieron la luz más de cien años después de su muerte. Para mí, Maupassant era un melómano empedernido. Quizás, hasta un sonívoro. Como prueba, te ofrezco otro pasaje de la novela que ya he citado en dos oportunidades. Estoy seguro de que para lograr expresar de esta manera lo que la música, el sonido de los instrumentos, provocan a su personaje, él debe haber experimentado lo mismo en carne propia. Enjoy! 

« – Aimez-vous la musique, Madame ?

– Beaucoup.

– Moi, elle me ravage. Quand j’écoute une œuvre que j’aime, il me semble d’abord que les premiers sons détachent ma peau de ma chair, la fondent, la dissolvent, la font disparaître et me laissent, comme un écorché vif, sous toutes les attaques des instruments. Et c’est en effet sur mes nerfs que joue l’orchestre, sur mes nerfs à nu, frémissants, qui tressaillent à chaque note. Je l’entends, la musique, non pas seulement avec mes oreilles, mais avec toute la sensibilité de mon corps, vibrant des pieds à la tête. Rien ne me procure un pareil plaisir, ou plutôt un pareil bonheur. »

sábado, 18 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTISIETE

Todos tienen que ver con todos. Los entramados de las relaciones entre los músicos del universo del dilecto Nick Cave, para desgracia del bolsillo del coleccionista fiel, aumentan exponencialmente. En algún momento me interesé por escuchar la producción discográfica de los distintos proyectos de esta gente, hasta que me parecieron demasiados. Al enterarme de la existencia de un álbum en el que uno de los percusionistas de los Bad Seeds cantaba sus propias canciones engrosando un extenso currículum vitæ que lo avalaba como percusionista de culto, lo rastreé por internet y lo encargué, creo que al sello que lo había publicado. Colaboraban una gran cantidad de personajes, también vinculados al adorado australiano, como era de esperar. Me gustaron las canciones de ese álbum debut, por lo que decidí arriesgarme con la segunda producción del grupo que vio la luz tres años más tarde. El proyecto llevaba el mismo nombre, The Vanity Set. Sin embargo, desafortunadamente, no conservaba ninguno de los músicos que habían participado en el primer álbum. El cantante se había quedado solo como perro malo. Dicen las malas lenguas que Jim Sclavonus, percusionista devenido vocalista, habría reclutado a los nuevos miembros de su banda en alguna fiesta de la colectividad griega de New Jersey. No hay forma de probarlo. Fue suficiente. Quizás demasiado. Supongo que no publicaron otros discos. Por el bien de la reputación del otrora respetado baterista, espero que no hayan osado hacerlo. No me dediqué a informarme. Hasta aquí llegó mi amor, macho.



viernes, 17 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTISÉIS

Conocer artistas nuevos no es tarea sencilla cuando lo que se busca va más allá del mero entretenimiento. Estar atento a las recomendaciones es una de las posibilidades. Sin embargo, no hay que fiarse demasiado ni del gusto ni de la percepción ajenos. Dejarse llevar de las narices o de las orejas, si preferís, suele no ser la mejor opción. Te exponés a resultar decepcionado. Cuando estoy a la pesquisa de material nuevo, lo que avala mi decisión al incursionar en la obra de algún artista que desconozco se justifica en los entramados de relaciones entre las obras de diferentes músicos. Por ejemplo, me topé por primera vez con un tema de esta banda oriunda de New York cuando compré el compilado “New Coat Of Paint” con reversiones de canciones de Tom Waits en la disquería Beatnick sobre la rue Saint-Denis, en Montréal. Lo cierto es que en un primer momento, el nombre de la bandita de estos muchachos me pasó completamente desapercibido. Me detuve en otros detalles. Siendo gran fan de la obra del viejo Tom, escuchar las versiones que ofrecía este álbum se auguraba prometedor. Sobre todo porque años antes había conseguido “Step Right Up”, el primer volumen de este homenaje, también publicado por el sello Manifesto, el que me había cautivado. No se repetía ningún artista. ¡Gran noticia! Al leer la contratapa, vi que participaba Lydia Lunch, lo que garantizaba que al menos una de las canciones tendría sentido en mi colección. También aparecían los Knoxville Girls, grupete reventado de mi estimado Kid Congo Powers, y, finalmente, Sally Norvell, una cantante que junto a Kid Congo me había ofrecido un par de lindos discos bajo el nombre de Congo Norvell. Un entramado que puede llegar a marear. A veces, a aclarar las cosas. Otras, a darle cierto sentido a las decisiones que uno toma. Resumiendo, de entrada, conocía solo a tres de los artistas que participaban. Un tiempo más tarde, investigando un poco más, descubrí que Kid Congo había participado con su ronco graznido en un disco que se llamaba “With All Seven Fingers”. Lo encargué por correo al sello en Alemania. Para mi sorpresa, recién cuando recibí el paquete me di cuenta de que se trataba de aquella banda oriunda de New York que participaba en el homenaje a Tom Waits a la que no le había dado ni un poquito de pelota. A fin de cuentas, todo tuvo sentido. Porque ese disco de Botanica me pareció genial. Aunque sigo sin comprender cómo se les puede haber ocurrido ponerle un nombre tan poco sugerente a su banda, tan poco pregnante. De esos que pueden pasar inadvertidos, sin pena ni gloria, sin llamar tu atención a pesar de tenerlo justo enfrente de tus ojos. Eso sí que no tiene sentido.

jueves, 16 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTICINCO

¿Qué le dirías a un tipo que se cuelga una guitarra y que, a pesar de no demostrar habilidad alguna, insiste y consigue tocar en unos cuantos grupos junto a varios pesos pesados de la música independiente? Chapeau ! ¿Qué le dirías a un tipo que tiene una voz espantosa y que a pesar de eso se anima a cantar y, encima, logra codearse con varios pesos pesados de la música alternativa, tanto en Europa como en los Estados Unidos? Chapeau ! ¿Qué le dirías a un tipo que escribe y compone canciones intelectualmente básicas que te hacen mover la patita y mientras las escuchás se te va dibujando una sonrisa? Chapeau ! ¿Qué le dirías a un tipo muy pero muy fulero que tiene toda la onda? Chapeau ! 

La primera vez que vi una foto de la trucha de este flaco que aparentaba ser un proxeneta chicano de alguna película de los años ´70 fue en el librito del álbum “The Good Son” de los Bad Seeds. En los créditos lo citaban como guitarrista. Sin embargo, no puedo asegurar que haya distinguido sus aportes en ese disco. No fue sino hasta años más tarde que sus infortunadas cualidades musicales me sorprendieron y me desestabilizaron. No logro comprender cómo un tipo con una voz tan horrible, ronca, áspera, logró caerme tan simpático. ¿Será por su entrañable sonrisa? Cuando lo escuché cantar en “Headless Body in Topless Bar” de Die Haut comprendí que sus habilidades como vocalista eran expresivas, aunque muy limitadas. Quizás tan limitadas como sus habilidades como instrumentista. Dicen las malas lenguas que lo echaron de los Cramps por ser poco diestro con la guitarra, por no llegar a cumplir con las expectativas del grupo. Sin eufemismos, porque pensaban que era de madera. La guitarrista líder del grupo asegura que para uno de sus álbumes en el que participó Kid Congo, ella tuvo que hacerse cargo de regrabar todas las partes que él había interpretado porque no servían para nada, porque el tipo no le había puesto ni un poquito de onda al grabarlas. La verdad, no le creo demasiado. Considero que este muchacho, que no puede ni cantar ni tocar la guitarra como Dios manda, debe poseer algún encanto. Debe desplegar alguna que otra herramienta de seducción. Considero que en la música la sangre, el sudor y las lágrimas, combinados con cierto carisma pueden ofrecer sensaciones que desequilibren las bases de los teóricos y compositores más detallistas, más perfeccionistas, más avezados. También las de los instrumentistas más instruidos, más virtuosos, más abnegados. Muchos estudiosos se preguntarán ¿qué diantres le habrán visito a este tipejo falto de toda cultura musical? Les respondo: salve Kid Congo Powers, el cautivador serial. 





miércoles, 15 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTICUATRO

Pasaron varios años desde la primera vez que vi la tapa de aquel disco en el que dominaban tintes azules de pinceladas gruesas para delinear la silueta de una sirena. Pasaron varios años hasta que tuve unos mangos disponibles para comprarlo en La Subalterne, en Montréal. Recuerdo haberlo visto infinidad de veces colgado en la pared de una de las disquerías del subsuelo de la galería Bond Street. Recuerdo haberme interesado tanto por el nombre del grupo como para preservar la imagen de esta portada grabada en mi retina. Recuerdo no haber logrado encontrar excusas válidas para pedir escucharlo. Recuerdo haber intentado comprender sin éxito las dos o tres palabras que el disquero anotaba en una microscópica etiquetita con la que intentaba seducir a su clientela. Recuerdo que mencionaba algo sobre Nick Cave, lo que seguramente debería haber garantizado algo. Recuerdo mis ilusiones sobre Australia. Creo que aún las conservo.

Pasaron varios años desde la primera vez que vi la tapa de aquel disco en la que dominaba una ilustración central que se asemejaba a un rostro humano visto de perfil al que parecían haberle arrancado la piel para dejar a la vista solo músculos y tendones faciales sobre un fondo negro pleno. Pasaron varios años hasta que Francis de Atom Heart, gran disquería alternativa de Montréal, me aseguró que podría conseguirme un ejemplar. Recuerdo haberlo visto infinidad de veces en los escasos sitios de internet que ofrecían cierta información sobre su existencia mientras estaba al pedo en el diario PubliMetro. Recuerdo haber anotado con éxito el título de este álbum que me cautivó desde el momento en el que lo descubrí. Recuerdo no haber logrado escuchar ni una sola nota para justificar mi interés. Recuerdo que su veracidad rondaba el campo de lo hipotético y que su tangibilidad fue cuestionada. Recuerdo que se mencionaba algo sobre Rowland S Howard, lo que para mí resultaba una garantía. Recuerdo mis pasiones sobre Australia. Creo que aún las conservo. 

Robert Forster, sutil e ingenioso australiano, cantante, guitarrista, compositor y cofundador de una banda genial que se hacía llamar Go-Betweens, escribió en sus “Diez reglas para el Rock and Roll” que el trío es la forma más pura en la expresión del rock and roll. Es cierto. Hubo más de un trío rockero famoso por su contundencia, con lo justo y necesario para incitarnos a dejar salir al primitivo que todos llevamos dentro. Finalmente, es un estilo musical que justifica su fama en un clamor visceral que provoca, en un pulso tribal que unifica, en una insistencia mántrica que hipnotiza. Resulta interesante que todo esto sirva también para definir a la perfección a otras formas de la expresión musical bastante alejadas de este género, no obstante, igualmente intensas. Sin alejarnos demasiado, en su Australia natal, encontramos dos ejemplos concretos: Dirty Three y Hungry Ghosts. Se trata de dos tríos, en apariencia similares, aunque de naturaleza diferente. En el primero, Warren Ellis, más conocido por ser casi el único que continúa siguiéndole el tren a Nick Cave, parece tan colgado como sus solos de violín, parece que todavía no se dio cuenta de que el resto de los integrantes de los Bad Seeds ya se fueron a la mierda, sigue tocando su instrumento endemoniado en un vórtice de feedback que lo envuelve y lo aísla del mundo. Tiene cierto encanto, obvio. Sin embargo, en el segundo grupo, alejado de la popularidad, abrazando el concepto “obscurity is the new fame” que conocí gracias al artista y escritor irlando-canadiense Andrew Forster, amigo de uno de mis tantos jefes en Montréal, el violín de J.P. Shilo me resulta aún más punzante y desgarrador. Más económico en lo que a decibeles se refiere, los abundantes silencios que acompañan a las melodías resultan más perturbadores que las toneladas de acoples, distorsiones y disonancias que hacen que los vúmetros permanezcan clavados al rojo vivo. Ambos tríos, instrumentales, me transportan, logran hipnotizarme. Sin embargo, como desde muy joven abrazo la máxima “menos es más”, me quedo con la magra e ignota discografía de los Hungry Ghosts y espero que nunca se junten a grabar otro disco. Sería demasiado.


martes, 14 de septiembre de 2021

CIENTO VEINTITRÉS

Durante la infancia, durante la adolescencia, nos vemos forzados a padecer las inquisidoras demandas de cuanto adulto nos rodea. La envidia de aquel al que el tiempo le ha ganado la partida no hace más que revelar una ansiedad devastadora que se traduce en la voluntad de sabotear lo poco de niñez que aún le quede a ese ser en desarrollo al que se suele interrogar sin piedad para luego pisotear sus sueños como a un miserable insecto. La jugada más vil a la que más de uno se ha visto expuesto viene de la mano de un inocente salto temporal que invita a definir qué es lo que ese pibe sin experiencias piensa que va a querer ser cuando sea grande, en qué sitio va a querer trabajar, cómo pretende ganarse la vida... ¿Para qué mierda le sirve a un purrete exponerse a un futuro impreciso, vago, indefinido, cuando en ese momento de su vida seguramente no le interese pensar en lo que le están preguntando ni mucho menos ponerse a planificar a largo plazo? No jodan. No recuerdo qué profesiones pasaron por mi imaginario cuando niño. No recuerdo ninguna afirmación contundente con la que podría haber definido mi camino. Algunos querrían ser bomberos, otros como Martín Karadagian o Mister Moto. Otros seguir el camino de Charly o de León. De Vilas o de Kempes. Yo quería seguir siendo niño y seguir jugando con mis muñequitos de Star Wars, con mis Playmobil o con mis Matchbox. Hoy, la música me subyuga. Sin embargo, debo admitir que de chico la música estaba muy lejos de mis prioridades o de mis intereses. No tocaba ningún instrumento, no me interesaba hacerlo tampoco. Tenía una guitarra criolla arrumbada, llena de polvo y humedad, desvencijada, olvidada sobre un ropero en la casa de mis abuelos. También tuve un par de flautas dulces Melos que pasaron fugazmente, sin pena ni gloria, entre mis manos para luego ser rematadas en alguna venta de artículos usados en la que me deshice de esos objetos que consideraba de una enorme inutilidad. Nunca definí qué quería hacer de mi vida con demasiada firmeza. Sin embargo, desde una tierna edad tuve muy claro que haría lo posible por no trabajar en una oficina. Además, como desde primer grado estuve obligado a vestirme de saco y corbata para ir a la escuela, siempre supe que trataría de evitar cualquier trabajo en el que el código vestimentario exigiera el uso de corbata. Por otro lado, como cualquier pibe con rulos, odiaba peinarme. Te tira, te duele. En resumen, siempre estaba despeinado. Jamás me he vestido a la moda. La ropa de marca me chupa un huevo. Usé jeans gastados y agujereados desde muy chico. Recuerdo cuando iba a la casa de mi amigo Jorge, su mamá, con ternura, me preguntaba si no tenía algún otro pantalón sanito. A lo que le respondía que me gustaban así porque eran fresquitos. Te darás cuenta que ni la prolijidad, ni la etiqueta, ni mi apariencia, han sido mi fuerte.

Conforme pasaban los años y me adentraba en el mundo del coleccionismo discográfico, me sorprendí apreciando las fotos de un tal Thomas Wydler en las portadas de los discos de los Bad Seeds. Un baterista que suele sostener el ritmo, imperturbable, sin que se le escape un solo pelo de su peinado engominado, digno de un oficinista de los años ´50. Siempre trajeado, impecable con su corbata al tono. Prolijísimo. Una imagen diametralmente opuesta a la que anticipaba para mí mismo. También me resulta raro admitir que disfruto de su estilo al ejecutar la percusión. Difícil de creer, lo sé. He confesado en varias oportunidades no tolerar demasiado los arranques de los bateristas ni de los percusionistas. Esta debe ser la excepción que confirma la regla, obvio. No solo disfruto de su estilo cuando toca con los Bad Seeds. También disfruto de su estilo en sus grabaciones con Die Haut, su banda de rock instrumental. Sin embargo, disfruto muchísimo más de cualquiera de sus cuatro discos solistas. Los atesoro celosamente pues considero que incrementan el valor de mi colección de discos, mucho más que otros álbumes de los satélites de Nick el icónico acaparador. Piezas difíciles de ver, opacadas, eclipsadas, por el brillo de la obra de los otros proyectos en los que este suizo de bajo perfil participa. Si pudieras elegir entre distintas obras de su vasta carrera, no te dejes obnubilar por los títulos más difundidos. Osá, animate a lo desconocido. Vas a desear que la historia sea diferente, que de una puta vez los que cantan bajito logren ser escuchados. Vas terminar de comprender lo que querían decir los pibes cuando gritaban desde el fondo del micro de la escuela: “canto que es el mejor, infinito punto rojo”.

sábado, 31 de julio de 2021

CIENTO VEINTIDÓS

Todos tenemos alguna que otra obsesión. Están los que escuchan sus discos según el orden que les han asignado en una caja de zapatos y respetan el turno de cada uno de ellos para evitar reproducir más uno que otro. Están los que escuchan discografías completas siguiendo el orden de aparición de cada álbum. Están los que compran distintas versiones de un mismo disco solo porque una trae un póster y otra una postal. Están los que compran las versiones japonesas de los discos a pesar de saber que los bonus tracks exclusivos para el mercado japonés generalmente son el desecho de las sesiones de grabación del álbum. Estamos los que compramos un disco por la imagen de la portada apostando al buen gusto y a la experiencia. Están los que solo compran un disco siempre y cuando no sea la edición nacional. Están los que aseguran no poder disfrutar de la música grabada si no la escuchan en vinilo. Están los que compran vinilos porque se han vuelto chic y se sienten atraídos por la onda retro-vintage que emana de ese objeto inútil si no tenés bandeja giradiscos en tu casa. Están los que saben que querés comprarles un disco que ellos tienen, te lo muestran y cuando le preguntás por el precio, finalmente, te dicen que decidieron no venderlo. Están los que compran CDs, compran vinilos, compran DVDs, compran casetes, compran lo que venga, y no tienen ni puta idea, ni de lo que han acumulado, ni de dónde han apilado el nuevo material que, evidentemente, nunca escucharán. Están los que compran y venden, vuelven a comprar para volver a vender el mismo disco por segunda vez, para finalmente confirmar que les sigue interesando tenerlo en su colección y que son unos pelotudos que perdieron tanto guita en las operaciones de compra-venta como un álbum que les gustaba y del cual nunca deberían haberse desprendido. Están los que atesoran discos por duplicado sin esgrimir ningún tipo de argumento. Están los que van tachando los títulos de los álbumes que consiguen en el catálogo del sello que coleccionan. Estamos los que hacemos listas interminables con todos los discos que desearíamos incluir en nuestra colección. Están los que aseguran que nunca comprarán otro disco mientras revisan las bateas desbordantes de alguna disquería que nunca antes habían visitado. Están los que han sido beneficiados por la tecnología y cada vez que visitan una disquería comprueban en un listado de Excel que llevan en su tablet que el disco que están a punto de comprar no lo tienen repetido. Están los que solo conocen la carrera discográfica de sus artistas preferidos a través de compilados o greatest hits. Están los que entran a una disquería decididos a salir del local con algún disquito que no exceda el presupuesto miserable que se han fijado de antemano, sin importarles ni el intérprete ni el género. Están los que compran cualquier cosa que tenga impreso el nombre de su artista de predilección. Están los que nunca han desarrollado un gusto personal y son llevados de las narices por alguna moda o por algún individuo carismático que les sirva de referente. Están los supuestos melómanos rockeros que en su vida solo han escuchado cuatro discos de los Beatles o, quizás, de los Ricotitas, tres de Soda o, quizás, de los Stones, dos de Floyd o, quizás, de Divididos y uno de Serú o, quizás, de Nirvana. Están los supuestos audiófilos que solo bucean nuevos sonidos a través de Spotify, pues ofrece los MP3 en alta calidad. Estamos los sonívoros que buscamos nutrirnos con todos los ruidos y todos los sonidos que andan dando vueltas por ahí, donde sea, como sea. Están los monofanáticos que le brindan fascinación exclusiva a un único artista. Están los que cuando te ven comprar un disco te advierten que la primera época de ese grupo era muchísimo más copada, pretendiendo hacerte sentir que tiraste tu plata a la basura. Están los que conocen y escucharon algún disco más que vos de tu artista preferido y te lo restriegan por la cara. Están los que sabiendo que hacés música y que coleccionás los discos de algún fulano inmediatamente te etiquetan como imitador del artista en cuestión. Está el que pensando que algún artista top está en franca decadencia sostiene que él logrará ocupar el lugar vacío que deja esa estrella caída. Están los que cuando compran un disco nuevo cortan el celofán con extrema prolijidad usando una trincheta para poder reutilizarlo. Están los que conservan cada uno de los stickers promocionales que acompañan a los discos, en los que los sellos discográficos suelen brindar, sea alguna información relevante para seducir al potencial comprador, sea algún comentario o crítica favorable de la prensa que estiman atrayente para cautivar nuevo público para sus artistas. Están los que al comprar un disco cuya tapa está impresa en negro pleno sufren como condenados al anticipar las marcas de sus huellas dactilares y saber que nunca lograrán removerlas. Están los que al comprar discos usados los someten a una limpieza profunda utilizando diversos productos – alcohol, bencina, detergente, jabón líquido, pasta de dientes – como si de esa manera fueran a lograr borrarles su pasado en manos de otro y pudieran recuperar su estado original, rebobinar el tiempo hasta el momento justo en el que el disco salió del celofán. Están los que usan guantes de cirujano para sacar los discos del empaque y ponerlos en el equipo. Están los que no logran conciliar el sueño y sufren de insomnio cuando prestan algún disco de su colección. Están los que escriben su nombre en los discos esperando que, si los pierden, de esa manera, podrían llegar a recuperarlos. Están los que escriben música para películas imaginarias, inexistentes. Estoy yo que adoro los simples y los EPs y sigo comprándolos a pesar de que muchos de mis amigos insistan sobre su inutilidad por su breve duración y por la poca cantidad de canciones que ofrecen.

Tengo que admitir que cuando se me pone algo en la cabeza, no paro hasta lograrlo. Yo quería tener la discografía completa de un negrito que había tocado el bajo en un par de bandas que me resultaban más que interesantes. Creo que ya te he hablado de él. En Buenos Aires había logrado conseguir algunos de sus álbumes, cada uno en una tienda distinta. “Moss Side Story” en Tabú. “Soul Murder” en Rock’n Freud. “The Negro Inside Me” en Abraxas. “Oedipus Schmoedipus” en El Oasis. “As Above So Below” en Oíd Mortales. “The King of Nothing Hill” en Bonus Track. También estaba decidido a conseguir sus simples, que eran unos cuantos. En Buenos Aires, imposible. Por suerte, al llegar a Montréal conocí rápidamente la existencia de La Subalterne donde pude encontrar al menos tres de ellos. Luego, conocí Beatnik, L’Oblique, L’Échange y Cheap Thrills, donde fui consiguiendo los que me faltaban. Cuando para completar su discografía solamente tenía que sumar “Delusion”, la única banda de sonido que Barry Adamson había compuesto hasta ese momento – sin contar la de “Gas Food Lodging” en la que su participación era más que breve, álbum que ya había conseguido en una disquería de mala muerte que en algún momento operaba en la avenida Corrientes a metros de la avenida Callao, supe que no me quedaba otra opción que encargársela a los muchachos de Atom Heart que en unos pocos días me hicieron tan feliz al entregarme el CD como debe haber estado el viejo Barry cuando por fin le comisionaron la música para una película. A él que desde hacía rato venía demostrando que era un grandísimo maestro en la composición de bandas de sonido, aunque les faltara la película. 

Estamos los que en la pesquisa de los discos que queremos para nuestra colección abrimos el abanico y nos damos la posibilidad de conocer todas y cada una de las tiendas que estén a nuestro alcance, sin atarnos a ninguna de ellas.

viernes, 30 de julio de 2021

CIENTO VEINTIUNO

Allá por agosto de 2003, cuando comencé a recorrer el barrio donde me había instalado en Montréal, encontré todo lo que necesitaba en las proximidades del departamento que había alquilado. Incluso una disquería de usados muy bien provista que ofrecía precios más que acomodados. Estaba en un sótano – sous-sol, le dicen ellos – sobre la calle Saint-Denis, a la vuelta de la estación de metro Sherbrooke. Era bastante grande, por lo que era imposible recorrerla entera en una sola visita. Encontrar una excusa para entrar a revisar las bateas me resultaba muy sencillo pues me quedaba de paso cuando salía a hacer los mandados. Cada vez que iba, algún disquito me sorprendía y no podía dejarlo pasar. En síntesis, rara vez salía con las manos vacías. Fue uno de mis más recurrentes proveedores de discos, hasta que al dueño se le ocurrió cerrar el negocio y desaparecer. El flaco era un tipo de pocas palabras, no del todo simpático, pero como yo no iba a su local en busca de amistades entrañables sino que lo que me interesaba era encontrar todos y cada uno de los CDs de los que había tenido que privarme durante mi vida en la República Argentina, su sequedad no me afectaba en lo más mínimo. A las dos o tres semanas de haber conocido esta tienda, ya había encontrado cerca de veinte discos de mi interés. Lo que se te ocurra. Simples, EPs, ediciones limitadas, ediciones japonesas, álbumes remasterizados, CDs dobles, recopilaciones. De todo un poco. Al entrar al local, meditaba sobre mi extensa wantlist, de la que nunca he tenido copia en papel, y fijaba un rumbo para mi pesquisa. A veces apuntaba a la sección de “Franco”, otras a las de “Electro”, “Alternative” o “Punk”. Evidentemente, según el estado de ánimo del momento o el disparador que me motivara. Un día se me cruzó la imagen de una hoja de papel, que creo que aún conservo, que había impreso años antes durante las tediosas tardes de domingo mientras esperaba la aprobación del envío de los archivos del diario PubliMetro a la imprenta. Alguna ventaja tenía que ofrecerme trabajar con una computadora todo el día y tener acceso ilimitado a internet sin cargo. Era una herramienta nueva y había que recurrir a todas las cualidades detectivescas que uno pudiera tener a mano pues todavía no se habían popularizado los sitios de internet de música. Recordá que en aquella época Discogs.com aún no existía y que rastrear información sobre mis artistas de predilección no era tarea sencilla. Muchos de ellos under, indies o simplemente ignotos o ignorados por los medios. Por esa razón, todo lo que encontraba, lo imprimía. En aquella hojita que recordé la tarde en cuestión, había conseguido una lista con los títulos de cada uno de los discos de un cantautor que parece entender al blues como una expresión cósmica de dimensiones mántricas de anticipación. Un tipo del que una sola vez había visto material en Oíd Mortales, un millón de años atrás. Lamentablemente, en aquel entonces no llegué a tiempo a juntar el dinero para comprarlo. En consecuencia, su mística y mis deseos de escucharlo no solo permanecieron intactos durante varios lustros sino que aumentaron en intensidad con el paso del tiempo. Hoy, puedo decir que no solo la espera valió la pena sino que, además, fui recompensado con creces. Todo empezó cuando encontré en esta valiosa tienda de discos de mi querido barrio de Ville-Marie, que llevaba el nombre de La Subalterne, el compilado doble “Long Time Ago” de Hugo Race + True Spirit. Como te imaginarás, el disco giró en mi bandeja por más de una semana, non stop. Además, recuerdo haberlo llevado de aquí para allá en mi discman Sony. No quería que dejara de sonar ni un segundo. Esa música, esos ritmos, me hechizaban. Escucharlo era casi como entrar en trance. Era brutal y tranquilizante a la vez. Si bien es cierto que llegué a interesarme por escuchar a Hugo Race y su banda al enterarme de sus vínculos y de pasado con los Bad Seeds, cuando finalmente tuve la posibilidad de sentarme a escuchar uno de sus propios discos comprendí que el muchacho contaba con atributos personales mucho más valiosos que el simple hecho de que su nombre aparezca citado en algunos de los álbumes de Nick Cave. Un guitarrista interesado por el blues que se inclina por ciertos aspectos de la música electrónica es prometedor. El resultado: una música que ofrece un punto de vista bastante diferente al que se le ha intentado atribuir desde algunos giros publicitarios. Ardides con forma de guiño que no buscan otra cosa que levantar las migajas, las sobras, los restos, del séquito de fans que sigue incondicionalmente a su antiguo jefe. Este muchacho debería buscar definitivamente la forma de liberarse del yugo de su herencia. Independizarse sin dudar ni un miserable segundo y dejar de mirar hacia atrás en su propio pasado pues no le debe nada a nadie. Debería abandonar ese traje negro, viejo y usado que ya le queda chico. Debería olvidar quién fue y recordar en quién ha evolucionado. Debería confiar ciegamente en todas aquellas cualidades que lo hacen único y dejarse de joder. Hipnótico, constante, embriagador, estimulante. Áspero, antes que seductor. Intimidante, aunque sin ningún tipo de agresión. Intensamente serio en su laburo. Irrefutable, incuestionable. ¡Aguante Hugo! Me gustó tanto su propuesta que con un solo disquito no me alcanzaba. No solo busqué por cielo y tierra cada uno de los álbumes que había publicado antes de que yo lo escuchara por primera vez sino que no he dejado de seguir su carrera discográfica desde entonces. Aunque las tapas de sus discos sean espantosas, muchas veces impresentables y que no logren realzar el verdadero valor de su obra, no puedo resistir al impulso de comprarlos a penas veo que están disponibles. Logró cautivarme una vez que empecé a escuchar más atentamente su música, una vez que logré callar algunos de los comentarios que circulan por el ciberespacio que lo vinculan a cuevas o cavernas de las que ha logrado salir con éxito hace mucho tiempo. You’ve come a long way, man.